Capítulo 11

Dos raciones de palomitas, una botella de refresco y otra de agua. ¿Tendría que pedir mantequilla? ¿Y si era esa cosa asquerosa dorada y grasienta que echaban por encima? Seguro que a Anita no le gustaría. No, no pediría que le echaran nada por encima, pero compraría un paquete de M&M’s por si le gustaba el chocolate.

¡Cielos! Hacía diez años que la conocía, y ni siquiera sabía lo que le gustaba comer.

Marty entró en la sala del cine con los brazos llenos, cegado momentáneamente por la oscuridad, hasta que vio a Anita que se volvía a mirarlo. Se dirigió a la fila donde tenían sus asientos.

—Había mucha cola —le dijo, y le ofreció una ración de palomitas y un refresco, las dos cosas de tamaño grande.

—¡Oh, Marty! No creo que pueda comerme todo esto, y no digamos sostenerlo en las manos.

Sabía lo que había estado pensando: compartir una ración de palomitas sería demasiado presuntuoso para una primera cita. No obstante, debería haber comprado una ración más pequeña. Ocurría que no quería que ella pensara que era un tacaño. Notó que se ruborizaba —¡ni siquiera había acertado con la comida!— y giró levemente sobre sus talones para intentar esconder la bolsa de caramelos en el bolsillo de su cazadora deportiva. Se quedó allí como un pasmarote, con la segunda ración de palomitas en la mano y una expresión avergonzada.

—¡Me alegro de que las hayas comprado! —Anita sonreía encantada—. Hace años que no como palomitas. Me encantan —se metió una esponjosa roseta de maíz en la boca y disfrutó con su crujido.

Marty se enderezó (siempre había odiado esos asientos plegables) y se sentó para disfrutar di la película. Si hubieran estado en 1953 se habría pasado todo el tiempo preocupado por el momento oportuno de rodear a Anita con el brazo. «La edad proporciona sabiduría —se dijo—, y a las mujeres les gusta que te tomes las cosas con calma». Así pues, se acomodó para disfrutar del espectáculo y pensó que le ofrecería el brazo cuando se encendieran las luces.

—Demos un paseo para hacer bajar las palomitas —sugirió.

—Sí, vamos a dar un paseo.

Anita se puso la chaqueta de punto con cuidado y dejó que la ayudara a levantarse y le tendiera el abrigo de primavera. Lo tomó del brazo con toda naturalidad… Era muy agradable ir cogida de un robusto brazo masculino, un brazo que pertenecía a un hombre que la veía como a una mujer y no como a una anciana frágil. La guió por entre la multitud de gente que salía del cine hablando de tal y cual actor. