Capítulo 13

El despacho de la trastienda se había transformado: sobre las pilas de papeles que cubrían la mesa de Georgia había lápices de labios, botes de laca y recipientes con polvos y colorete; incluso el confidente estaba vacío —milagro de milagros—, salvo por la manta de punto verde y dorada echada sobre el respaldo y una cámara de vídeo montada sobre un trípode a un lado. Anita se sentó en el reposabrazos de un modo peligroso y de espaldas a Lucie.

—Tengo una recomendación que hacerte, Anita querida —dijo Lucie, de pie detrás de la mujer de edad con el cepillo en la mano—. Corte escalado.

Anita se llevó la mano rápidamente a su suave melena plateada cuyo borde recto le llegaba a casi tres centímetros por debajo del mentón.

—Oh no, de ninguna manera. Hace años que llevo el pelo así. Ésta es quien soy.

—Bueno, es suave. Es brillante. Tiene exactamente el aspecto que esperaría en una persona tan elegante como tú. Pero ¿sabes una cosa? Creo que es hora de que seas un poco más… innovadora.

Dakota, sentada con las piernas cruzadas en la silla de Georgia, se animó a intervenir:

—Una niña de mi clase se tiñó el pelo con Kool-Aid. Ahora es algo así como completamente naranja.

Anita intercambió una mirada con Lucie.

—No creo que Lucie estuviera pensando en un cabello naranja para mí, querida.

—No —asintió Dakota—. Pero si tú lo haces, entonces mamá quizá deje que yo también me ponga Kool-Aid en el pelo.

Anita le dirigió un gesto admonitorio con el dedo pero no dijo nada. Estaba atareada concentrándose en sus frases. Después de mucho discutirlo, al final, Georgia, Lucie y ella habían ideado un plan para sacar adelante los vídeos para hacer punto. Sencillamente, filmarían algunas de las reuniones del club y después lo editarían e intercalarían por separado entrevistas personales con las tejedoras, seguidas de imágenes detalladas en las que se mostrara cómo montar los puntos, cómo hacerlos al derecho, al revés… De este modo, el resultado sería mucho más que un simple vídeo práctico, pues captaría la esencia de la tienda y de la mera diversión de tejer en grupo. Un club de punto al que todo el mundo podía adherirse desde la comodidad de su propia casa, sugirió Lucie; Georgia se mostró entusiasmada, cosa rara en ella, cuando creía que principalmente iba a encargarse de la narración fuera de campo. Cuando supo el tiempo que tenía que estar ante la cámara, estuvo a punto de dar al traste con todo el proyecto. Sin embargo, Dakota, que ya había sido reclutada para encargarse del micrófono, pronunció las palabras que garantizaban que todo era posible: «¡Esto es más guay que todo lo que he hecho con papá!». Así pues, el proyecto estaba en marcha.

En aquel mismo momento Anita se estaba preparando para su primer plano; se había hecho la manicura por la mañana y llevaba una suave chaqueta de angora de color azul celeste que había tejido hacía unos años con unas agujas diminutas para que los puntos fueran delicados.

Lucie se inclinó de manera que su boca quedó muy cerca del oído izquierdo de Anita. Le habló en voz muy queda para que Dakota no la oyera.

—Te garantizo que un nuevo peinado te quitaría cinco años. —Chasqueó la lengua—. En un santiamén.

—¿Y cuando la gente me vea por la calle dirá algo más que: «Ahí va una vieja de sesenta y cinco años»? —preguntó, sin revelar que en realidad tenía setenta y dos.

—No, dirá: «¿Quién es esa señora tan llamativa? Está imponente para tener sesenta años» —susurró Lucie—. Quizá hasta cincuenta y nueve.

En aquel momento, Georgia asomó la cabeza.

—Dakota, ha venido tu padre para llevarte a dar una vuelta en bici —le dijo a su hija, que había retomado la lectura de Seventeen en la mesa—. ¿Qué tal está el equipo de rodaje?

