Capítulo 12

Anita llegó a lo alto de la escalera resoplando y se detuvo para recuperar el aliento. Quizá Nathan tuviera razón, se estaba haciendo un poco vieja. ¿Desde cuándo era tan arduo un tramo de escaleras? Por una vez lamentó no haberle comprado a Marty una de esas sofisticadas bebidas para deportistas de color fosforescente en lugar de su café de costumbre. Al pensar en él apareció una sonrisa tonta en su rostro que trató de contener; al intentar controlar la respiración y dejar de sonreír al mismo tiempo, sólo consiguió que le diera un terrible acceso de tos.

Tosió tan fuerte que Peri se acercó a la puerta.

—Anita, ¿te encuentras bien? —inquirió la mujer alta, que alargó la mano para hacerla entrar—. ¡Caramba! Esto suena fatal. Espera, te traeré algo de beber; tú ve a sentarte al despacho.

Georgia estaba guardando unos ovillos y levantó la mirada con expresión preocupada. Conocía lo suficientemente bien a Anita como para no hacer aspavientos; aun así, observó todos los movimientos de la mujer.

—Estoy… bien… —jadeó Anita, que agitó la mano como si quisiera ahuyentarlas a todas—. Estoy bien… Dejad de preocuparos.

Dejó que Peri la llevara al despacho de la trastienda, aunque sólo fuera para evitar las miradas indiscretas de las clientas. El refinado arte de no meterse en lo que a uno no le incumbe se había perdido con su generación, eso era cierto. «De acuerdo, está bien, un sorbo de agua». ¿Por qué todo el mundo parecía creer que el agua lo curaba todo? Lo único que hacía era mojarte la garganta. Aceptó el vaso de todos modos, le dio las gracias a Peri con la cabeza y se recostó en su asiento, aliviada cuando aquélla salió del despacho.

¡Cielo santo! De modo que ya no estaba en excelente forma física. Bueno, ¿y qué? Había mantenido su figura todos aquellos años; se merecía tomárselo con calma. Menos mal que Marty no iba a llevarla otra vez al cine… no necesitaba para nada otro cartón de palomitas. No, irían al ballet. Era una elección sorprendente, la verdad; sospechaba que Marty intentaba impresionarla. Pero si hubiera querido salir con un ministro de cultura, lo habría hecho. Marty tenía algo que transmitía firmeza. Era el hombre ideal para tenerlo al lado. Y la manera en que siempre estaba pendiente de Georgia… Era extraordinario de ver.

Era imposible olvidar a Stan, pero, bueno… No había ninguna necesidad de hacerlo. Marty era él mismo. Cosa que a ella le parecía más que bien. Bien, unos minutos más y saldría a la tienda para dejar que Georgia tuviera ocasión de descansar.

—¿Anita?

Abrió los ojos y vio que Peri la miraba con sus bonitos ojos castaños.

—Estoy bien, querida.

—Lo sé. Yo sólo…, bueno, quería preguntarte una cosa.

Anita prestó toda la atención a Peri.

—He estado pensando mucho en el padre de Dakota, James. Tiene esa elegancia europea… y yo…

Anita la interrumpió antes de que Peri se entusiasmara con las posibilidades.

—Ni siquiera entres en eso, querida. Es una situación plagada de minas emocionales y no creo que estés lo bastante curtida como para haber desarrollado la armadura adecuada. —Le hizo un gesto admonitorio con el dedo—. Además, yo no saldría con el ex de la jefa, por muchos años que hayan pasado. No es una política inteligente.

Peri suspiró.

—En esta ciudad es imposible conocer a alguien —murmuró, y añadió con voz apagada—: Y trabajo con un montón de mujeres…

—Mujeres inteligentes, no lo olvides. —Anita se alisó la chaqueta, que se le había arrugado al sentarse—. No te preocupes, Peri, cuando sea el momento pondremos en funcionamiento la red de citas a ciegas. Hasta entonces, disfruta de tu juventud.

—Es que precisamente se trata de eso. No estoy disfrutando. Salgo con mis amigos a tomar unas copas, a cenar, a los clubs nocturnos, pero eso no hace que me sienta menos sola.

