Capítulo 15

Georgia consultó el reloj y se dio cuenta de que había dejado que Dakota se quedara levantada hasta demasiado tarde. ¡Eran las nueve y media de la tarde de un martes!

—Venga, vamos —le dijo a su hija—. Voy a cerrar aquí abajo, de manera que ve a ponerte el pijamita y estaré en casa en un periquete.

—Querrás decir el pijama, ¿no? Los pijamitas son para los bebés.

—Por mí, como si quieres ponerte un equipo de submarinismo, cielo. Sube y a la cama.

Acompañó a Dakota hasta la puerta; en aquel preciso momento entró Cat con aire impaciente y un aspecto fantástico con el vestido Fénix dorado. Se fijó en que Dakota seguía andando y desaparecía escaleras arriba.

Cat cerró la puerta tras de sí y, con ojos desorbitados, se abalanzó hacia Georgia y la agarró de las manos.

—¡Lo hice!

Georgia asintió, satisfecha de ver su diseño en acción.

—Me alegro de que el vestido haya suscitado la reacción que tú querías.

—¡Sí, fue fantástico! —Cat gritaba—. Se lo solté allí mismo, delante de sus amigotes y de sus esposas, con la mitad de las cuales se habrá acostado, seguro.

—¿Qué dices que has hecho?

—He dejado a Adam. Sayonara, baby.

—¿Cat?

—¿Sí?

—¿Por qué estás aquí? ¿En mi tienda?

—Porque estoy haciendo borrón y cuenta nueva. Estoy viajando en el tiempo de vuelta a los ochenta y voy a enmendar todo lo que hice mal.

—Ah, otra vez Dartmouth.

—Dartmouth, sí. —Cat se acercó a la ventana—. Georgia, cuando no aceptaste la plaza en la universidad… al final me sacaron de la lista de espera y me ofrecieron un puesto. Y lo acepté.

—Ya me lo había figurado, Cat, pero gracias por ponerme al corriente. —Georgia empezó a vaciar la caja registradora—. Por cierto, rica, si no acepté la oferta de Dartmouth fue porque tú no entraste. Y habíamos prometido no separarnos… —concluyó, no sin dejar que se le fuera apagando la voz de forma acusadora.

—¡Yo no quería dejarte atrás! —exclamó Cat, mientras se apartaba de las vistas a la calle oscura; se le deshizo el recogido y sus cabellos cayeron en torno al cuerpo del vestido dorado. El semblante de Georgia no mostró reacción alguna—. De acuerdo, yo quería ir a una universidad como ésa. Pero no quería dejarte atrás. Lo que pasa es que mis padres, el orientador vocacional, todo el mundo decía: «Ésta es tu gran oportunidad, Cathy», y yo me lo creí. Después no lo aproveché y tú, tú te has convertido en este gran éxito. Ahora lo veo todo muy claro.

—¿Qué ves?

—¡Toda esa mierda de que la vida es lo que uno hace de ella! Es cierto —murmuró, y se dejó caer sobre la mesa y miró a Georgia desde el otro extremo de la habitación—. Es cierto —repitió.

Georgia cerró el cajón de la caja y vaciló. Cruzó la tienda y se sentó frente a Cat.

—No tenía elección. O nadaba o me hundía —explicó—. Tenía una hija que mantener.

—Eso no es del todo así, Georgia Walker. Podrías haber regresado a casa con Bess y Tom en cualquier momento.

—Y nunca más hubiera vuelto a marcharme.

—Antes solía llamar a Bess, ¿sabes? —Cat se recostó con las piernas cruzadas, tomó el borde del vestido entre los dedos y empezó a frotarlo levemente. «¡Deja de jugar con Fénix!», pensó Georgia; «me he pasado muchas horas haciendo que caiga recto»—. ¿Georgia? ¿Me oyes? La llamaba después de marcharme a Dartmouth, quiero decir. «Hola, señora Walker, ¿querrá decirle a Georgia que he llamado, por favor?», «Señora Walker, ¿recibió Georgia mi felicitación de Navidad?». Y tú nunca respondiste.

—Sí, claro, la vieja excusa de «lo eché al correo». —Georgia se encogió de hombros—. No lo sabía. Mi madre no me lo dijo.

—¿No?

—No.

Ahí estaba. Cat había intentado disculparse; intentó conservar su amistad. Todos aquellos años atrás. Y había algo más: Bess, la madre que siempre parecía tan indiferente a Georgia, trató de protegerla de una chica en quien ella creía que no se podía confiar, que le causaría aún más daño a su única hija. El hecho de saberlo fue como un regalo, la conclusión que Georgia no había estado buscando activamente pero que de todos modos deseaba.