—Vamos a tomarnos un descanso —respondió Anita—. Salgo a cortarme el pelo.

Lucie guardó todas las cosas y dejó la cámara de lado hasta otro día. ¡Qué pena! Estaba deseando tener una excusa para mantenerse ocupada. No le había contado a nadie lo del bebé, ni siquiera a Will, quien de vez en cuando le mandaba un correo electrónico y quería que se vieran. ¿Acaso no se daría cuenta en cuanto le echara un vistazo? Lo dejó intentando no herirlo, le explicó que había otra persona en su vida. No le dijo que esa «otra persona» era un bebé. Un bebé de él. Pero es que ella no pensaba en Will de ese modo. Consideraba que su bebé era todo suyo.

Y luego estaba Rosie, que la amenazaba con hacer lo que más detestaba y desplazarse a la ciudad. No, no podía esperar mucho más, la verdad. Ya casi estaba de dieciocho semanas; salía de cuentas a finales de octubre.

En Navidad sería madre de una criatura.

La realizadora de televisión dejó la puerta del despacho abierta, anduvo los pocos pasos que la separaban de la parte principal de la tienda y se sorprendió al ver que Peri le entregaba a Darwin una de las características bolsas de papel color lavanda del establecimiento con las palabras Walker e hija estampadas a un lado; se notaba que Dakota había participado de la elección. Sin embargo, más sorprendente aún fue ver a Darwin con esa bolsa rebosante de hilos gruesos de color naranja, fucsia y verde lima —la combinación desentonaba; ¿acaso iba a intentar utilizarlos juntos?— y un par de agujas del número quince, todavía en su envoltorio de plástico, que sobresalían por arriba.

Peri y Lucie intercambiaron una mirada; Lucie le guiñó un ojo a Darwin y ésta se encogió de hombros.

Tras dirigir un saludo con la mano a Georgia, que se hallaba más apartada, ayudando a una cliente a calcular las medidas y convenciéndola de que utilizara unas agujas de un número superior, Darwin y Lucie bajaron las escaleras hasta la calle, una detrás de la otra. Empezaron a caminar tranquilamente por Broadway en dirección norte pero ninguna de las dos dijo adónde se dirigía.

—Bueno, tendremos que echar un vistazo a lo que has comprado —dijo Lucie.

Darwin asintió con la cabeza, un tanto tímida.

Lucie pensó que era curioso que pudieras pasar de sentir indiferencia hacia una persona a, de repente, tener ganas de verla… cuando le dabas una oportunidad. No soportaba cuando esa sabiduría de patio de colegio tenía cierta base. Y en las últimas reuniones se había sorprendido al verse recorriendo la habitación con la mirada para ver si había llegado su nueva… ¿guardadora de secretos? ¿Qué era Darwin para ella, a todo esto? Tampoco es que se conocieran muy bien. Aun así, resultaba agradable ir paseando hacia el norte de la ciudad bajo un sol radiante que anticipaba el caluroso verano que se acercaba, pasando junto a los compradores sabatinos que entraban y salían de las boutiques y los restaurantes, con alguien con quien hablar mientras caminabas.

—Por cierto, tengo una cosa para ti. La he comprado antes e iba a reservarla hasta la próxima reunión del club. —Darwin se sacó un paquetito del bolsillo y se lo puso en la mano a Lucie con cierta brusquedad, al tiempo que comentaba secamente—: Medicina tradicional china.

—¿Qué es? —preguntó Lucie, que al final lo reconoció. Amiga. La verdad era que había encontrado a una nueva y leal amiga en Darwin.

—Jengibre confitado. Asienta el estómago y va bien para…, ya sabes —concluyó, mientras describía una curva con las manos delante de su abdomen.

—Ya no estamos en la tienda, así que imagino que podemos decirlo en voz alta —dijo Lucie con una risita—. ¡Voy a tener un hijo!

