Capítulo 19

Georgia se despertó cuando un haz de luz le dio en la cara.

—¿Qué…?

—Ya ha pasado la mitad del día, cariño, son más de las diez —dijo la abuela, de pie junto a las cortinas que acababa de descorrer.

—Vamos, mamá, es hora de desayunar —oyó decir a Dakota—. He hecho muffins. Y galletas de mantequilla para tomar después con el té.

—¡Ah, es un encanto en la cocina, Georgia! Tiene ese don. Igual que mi madre, que era capaz de convertir una despensa prácticamente vacía en un fabuloso banquete.

Dakota se empapó de cumplidos. Y de la relación. Había pasado una mañana fascinante con la anciana abuelita mientras batía la mantequilla que la mujer había dejado al aire libre la noche anterior y la mezclaba con harina, azúcar y vainilla. Luego enrollaron la masa para formar un tubo largo que habían cortado en pedazos con los que hicieron unos gruesos redondeles sin dejar de reír todo el rato. ¡Había hecho pasteles en pijama! Después se sentaron a desayunar tranquilamente, ellas dos solas. Huevos pasados por agua y palitos de pan tostado, mientras veían salir el sol de pie en el peldaño de la puerta trasera, Dakota todavía en pijama pero abrigada con una vieja chaqueta de punto color esmeralda de la abuela. Era muy pronto, pero la mujer nunca había perdido el hábito de levantarse al alba —una vieja costumbre de la granja—, y el reloj biológico de Dakota, por su parte, había enloquecido. La noche anterior se quedó dormida poco después del té y su madre decidió dejarla dormir. Ello dio como resultado que se hubiera levantado temprano y rebosante de dinamismo. Menos mal que su bisabuela estaba preparada.

—Me parece que nunca he visto amanecer —le dijo a la abuela.

—Es una cosa que los ojos nunca se cansan de ver —repuso la mujer de cabello cano.

Contemplaron las franjas de color rosado y dorado durante un rato, hasta que la abuela rompió el silencio.

—Tu madre me ha dicho que estás buscando tus raíces.

—Sí. —Dakota se miró las manos—. Necesito saber de dónde vengo.

—Claro que sí. Eso es muy importante. Saber de dónde vienes —la abuela asintió sabiamente—. Bueno, pues has venido al lugar adecuado, Dakota, querida. Aquí está tu gente.

—Sin embargo, lo cierto es que no me parezco mucho a ti, abuela.

—¡Bah! Eso es sólo por fuera, pequeña.

La pareja se alejó del peldaño para ir a inspeccionar el jardín trasero, el pedacito de cuidado césped y el gran arriate de flores a la derecha —lirios, clemátides y unas singulares amapolas azules floridas— y el huerto, aún más extenso, a la izquierda, donde a Dakota se le hizo la boca agua al ver las fresas tempranas y las zanahorias tiernas que podría emplear para hacer muffins. Los campos que rodeaban la casa se extendían a lo largo de kilómetro y medio, bordeados por todos lados por unas cercas hechas de piedras de todos los tamaños y formas, amontonadas hábilmente y desgastadas por el tiempo. La abuela le contó que esas piedras las arrancaron del suelo los antepasados de su esposo, Tom Walker padre, todos esos Walker que, a base de trabajar sin desmayo, consiguieron pasar de arrendatarios a poseer finalmente un pedazo de tierra que pudieron llamar suyo. Cuando ella era pequeña, el apellido Walker era muy conocido por aquellos lares, y el joven Tom estaba considerado un buen partido, le contó a su bisnieta. Y habían sido muy felices juntos.

—Pero se marchó a combatir en la guerra y ya nunca volvió a casa —dijo sencillamente la abuela, un hecho que había aceptado hacía mucho tiempo—. Mi suegro llevó la granja durante años y años, hasta que mi hijo mayor tomó el relevo, y mi hijo menor —ése es tu abuelo, el que vive en Pensilvania— lo ayudó hasta que le picó el gusanillo de Estados Unidos y tomó un barco hacia allí.

—Entonces, ¿mi madre no conoció a su abuelo?

—No; bueno, sí que lo conoció, Dakota. Lo conoció a través de mí. Pero nunca lo vio, que es una cosa totalmente distinta.