—El remedio para eso, querida, no es encontrar un hombre. Es cuestión de llegar a conocerte a ti misma —Anita le dio unas palmaditas en la mejilla—. ¿Sabes? Las de mi generación lo hicimos todo al revés. Nos casamos jóvenes y después nos quedamos solas demasiado pronto. Ahora mismo, casi todas las de mi promoción son viudas. De modo que o nos íbamos corriendo a Florida a jugar al mahjong con la misma gente que ya conocíamos, o bien resistíamos. Pero yo tuve suerte. Tuve una maestra que me enseñó el camino.

—¿Quién?

—Georgia, querida, Georgia. Ésa es una mujer que tuvo que aprender a conocerse a sí misma… y que abraza su vida, aun cuando resulta difícil.

—Sí. A Georgia se le ha juntado todo. Es una supermamá que hace malabarismos.

Anita soltó una sonora carcajada.

—¡Ay, Peri! Lo has entendido todo mal. Georgia está llena de exactamente la misma clase de emociones contradictorias e inseguridades que todas tenemos. Tú, yo… La cuestión es que, a pesar de todo, Georgia se quiere a sí misma.

Desde lo alto de la escalera, Georgia vio que el cajón de madejas superior estaba lleno hasta el fondo, fuera del alcance de cualquier clienta que no midiera más de dos metros. La verdad es que tenía que idear un método de almacenamiento mejor porque con éste no acababa de venderse bien el género.

Se oyó un carraspeo.

—Hola.

¡Cielos! Esa voz… Volvió a oírla más fuerte.

—Georgia. Hola. Esto… hola.

Miró hacia abajo. Allí, justo debajo de la escalera, estaba James. Mirándola.

—Hola.

Notó que le ardía el rostro y el beso del domingo anterior se repitió instantáneamente en su cabeza. Tuvo deseos de bajar de la escalera de un salto y repetirlo.

—Pasaba por el vecindario de regreso del trabajo y se me ocurrió venir. Ya sabes, a hacer una visita. A saludar. —James alzó la mano a modo de saludo—. Hola.

«¡Por todos los diablos!», pensó James para sí. No había hecho tanto el idiota al hablar con una chica desde que había invitado a Ellen Farris al baile de graduación. «Vamos, cálmate, James. Disimula». Alargó la mano hacia uno de los cajones de hilos con la intención de apoyarse en el estante de madera e impresionar a Georgia con su apostura masculina. Sin embargo, el estante tenía otras ideas, pues no estaba acostumbrado a sostener más que unos cuantos gramos de lana, y se desmoronó al ceder los soportes.

Como a cámara lenta, Georgia vio el cuerpo de James apoyado en el estante durante un nanosegundo y luego, cómo el trozo de madera caía al suelo al tiempo que unos ovillos de hilo grueso y moteado de color gris y beige llovían por todas partes.

—¡Oh, mierda! —James, muy nervioso, intentó atrapar la lana que caía a sus pies. Estaba bien verlo aturullado—. Lo siento, Georgia, yo… no sabía… ¡Maldita sea!

Georgia se tomó su tiempo para bajar de la escalera y tomó la madeja que él tenía en la mano, mientras del cajón seguía cayendo alguna que otra.

—Hola, James —saludó con una sonrisa—. Precisamente estaba considerando reorganizarlo todo.

—Sí, bueno, supongo que te he ayudado un poco. Lo siento.

Georgia se quedó mirando a James un momento demasiado largo; advirtió que él recuperaba la compostura al tiempo que ella se ablandaba en exceso.

—Ahora mismo Dakota no está; está en casa de una amiga.

—No he venido a ver a Dakota… o, al menos, no sólo a Dakota.

—¿Te propones empezar a hacer punto?

—No.

—Entonces…

—Me estaba preguntando si tal vez te gustaría venir con Dakota y conmigo el domingo. En mi cita concertada de antemano, ya sabes…

—Lo sé. Fui yo quien dio el visto bueno.