La invadió una sensación de euforia; cayó en la cuenta de que era la primera vez que había pronunciado las palabras mágicas en alto delante de otras personas que no fueran las que la atendían en el centro de planificación familiar. Aunque sabía que Darwin ya estaba al corriente, era estupendo decirlo sin más. Hacía un tiempo, cuando cumplió los cuarenta, sin ningún hombre en perspectiva, consciente de que no podía permitirse lo de la clínica de donantes, enterró sus esperanzas en este aspecto. Y ahora que había encontrado la manera… estaba radiante de emoción. En ocasiones se sentía un poco asombrada por lo que había hecho. Pero en general estaba feliz.

—¡Sí, vas a tener un hijo! —repitió Darwin con una amplia sonrisa y un semblante de alegría sincera por Lucie.

—De momento, todas las pruebas han salido perfectas; todo está bien. —Lucie se había desbordado, atrapada en la alegría de compartir su noticia—. Sólo tengo que tomármelo con un poco de calma, al ser un embarazo tardío y eso, y no tendría que haber ningún problema.

—Bueno, pues cuando llegues a casa, pones las piernas en alto y te metes un dulce de jengibre en la boca. Es calmante.

—¿Es de verdad una de esas cosas chinas que aprendiste de tu madre o algo así?

Darwin se echó a reír.

—¡Por Dios, no, Lucie! Leí al respecto en la revista Natural Health. —Meneó la cabeza—. Creo que quizá las hormonas te estén aturullando el seso. Puede que no lo hayas notado, pero podría decirse que me salté las clases sobre cómo ser una buena chica china. No obtendrás de mí remedios naturales. También evité las lecciones para convertirme en un absoluto encanto estadounidense, de manera que no esperes que te lance la pelota o te haga una tarta de manzana.

Lucie se rió.

—Yo también soy una especie de hija obediente defectuosa.

—¡Brindaré por ello! Ahí hay un Starbucks, vamos a tomar algo; un vaso de leche para ti y para mí, una buena dosis de cafeína.

—¡Eso, eso! —asintió Lucie.

Darwin condujo a la embarazada a través de la puerta.

—También necesito un favor. Todavía tengo que intentar atar un maldito nudo corredizo en una aguja —explicó Darwin. Hizo una pausa para pedir lo que querían en la barra—. Todo esto de la calceta lo hago en nombre de la investigación. Quiero que lo sepas.

—¡Por supuesto! No creo que tejieras como no fuera bajo coacción.

—Sólo quiero que quede claro. No va a gustarme.

—Bien. Oye, ¿puedes pedirme también uno de esos muffins?

Darwin pidió dos delicias de arándanos sin grasa, en tanto que Lucie, quien vigilaba a dos adolescentes que se preparaban lentamente para marcharse, fue corriendo a sentarse en la única mesa libre que había en el local. Un hombre que también había estado intentando conseguir una mesa la miró con mala cara.

—Lo siento —le dijo ella—. Llevo un bebé a bordo.

El hombre alzó las manos con las palmas abiertas, como para decir: «No pasa nada». «¡Ajá! —pensó Lucie—, esto del bebé puede cambiarlo todo». Tal vez no le procurara un asiento en el metro —nada te conseguía un asiento en el metro en aquella ciudad—, pero sí podría permitirle sentarse en una silla en la cafetería.

—Dudo que éstos sean tan buenos como esas galletas que hace Dakota, pero aquí tienes —dijo Darwin, y le pasó el dulce y la leche.

—Deja que lo adivine… Esto te ha costado unos diez dólares. La próxima vez invito yo.

—¡Desde luego! El coste de la vida en la Costa Este es astronómico. Cuando vine desde Seattle no me podía creer el precio que tenía la comida. ¡La comida!

—Es una locura, lo sé. Por cierto, hablando de comida… y de otras cosas que hacen que te aumente la cintura, necesito comprarme ropa nueva.

—Sí, con esto que llevas parece que vayas a estallar.