Dakota ladeó la cabeza un momento mientras lo consideraba.

—Entonces, todos estos Walker a los que nunca he visto… —reflexionó hablando, pensándolo bien—, siguen siendo personas a las que conozco.

—En la propia esencia de tu alma. Tienes toda la razón. Porque ellas son tú.

—¿Abuela?

—¿Sí?

—Creo que probablemente lo sabes casi todo.

—Puede que tengas razón, pequeña.

Al cabo de unas horas estaban ambas vestidas pero seguían llevando las chaquetas de punto que la abuela había tejido hacía mucho tiempo; ella llevaba la roja, su preferida, y Dakota la verde, lo cual les daba un aire absolutamente navideño cuando estaban una al lado de la otra, cosa que hacían a menudo, entusiasmadas por el hecho de tener la misma estatura.

Georgia se incorporó apoyada en un codo.

—¿Habéis hecho muffins?

—Y hemos visto amanecer, hemos hecho ramilletes de amapolas y hemos entrado en la habitación de Cat para llevarnos el cesto de la labor…

—Teniendo buen cuidado de no molestar a tu invitada, que parece tener tendencia a los ronquidos —intervino la abuela—. Pero creo que será mejor que no le contemos que hace tanto ruido.

—Y ahora hemos venido a despertarte, mamá. Date prisa y vístete, la abuela va a enseñarme la técnica Fair Isle.

—¿Qué posibilidades hay de poder desayunar en la cama?

—Las mismas que ha habido siempre, Georgia, querida —respondió la abuela—: ninguna.

Georgia se rió e hizo ademán de levantarse, lo cual apaciguó a su hija y su abuela, que salieron de la habitación; pero cuando se cerró la puerta volvió a tumbarse en la cama con la espalda dolorida —del viaje en avión, sin duda— y el estómago revuelto. En Nueva York sólo eran entonces las cinco de la mañana, y se moría por descansar unos minutos más. Sin embargo, no parecía que fuera a conciliar nuevamente el sueño allí echada mientras su cabeza daba vueltas a los acontecimientos de los últimos meses: la reaparición de James y de Cat, las discusiones con Dakota y la diversión que suponía albergar el club de punto en la tienda. Un foco de luz en una primavera de locos. Había sido una noche peculiar la de hacía un mes, cuando Cat entró en la tienda y requirió que todas hiciesen algo que les diera miedo. ¿Y qué hizo Georgia? Pasar unas horas con James, besarlo y comportarse como una estúpida. Fingir delante del club que iba a cumplir con el desafío de Cat.

Sin embargo, eso era engañarse un poco, ¿no? Porque en realidad ahora no tenía miedo de James. Estaba enojada con él, sí, pero no era lo mismo que cuando era más joven… Cuando él le destrozó el corazón y se marchó tan tranquilo.

No, Georgia tenía miedo del James de entonces. Miedo de lo que no sabía sobre sus aventuras. Las mentiras. Todas las cosas horribles que probablemente pensara de ella.

Tenía miedo de esas cartas que estaban sin abrir. Las que tuvo guardadas en la caja del armario todos aquellos años, cuidándose muy mucho de ceder al impulso de leerlas. Sólo las había mirado, una vez al año más o menos, para asegurarse de que seguían estando allí. Pensaba en ellas como en las respuestas, en el razonamiento de James para explicar sus acciones, y en el fondo siempre le habían dado una sensación de cierta clausura a la cual podía recurrir cuando estuviera preparada.

«Algún día —se decía a sí misma—, algún día las leeré».

En realidad no resultó nada extraño que, al sacar la maleta del armario en Nueva York, preocupada por tener que hacer un viaje con Cat, bajase la caja y volviera a leer el pasaje del viejo anuario. Que viera las dos cartas. Lo que ya no era tan normal fue el impulso de llevárselas a Escocia.

Había cedido y echó los sobres al fondo de la maleta. Tal vez. Tal vez no.

¿De verdad necesitaba saber todos los detalles? ¿La última y gran exclamación de culpa y castigo?

Sí, lo necesitaba. Lo necesitaba. Ahora mismo.

