Lloviznaba al otro lado de las ventanas de la oficina de la empresa de alquiler de vehículos del aeropuerto de Edimburgo, que en realidad consistía en un pequeño remolque situado en un gran aparcamiento para coches. El vuelo se había hecho tremendamente largo. No sólo por el tiempo que duró, por supuesto, sino por la compañía.
—No me gusta demasiado esta situación, Georgia… Podría haber pedido un chófer.
Cat estaba cruzada de brazos, de pie al lado de su cansada amiga delante del mostrador; Dakota miraba la selección de coches a través del cristal.
—¿Podemos elegir cualquier coche? —preguntó a su madre—. Me gustan rojos.
—Pues estás de suerte. El Vauxhall lleva tu nombre escrito —declaró el tipo alto de voz aflautada desde detrás del mostrador—, ¿quiere que le dé algunas indicaciones?
Georgia se acercó más para consultar el mapa, intentando ocultar el miedo justificado que le daba conducir un coche (sólo lo hacía una vez al año, durante las Navidades en Pensilvania) y su temor a acabar en la cuneta de la derecha… Mejor dicho, de la izquierda.
—Usted recuerde una cosa: cuando conduzca por el Reino Unido, el pasajero siempre va en el lado del exterior de la calzada —le explicó alegremente el tipo del alquiler de coches—. Hace mucho tiempo que no se le ha averiado el coche a ningún cliente. Estoy seguro de que todo irá bien.
Cat tenía razón, debería haber arreglado las cosas para tener chófer. Pero ¿y los gastos, qué? «Gastarse el dinero en frivolidades no es manera de hacerse rico», dijo en tiempos la abuela, y Georgia había seguido ese consejo: levantó el negocio y guardó fondos para la universidad, los días lluviosos y los viajes importantes para redescubrir sus raíces. Bueno, con sinceridad, esto último no lo tenía exactamente planeado, salvo por la muy vaga noción de hacerlo algún día. Sin embargo, ahora se había comprometido a conducir aquel coche hasta la casa de la abuela, cerca de Dumfries, y el tono crítico de Cat la reafirmó más aún.
Cierto que Cat había sido tan amable que utilizó sus millas aéreas para comprar los billetes de avión. Los tres asientos en clase turista habían costado aproximadamente el mismo número de puntos que Cat tenía previsto usar para un billete en preferente. (Y con ello evitó que Georgia tuviera que asaltar la cuenta bancaria). Pero, sinceramente, ¡como tuviera que oír una vez más a Cat referirse a su ubicación en clase turista como la bodega…!
—¿Sabe usted? Creo que podemos probar algo que esté un poco mejor —le decía Cat al empleado de la empresa de alquiler de coches—. Vamos a subir a la categoría de un Mercedes, como ese modelo negro que tiene ahí. Podemos cargarlo a mi tarjeta.
Georgia cubrió con la mano la tarjeta de crédito.
—No.
—Sí.
—No.
El empleado alargó la mano por encima del mostrador, tomó la tarjeta y la deslizó por debajo de las manos de ambas; Georgia pensó que probablemente tenía comisión. El hombre la miró por un momento, esperando que cediera. No tenía intención de privarle de su ganancia extra, así que ya ajustaría cuentas con Cat.
—Pase la tarjeta y acabemos de una vez —exigió Cat.
Georgia dio su conformidad con una leve inclinación de cabeza y el empleado se puso a ello; marcó unos números en el teclado y deslizó la tarjeta a través del lector, silbando. Seguro que estaba calculando qué parte de la mejora se embolsaría. «Bueno, pues mejor para él», pensó Georgia. Las abejas obreras tenían que mantenerse unidas. Transcurrió un momento, luego otro. Pasó la tarjeta por segunda vez. Entonces el hombre —que en aquel punto ya había dejado de silbar—, descolgó el teléfono.
—Sólo tengo que hacer una llamada aquí, a la empresa de las tarjetas, ¿saben? —dijo a modo de explicación.
—Debe de ser porque estamos en un país extranjero —comentó Cat a Georgia.
—Yo nunca he tenido ningún problema con mi tarjeta.