—Se supone que no tendrías que estar de acuerdo. Deberías decirme que estoy radiante. —Aunque Lucie se sintió desilusionada, en cierto modo le gustó la franqueza de su nueva amiga. «Tampoco tengo tan mal aspecto», pensó, aun cuando le había dado por ponerse un viejo jersey demasiado grande que Will se dejó en su casa antes de que ella terminara con la relación. Lo llevaba casi siempre, porque era una de las pocas cosas que aún le cabían—. Sólo me aprieta un poco.

Darwin asintió con la cabeza y, mediante una mímica elaborada, le indicó que iba a tener la boca cerrada.

—Mmmmm mmmm mmmm —dijo con los labios apretados.

—Entendido, profesora —comentó Lucie con una sonrisa, y amagó con darle un manotazo en la cabeza—. La cuestión es que necesito a alguien que me dé una segunda opinión mientras compro, porque no hay duda de que la vestimenta masculina de Annie Hall no ha acabado de funcionar como se suponía.

—Me parece que Annie Hall no era famosa por llevar jerseys gigantescos con unas mangas excesivamente largas remangadas…, pero al menos intentabas expresar algo —dijo Darwin—. No tenía ni idea de qué intentabas conseguir.

—¿Eso dice la señora «Policía de la Moda»?

—Se trata de la mente, no del cuerpo —insistió Darwin—. El no planchar la ropa es mi manera de hacerle un corte de mangas al patriarcado. No estoy obligada por las normas.

—Y está claro que funciona —admitió Lucie, con los ojos en blanco—. ¿Vas a venir conmigo o qué? Tengo que ir mañana, antes de que empiece otra semana de trabajo, o acabaré por romper esta falda. La cuestión es que he engordado tanto que se me sube hasta debajo de los pechos.

—La verdad es que voy absolutamente retrasada con la investigación y tengo que dominar este rollo del nudo corredizo. —Darwin observó que en el rostro de Lucie aparecía una expresión decepcionada—. En otras palabras, cuenta conmigo. ¿Quieres que nos encontremos en Filene’s Basement, en Chelsea, mañana por la mañana?

Lucie sonrió de oreja a oreja.

—Allí estaré.

«Bienvenida a casa en Jersey», pensó Darwin mientras subía los dos peldaños que llevaban de la puerta principal al salón; tiró las llaves sobre la encimera de formica de la cocina y vio el calendario con su foto de tulipanes. Abril. No lo había cambiado desde… bueno, desde aquella noche. La noche con Elon. Se estremeció, hurgó en la mochila y sacó el teléfono móvil para llamar a Dan.

—Hola, soy Dan. O estoy durmiendo o en el hospital, de manera que deja un mensaje.

¡Típico! Empezaba a resultar imposible ponerse en contacto con él. Hablaban cada pocos días, pero siempre era con apresuramiento; Dan estaba exhausto y, como respuesta a su exasperada preocupación, Darwin insistía en que no pasaba nada. Tenía la sensación de que, de algún modo, lo sospechaba…, aunque sencillamente no había modo de que pudiera saberlo.

Se dejó caer en el viejo sofá de color café, el que le había comprado por ciento cincuenta dólares a la anciana del piso de al lado cuando se mudó, y apartó un montón de ropa limpia. Al principio lo había lavado todo: todas las sábanas y las toallas, las que se habían utilizado, las que Elon tocó, y luego, todo lo que había en el armario de la ropa blanca. Lavó una y otra vez los ofensivos vaqueros, medias y calcetines que llevaba aquella noche y después puso una lavadora tras otra con el contenido de todos los cajones del tocador, hasta que hubo limpiado todo aquello que podía resistir el agua. Fregó las encimeras de la cocina con lejía; frotó el suelo hasta que hizo relucir el linóleo desgastado; echó en el inodoro una pastilla que prometía meses de desinfección y que lo volvió azul.

Se dio duchas vaginales.