—Gracias por decírmelo, Cat.

—Georgia, quiero que seamos amigas. Amigas de verdad. Como en los viejos tiempos.

La propietaria de la tienda contempló a aquella rubia sofisticada que se dirigía a toda velocidad hacia un divorcio amargo y un futuro incierto, que sin duda tenía miedo y buscaba algo firme a lo cual aferrarse. Sin embargo, Georgia no tenía tiempo para ser la madre de nadie más, aparte de Dakota. Y ya se le habían terminado las segundas oportunidades, puesto que James había desaprovechado el optimismo que le quedaba.

Meneó la cabeza.

—Está bien, lo entiendo —asumió Cat con la voz ronca de emoción—. Lo entiendo. Estás hecha polvo. Llevas así una temporada. Por supuesto. ¿Quién podría culparte? Así pues, estoy sola, ¿no? Sola. —Comenzó a dar vueltas por la tienda mientras Georgia la observaba cada vez más preocupada—. ¡Oh, cielos, Georgia! Estoy sola —susurró la rubia sin dejar de andar de un lado a otro—. ¿Qué va a ser de mí? —Señaló la cubierta de una revista de punto que había en un estante de la pared y empezó a respirar deprisa como si empezara a hiperventilar.

Georgia imaginó que estaba sufriendo una crisis de ansiedad.

—De acuerdo, bien, de acuerdo. Ya está hecho. Y a lo hecho pecho. —Cat tomó la revista del estante y se la lanzó a Georgia—. Dime, ¿cuánto podría costar hacer unas cuantas cosas para mi nueva vida sin Adam? Una de esas mantas… ¿afganas, se llaman? Un cubre-tetera, unas cortinas…

Estaba cada vez más frenética. Georgia tuvo que reconocer que las cortinas de punto serían una opción interesante. Una decoración estilo abuelita chiflada. Alargó la mano y le tocó el brazo suavemente.

—Cat, Cat, ¿qué estás haciendo?

—No lo sé. ¡No lo sé! —Ladeó la cabeza y se mordisqueó el labio. Georgia volvió a ver a la chica esbelta que con tanta frecuencia quiso que fuera ella quien tomase la iniciativa—. Pero, mientras resuelvo esta nueva vida, creo que quizá podría necesitar uno o dos jerseys o algo. —Cat no estaba dispuesta a dejar el tema—. Todavía puedo pagarte…, voy a vender las joyas. —Se cruzó de brazos, que se le habían puesto de carne de gallina—. ¿Puedo venir un sábado antes de que abras la tienda? ¿Ayudarte a encontrar una muestra, tal vez? Voy a instalarme en el Lowell. No está lejos. Tomaría un taxi.

Georgia apretó los labios y los mantuvo cerrados con firmeza; hubo un ligero estallido cuando relajó la tensión de su rostro. Cat se había quedado inmóvil.

—De acuerdo —aceptó Georgia en tono cauto—. De acuerdo.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Es que no vas a levantarte nunca?

Georgia abrió un ojo. Apenas podía creer que hubiera dormido toda la noche desde que vio a Cat en la tienda. Se sorprendió al encontrarse a Dakota de pie frente a ella, vestida con un jersey de lana merina de color azul y cuello de pico que le había confeccionado para las Navidades pasadas. Ya empezaba a estarle un poco justo, algo tirante en el pecho.

—¡Caramba! Mírate… —empezó a decir Georgia, pero se contuvo.

Era mejor no hacer ningún comentario tonto sobre los pechos de su hija y que se acomplejara. No obstante, los indicios saltaban a la vista. Su pequeña estaba creciendo; cumpliría trece años en verano. A Georgia se le hizo un nudo en la garganta sentada allí en la cama y echó un vistazo con disimulo a sus propios pechos, algo menos animados de lo que estuvieron en otro tiempo. Tanto ella como su hija se estaban haciendo mayores…

—¡Ya son casi las ocho! Voy a llegar muy tarde a la escuela… Tu radio lleva sonando más de una hora. —A Dakota, aquello no le hacía ninguna gracia—. Ya estaría de camino si no te empeñaras en acompañarme todos los días. Ya no soy una niña pequeña. Puedo ir sola.

—Eh, eh, ¿a qué viene esa actitud, jovencita?