Caminó descalza por la habitación alfombrada, fue en busca de la maleta y empezó a rebuscar con calma entre los montones de medias y camisetas limpias. Sabía que había metido allí las dichosas cartas. ¿Dónde estaban? Cada vez más nerviosa, empezó a sacar ropa y zapatos de la maleta y a dejarlos sobre la cama, buscó en los bolsillos con cremallera, entre las hojas de los libros, en el neceser. ¿Dónde estaban? Se acercó a la bolsa de mano, hurgó en su interior y no encontró nada. ¿Y si las hubiera perdido? ¿Después de tanto tiempo?

A duras penas podía respirar mientras revisaba el montón de ropa de la cama por segunda vez, doblando y volviendo a doblar frenéticamente camisas, pantalones, pijamas. De pronto, al sacudir sus vaqueros favoritos, las cartas cayeron de la pernera. Con un gesto de frustración y alivio a la vez deslizó el pulgar por debajo de la solapa y rasgó el borde.

Vestida con la camisa de dormir y las piernas desnudas hizo frente a la lectura de las cartas que James le había remitido desde París.

Georgia:

No sé por dónde empezar. Me equivoqué. Cometí un error. Sé que te hice daño, y eso no está bien. No sé por qué lo hice… Sencillamente, ocurrió. Pero quiero que sepas que dejé mi trabajo y no voy a volver a ver a mi antigua jefa. Acepté un empleo fantástico en París, uno en el que tendré muchas posibilidades de crecer. Y creo que deberíamos volver a intentarlo, empezar de nuevo. Quizá podríamos vivir todos aquí, ¿no? Te quiero de verdad. Me siento muy bien cuando estoy contigo. Más feliz de lo que he sido nunca. ¿Tal vez sólo te estaba poniendo a prueba? En cualquier caso, fue una estupidez. Ahora lo sé. Quiero —necesito— saber de ti, de verdad.

Un abrazo, James.

P. D.: Y fui un idiota al no llevarte a Baltimore. Estoy dispuesto a llevarte allí cuando quieras.

Yo, yo, yo… ¡Por Dios! Sólo se trataba de él, ¿verdad? Se mordió el labio inferior con una sensación de inseguridad y rasgó la última nota, previendo —esperando, incluso— que fuera la carta desagradable que siempre había supuesto que le envió.

Georgia:

Lo siento, lo siento de verdad. Quiero a nuestro bebé.

Por favor, ponte en contacto conmigo.

J.

¿Cómo? ¿Dónde estaban la culpa, las exigencias, las mentiras? Se había pasado años abrigando resentimiento hacia James. No sólo por su engaño —eso superaba cualquier ofensa—, sino por su despreocupación hacia ella y la niña, por la manera en que sencillamente salió de sus vidas sin pensárselo dos veces. Se fue a París. Con gran regocijo, había supuesto.

¡Y ahora se enteraba de que sí le importaba! Sintió que se le revolvía el estómago; intentando recuperar el aliento, salió disparada al pasillo y entró en el baño, se mojó la cara en el lavabo y se apoyó en el mueble para mantener el equilibrio.

Deseando, simplemente deseando poder purgar todo su resentimiento.

Tras soportar un desayuno que había acabado siendo almuerzo…, y tras sufrir a una Cat irritantemente animada y fresca después de su noche de descanso inducido por barbitúricos, las mujeres se calzaron los zapatos, se pusieron unas chaquetas ligeras y fueron a buscar el coche alquilado.

La abuela dijo que ya era hora de llevar a sus invitadas a la ciudad y mostrarlas con orgullo a los vecinos del lugar. Nadie dio importancia a que Georgia no dijera nada; simplemente, achacaron su mutismo al desfase horario. Georgia tomó nota mentalmente de no echar a perder la excursión a la ciudad de su abuela con problemas que, de tan antiguos, ya no tenían solución.

—Llevo años presumiendo de vosotras dos —explicó la abuela a Dakota mientras se abrochaban el cinturón de seguridad—. Y podríamos decir que Cat es famosa, sólo para divertirnos; es tan guapa y delgada que seguro que se lo creen.

Cat le sonrió encantada a la abuela desde el asiento posterior.

—Date prisa, Georgia; quiero haber acabado con las visitas a la hora del té.

El camino en coche a la ciudad —una única calle— les llevó unos tres minutos largos, cuatro teniendo en cuenta que tuvieron que reducir la velocidad cuando unos turistas cruzaron la calzada imprudentemente.

