«Tiene que llegar un día en que sencillamente te resignes a ello», pensó Cat. Cuando la negatividad llega a arraigarse tanto que ni siquiera la notas. Sin embargo, aquel momento seguía eludiéndola y ella se sentía herida por todos los comentarios despiadados que le dirigía su esposo. Por la falta de atención. Por la abrumadora sensación de odio que le hacía imaginar un sinfín de muertes horribles para él.
Debió haberse marchado hacía tiempo, cuando todavía tenía una oportunidad de forjarse una carrera profesional, de volver a casarse, de tener hijos. Treinta y siete años podían no parecer muchos si eras dueño de tu vida, pero Cat había renunciado a la suya hacía ya tiempo. Estaba a punto de cumplir los treinta cuando informó a sus padres, quienes la reprendieron diciéndole que no podía irse de casa sin más. Su reacción a sus desconsoladas llamadas telefónicas durante los primeros meses de su matrimonio fue simplemente la de una pareja que llevaba mucho tiempo casada frente a lo que parecía la histeria exaltada de una joven que había sentado cabeza antes de ser del todo adulta. Llegó a creer que si hubieran sabido realmente los insultos y el rechazo emocional que recibía de Adam —de toda la familia Phillips— la habrían ayudado, la habrían acogido de nuevo en casa encantados y la hubieran animado a conseguir el doctorado en historia del arte. Pero en aquellos momentos no podía pedírselo, pues los había enterrado a ambos, fallecidos a raíz de una colisión mortal con un conductor borracho. Bueno, no le faltaba de nada, ¿no es cierto? No necesitaba dinero. O eso debían de haber imaginado, pues hacía tiempo que dejó de quejarse de Adam. De modo que en el testamento legaron todo el activo a sus hermanos, reservando para ella algunos muebles y el anillo de compromiso de su madre. Nada que le sirviera para escabullirse en mitad de la noche y empezar de nuevo.
Con todo, asimiló una poderosa lección: estaba sola. El apoyo era fugaz, a conveniencia de quien lo brindaba. No tenía a nadie a quien recurrir ni adónde ir, a menos que estuviera dispuesta a ponerse firme y encontrar su propio camino en el mundo.
Intentó convencerse de que podía sufrir todas aquellas pequeñas humillaciones —las conquistas de una noche de su esposo, las aventuras afectivas, las relaciones (Adam era un hombre que necesitaba un harén que se ocupara de su ego y de otras partes de su anatomía considerablemente más pequeñas)— por la plata buena y la tarjeta de pago de crédito ilimitado en Bergdorf. Ahora ya no estaba tan segura. Su hogar ya no existía, sus hermanos tenían sus propias vidas, ella no poseía habilidades especiales y sabía que Adam la aplastaría en los tribunales si intentaba quedarse con la mitad de su dinero.
¿Y quién podría habérselo imaginado? Un día, en el dermatólogo, leyó aquel artículo vigoroso sobre una tienda de lanas y la extravagante madre soltera que empezó desde cero. El nombre le saltó a la vista, un eco que apenas podía oír, procedente de un mundo al cual hacía mucho tiempo había renunciado como si se tratara de un sueño. Cuando era ella misma.
Sin embargo, allí estaba. ¿Qué se había imaginado? ¿Encontrarse con que Georgia Walker la había estado esperando todo aquel tiempo con los brazos abiertos, recordando las conversaciones serias, las citas en pareja y las risas? ¿Encontrar a Georgia Walker aún dispuesta a participar en sus batallas, a darle un abrazo y apoyarla contra cualquiera que quisiera retarla?
Sabía que eso era lo que habría querido. Pero verse frente a la hermosa vida de Georgia, a su encantadora pequeña, la tienda llena de mujeres (¡y también algunos hombres!) contentas de estar allí, compartiendo su amor por una manualidad… Eso había sido una agonía. Nunca hubo duda alguna respecto a Georgia. No, nunca hubo dudas acerca de ella. Siempre era la que agachaba la cabeza y hacía el trabajo. Cathy había sido la diletante, lista pero ingobernable. Debió ser consciente de que nunca llegaría a ninguna parte sin Georgia.