¡Jovencita! ¿Acababa de decir eso? ¡Cielos! Se estaba convirtiendo en su madre, Bess, todo autoritarismo y adustez. Se volvió a mirar el reloj y vio, incrédula, que señalaba las 7.50 de la mañana. Hacía siglos que no le ocurría lo de no oír el despertador, ella siempre había sido una persona madrugadora que las más de las veces apagaba la radio antes de que sonara, se calzaba las zapatillas e iba a disfrutar de un café temprano y la lectura del periódico en la mesa de la cocina. Dakota, en cambio, siempre se quedaba en la cama hasta tarde, refunfuñaba durante el desayuno y recorría con gran parsimonia el camino hasta la escuela.

¿Tendría que ceder, dejar que Dakota fuera sola a la escuela y volver a sumirse en otra hora de grato sueño profundo? Todavía tenía esa intensa sensación de agotamiento que atraía su cabeza hacia la almohada, donde podría cerrar los ojos y dejarse llevar lentamente…

—¡Mamáaaaaa! ¿Vas a levantarte o qué? ¡Hoy tengo un examen de matemáticas!

Ante el apremio de Dakota, Georgia saltó de la cama de golpe, agarró unos vaqueros y se puso una chaqueta de borreguillo encima del pijama; aunque estaban en mayo, el aire de la mañana todavía podía ser fresco.

—No voy a acompañarte todo el trayecto, sólo hasta la manzana de la escuela, pero no hasta allí —explicó Georgia, en respuesta a la cara de horror de Dakota al ver su atuendo. Hizo una parada técnica en el baño para un cepillado de dientes rápido y un intento simbólico de atusarse el pelo, todo ello sin mirarse al espejo. No sabía cómo, pero había ocurrido: se había convertido en una de esas madres locas que llevaban a sus hijos al colegio en pijama—. Al menos, sólo llevo la parte superior del pijama —observó a la pequeña—. Cuando yo era niña, había madres que dejaban a sus hijos en bata y zapatillas y con los rulos en el pelo —añadió, y esperó que Dakota se riera mientras le daba un leve pellizco.

—Sí, como si a ti te hicieran falta rulos precisamente —repuso su hija, huraña—. Vámonos ya. Y no es necesario que hablemos, ¿vale?

¿Adónde iba su dulce hijita? ¿Acaso habría estado durmiendo más de una noche?

Era como si por la noche hubiera entrado una adolescente que le había robado a su encantador bizcochito. Aunque no tenía ninguna lógica, Georgia había supuesto que las hormonas y el malhumor no llegarían hasta pasado el decimotercer cumpleaños de Dakota, en julio. «Bueno, vieja mamá —se dijo—, intenta adivinarlo otra vez».

Apenas había empezado a salir el sol, pero Lucie ya estaba sentada en el comedor de su casa —en realidad sólo era un rincón de la sala de estar, un conjunto de mesa plegable y dos sillas de IKEA— y masticaba lentamente el desayuno, un cuenco de cereales con leche. Luego, se tomó otro. Al fin y al cabo, estaba comiendo por dos. Gracias a las hormonas, aún pasaba algunas noches sin poder dormir. Hojeó el calendario hasta llegar al mes de octubre y a la gran estrella roja que había dibujado: ¡Bebé! ¡Dios santo! Si el pequeño se retrasaba iba a cumplir los cuarenta y tres antes de que llegara. A Rosie la habían considerado una madre mayor cuando dio a luz a Lucie con treinta y cinco años. ¡Cómo cambian las cosas!

Hacía apenas un año se estaba haciendo a la idea de ser una mujer soltera, segura de sí misma y capaz de arreglárselas sola. Y ahora iba a ser madre. Acabó de comer y se enfrascó en la tarea del día con la intención de ver algunas secuencias de la reunión del club de la semana anterior y después las explicaciones sobre cómo hacer un nudo corredizo y montar los puntos que habían filmado aparte con Georgia y Anita. El domingo pasado todo fue bien, una vez hubo convencido a Georgia de que no tenía que vestirse como si fuera una extra de un filme de Hollywood. De manera que Georgia desechó el traje, se puso su atuendo habitual y trajo unas fundas de almohadón que su abuela había tejido años atrás para enseñárselas a Lucie. El mosaico de la muestra le había parecido impresionante, desde luego; y también encontró gracioso que Georgia hubiera malinterpretado su comentario de que quería empezar a concentrarse en labores más pequeñas. En el sentido de diminutas. De la medida de un bebé. ¿Por qué no podía decirlo? Bebé, bebé, bebé. Todo el mundo debía de imaginárselo, pero las socias del club de punto tenían clase, que Dios las bendijera. Ni siquiera K. C. la había incordiado; todas ellas le brindaron el espacio para estar allí, sin más. Para compartir su noticia cuando creyera conveniente.