—¿Adónde vamos, abuela? —preguntó Georgia, maravillada de la calle principal de Thornhill, una sucesión de boutiques artesanas, pubs, una pescadería, una carnicería y una tienda de ropa muy elegante…, además de una tienda de géneros de punto, por supuesto.

—Empecemos por el extremo de la calle y bajemos paseando.

—¿Esto es todo?

Cuando pasaron por allí la tarde anterior, de camino a casa de la abuela, Dakota no se percató de que las pocas manzanas de calle principal sencillamente formaban parte del camino al que ellas llamaban carretera. Georgia se encontró con que se agolpaban en su mente toda clase de imágenes, y recordó haber ido andando a la ciudad cuando era una niña, siempre con la esperanza de que le compraran un helado para el camino de vuelta.

—Los diseños de ese escaparate son increíbles —comentó Cat, apretujada en el asiento de atrás con Dakota—. Abuela, estoy impresionada de veras. Pensé que aquí sólo habría unos cuantos campesinos viviendo donde Cristo dio las tres voces.

—Gracias, querida —agradeció la abuela.

Georgia aparcó el coche y dejó salir a sus pasajeras, ofreciéndole el brazo a su abuela.

—No hace falta —se burló la anciana, que ya se dirigía con paso rápido a la primera tienda que tenían enfrente—. Vamos, Muriel siempre trabaja los lunes y sé que le encantará veros.

Georgia la siguió con un vago recuerdo de una niña con quien había jugado hacía mucho tiempo y sintió que la envolvía un sentimiento de retorno. Entraron en la boutique, pasaron junto a la exposición de sombreros estilo Camilla y recibieron un cálido recibimiento por parte de unas mujeres que conocían todos sus detalles pertinentes y que parecían encantadas de verlas. Fue fantástico.

Dakota se volvió a mirar a Georgia, un tanto desconcertada al encontrarse rodeada de inmediato por desconocidas que cloqueaban con aprobación y felicitaban a la abuela por todas las virtudes de su bisnieta, desde su porte a su estatura.

—¡Si parecéis gemelas! —dijeron las tenderas al ver a Dakota y a la abuela juntas, tal como habían estado desde que se conocieron, del brazo y con las caderas pegadas, vestidas con sus conjuntadas chaquetas de punto.

—No somos del todo idénticas… —empezó a decir la abuela.

—Pero eso es sólo por fuera —terminó Dakota, riendo.

«Estas dos forman una auténtica pareja cómica», pensó Georgia. Y era una delicia ver a su bizcochito tan contenta, olvidada ya la aventura de Penn Station.

Caminaron por la calle hasta que la abuela declaró que era hora de detenerse a tomar un refrigerio. La casa de té —de hecho sólo era una pequeña habitación adyacente a una tienda donde vendían un batiburrillo de sopas, bollos y bocadillos tostados— disponía de las habituales cortinas con volantes y de tapetes bajo los azucareros de las mesas. Sin embargo, en un estante situado en la parte trasera del establecimiento se hallaba expuesta toda una variedad de tallas de madera labradas a mano —todas disponibles en la página web, por supuesto— de temática claramente no escocesa, desde Budas barrigudos a una réplica de las Torres Gemelas. Las esquinas de la habitación estaban ocupadas por unas esculturas de hierro, si se podían llamar así, unas confusas curvaturas de metal con unas etiquetas que, a modo de explicación, ofrecían nombres como «Acertijo» o «Barullo». La abuela siguió la mirada de Dakota.

—Artistas locales —dijo simplemente—. Por aquí no todo son gachas y telas escocesas, ¿sabes?

—Estoy muy sorprendida de lo sofisticado que es todo esto —comentó Cat—. He estado pensando en lo que debería hacer con mi carrera y me siento muy inspirada.

—Es bueno ver que sólo te hacen falta veinticuatro horas para resolver tu vida.

Georgia estaba ya un poco harta de las exclamaciones de Cat, para quien todas las tiendas y personas eran «una monada» o «¡tan auténticas!». La abuela le dio un golpecito en la rodilla a Georgia y ladeó la cabeza para que Cat continuara hablando. «Siempre con sus buenos modales», se dijo Georgia. Quizá lo que ocurría era que ella llevaba demasiado tiempo en Nueva York.