—Bueno, probablemente la tuya tenga un límite mucho menor —repuso Cat con un mohín.
—Entiendo, entiendo, de acuerdo entonces, muy bien.
El empleado había torcido el cuerpo un poco, de manera que ya no estaba mirando directamente a las mujeres, sino a la pared que éstas tenían detrás, con el cable del teléfono en torno a él. Se volvió de nuevo y mientras colgaba el auricular, sus mejillas empezaron a ruborizarse.
—Bueno, veamos —empezó a decir—. Hay un pequeño problema, señorita… —miró la tarjeta— Phillips. Por lo visto, usted sólo era una usuaria autorizada de esta tarjeta, y el titular de la cuenta ha retirado su autorización. Lo lamento mucho, pero no podemos hacer nada. Así pues, ¿volvemos al Vauxhall? Es un coche que responde muy bien, es el que conducimos mi esposa y yo.
Cat extendió la mano para recuperar la tarjeta.
—Llamaré yo misma —gruñó.
—Me parece bien, señorita. Pero debo comunicarle que he recibido instrucciones de la empresa para que haga un corte aquí —dijo, y sacó unas tijeras. Para entonces tenía el semblante completamente rojo. Bajó la voz para decir—: Lo siento en el alma, pero si esta empresa se queja perdería mi empleo. Ya sabe —miró más allá de Cat, quien profería un chillido alarmante, como si dudara entre llorar o gritar, y apeló a Georgia con la mirada.
—Córtela y pongámonos en marcha —asintió Georgia.
—¡No! —chilló Cat con el rostro ceniciento cuando las tijeras cortaron el rectángulo de plástico, y al fin fue consciente de que el banco de Adam había cerrado completa y definitivamente.
Un pedazo de plástico con una imagen holográfica cayó boca arriba en el mostrador.
—Me llevaré este trocito —dijo Cat, que agarró el resto de la tarjeta y siguió mansamente a Georgia cuando ésta salió fuera para ir en busca del vehículo.
—¡Me pido copiloto! —reclamó Dakota, muy rápida en desenfundar.
—¿Qué? —dijo Cat, que estaba en las nubes.
—Mi pequeña te ha ganado el asiento delantero, vieja amiga —explicó Georgia, adoptando un falso acento cerrado con un ligero parecido al inglés de Escocia—. Y ahora vamos a meter las cosas en el maletero.
Dakota sostuvo en alto un paraguas de golf gigante mientras Georgia empezaba a cargar las maletas en el portaequipajes. Cat se quedó de pie mirando, con las manos colgantes a los costados, como una niña perdida a sus treinta y siete años.
—Es un día excelente, Cat.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Acabas de reafirmar para Dakota dos de las lecciones más valiosas que puede aprender una niña.
—¿No le entregues al asno de tu marido los papeles del divorcio?
—Hum…, no, no era eso lo que estaba pensando. Me figuro que eso depende de cada caso —reflexionó Georgia, que resopló un poco mientras lidiaba con las maletas demasiado llenas de Cat en su intento de levantarlas—. Pero acabas de demostrar la regla número uno de la vida. ¿Dakota?
—¡Sé tu propia seguridad y garantía! —gritó Dakota al cielo, y zarandeó el paraguas, con lo que a Cat le cayeron unas gotas de lluvia en el ojo, al tiempo que la rubia emitía un leve chillido.
—Un apéndice de la regla número dos… Escucha, Dakota —dijo Georgia, que cerró de golpe el maletero del coche y luego dio unos golpecitos en la tapa para dar énfasis a sus palabras—: toda mujer debería ser reconocida por sus propios méritos. ¿No estás de acuerdo, Cat? Señoras, nuestra carroza aguarda.
Dakota salió corriendo hacia el asiento delantero, no fuera que Cat llegase antes, y vio que el volante estaba en el lado donde estaba acostumbrada a encontrar el sitio del acompañante, por lo que rodeó el capó corriendo.
—¡Casi lo pierdo! —exclamó riéndose.
Subió al asiento del acompañante, cerró el paraguas y la puerta. Georgia se puso la mano sobre la cabeza para evitar la lluvia, pero Cat permaneció inmóvil, allí de pie, con los hombros hundidos, junto a la parte trasera del coche.
