Los tres adultos permanecieron unos momentos allí de pie, balanceándose, todos ellos —incluso Georgia— sorprendidos por su repentino plan. Para empezar, Georgia nunca tomaba decisiones espontáneas. En segundo lugar, era impensable que la tienda funcionara sola. Había muchas complicaciones. Por no mencionar que la excursión matutina los había dejado a todos bastante exhaustos.
—Quizá podríamos comprar algo de agua —sugirió.
Dakota no percibió la tensión de ninguno de los tres adultos; ella iba levantando los puños al aire mientras los gritos salían de su boca. «Al menos, no está tan cerca de ser una adolescente que no pueda comportarse como una mema en público», se dijo su madre. Mientras tanto, mentalmente su hija ya estaba volando alto en un 747 —¡su primer viaje en avión, y encima, transoceánico!—, ocupada decidiendo quiénes serían los primeros amigos a quienes se lo contaría.
—Oye, mamá, ¿nos vamos mañana? Tengo que hacer muchas cosas antes de irnos.
—Pronto, cariño, pronto.
Georgia saboreaba la expresión consternada de James. Por supuesto, lo cierto es que a Cat no le estaba prestando mucha atención.
Sin embargo, Cat escuchaba todas sus palabras, observaba todos los movimientos de Georgia. La vio estrechar a Dakota en sus brazos como si todo lo que necesitase o quisiera estuviera justo allí. El espíritu de Cathy Anderson que quedaba en su alma siempre rondaba a Cat Phillips. Le decía que no estaba aprovechando su magnífica educación, su talento natural para la moda, la inteligencia que Dios le había dado. ¿Habría sido distinto de haber sido mamá? Tal vez. Probablemente. Sin embargo, la situación era que estaba sin matrimonio, sin carrera profesional (¿carrera? ¡Si ni siquiera había tenido un solo empleo!) y sin apenas nadie en el planeta que se preocupara por ella o que a ella le importara. Su vida no se parecía en nada a como se había imaginado que sería.
Cat no tenía nada y Georgia lo tenía todo. Y sabía, porque lo sentía en sus entrañas, que su vieja amiga era la única a la que importaba lo suficiente como para que pudiera enseñarle cómo tenerlo todo también.
Alcanzada cierta edad —después de la universidad, quizá, o al cumplir los treinta— empieza a haber tantas cosas en la cabeza que algunas se quedan sin espacio. Pasan a la parte posterior. En ciertas ocasiones, una mujer no recuerda todo lo que ha acontecido en su vida. ¿Y quién podría culparla por ello? Georgia no tenía esa experiencia muy a menudo. Su vida se centraba en un grupo básico de personas, pero de vez en cuando K. C. la obsequiaba con alguna anécdota divertida de la época que compartieron en Churchill Publishing y explicaba que Georgia había hecho tal o cual comentario que había puesto en su sitio a fulana o mengana. Georgia no sabía si era K. C. quien lo recordaba mal o si ella estaba perdiendo la cabeza.
De modo que cuando Cat, de pie en un segundo plano en Penn Station, respondió con entusiasmo a la declaración de Georgia sobre Escocia, ésta se alegró. Bueno, algo. Lo cierto era que ni siquiera pensó qué tenía que ver Cat en todo el asunto, pero siempre se agradece un apoyo. Había esperado una reacción más insegura cuando Cat asumió el hecho de que de repente se encontraría sin un medio de ganarse el sustento durante unas semanas. No obstante, lo que no esperaba en absoluto era oír lo que Cat anunció:
—¡Oh, Dios mío! ¡Es el viaje que siempre dijimos que haríamos juntas al terminar la universidad! —chilló.
¿Habían establecido semejante pacto? Aquellas palabras pillaron desprevenida a Georgia, que había borrado de la memoria todas esas cosas que dijo cuando todavía iba al instituto y que entonces, por la lógica de la edad adulta, consideraba nulas y vacías.
—Es una gran idea —continuó diciendo Cat—. Utilizaré mis millas aéreas y…
—Yo… esto… estaba pensando en un viaje madre e hija, Cat.
La mujer rubia —Georgia se fijó en que ese día, por primera vez, no iba vestida con un traje de negocios sino con unos pantalones sport y una blusa sencilla aunque bien planchada de color salvia— puso cara de pena.