Georgia pensó que si ya fuera una diseñadora de prendas de punto famosa, quizá dispusiera de algún tipo de empresa que entregase sus vestidos por ella. Tal como estaban las cosas, ofrecía seis servicios por el precio de uno: diseñadora, modelista, tejedora, costurera, planchadora y chica de los recados. Aunque a un precio muy competitivo, desde luego.
Iba en el asiento delantero del taxi, entre la tablilla sujetapapeles del taxista, la botella de agua y el periódico que el hombre leía en los momentos de tráfico intenso, y cada pocos segundos se volvía a mirar las dos bolsas que contenían las prendas, extendidas una sobre otra en el asiento posterior. Imaginó el tacto del exquisito material dorado de la primera, una mezcla de cachemir por la que pasaban unos hilos dorados que le daban el brillo y la sensación del oro. El vestido en sí era una prenda muy delicada que habían probado una y otra vez sobre el cuerpo esbelto de Cat para que se adhiriera a cada curva y vibración al andar. El cuerpo del vestido era una larga V que llegaba a la mitad del abdomen de Cat (quien ya tenía un buen tono muscular, pero Georgia sabía que había estado trabajando en el gimnasio más de lo habitual), mientras que las dos piezas que cubrían el busto sólo estaban unidas por tres finas tiras de punto. («Mucho mejor para realzar tus encantos favoritos», le dijo Georgia señalando el pecho. A Cat le habría encantado). La parte superior no tenía mangas y toda ella estaba tejida del derecho, si bien los puntos eran increíblemente finos —¡seguro que después de aquel trabajo iba a necesitar gafas!—, y la pieza continuaba su apretado descenso por el cuerpo. La falda era una pieza aparte, de punto de arroz para darle una textura de tafetán arrugado, un género que recordaba el brillo de la lana. Salvo que esta versión era más sofisticada y, por fortuna, más silenciosa. Más de contoneo que de frufrú. Se abría por encima de la cadera, con lo cual el trasero de Cat parecía más redondeado y la cintura aún más delgada, y luego caía suavemente hasta el suelo, con los pliegues justos para mantener la sensación de amplitud sin caer en el abultamiento. Era un conjunto que desconcertaba a cualquiera: la parte de arriba hacía que se te salieran los ojos de las órbitas mientras que la parte inferior era todo suavidad. Georgia daba nombre a todas sus creaciones únicas y les hablaba a escondidas mientras trabajaba los puntos. Al vestido dorado lo llamó Fénix. Era su triunfo.
¡Y entonces, a su antigua amiga se le ocurre que necesita otro conjunto! Georgia se superó a sí misma terminándolo en poco más de cuatro semanas en lugar de las seis de trabajo intenso que le había costado el primero. La forma y el estilo del segundo vestido —al que mentalmente llamaba Borla— era un homenaje de Cat a Audrey Hepburn. El material era de fibra de seda cruda, factor que sin duda complicó más el trabajo, pero el fruto fue una exquisita y delicada creación. El vestido, con un cuello Mao que dejaba al descubierto sólo un atisbo de la clavícula y unas mangas raglán que resaltan los tonificados brazos de Cat, se fruncía un poco en la cintura antes de caer recto hasta el suelo, y el suave color rosado sólo se veía interrumpido por el asomo de muslo gracias al corte de la falda, que llegaba hasta la cadera. El estilo era más bien recatado, pero la mujer que lo luciría, quien exigió que el corte de la falda estuviera aún más alto, no lo era, ni mucho menos. Ése también era un vestido de los que paraban el tráfico, emparejado con unos pendientes colgantes que Adam le había regalado a Cat la Navidad pasada. «¡Ah, éstos! —había comentado ella—. Son diamantes de verdad…, los hice tasar cuando me los regaló. Debe de estar enamorado de su última amante; normalmente sólo me regala un reloj».