—Yo sí que lo he perdido, Georgia.
Georgia Walker dio unos pasos hacia la mujer que era a la vez una intrusa y una compañera del alma. No podía negar que había gozado un poco al ver cómo rechazaban la tarjeta de crédito de Cat, con ser testigo de la desaparición de la riqueza y el privilegio de los que antes hacía alarde. Sin embargo, también se sentía triste, por ella, pues sabía muy bien lo que era encontrarse con que no tienes ni idea de cómo ir de A a B. Llegar a una situación de la cual se es responsable no implica que ésta sea la circunstancia que deseabas de verdad.
—Bueno, CathyCat, vamos a ver si podemos ayudarte a encontrarlo de nuevo.
—¿El qué?
—No lo sé; depende de ti saberlo.
La lluvia se había convertido en un aguacero y las dos mujeres estaban empapadas; Georgia dejó de intentar que no se le mojara el cabello rizado. Sabía que ya no habría manera de evitar que se le encrespara.
Señaló el coche, anduvo los pocos pasos que la separaban de la portezuela del conductor y alargó la mano hacia el tirador.
—Pero te diré la regla número dos… y ésta proviene de mi abuela, la buena de Glenda Walker en persona: la vida es lo que tú hagas de ella.
—Georgia…
—¿Sí?
—¿Estas reglas las tienes escritas en algún sitio? Porque creo que ha llegado la hora de que haga una copia.
Y sin cruzar la mirada con ella, Cat subió por detrás del asiento del conductor, que Georgia había echado hacia delante, y mientras se sacudía la lluvia del abrigo y el cabello, se acomodó en el asiento trasero de aquel coche rojo de dos puertas. Se abrochó el cinturón y se venció hacia delante en tanto Georgia se llevaba un dedo a los labios y dirigía la señal universal de «silencio» a su hija. Dakota asintió con la cabeza. Georgia arrancó el motor y rezó una plegaria en silencio para que no se matasen todas intentando recorrer la glorieta para salir del aeropuerto.
Al cabo de una hora y varios desvíos equivocados, las mujeres ya habían dejado atrás el momento de entendimiento compartido.
—Éste es el vigésimo tercer coche que nos adelanta —se quejó Cat desde atrás—. Creo que las piernas se me van a quedar acalambradas para siempre en este asiento trasero tan pequeño. ¿Cuándo vamos a llegar?
—Me parece que eso me tocaba decirlo a mí —comentó Dakota, que se volvió a mirarla con una amplia sonrisa.
Georgia tenía los ojos clavados al frente sin hacer caso de ninguna de las dos y agarraba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. ¡Por Dios, qué difícil era conducir por aquellas carreteras tan estrechas! ¿Es que los de obras públicas no habían oído hablar de los arcenes en la calzada? Aunque lo cierto era que difícilmente se podía llamar carretera a esos caminos compactos, ¿no? Apenas si eran senderos que serpenteaban sinuosamente a través de la campiña y a cuyos lados había unas granjas rebosantes de ovejas, algunas de las cuales llevaban el lanudo trasero pintado con unos misteriosos signos en rojo o azul de algún código secreto del ganado ovino.
En uno de sus infrecuentes momentos de solidaridad, Georgia experimentó un nuevo reconocimiento hacia su madre, Bess, y el terror que tenía a todos esos periplos para visitar a la abuela. «El viaje resulta mucho más fácil cuando la responsabilidad no recae en ti», pensó Georgia cuando Dakota se descalzó y apoyó los pies en el salpicadero.
¡Brrrummm! Otro vehículo las adelantó cuando Georgia redujo la marcha antes de tiempo, cautelosa al entrar en otra de esas poblaciones rurales de casas compactas e iglesias sólidas construidas junto a la carretera. Casi siempre había pensado que todas las normas y reglas sobre la restauración de edificios que regían en Nueva York eran sólo una excusa para mantener a más burócratas en sus empleos; ahora tenía ante sí la prueba de la necesidad de códigos para la construcción. Se fijó en que algunas de aquellas casas debían de ser increíblemente viejas, y tuvo una sensación de déjá vu y de orgullo al pensar en su gente, en sus antepasados, que trabajaron duro para sacar las cosas adelante.