Puso en marcha la videocámara y miró la pantalla de LCD. Ahí estaba Georgia: abría la puerta, entraba en la tienda —bueno, eso tendría que cortarlo— y se la presentaba al espectador:

«Bienvenidos a mi… mundo. —La voz de Georgia en la cinta sonaba trémula—. Soy Georgia Walker, ésta es mi tienda de lanas en el Upper West Side de la ciudad de Nueva York (una rápida panorámica de los cajones que contenían todo el colorido de felpillas, algodones, bouclés y mohairs para luego detenerse en la mesa) y éste es el lugar donde sucede todo. —Su voz se iba haciendo más firme—. Aquí es donde se reúne el club de punto de los viernes por la noche —seguía diciendo Georgia, que entonces entraba en plano, retiraba una silla y se sentaba, seguida de Anita—. Y aquí, en esta misma mesa, con mi buena amiga y mentora Anita Lowenstein, el donde transmitimos todas las técnicas y secretos de la calceta que la hacen tan divertida (ése era el punto donde Lucie iba a empalmar algunas secuencias del club para luego volver de nuevo a Georgia), y también el reto que mantiene el interés».

Ahí, dar entrada a la primera lección: Anita explicando un nudo corredizo. Apagó la videocámara. De momento todo estaba bien. Aún tenía que entrevistar más a fondo a Georgia y Anita para averiguar cosas sobre los inicios de la tienda y cómo y por qué aprendieron a hacer calceta.

Se puso de pie, se desperezó, fue al baño como hacía varias veces al día, se quitó la camisa (una de las nuevas que Darwin le había ayudado a elegir) y se colocó de perfil para examinar su vientre hinchado en el espejo.

—Tiene buen aspecto, chica —se dijo a sí misma, rodeándose la barriga con las manos.

Aquel bebé iba a ser muy querido, adorado por una mamá que esperaba su llegada con impaciencia. No obstante, seguía lamentando no poder ir a casa para la barbacoa anual de los Brennan a principios de verano, con las costillas a la parrilla y la salsa rojiza hirviendo a fuego lento en el fogón. Vería a su madre, Rosie, con crema blanca en la nariz para protegérsela del sol mientras con los chicos —que entonces ya rondaban la cincuentena— jugaba a fútbol americano sin placajes en la hierba; su padre, ahora ya mayor, haría comentarios jugada tras jugada desde su silla de jardín de plástico. Sin embargo, Lucie no estaba preparada para afrontar la reacción de su familia ante su nueva figura en expansión. Agarró la camisa y regresó al sofá pensando en volver al trabajo cuando se acordó de la bolsa que Georgia le dio a principios de semana y que metió en su bolso de mensajero antes de arrastrarse de vuelta a casa.

—Mira, ya sé que te pagamos, más o menos, pero no es suficiente —había dicho Georgia—. De modo que acepta esto, es un detalle sin importancia.

Lucie había estado tan atareada que no se molestó en mirar, consciente de que era hilo, por supuesto. Ahora, un poco más ociosa, abrió la cremallera del bolso y volcó el contenido de la bolsa de Walker e Hija en su regazo. Había seis madejas multicolor en amarillo sol, blanco y verde apio. Mezcla acrílica; lavable a máquina. Suave. Lucie se acarició la mejilla con la lana. Era muy suave. Le dio la vuelta a la madeja para leer la composición y sonrió, pues al final entendió la bromita de Georgia con las fundas de almohadón.

TACTO DE BEBÉ, proclamaba la etiqueta.

Sí. Georgia lo sabía.

La ciudad de Nueva York siempre estaba tranquila los fines de semana festivos, sobre todo en verano. ¿En qué se notaba? Bueno, no era del todo imposible reservar una mesa para comer en Norma’s en la calle Cincuenta y siete y, salvo que lloviera, resultaba bastante fácil encontrar un taxi y los automóviles amarillos recorrían las calles en busca de clientes que el viernes a mediodía tomaran un avión hacia los Hamptons o Jersey Shore. No obstante, éstos eran los sábados que a Georgia le encantaban, la oportunidad de organizar la tienda y hacer inventario sin cerrar, para los pocos clientes que tuvieran que comprar unas madejas de lana de yac. Cosa que sucede.