La ropa limpia estaba pulcramente plegada y apilada esperando a que la guardara o planchara. Pero un día entró por la puerta de su apartamento y, sin echar ni siquiera un vistazo al trabajo que tenía por hacer, se sentó. A oscuras. Y lloró. Desde entonces ya no había vuelto a hacer ni una sola colada, ni planchado, ni ordenado y guardado la ropa; no había cocinado, ni tampoco dormido. Al menos, no en la cama. Ahora mismo tenía el codo apoyado en un montón de camisas que, si bien no estaban exactamente sucias, casi seguro que ya se había puesto. Algunas. Tal vez. No se acordaba. Casi todas las mañanas se limitaba a sacar de las muchas pilas alguna prenda para ponerse en la parte de arriba, la sacudía y se iba a clase, con la parte de abajo embutida en unos vaqueros.

Sólo podía mantener al día el reciclaje. Todos los recipientes vacíos de comida para llevar tenían que salir de allí. Era lo único que podía seguir haciendo como era debido. Porque si no hacía ni siquiera eso, la antes maniática futura profesora a quien le encantaba planchar estaría viviendo rodeada de cucarachas. Y ni siquiera ella se merecía eso, ¿verdad?

El índice de la mano derecha ya se le estaba poniendo colorado y empezaba a dolerle; llevaba horas montando los malditos puntos y era prácticamente imposible ir más allá de la primera pasada. ¿Cómo lo hacían Lucie y todas esas chicas para tejer tan deprisa? Ella a duras penas podía pasar los puntos de la aguja izquierda a la derecha.

—¡Aaaah!

Sus agujas del número quince salieron volando por los aires junto a las camisas, calcetines y paños de cocina. Y el ovillo de hilo color fucsia se enredó en las patas de la mesa de centro y en el pie de la lámpara.

—¡Al carajo todo! ¡Que le den por el culo a esta puta y jodida tontería de mierda!

Estaba llorando sentada en el suelo y la ropa —limpia, sucia, en un estado intermedio— alfombraba la habitación como si alguien hubiera hecho estallar una bomba.

Eso era lo que pasaba. Dabas un paso en falso y acababas llevando la misma ropa interior que ayer, sentada en la alfombra intentando aprender a hacer punto tú sola. Y ni siquiera eso funcionaba. No se había imaginado que fuera tan difícil. La vida.

Al terminar la universidad hizo las maletas, decidida, y anduvo por el país consciente de que al fin iba a demostrar su valía. Iba a dedicar una loa a las mujeres, elevar a sus iguales, cambiar las cosas, dar una patada en el trasero a todas las viejas ideas. («Sé una feminista o como quiera que lo llames, Darwin —le dijo su madre el día que se marchó a hacer el curso de posgrado—, pero no pongas cara de que todo es un desastre mientras lo haces». Su madre se entristeció por la separación, pero al mismo tiempo se sintió aliviada: sus padres creían que ahora ella era problema de Dan).

Él no había hecho más que apoyarla, aunque parecía pensar que el feminismo ya no constituía una necesidad apremiante.

—Ahora ya todo es más o menos igual —aseveró—. Aunque no me importaría si quemaras tu sujetador.

«Sólo sería igual —se dijo Darwin— si todos los hombres fueran como Dan».

Sin embargo, ahora había otra cosa, una idea que le rondaba por la cabeza. En toda su planificación y rebeldía, todo el rechazo a los requerimientos y valores de sus padres, tanto hablar de vive y deja vivir, no había tenido en cuenta una cosa: seguía creyendo en lo que estaba bien y lo que estaba mal.

Sí, por supuesto, siempre tenía mucho que decir sobre cómo deberían comportarse las empresas, las sociedades, los hombres y las mujeres unos con respecto a otros. Si dos personas del mismo nivel son candidatas a un empleo, afirmaba, pero una de ellas es un hombre y la otra una mujer, la mejor decisión para la sociedad es darle el empleo a la mujer y de este modo avanzar hacia la corrección de décadas de desigualdad.

Pero, al mismo tiempo, también creía en esa zona gris de la moral en cuanto a la sexualidad, las opciones personales en la vida y la importancia de hacer lo que te dicta el instinto.

Y, con una claridad que le había sido esquiva durante el último mes, se dio cuenta de que semejante creencia era una ingenuidad.