—Me pregunto si esta gente puede dormir por las noches. ¿No les preocupa que alguien les meta el coche en el dormitorio? —comentó en tono despreocupado.
—Me parece que lo más probable es que el coche quedara hecho polvo antes de atravesar esas paredes de piedra. Y haría falta ir mucho más deprisa de lo que tú vas ahora mismo… —comentó Cat, cuya voz acabó en un murmullo.
Georgia miró por encima del salpicadero. REDUZCA A 50, anunciaban unas letras grandes pintadas en el asfalto. Echó un vistazo al velocímetro: 25 km/h. ¡Caray! Cat tenía razón, se les haría de noche antes de llegar a casa de la abuela. Aceleró un poco, vio a una pareja joven que salía de una puerta y pisó el freno a fondo, aunque el hombre y la mujer no corrían peligro alguno y estaban bastante alejados del camino.
—No sabía que en la campiña escocesa hubiera semejante tráfico, no hacemos más que parar y arrancar de nuevo —comentó Cat, cáustica—. Habría sido mejor viajar en oveja.
Georgia no le respondió directamente.
—Dakota, ¿sabías que cuando Cat iba al instituto suspendió cuatro veces el examen de conducir? —dijo sin apartar los ojos de la calzada, sintiéndose algo culpable por delatar a Cat delante de su hija; pero ante todo quería que Cat supiera que no lo había olvidado.
Dakota abrió mucho los ojos y se dio la vuelta para ver la figura apretujada de Cat detrás, echando chispas.
—¿Suspendiste?
—Aprobé al cuarto intento —respondió Cat, cortante—. Lo cual significa que sólo suspendí tres veces. Y por si quieres saberlo, Dakota, un fracaso no es sino otra oportunidad para volver a intentarlo.
—Touché —admitió Georgia.
—¿Qué cosas hacía mi madre en el instituto? ¿Alguna vez se metió en líos?
—¿Quieres decir como aquella vez en que salió por la ventana y bajó por el gran roble que había delante de la casa para asistir a la mejor fiesta del año en casa de Rich Holloway?
—¡Mamá! ¿Te fuiste a escondidas?
—¿De verdad tengo que hacer frente a esto? Muy agradecida por sacarlo a colación, Cat. —Georgia se concentró en la carretera un segundo antes de responder—. Supongo que pensaba que mi madre estaba siendo demasiado severa. Al fin y al cabo, era verano y yo ya había hecho todo mi trabajo en la granja —expuso; aguardó un segundo y prosiguió—: Pero ahora me doy cuenta de que tendría que haber escuchado a mi madre, porque probablemente sabría lo que era mejor. Porque cierta persona, y mejor es no decir quién, tropezó con la raíz de un árbol y lanzó un terrible alarido porque se hizo un esguince en el tobillo. Justo cuando ya casi estábamos fuera de casa. Literalmente, Dakota —agregó, y ladeó la cabeza y se dirigió a su hija en un aparte—: La culpable está en el asiento trasero.
—¿Te castigaron?
—No, no la castigaron, Dakota, ¿y quieres saber por qué? —Cat se acercó desde atrás, aunque tampoco es que tuviera que moverse mucho.
—¡Anda! Me había olvidado de esta parte —comentó Georgia en voz baja.
Cat continuó hablando, mientras Dakota estaba embebida en sus palabras:
—Porque le dije que subiera a su habitación a escondidas y les dije al señor y la señora Walker que yo acababa de llegar para convencer a Georgia de que viniera conmigo a la fiesta. Y ella se puso el camisón, y cuando subieron a su habitación, simuló que estaba dormida.
—Caramba. ¿Y tú te metiste en líos, Cat?
—¡Qué va! Sin embargo, aquello tuvo consecuencias. Fue entonces cuando mamá y papá se empeñaron en que aceptara el trabajo en Dairy Queen para mantenerme ocupada.
—¿Tú no vivías en una granja?
—No, vivíamos en la ciudad. Papá trabajaba en el banco, y mamá, preparaba cenas y comidas para su jefe. —Cat soltó un ligero resoplido—. Supongo que de casta le viene al galgo.