—Me instalaré en Escocia —declaró Cat—. Después de ver esa tienda de vestidos me he dado cuenta de que aquí hay una clientela selecta.

La anciana pareció alarmada.

—Más bien estamos en la parte baja del escalafón, te lo aseguro.

—Apuesto a que podrías quedarte con la abuela —le ofreció Georgia, mientras trataba con todas sus fuerzas de mantener una expresión seria en tanto que por debajo de la mesa apretaba la rodilla contra la de la anciana—. Quizá incluso pudieras acabar mudándote del cuarto de costura.

—Hablo en serio, Georgia, de verdad —contestó Cat—. Creo que tendría que abrir una tienda de comida biológica en la zona. Introducir a los escoceses en la comida sana.

Dakota levantó la mirada del menú que había estado estudiando con atención mientras intentaba decidirse entre pastel o bollos. Dio unos golpecitos con el dedo en el papel.

—Quizá tendrías que ver esto, Cat —aconsejó sin que su voz revelara nada pero con un brillo especial en los ojos, y Georgia se dio cuenta de que su hija se estaba convirtiendo en una persona ocurrente.

Las mujeres miraron lo que la niña indicaba. «Siempre que es posible, usamos ingredientes biológicos procedentes de la región», se leía al pie del menú.

—Vaya. —Cat parecía alicaída—. Pensaba que había encontrado algo, la verdad. Incluso anoté unas cuantas ideas —agregó, y sacó del bolso un pedazo de papel en el que había escrito lo siguiente: tomates, pepinos, queso, leche, vitaminas.

—Me parece, Cat, que esto es lo que todo el mundo conoce como una lista de la compra —dijo Georgia sin mala intención—. Quizá no acabe de ser un buen plan para un negocio. Además, me imagino que resultaría difícil para una estadounidense introducir el ecologismo en un país donde la gente conduce automóviles pequeños que gastan poco combustible.

—Georgia, sólo intento averiguar qué se supone que tengo que hacer en esta vida —refunfuñó Cat, y metió la lista en el bolso.

—Una meta encomiable, Cat —terció la abuela con un tono que implicaba que ya no era momento para las burlas de Georgia—. Comamos algo, porque aún tenemos que ir a ver a Maudie a la tienda de lanas. Querrá saberlo todo sobre tu tienda de punto en Nueva York, Georgia. Bueno, yo ya se lo he contado, claro, pero querrá oírlo de tu boca.

Las señoras sorbieron té PG Tips, mordisquearon unos pasteles y probaron mermeladas y cremas mientras Dakota ideaba algunas delicias que elaborar para el club cuando volvieran a casa y Cat proponía más ideas para su nueva carrera profesional. (¿Instructora de yoga? No, demasiado espiritual. ¿Estilista personal? No, resultaría muy frustrante hacer toda una serie de compras para tener que dárselas a otra persona. ¿Anticuaria? Hum, quizá eso sí fuera buena idea…). La abuela le dijo, en confianza, que podía hacer cualquier cosa que se propusiera, siempre y cuando no fuera en Escocia. «Ni en Nueva York», puntualizó Georgia, riendo. Cat pareció herida, pero se relajó un poco cuando su vieja amiga le aseguró que sólo estaba bromeando. En cierto modo.

Georgia pensó que era estupendo estar allí pasando una tarde de lunes con aquellas mujeres que de verdad le importaban. Sí, incluso Cat, tenía que admitirlo. Mordió un bollo mantecoso que se desmigajaba fácilmente, saboreando el estallido de la dulce mermelada de frambuesa y la refrescante sedosidad de la nata, y entonces oyó que su abuela soltaba una tosecilla molesta.

—¡Vaya, mira quiénes están aquí!

Georgia levantó la mirada y vio a dos viejecitas de rostro adusto junto a la mesa.

—Hola, Marjorie; hola, Alice —dijo la abuela—. Éstas son mi nieta Georgia Walker, su amiga Cat Phillips y mi bisnieta, Dakota.

—¿Tu bisnieta? ¡Caramba! Esto sí que es especial —dijo una de ellas dirigiéndose a la otra.

—Muy poco habitual —repuso la segunda mujer.