Diez minutos tarde. ¡Maldita sea! Georgia no soportaba retrasarse. El taxi abandonó Broadway con un chirrido de neumáticos y enfiló las calles más pequeñas —fue por Mercer, después por Prince y luego por Green— hasta detenerse frente al edificio de Cat. Salió a toda prisa, tomó los vestidos con cuidado y subió en el ascensor —el que daba al propio loft— por última vez, suponía. Ya no habría más reuniones los miércoles por la tarde, no más pruebas, correcciones, esfuerzos por conseguir suficiente hilo de lujo para el proyecto. Se sentía un poco rara. Notaba una especie de comezón que no sabía decir concretamente qué era. Una chispa de preocupación. Siempre se entristecía al despedirse de sus creaciones, de Fénix y Borla en aquel caso, igual que había ocurrido con todos los jerseys y las mantas de bebé que los habían precedido. Las puertas se abrieron, y allí estaba Cat, vestida informalmente con unos vaqueros de un precio exorbitante, un jersey ajustado de cuello barco color crema, una fina chaqueta de algodón echada sobre los hombros al estilo de los niños pijos y un par de brillantes botas vaqueras nuevas que relucían en sus pies. El cabello, que normalmente llevaba suelto y liso, estaba cardado y con espuma, a fin de que cualquier onda natural que pudiera haber adquiriese vida. Parecía una versión mejorada de Georgia. Cat se quedó allí, con una amplia sonrisa, y le indicó por señas que entrara.
—¡Hola! ¿Notas algo diferente?
Al hacer la pregunta, Cat ensanchó todavía más su sonrisa. Dos meses atrás, Georgia se habría ofendido mucho. Se hubiera imaginado que era una burla, en lugar de adulación. Sin embargo, ahora era capaz de ver lo que había ocultado la máscara y su actitud. El atisbo de una niña a la que conoció. Divertida. Exuberante. Pícara.
Georgia notó un no-sé-qué bailándole en el estómago. Sí, costaba creerlo, pero probablemente la mala sensación no tenía nada que ver con Borla ni con Fénix.
Resultaría triste despedirse de Cat.
Recorrió el vestíbulo del museo con una mirada rápida, satisfecha de haber optado por el vestido dorado después de todo y, con un chal de tejido vaporoso de un tono carne casi transparente colgando de las manos, realizó una evaluación rápida. Definitivamente, era la mujer más atractiva de la sala. Uno, dos, tres… contacto. Las miradas de todos los hombres presentes —y las de sus esposas— se estaban empapando de ella hasta hartarse. Y en el momento preciso, Adam se separó del grupito de amigos con los que hablaba de dinero en un rincón, sacó pecho con orgullo y empezó a caminar hacia ella con aire arrogante para reclamarla. Para demostrar a la multitud que era suya.
—Hola, cariño —dijo Cat en un arrullo.
—Pareces una mujerona, nena —repuso él, y se colocó a su lado, preparado para pasarle el brazo por los hombros, la demostración pública de propiedad.
Cat se apartó un poco.
—No me despeines, Adam —susurró al tiempo que le dirigía a Chip, el amigo de su esposo, un saludo con la mano cuando sus ojos se posaron en ella. Cat no volvió la cabeza, sino que siguió hablando con su marido.
—Tengo una cosita para ti, Adam.
—¿Puede esperar a que lleguemos a casa o tengo que colarte en el aseo de los hombres? —preguntó con una risa, esa risa satisfecha de hombre blanco y conservador.
—Oh, no, hagámoslo aquí mismo, querido. —Cat ya no sonreía. Sacudió los brazos para apartar el chal y sacó el sobre de papel Manila que llevaba debajo, en las manos—. Señor Phillips, acaba de recibir una notificación.