Dakota, sin embargo, estaba más interesada en la idea de una tienda de helados.
—¿Y podías comerte todo lo que querías? ¿Dejaban que te inventaras tus propios sabores para los sundaes?
—No, me temo que no era tan fabuloso como eso. Más bien me harté de cobrar helados blandos y de limpiar la máquina de los granizados.
—¡Y no sabías cómo funcionaba la caja registradora! ¡Vaya, ahora sí que me acuerdo de eso! —Georgia se reía con tantas ganas que estaba prácticamente relajada; su pie pisaba el acelerador de manera que el Vauxhall casi (no del todo) iba al límite de velocidad.
—¿No sabías utilizar la caja? —Dakota, que había pasado toda su vida viviendo encima de la tienda de lanas no se lo creía—. Yo ya sabía manejarla con siete años o así.
—En aquella época eran más difíciles de manejar. Tenían muchos botones.
—Siguen teniendo muchos botones.
—Está bien, está bien, lo admito. No sabía emplear la caja registradora y me pusieron un período de prueba.
—El primer día —añadió Georgia.
—La primera hora —corrigió Cat—. De manera que me pasé todo el rato en la parte de atrás dando vuelta a las hamburguesas. Y luego llamé a Georgia, que se las arregló para librarse de enfardar el heno y vino en coche a la ciudad…
—Y me presenté a la hora de cerrar y le pedí permiso a su jefe para ayudarla a entender cómo funcionaba la caja.
—¿Tú también trabajabas en el Dairy Queen, mamá?
—No, cielo, yo estaba en la granja o, si no, en la escuela trabajando para el periódico… con Cat como mi principal columnista…, nada menos.
—¿Y cómo sabías lo que había que hacer?
—Me presenté allí y estuve dale que te pego hasta que lo entendí. Y nunca se sabe cuándo va a resultarte útil una habilidad, porque cuando empecé con la tienda me alegré mucho de no tener que aprender otra cosa más. ¡Ya tenía demasiadas cosas entre manos criando a un bebé que era un genio! —concluyó Georgia, y alargó la mano y pellizcó suavemente a Dakota en la mejilla.
—Que alguien se fije en las indicaciones… Creo que estamos llegando a la M74.
—¡Ajajá! —anunció Dakota con regocijo, y miró a su madre con cara de preocupación—. Es una rotonda muy grande.
—Bueno, pues daremos vueltas y más vueltas hasta que podamos salir de ella.
—¡Hum! ¿Dónde he oído eso antes? ¡Ah, sí! Hace unos quince minutos…
La insolencia de Cat quedó interrumpida por un insistente zumbido.
—¿Qué es eso?
—¿Es tu teléfono móvil?
—¿Tu móvil funciona aquí?
—Es GSM…, muy caro. —Cat miró la pantalla—. ¡Oh, cojones, es Adam!
—¡Eh, no digas palabrotas! —exclamó Dakota, un tanto sorprendida a la vez que encantada de oír a Cat soltando términos inadecuados.
—Eso, delante de mi niña, no —dijo Georgia, concentrada en el cambio de carril que iba a efectuar.
El zumbido continuaba.
—¿Tendría que contestar?
—Depende de ti, Cat —respondió Georgia.
—No sé qué hacer. No le dije que me iba. ¿Crees que está llamando para gritarme, o para camelarme y hacer que vuelva?
—No he recibido ningún memorándum al respecto mientras conducía por estas carreteras escocesas, Cat, de modo que no lo sé —replicó Georgia—. Quizá la empresa de la tarjeta de crédito lo llamó.
—¡Oh, cojones!
—¡Eh! ¡Delante de mí, no! —exclamó Dakota, y dirigió un gesto admonitorio con el dedo a la aturullada amiga de su madre.
El zumbido cesó.
—Ha saltado el buzón de voz. Bien, es un alivio —murmuró Cat—. Podría estar furioso. ¿Crees que debería escuchar el mensaje ahora? ¿O tal vez después?