—¿Ah, sí? —dijo la abuela con voz gélida—. ¿Qué queréis decir con eso?

—Sólo que no conocíamos a la pequeña.

—Abuela, estas mujeres me miran de un modo raro —se quejó Dakota, al parecer desconsolada, pues al oír las historias de su madre imaginaba que Escocia era una especie de Utopía.

—No querría que te volvieras engreída, pero eres increíblemente hermosa —dijo la abuela con total naturalidad mientras las dos mujeres seguían junto a la mesa—. Preciosa, ésa es la palabra. Y si alguien mira por otro motivo —levantó el tono de voz—, que me bese el culo.

Georgia casi se atragantó con la bebida. Si alguna vez necesitaba a alguien que se hiciera valer, llamaría a su abuela, sin duda.

—Y ahora haced sitio para un poco de pastel, chicas, porque no vamos a mover ni un músculo hasta que hayamos terminado y decidamos marcharnos.

Y se acomodaron en sus asientos sintiéndose fuertes juntas, animadas por las otras personas que estaban allí tomando el té y que murmuraron: «¡Tienes toda la razón!» y «¡Bien por ti, Glenda!», y se quedaron allí hasta que Marjorie y Alice salieron del salón de té con exclamaciones de desdén.

La abuela abrió el armario de los abrigos. «Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio», les había dicho más de una vez durante el día anterior a Cat y Dakota, que continuaban arrojando sus pertenencias sobre el banco corto de madera que había junto a la puerta de entrada. Georgia, que ya lo sabía desde hacía mucho tiempo, colgó la chaqueta de inmediato y, como estaba cansada y necesitaba reposar un poco, dejó que sus dos protegidas se enfrentaran a las críticas de la abuela. En esta ocasión, Cat dio media vuelta en el pasillo, tomó una percha y siguió a Georgia sin dejar de hablar de las ideas sobre su carrera, incluso cuando su amiga declaró que ya no la estaba escuchando.

Dakota se apoyó en la pared junto al banco y se quitó las zapatillas con los pies; la abuela insistió en que se desatara los cordones como es debido.

—Dakota… —comenzó, y se sentó en el banco.

—Ya lo sé. Me olvidé de colgar el abrigo y tuviste que hacerlo tú. Y ahora las zapatillas.

—Bueno, sí, es cierto. La próxima vez lo harás bien. Pero quiero decirte otra cosa. —La abuela, que seguía sentada, rodeó con el brazo los hombros de Dakota y la guió hacia el asiento hasta que estuvieron las dos al mismo nivel—. Es que, después de lo del salón de té…, quería que termináramos la charla de esta mañana.

—De acuerdo.

La pequeña se miró los calcetines y empezó a tirar de ellos como si quisiera hacerles un agujero. La abuela no hizo comentario alguno al respecto, cosa rara en ella.

—Sé que hay algunas personas que no estaban convencidas sobre tu nacimiento, al estar tu madre sola y todo eso. Ella se esforzó mucho para que pudierais vivir bien las dos, pero lo ha conseguido. La prueba de ello está en el resultado. Tú eres la prueba —dijo la abuela, que le sacó el pelo de debajo del cuello y se lo atusó—. Eres una niña muy buena. Y todos los días que has pasado en este mundo han sido una alegría y una bendición. —Tomó a Dakota de las manos—. Yo crié a dos hijos, ¿sabes?, y aunque eran otros tiempos, también resultaba difícil ser adolescente. Incluso entonces. Tom, tu abuelo, era un tunante. Siempre contestaba mal. «¿Y tú qué sabes?», solía decirme siempre.

Dakota se rió a medias, pues le parecía gracioso pensar en su abuelo de pelo cano de Pensilvania de otro modo que no fuera un anciano, y estaba un poco avergonzada porque ella también le había dicho eso mismo a Georgia hacía poco.

La abuela sonrió al ver reír a Dakota, pero no dejó de hablar y echó un rápido vistazo en dirección al resto de la casa como para vigilar que no las interrumpieran.

—A medida que vayas creciendo, tendrás muchas preguntas que responder. Quién eres. Quién quieres ser. Qué piensas sobre las cosas. Como la política. Y los amores. Y si decir lo que piensas o mantener la boca cerrada. Siempre es un reto encontrar la mejor manera de vivir tu vida, y por mucho que los demás te digan lo que tienes que hacer, en última instancia depende de ti cómo hagas las cosas.