Lo que estaba bien y lo que estaba mal no tenía nada que ver con ser heterosexual o gay, ni con que te guste el sexo de un modo u otro. Tenía que ver con la falta de respeto hacia su integridad como persona. Y como individuo que había hecho una promesa. Un voto matrimonial. «Todavía no sé si creo en el matrimonio», le dijo a Dan en su noche de bodas, enredada entre las sábanas sobre su colchón de aire, el único mobiliario que tenían por aquel entonces. «No esperaba menos de ti, mujercita —repuso él bromeando—. Sé que contigo siempre tendré que estar alerta».

Había pasado tanto tiempo concentrada en el miedo a padecer una enfermedad que le hubiera contagiado Elon —quien no le dijo nada que indicara semejante cosa—, que no contempló la situación desde ningún otro ángulo. No importaba si creía en el matrimonio o no. Porque estaba implicada.

Correr una carrera de relevos y cruzar la meta sano, feliz y entero. En un buen matrimonio se trataba de ser la mitad de un equipo.

Y Darwin, básicamente, había apostado en contra de su mitad.

A saber lo que pasaría ahora… Lo cierto es que era imposible imaginarse la vida sin Dan. Había pasado tanto tiempo luchando contra las expectativas domésticas que no se centró mucho en la relación propiamente dicha. Se quedó enredada en los temas secundarios. Más concentrada en estar en la otra punta del país que en ser la que más cerca estaba de Dan en el planeta. Y ahora tenía que pagar el precio.

Al cabo de unas cuantas horas se levantó del suelo, donde se había quedado dormida llorando, y buscó el teléfono. ¡Ojalá tuviera el número de Lucie! Miró la bolsa de color lavanda que estaba en la mesa de centro con la información de la tienda impresa en ella. Sólo eran las siete y media; aún no habría cerrado. Marcó el número. Oyó la voz conocida que anunciaba: «Walker e Hija».

—¿Está Peri?

—Lo siento, ya se ha marchado por hoy, pero ¿puedo ayudarla en algo?

—¿Georgia? Soy Darwin.

Esperó oír el suspiro, el sonido de exasperación cuando Georgia se diera cuenta de que era ella. Por el contrario, solamente hubo silencio. No sabía si la ausencia de sonido indicaba enojo o falta de interés, de manera que también se quedó callada, dudando.

—¿Darwin? —La voz de Georgia tenía un deje de preocupación—. ¿Estás bien?

—Sí, esto… Peri dijo que podía llamar… —Hizo una pausa mientras se le agolpaban las ideas en la cabeza. Tenía una vaga noción sobre intentar hablar con Peri sobre la noche con Elon. Y ahora ni siquiera estaba allí. En cuanto a Georgia, iba a creer que estaba chillada. Se aclaró la garganta—. Se me ocurrió intentar esto de montar los puntos y tengo problemas.

—Bueno, pues puedo guiarte yo. Apuesto a que estás apretando demasiado el hilo; es una cosa que suelen hacer las principiantes. ¿Te cuesta meter la aguja por debajo del hilo? ¿Es eso? De acuerdo, empecemos por el principio, una aguja en la izquierda y la otra en la derecha…

Georgia empezó a guiarla por el proceso, de nuevo desde el nudo corredizo. Esa parte Darwin podía hacerla, por supuesto; dejó de mover las manos mientras oía hablar a Georgia del arte que amaba. Resultaba relajante oír su voz, una versión adulta de un cuento para ir a dormir.

—Hace falta mucha habilidad para tejer, no hay duda, pero si quieres que te diga la verdad, en gran parte tiene que ver con la memoria muscular —le explicó Georgia—. Un día te encontrarás con que tus dedos realizan los movimientos y tu mente se dirigirá a ese lugar deliciosamente tranquilizador y todos tus nudos mentales se desenredarán mientras tus dedos tejen un punto, otro y otro con el hilo.

—Pero yo no pretendo hacer eso. Todo es en aras de la investigación, ya sabes.