La rubia sintió que la invadía la emoción al pensar en que Adam estaba intentando ponerse en contacto con ella. Quizá se dio cuenta de que era fabulosa, después de todo. Pero claro, no le había importado tanto como para dejarle seguir utilizando sus tarjetas de crédito. El teléfono empezó a vibrar de nuevo y a Cat, con el sobresalto, se le cayó al suelo del coche y tuvo que ir palpando en torno a sus pies para encontrarlo.
—¡Mierda, mierda! ¡Es él otra vez! Georgia, ¿debo contestar?
La rotonda estaba justo delante y una continua afluencia de tráfico se incorporaba a toda velocidad a los tres carriles, pues todos los demás conductores sabían exactamente cómo sortear la circunferencia para ir donde tenían que ir. Mierda.
—Trae, dámelo.
Georgia dirigió la mano atrás sin apartar la vista de los vehículos que tenía delante. Cat le pasó el ruidoso y vibrante auricular sin dejar de refunfuñar y dar grititos. Georgia dirigió una mirada rápida al móvil, vio Adam claramente en la pantalla, se inclinó para apretar el botón que bajaba la ventanilla del automóvil y tiró el teléfono móvil a la carretera.
—¡Uy! —exclamó, sin intentar siquiera parecer sincera—. ¡Al ataque! —Aceleró un poco en la rotonda. Sonaron unos bocinazos de enojo cuando cruzó los tres carriles de una vez—. ¡Uy! —repitió, en esta ocasión más en serio, haciendo caso omiso de las palabrotas de Cat y de los ojos en blanco de Dakota, y consiguió salir de la rotonda a la carretera.
Con un poco de suerte, llegarían a casa de la abuela a la hora del té.
Después de pasar junto a… algo así como un millón de ovejas más —Dakota iba todo el camino contando «una oveja, dos ovejas…»— Georgia se sintió aliviada al detenerse en casa de su abuela, una sólida casita de ladrillo con molduras en torno a las ventanas, pintadas de un amarillo canario, como el sol. La misma pintura decoraba la puerta redondeada de entrada, que parecía ocupar una tercera parte de la fachada de la casa. Era curioso, ella siempre había recordado la casa más grande, pensó Georgia para sus adentros mientras aparcaba el coche y liberaba del cautiverio del asiento posterior a una Cat que se acababa de quedar sin móvil. Apenas habían dado un paso cuando se abrió la gran puerta y salió al rellano de cemento una anciana menuda, vestida con una blusa blanca con cuello y una chaqueta de punto abotonada de color rojo, unos pantalones negros, unos zapatos de cordones en los pies y con la espalda recta como un palo. A su lado, un gato atigrado de color naranja les dio la bienvenida con un maullido. ¡Qué curioso! La abuela también era más bajita de lo que Georgia recordaba.
—¡Por fin, la familia Walker reunida! —Así las recibió aquella dinamo de metro sesenta y cinco y espesos rizos canos, con los brazos extendidos para acoger a su equivalente de metro sesenta y cinco y espesas trenzas morenas. Dakota sonreía de oreja a oreja, incluso mientras la abuela utilizaba toda la fuerza de sus noventa años en un abrazo que le cortó la respiración.
Era una sensación agradable, realmente formidable, volver a estar en el lugar que tanto quería. ¿Por qué había estado fuera tanto tiempo?
Caminó por el sendero lentamente, mirando al suelo para no parecer poco digna delante de Cat y se arrojó a los brazos de su abuela como había hecho cuando tenía la edad de Dakota.
—Hola, abuela —le dijo a la anciana bajita de brillantes ojos azules que ya tenía del brazo a Dakota.
—Ay, Georgia —repuso la mujer con una expresión de decidida alegría—. Corazón de mi corazón.
La mujer alargó la mano para darle un fuerte apretón a su nieta adulta y en aquel momento todos los miedos y responsabilidades de Georgia se desvanecieron, regresaron a ese otro tiempo y lugar del otro lado del océano. De momento, lo único que importaba era la abuela y todos los días y noches que tenían por delante para beber té, tejer o recorrer los campos y mostrarle a Dakota toda la historia que era de las tres.
¿Y Cat Phillips? A cada minuto que pasaba se iba pareciendo cada vez más a Cathy Anderson.