Dakota asintió con seriedad. Era muy agradable hablar con la abuela.

—¿También era igual cuando tú eras joven, abuela?

—Oh, sí, era lo mismo. Mi madre nunca me dejaba ir a los bailes y me hacía quedar en casa para que le leyera a mi abuelo enfermo. Yo entonces me indignaba mucho. Pero ¿sabes?, he tenido toda la vida para ir a los bailes y ahora atesoro el recuerdo de aquellos momentos con los parientes ancianos y sé que mi madre tenía una visión de las cosas que yo aún no había desarrollado. Intenta recordarlo, Dakota.

—Sí, abuela.

«¿Me va a soltar el rollo de “haz caso a tu madre”? ¡Como si no lo hubiera oído un millón de veces!», pensó Dakota.

—La cuestión más importante, sin embargo, es intentar averiguar quién eres, y la manera de encontrar la respuesta es ver de dónde has venido y pensar adónde te gustaría ir. Sólo tú conoces los secretos de tu corazón.

Dakota frunció el ceño y miró con perplejidad a su bisabuela, cuya tez arrugada quedaba enmarcada por la pelambrera rizada de color blanco azulado.

—En esta cara vieja hay mucha vida, pequeña —dijo la abuela—. Tú debes de sentirte muy mayor, ya casi tienes trece años, y veo que tienes todavía muchas cosas por delante. Muchos ratos buenos. Espero que nunca tengas épocas malas como las que yo he conocido. —A la abuela le brillaron los ojos, humedecidos, pero no lloró. No era su estilo. Sin embargo, le tembló un poco la voz—. Y entre que mis huesos ya son viejos y el enorme océano que nos separa, no sé cuántas veces volveré a verte. No obstante, todas las lecciones que aprendí, que compartí con mis hijos, luego con Georgia y ahora contigo, te ayudarán a seguir adelante cuando yo me haya ido. Tanto si una persona se halla físicamente delante de ti como si no, el amor perdura. ¿Lo entiendes, querida?

Dakota acarició la mejilla a la abuela, rozando las arrugas y maravillándose de la suavidad que notaba en los dedos, como de polvo.

—El amor perdura —repitió simplemente.

—No soy tonta, Dakota —murmuró la abuela—. Sé que hay gente que te ve y piensa en tus orígenes, preguntándose: «¿Es negra?». Y es que tú tienes toda otra historia de la que estar orgullosa que yo no podría ni empezar a entender. No soy más que una anciana escocesa, aquí con mis gatos y mis recuerdos.

Dakota tenía el rostro muy cerca del de la abuela; la anciana olía a menta y a laca para el pelo. Era un olor extraño y agradable al mismo tiempo.

—Pero así sabes que todas y cada una de nosotras, incluso la pobre Cat, estamos unidas por los hilos invisibles de nuestras historias. Y la tuya es escocesa, estadounidense y africana en algún tiempo y lugar remotos. Sin embargo, estos lazos consisten en todo lo bueno y todo lo malo que nuestras familias han experimentado. Y cuando el mundo intente deshacerlos, que lo hará, puede que algunos cedan. Pero alguien como tú, unida por tanto amor, nunca se desmoronará.

Por debajo de la puerta pasaba corriente y ambas se estremecieron; la abuela tiró del jersey de la niña para ceñírselo más.

—¿Entiendes lo que te digo, querida?

Los ojos castaños e intensos fijaron su mirada en los otros, azules y ya cansados, en una comunicación compartida. La niña de doce años no se movió, inquieta, ni suspiró, ni hizo una broma; en lugar de eso, asintió lentamente con la cabeza. En silencio. En aquel instante, Glenda Walker vio a la mujer fuerte, orgullosa e inteligente en que la niña se convertiría y se sintió embargada por un sentimiento de alivio, orgullo y esperanza. Le dio unas palmaditas en el hombro a la pequeña.

—Muy bien. Vamos a ver qué preparamos para cenar —concluyó, aunque acababan de venir de tomar el té.

Con una sonrisa, Dakota se dirigió dando saltitos al salón y expulsó a los gatos de la bolsa de la calceta.