—Sabes que mi madre ha muerto, Georgia. De modo que tendré que ir yo sola.
Al volver a la tienda, Georgia hizo una llamada rápida a Anita para comunicarle que habían encontrado a Dakota, no fuera a enterarse por mediación de Marty y se preocupase. No es que Georgia supiera si Anita y Marty hablaban durante la estancia de ella en Atlanta con la familia de Nathan. Pero aun así, imaginaba que entre ambos estaban floreciendo las semillas de una verdadera relación.
Georgia esperó, sentada en la mesa de su despacho, haciendo garabatos hasta que Anita acudió al teléfono.
—¡Querida! Me alegro de que hayas llamado —dijo Anita alegremente, y bajó la voz—. ¿Me oyes?
—Sí, te oigo, Anita.
—Sólo han pasado cuarenta y ocho horas y ya me están volviendo loca. Me han llevado a ver dos complejos residenciales para jubilados en el campo de golf porque comenté que la casa de invitados era demasiado pequeña. ¿Y quién se pone a jugar al golf con sesenta y cinco años, pregunto yo?
—Tú no tienes sesenta y cinco años.
—No lo entiendes, Georgia. ¡Están intentando encerrarme! —Anita soltó una risita—. ¡Y no les gusta nada mi nuevo peinado! Nathan me dijo que le parece demasiado despeinado.
Georgia evocó el nuevo corte de pelo de Anita, más corto y coqueto, que encuadraba su rostro, suavizado con distintas capas y mechones de flequillo que hacían resaltar sus preciosos ojos. Lucie había estado en lo cierto: Anita parecía más joven. Y nadie, y menos aún un hombre de mediana edad, quería ver que de repente su madre empezaba a parecerse menos a una mamá y más a una mujer sexy. Que tal vez saliera con alguien que no era su padre. Pero éste era un tema para otra ocasión.
Le contó a su amiga los detalles del próximo viaje… No, aún no se habían concretado los vuelos y demás pormenores, pero sí, sí, se había comprometido a hacerlo.
—Sé que todavía no ha terminado el curso, pero sólo es séptimo —argumentó Georgia—. Y quiero volver a conectar con ella, que pasemos algún tiempo juntas antes de que al señor «deja que te compre una bici cara para que puedas ir a Baltimore» se le ocurran más ideas brillantes. —Hizo una pausa para escuchar—. Bueno, ya sé que no es culpa suya exactamente, Anita. Pero en cierto modo sí lo es.
Y entonces hizo un refrito de la historia que ya había repasado con Anita: el beso, la visita a la tienda, la excursión al zoo y, cuando ella había mordido el cebo, el anzuelo. James había querido llevarse a «su» chica a Baltimore.
Anita permaneció callada un momento.
—¿Estás segura de que fue eso lo que dijo? —preguntó.
Georgia pensó si Anita sabría algo sobre James que no le decía.
—¿Estás absolutamente segura de que sólo quería llevarse a Dakota? —puntualizó Anita.
—¡Sí! ¡A su chica! ¡Su chica! ¡Su chica!
Decirlo con tanta rapidez, dio lugar a que Georgia arrastrara levemente las palabras y se oyó un leve sonido sibilante.
Sus chicasss.
Sus chicas.
En plural.
No había tiempo para hablar con James. Además, ¿qué iba a decirle?
—Ese barco ya ha zarpado —dijo Georgia en voz alta—. Y era el Titanic.
—¿Eh? —Peri estaba en la entrada del despacho—. Si quieres ir en barco a Escocia, el Queen Mary sería una elección más apropiada.
Georgia negó con la cabeza.
—No, no, vamos a ir en avión. Siempre que… que te sientas dispuesta a trabajar más y llevar la tienda durante mi ausencia, lo cual no es poco —añadió, e indicó por señas a Peri que entrara y cerrase la puerta—. Dejaremos que Cat se quede fuera un momento y finja que tiene un empleo o algo así. Así tendrá un poco de estímulo. Hablemos tú y yo.
Peri acercó una silla a la mesa y tomó asiento delante de Georgia.