Poco después, las invitadas estaban instaladas en sus habitaciones. Georgia y Dakota iban a compartir la cama grande del cuarto de huéspedes y Cat (quien se había dado cuenta que su plan de alojarse en una casa rural quizá no resultara a raíz de que su tarjeta de crédito fuera rechazada) ocuparía el diván del cuarto de costura y punto de la abuela. Ésta les había mostrado la casa: un vistazo al salón con el juego de confidentes azul marino y la estufa de carbón; el papel pintado con rosas y enredaderas en el comedor; la ordenada y eficiente cocina, con sus electrodomésticos de un blanco reluciente y armarios pintados, y un platero sujeto a la pared en el que se exponía la vajilla de la boda de la abuela (hojas entrelazadas y un borde dorado sobre un fondo color crema). Las habitaciones eran acogedoras, y no daban la sensación de ser pequeñas, sobre todo porque el mobiliario era del tamaño adecuado. Desde luego, la casa de la abuela era todo lo contrario a una mansión.
—Es como una casa de muñecas para personas —comentó Dakota.
La pequeña admiró el colorido mantón de punto a rayas que había en la ancha cama de hierro, la cubretetera de punto, los trapos de algodón que la abuela había cosido y utilizaba. «Una buena textura restriega mejor —le explicó a Dakota con aire de complicidad—. En el fondo, una muestra debería ser un plan práctico para conseguir un objetivo». En cierto modo, Georgia se sintió reconfortada al ver que ya había empezado el ofrecimiento de consejos. La abuela no era dada a la cháchara sobre lo que daban en televisión o acerca del último libro que había leído. No, su abuela siempre había sido de las que dicen lo necesario para llevar a cabo un trabajo o para transmitir una enseñanza importante. La cual, por supuesto, podría versar sobre cualquier cosa, desde cómo preparar otra comida aprovechando las sobras hasta cómo elegir marido. «Consejo, tu nombre es Abuela», pensó Georgia.
Tomó asiento a la vieja mesa de madera de la cocina —el rincón del desayuno— en el mismo lugar que había ocupado en todas sus visitas y desde el cual, por la ventana trasera, veía el patio, el jardín y los campos de cultivo. Ya estaba todo preparado para tomar el té: las tazas y los platos, las cucharas, una jarra de leche, el azucarero, una fuente con galletas de mantequilla todavía calientes y otra con pan casero y jamón. La abuela agitaba la tetera con el agua caliente, la cantidad justa para calentarla, que luego vació en el fregadero. Echó tres cucharadas de un té de hojas sueltas, llenó la tetera casi hasta el borde con el agua que acababa de hervir, lo llevó todo a la mesa y dejó el té en infusión.
—¿Te has lavado las manos? —preguntó.
—¡Sí, abuela! Tengo treinta y siete años.
—Yo siempre digo que nunca se es demasiado mayor para que cuiden de ti.
Se sentaron a esperar a Cat, pero oyeron el ruido del agua en la bañera.
—Esto sí que es raro —murmuró la abuela, que tenía el don de decir mucho con pocas palabras.
—Abuela, en cuanto a que haya venido Cat, es que…
—Me alegra tenerla aquí, querida. Cualquier amiga tuya es bien recibida. Aunque se bañe a la hora del té.
—Bueno, lo que pasa es que en realidad no…, bueno, no sé si te lo habré contado alguna vez.
—Puede que sea vieja, Georgia, pero tengo la cabeza muy clara. Guardo todas las cartas que me has enviado y, si quieres que te diga la verdad, me gusta releerlas de vez en cuando. Me hacen compañía. De manera que sé perfectamente quién es Cathy Anderson, tanto si se hace llamar Cathy como Cat.
—No creo que esté muy domesticada —intervino Dakota, lo que mereció una mirada reprobatoria de Georgia.
—Me parece que en eso tienes razón, querida. Esta niña está creciendo muy deprisa, Georgia; empieza a ver el mundo tal como es —manifestó la abuela, quien interpretó a la perfección la expresión exasperada de Georgia. Alargó la mano y dio unos golpecitos en la de su nieta adulta—. Lo sé, cariño. Siempre es más duro para las madres.