Georgia se dio cuenta de que estaba retorciendo el extremo suelto de la madeja y se apresuró a poner el hilo grueso en el cajón que tenía a su derecha. Con la cinta brillante. Tenía una política muy severa en cuanto a mezclar los materiales, lo reconocía; que se lo preguntaran a Peri, si no… Se dio la vuelta bruscamente y tapó el hilo mal guardado con la espalda. Como si James fuera a notarlo.

Él interpretó su movimiento como una invitación a acercarse más.

—Bueno, ¿qué te parece? ¿Una visita a Hyde Park? —preguntó, mientras sus labios se acercaban.

—Vale. ¡A Dakota le encantará!

Después de decirlo, dio un paso a un lado, consciente de la presencia de Anita, Peri y unas antiguas clientas aburridas que debatían sobre las ventajas de los artículos de punto lavables a máquina para niños pequeños. ¿Por qué no podía responder con más desenvoltura, actuar como si los hombres entraran cada día en la tienda en tropel para invitarla a salir?

Georgia miró la hora en su reloj de pulsera.

—Bueno, pues nos vemos el domingo… Tengo que arreglar esto antes de la reunión del club. ¡Adiós! —Se volvió y empezó a fingir que comprobaba las existencias—. Gracias por venir, James. Ahora voy a volver al trabajo.

Notaba que los ojos de Anita la observaban, de modo que no se dio media vuelta a propósito y se concentró en colocar de nuevo el estante y los materiales en el sitio que les correspondía.

Así pues, pasarían juntos el domingo, los tres solos. Cuando casi había terminado la tarea cayó en la cuenta de que nadie regresaba a su casa en el Upper East Side desde un edificio situado en Park Slope, Brooklyn, pasando por el West Side.

James debía de haber hecho el viaje a propósito.

Sólo para verla.

Las mujeres iban entrando para asistir al club —la actriz de telenovela había acudido por primera vez, así como un par de chicas de Barnard que formaban parte de la brigada universitaria de tejedoras que barría la nación—, y Georgia estaba encantada de verlas a todas. También estaban las habituales, claro: K. C., Lucie y Darwin. Georgia esperaba que Peri saliera disparada en cuanto terminara su jornada laboral; no tenía clase, era viernes y rara vez se quedaba a la reunión. Sin embargo, esa noche se acercó tranquilamente a la mesa y se sentó al lado de Georgia.

—Dime, ¿cómo van las cosas con James?

Francamente, a Georgia le desconcertó que su empleada le hiciera una pregunta tan personal. Una empleada muy querida, sin lugar a dudas, pero no era una persona con la que intercambiara confidencias. Ella había escuchado a Peri muchas veces, pero el intercambio no fue recíproco.

—Bien, gracias, Peri, todo va bien. —El tono de Georgia lo dejó claro: no más fisgoneo. Cambió de tema—. Me alegra ver que esta noche te quedas.

—Ah, es que he hecho un trato con K. C.: voy a darle clases particulares para el LSAT a cambio de una cita para comer con su prima Jane, que es encargada de compras en Bloomie’s.

Georgia desvió la mirada hacia su vieja amiga de la editorial, que estaba sacando un ejemplar de Ace your way into Law School de un gastado maletín de cuero. K. C. cruzó la mirada con Georgia, le hizo una señal de aprobación alzando los pulgares desde el otro extremo de la habitación y luego hizo bocina con las manos como si le estuviera gritando desde la otra punta de un campo de fútbol.

—He abandonado el punto de media mal ejecutado para dedicarme a una actividad más noble —chilló, y las tejedoras presentes se volvieron a mirar, sorprendidas al oír que semejante vozarrón salía de una mujer tan bajita.

—¿La gente puede asistir y no hacer punto? —preguntó una de las colegas estudiantes, con un tono de leve indignación—. ¡Pues vaya! ¡Ser joven y esperar que todo sea como tiene que ser!

—Quién lo hubiera dicho, ¿eh? —respondió Georgia con un guiño. Vio la expresión consternada de la chica—. No, todo el mundo ha de hacer punto mientras esté aquí. Te lo prometo. Pero no todo el mundo tiene que utilizar lana.