—Lo sabemos, Darwin, lo sabemos. De todos modos, me sorprende que estés en casa un sábado por la noche intentando hacer punto. Eres joven…, ¿por qué no has salido a ver si encuentras a alguien especial?

—Estoy casada —puntualizó, y le invadió una oleada de culpabilidad por lo de Elon.

—¡No tenía ni idea! Darwin, apenas nos cuentas nada aparte de que el punto nos va a mandar de vuelta a ir descalzas y estar preñadas —se rió.

—Bueno, ahora mismo Dan está en Los Angeles —explicó Darwin, que mantuvo el tono de voz despreocupado—. Es una situación temporal. Está haciendo su período de residente. Ya sabes que el matrimonio a distancia está muy de moda últimamente. Y si algo soy es moderna.

Más risas por parte de Georgia.

—Eres una caja de sorpresas, Darwin. Algún día deberías traer a la tienda a ese muchacho tuyo.

—Me encantaría.

Darwin lo decía en serio. Le gustaría mucho que Dan estuviera de vuelta en la ciudad. Disfrutaría presentándoselo a todos los amigos que había hecho. Dan no se lo creería. Bueno, sí se lo creería. Siempre había sido el gran campeón de su esposa. Era Darwin la que estaba sorprendida de formar parte del club.

Y así las dos mujeres retomaron los hilos para mantener una conversación, entretejiéndolos un poco sobre los estudios de Darwin, los planes de Georgia sobre el vídeo con Lucie, alguna que otra broma acerca del próximo trabajo escolar de Dakota sobre las sufragistas…

Siguieron las despedidas, y después de colgar persistió una sensación de buena voluntad mutua que, aunque grata, no resultaba familiar. La propietaria de la tienda reflexionó sobre la petición de la estudiosa para Dakota; era una receta fácil: delicias de arroz inflado. (Georgia sabía que Dakota pondría los ojos en blanco ante semejante simplicidad). Su hija estaba aburriendo a las mujeres con sus preguntas sobre exquisiteces que les recordaran su niñez. «¿Acaso no ven que intento expandir mis horizontes culinarios? —se había quejado Dakota—. Como se descuiden, voy a hacer tartaletas de calamar. Con salsa de pulpo».

Georgia estaba sentada en la mesa de la tienda leyendo el Times, ataviada con su atuendo elegante y con una taza de café de la charcutería de Marty en la mano. La tienda cerraba los domingos, pero ella estaba allí de todas formas. Inclinó un poco las piernas, pues se sentía algo incómoda porque la falda se le clavaba en la cintura. ¿Había ganado peso últimamente? Debía de ser por todos esos dulces que preparaba Dakota y que desde la encimera de la cocina le rogaban que los degustara.

Darwin entró tranquilamente por la puerta, que no estaba cerrada con llave, cargada con unas bolsas grandes y un cucurucho de yogur helado en la mano; Lucie iba detrás, mordisqueando pedacitos de la galleta crujiente que rodeaba la bola de helado. Iba vestida con una camisa blanca recién planchada y unos pantalones negros de algodón; la camisa era larga y suelta pero le sentaba bien, no como la ropa que llevaba el día anterior. Parecía otra.

—Estás estupenda, Lucie —dijo Georgia—. Pero, señora Chiu, creí que sabías que comprar ropa no es sino otra manera de sustentar el patriarcado.

Darwin puso los brazos en jarras.

—Ja, ja, ja —dijo alargando todos los sonidos—. La ropa es de Lucie, no mía. De todos modos, yo sólo llevo ropa de Comercio Justo. Buen intento, Georgia Walker.

Lucie y Anita cruzaron la mirada; les preocupaba que si ambas se enzarzaban en una discusión se desbaratara otro día de filmación. Sin embargo, la académica se limitó a sonreír. Georgia le devolvió la sonrisa. Lucie y Anita, ambas perplejas, se miraron con las cejas enarcadas.

—¡Vaya! —murmuró Anita—. ¡Esto sí que es increíble! Bueno, ¿quieres que preparemos las cosas, Lucie?