Sabía que Cat acudiría para ver una muestra para un jersey o, lo que es lo mismo, para solucionar su vida con lo único más parecido a una amiga que tenía; con todo, en aquellos precisos momentos a Georgia le parecía bien. Después de echar una mirada a Dakota y arreglarle las mantas que había revuelto con los pies durante la noche, Georgia se dio una ducha rápida y bajó pronto a la tienda, hacia las ocho de la mañana. Estaba claro que el desastre de quedarse dormida el miércoles sólo había sido una reacción al estrés, se dijo para tranquilizarse, y volvió a ser la misma de siempre por las mañanas.

Después de ordenar un poco la tienda, sacó el registro de inventario y al cabo de un momento oyó el acostumbrado sonido de la música proveniente del apartamento de arriba. Otra vez la MTV. «De acuerdo, elige tus batallas, ¿vale?». Las nueve. Llegó Cat, fingiendo que le importaban los jerseys. (La Tierra llamando a Cat: estamos en mayo. Se acerca el verano… Georgia puso los ojos en blanco y escuchó a medias. Lo sabía. Más que nada, Cat temía enfrentarse a una larga semana sin fiestas a las cuales asistir, sin casa a la que ir y sin un esposo dominante contra quien clamar). Georgia abrió la tienda a las diez y se alegró al ver entrar un continuo flujo de clientes.

A mediodía, cuando por fin llegó Peri para iniciar su turno y Dakota aún no había bajado, Georgia dejó a Cat sentada en el despacho mientras fingía seguir mirando libros de muestras y se dirigió a su apartamento dispuesta a hacerle saber a su hija que ya iba siendo hora de que apagara el televisor e hiciera algo productivo.

Pero Dakota no estaba en la sala. El televisor atronaba y en la pantalla, unos individuos flacuchos con pantalones de cuero levantaban las piernas y gritaban, pero su pequeña no estaba allí para verlos.

No estaba en el cuarto de baño, ni en la cocina, ni durmiendo en la cama. Georgia entró corriendo en su dormitorio con la esperanza de encontrar a su hija fisgoneando en las cajas personales de su tocador. Abrió la puerta de golpe.

—¡Dakota! —gritó, aunque ya veía que su hija no estaba allí—. ¿Dakota? —Recorrió de nuevo las habitaciones, por si al echar un segundo vistazo fuera a aparecer su niña perdida—. ¿Dakota?

Pisó una bolsa de Walker e Hija que estaba por ahí y se había caído al suelo de la cocina. La recogió y vio un mensaje escrito con la letra de su hija:

HE IDO A BALTIMORE.

Nada más.

Y en cuestión de un instante lo supo. Lo supo hasta en las más diminutas partículas de sangre y hueso de su cuerpo. James se había llevado a su niña. Apareció con su desenfado y sus besos y le había robado el corazón de su pequeña ante sus propias narices.

Marcó su número en el teléfono móvil.

El buzón de voz. «Por favor, deje un mensaje para James Foster…», decía la voz grabada. Georgia dejó el teléfono de golpe. ¡Cabrón! Lo cogió de nuevo y pulsó la rellamada. «Por favor, deje un mensaje para James Foster…». Lanzó el teléfono al otro lado de la habitación, fue corriendo a recuperarlo y volvió a marcar. «Por favor, deje…».

Un pitido. Una llamada entrante. ¿Dakota?

—¿Eres tú, cariño? —preguntó jadeante, esperanzada.

—¡Georgia! Soy James, estaba hablando con mi jefe pero no dejaban de aparecer tus llamadas y…

—¡Te la has llevado tú, cabrón estúpido! —gimió llorosa—. ¿Dónde está? ¡Déjame hablar con ella! ¡Por favor!

—¿Qué ocurre, Georgia?

—¿Dónde está Dakota?

—¿No está en casa? —La preocupación se adueñó de su voz—. ¿Dónde está Dakota, Georgia?

—¡No lo sé! Dejó una nota: «He ido a Baltimore», es lo único que dice. Tú dijiste que la ibas a llevar allí. ¡Está contigo!

—Escúchame, Georgia. Estoy en la obra, en Brooklyn. Tú diste al traste con lo de Baltimore; no fuimos, ¿recuerdas?

Un escalofrío recorrió la espalda de Georgia al darse cuenta de que a su pequeña podía pasarle cualquier cosa. Dakota estaba por ahí. En alguna parte. De camino a Baltimore. Sola.