La voz de James seguía sonando allí, al otro extremo de la línea. «Ve a la habitación de Dakota. Ve, Georgia. ¿Qué falta? ¿Se ha llevado algo?». Abrió el armario, el tocador, miró debajo de la cama. Una lista de lo que faltaba: una mochila a rayas, el bolso fieltrado que había hecho hacía poco con Peri, el diminuto tigre de peluche que todavía se llevaba a la cama por la noche y el calcetín donde guardaba su asignación. Todo lo demás parecía estar como siempre. Dio vueltas por el apartamento, aturdida, buscando una pista. Entonces lo vio. O, para ser más precisos, no la vio.
La bicicleta de Dakota, normalmente apoyada cerca de la entrada, no estaba.
—La verdad es que una niña de doce años no creería que puede llegar a Baltimore en bicicleta. —Peri negó con la cabeza—. Es imposible.
—¿James viene para acá? —preguntó Cat.
El despacho de la trastienda estaba situado justo contra las escaleras y Cat había oído a Georgia bajar gritando. Ahora se hallaban las tres apiñadas, intentando decidir qué hacer a continuación. Sí, James estaba de camino. No, no quería que llamaran a Anita a Atlanta y la preocuparan.
Consideraron las distintas formas de llegar a Baltimore. En coche. («¡Oh, por favor, Dios mío, que no haya hecho autoestop!»). En autobús. (¿Había algún lugar más sórdido que Porth Authority?). En tren. Penn Station.
—¡Se puede subir la bicicleta al tren! —soltó Peri atropelladamente—. Los crios de los institutos lo hacen a diario.
—No tenía ni idea… —empezó a decir Cat, que a buen seguro nunca había usado el transporte público.
—Vamos —gritó Georgia.
Las tres estaban dispuestas a salir corriendo y dejar allí a la clientela. Bajaron las escaleras a toda prisa y se detuvieron.
—Yo vigilaré la tienda. Id vosotras —dijo Peri, y volvió a subir a toda prisa dejando a Georgia y a Cat en la calle.
Sonó el teléfono móvil de Georgia; era el número de James.
—Creemos que va en bicicleta a Penn Station —le chilló al aparato.
Estaba en medio de la calle y agitaba los brazos frenéticamente para llamar a un taxi. Se acercó uno y frenó. Cat abrió la puerta, subieron al vehículo y, cuando ya era demasiado tarde, Georgia cayó en la cuenta de que se había olvidado el monedero.
—No llevo dinero. ¡Mierda!
—Ya llevo yo, Georgia —le dijo Cat, que a continuación le gritó al taxista—: ¡Llévenos a Penn Station, y rápido!
—Voy de camino desde Brooklyn. He llamado a mis padres y les he dicho que si una niña llamada Dakota les llama o aparece la reciban bien y me avisen de inmediato —dijo James—. Ni que decir tiene que se asustaron un poco, pero no he entrado en detalles sobre quién es.
—¡Oh, James! ¿Y si le ha pasado algo? ¿Qué voy a hacer?
—No va a pasarle nada, nena. —Su tono de voz era tranquilizador—. Vamos a encontrarla y a gritarle hasta que tenga un buen susto, y luego volveremos a casa y solucionaremos todo este embrollo.
Georgia estaba sollozando y Cat la sostenía en un fuerte abrazo.
No había tráfico. Era un fin de semana festivo. Todos los semáforos estaban verdes. Con todo, iban demasiado despacio. Lincoln Center. Columbus Circle. Calle 57 Oeste.
—¡Cuando llegue a la Cincuenta, vaya hasta la Novena Avenida! ¡Evite Times Square!
No había duda de que Cat estaba acostumbrada a moverse por la superficie en Manhattan; Georgia conocía casi todas las rutas en metro hasta el West Side, pero no tenía ni idea de cuál era la manera más rápida de recorrer las calles en coche.
Para entonces iban a toda velocidad por la Treinta y cuatro y se detuvieron frente a la entrada lateral de Penn Station/Madison Square Garden. Georgia salió por la portezuela y dejó a Cat que arreglara las cuentas con el taxista. Bajó por las escaleras, bajó más, y recorrió los túneles oscuros hacia Amtrak.
Y allí, al frente de la cola, con su metro cincuenta y poco de estatura y su hermosura, estaba su hija, metida en un buen lío pero viva, gracias a Dios. El bolso fieltrado colgado del brazo. La mochila a sus pies. El calcetín en la mano mientras entregaba los billetes de dólar a la taquillera.
Georgia aceleró el paso en los últimos metros y se colocó junto a Dakota.
—Gracias —le dijo al hombre del mostrador. No quería llamar la atención. Lo que menos quiere una madre soltera es llamar la atención. Llevó a Dakota a un lado—. ¿En qué demonios estabas pensando? —inquirió con voz firme y los dientes apretados.
—¡Sólo quería ver a mi familia! —gimió Dakota.
Georgia sabía, por supuesto, que era el momento en el cual se suponía que tenía que mostrarse severa y castigar a Dakota por su irresponsabilidad. Sin embargo, no era lo que sentía. Estaba tan aliviada de ver a su única hija, viva y gritona, estrechándola con fuerza en un abrazo, que decidió escuchar primero y reprender después.
—¿Querías recorrer todo ese camino para ver a unos parientes viejos y desfasados a los que ni siquiera conoces?
—Sí, mamá, eso quiero. Necesito saber de dónde vengo.
—Vienes de Nueva York. Pensilvania. Vienes de mí.
Georgia meneó la cabeza mirando a la ingenua de su hija que se iba corriendo a conocer a unos abuelos que quizá ni siquiera supieran de su existencia. James no le había dicho si se lo había explicado ya.
—Lo sé, mamá. Pero no basta —respondió Dakota llorando, frustrada por su incapacidad para encontrar las palabras adecuadas.
Georgia las dijo por su hija:
—Quieres conocer tu historia. Bueno, pues mira, no todo se acaba con Baltimore y los Foster, pequeña. Si quieres conocer tus raíces, te las mostraré. Te llevaré hasta ellas.
Le acarició el pelo a Dakota y se lo apartó de los ojos, ajena a la presencia de Cat, que la había alcanzado hacía unos momentos, y de miles de desconocidos anónimos que pasaban apresurados para subirse a unos trenes con retraso o puntuales.
James las encontró, jadeante; seguro que había ido corriendo por aquel laberinto de Penn Station.
—¡Dakota! ¿Cómo se te ha ocurrido? —exclamó con el ceño fruncido y el semblante enojado.
—La situación está controlada, James, muchas gracias —cortó Georgia con la mano levantada, y el trabajo en equipo de la última hora se perdió en un renovado resentimiento hacia él por lo mucho que le había complicado la vida—. Dakota y yo hemos tomado una decisión: la llevaré de viaje a Escocia para que conozca a su abuela.