Anita había sido inflexible: si no empezaban a filmar el vídeo en uno de los días libres de Lucie tendrían que esperar hasta primeros de junio, porque ella, Anita, iba a pasar el puente con Nathan y su familia y sólo faltaba una semana para que se marchara.

El fin de semana del Día de los Caídos, el inicio oficial del verano. Un fin de semana que Georgia temía, francamente. Una cosa había sido la cena de Pascua. James se había mostrado encantador, elogió su cordero y Dakota estuvo encantada de tener a toda la familia junta. Y entonces hubo aquel… momento. El beso. Cuando la semana anterior James sugirió que pasaran un día los tres juntos haciendo algo divertido, tampoco había parecido nada del otro mundo. Georgia rechazó la idea de ir a Hyde Park, por cuanto no quería verse atrapada en un coche o metida en el metro al lado de James, hablando de cosas triviales mientras pensaba en besarlo. Así que fueron los tres al zoo de Central Park y pasaron allí un par de horas viendo los osos polares y los monos. Resultó sorprendentemente grato; Georgia permitió a Dakota devorar un perrito caliente de un vendedor ambulante y compartió con James un pretzel con mostaza. La primavera había desplegado sus colores, los árboles estaban floridos y hacía tan buen día que habían ido paseando hasta el estanque de los barcos en miniatura, donde alquilaron uno de esos juguetes de control remoto para que Dakota lo hiciera navegar. Se tomaron de la mano cuando ella no miraba. Un domingo típico de Nueva York para una familia normal de la ciudad. Cosa que no eran, por supuesto. Ni mucho menos. Pero fue muy agradable. Y se había permitido sumergirse en ello, en la cómoda sensación de estar con James, de sentirse cuidada, de nutrirse con la risa de Dakota.

Después le llegó la factura. Hora de pagar, Walker. Porque James Foster, como siempre, quería algo. No, no a Georgia Walker. Nunca se trataba de Georgia, ¿verdad? No, claro. En cuanto regresaron al apartamento, James pasó a exponer su última y gran idea. Quería llevar a su hija (¿su hija, de él? Era hija de Georgia, y mejor sería que se metiera eso en la cabeza, pensó en aquel momento) a Baltimore para que conociera a sus padres. ¿Y qué ocasión más perfecta que el fin de semana del Día de los Caídos? Georgia se quedó por un momento anonadada. Ya esperaba que se lo pidiera en algún momento, pero no ahora, no después del beso, el flirteo y la estupidez general. James no había cambiado nada: le estuvo dando jabón a Georgia sólo para salirse con la suya. Engañarla con un romance fingido. Sólo para llevarse a Dakota con él. Empezaría con un fin de semana y luego, ¿quién sabe adónde iría a parar?

Todo se centraba en él. Siempre había sido así. Ni siquiera se le ocurrió consultárselo a Georgia primero. Ni siquiera consideró pedirle que viajara con ellos a Baltimore.

—¡Claro que sí! —repuso Dakota a la sugerencia de su padre.

Y allí quedaba Georgia para ejercer el papel de mala.

No tenía intención de enviar a su hija fuera de la ciudad con el padre que no hacía ni un año había aparecido en escena tan campante. Ni aunque el viaje fuera la inocente reunión familiar que él afirmaba que sería. ¿Podía fiarse de que vigilaría a Dakota? A fin de cuentas, puede que su pequeña fuera una niña de la ciudad, pero un viaje al año a Pensilvania no convierte a nadie en un viajero avezado. ¿Y si se separaban y Dakota se encontraba perdida en Baltimore? Y, Dios no lo quisiera, ¿qué pasaría si no volvía a traerla de vuelta?

—Me parece que no, James —negó Georgia con voz tensa—. No irá a Baltimore.

Y Dakota salió de allí como una exhalación y se encerró en su dormitorio dando un portazo. Sus sollozos entrecortados se oyeron a través de las delgadas paredes y también su frase:

—¡Te odio, mamá, te odio!