—Yo también quería hablar contigo —empezó a decir. ¡Oh, no! ¿Ahora Peri iba a abandonarla?—. La prima de K. C. ha comprado cincuenta bolsos para Bloomingdale’s y tengo de plazo hasta finales de julio para entregarlos. Iba a pedirte que me dejaras un poco de tiempo libre porque entre las clases particulares a K. C. para el LSAT, la universidad y…
La voz se le había ido apagando, y terminó en un susurro.
Georgia se recostó en su sillón. Si aquella conversación hubiera tenido lugar el día anterior habría sentido pánico. Pero después del revuelo de la mañana había adoptado una nueva perspectiva ante los pequeños tropiezos de la vida.
—Peri, déjame que sea la primera en darte la enhorabuena. Tenías un sueño y ahí estás, haciendo que se convierta en realidad. —Georgia reflexionó sobre su primera época, sobre Anita (entonces la señora Lowenstein), que la retaba, la animaba, creía en ella—. Pero yo sigo necesitando, y deseando, que te quedes. ¿Hay algún modo de que podamos combinarlo todo? Quizá si intentáramos adaptar las cosas de manera…
Y empezó a trazar un plan para reducir el horario de la tienda durante el tiempo que estaría fuera en Escocia; Peri contaría con la ayuda de una persona empleada a tiempo parcial que podría registrar las ventas mientras ella se instalaba en la mesa con su máquina de coser y su calceta.
—Así acabarás los bolsos y aún te sobrará tiempo —concluyó Georgia—. Anita tiene previsto volver dentro de dos semanas y puedes contar con que la tendremos incluso antes, puedes decirle a K. C. que las clases se las darás en la tienda. —Y acto seguido le ofreció la bonificación que cerró el trato—. Además, me acaba de llegar una caja de lana estambre multicolor que iría muy bien para el fieltrado, en toda clase de tonos de color berenjena, celedón y amarillo. Es tuya… a precio de coste —Georgia siempre había sido generosa con los descuentos; esta oferta iba más allá—. Y cuando regrese de Escocia te prometo que me pondré a hacer bolsos y te ayudaré a tejerlos, fieltrarlos y a coser bien rectas todas tus etiquetas de Peri Pocketbook. Vas a tener éxito, Peri, y yo te ayudaré a conseguirlo.
Se pusieron de pie las dos y se dieron la mano por encima de la mesa con una amplia sonrisa, pues una especie de nueva sociedad se fraguó a partir de su antigua relación entre jefa y empleada.
—Al menos tendré uno de esos bolsos gratis, ¿no? —broméo Georgia.
—En Navidad, en Navidad —respondió Peri, con una sonrisa. Volvió a sentarse, sintiéndose cómoda simplemente con estar allí y pasar un momento con Georgia—. Y dime, ¿cuándo emprendéis el gran viaje? Dakota se lo ha contado a toda la clientela.
—Estoy pensando en el vuelo nocturno que hay a final de semana.
Además, iba a sacar un buen pellizco de la cuenta bancaria de James. Después de todo, su pequeño plan de Baltimore era lo que había precipitado las cosas.
—¿Sólo vais Dakota y tú?
—Bueno, vamos a quedarnos en casa de mi abuela —respondió Georgia sonriente, nerviosa ante la expectativa de llamar a su querida abuela, cuyo seco «Muy bien» era incapaz de ocultar su alegría. Se volvió a recostar en el sillón—. Y, por supuesto, todo viaje necesita a un tercero en discordia. El nuestro es Cat. Te diría que va a venir para llevarnos el equipaje, pero, conociéndola, se las arreglará para que vaya a parar a la otra punta de mundo. —Se incorporó, se dirigió a la puerta y salió a la tienda, precedida por Peri—. Muy bien, salgamos ahí y vendamos unas cuantas madejas de cachemir de las más caras para que pueda pagar a ese ayudante.
Peri se dio media vuelta para mirar a su jefa.
—Gracias, Georgia —le dijo.
La sinceridad de su empleada hizo que la dueña de la tienda se sintiera al borde del llanto, pues las lágrimas residuales de las travesuras de aquella mañana todavía estaban muy cerca de la superficie. Era magnífico que valoraran tus gestos.
—De nada, Peri —respondió, y le dio un rápido apretón en la cintura—. Lo único que quiero es ver a todo el mundo contento.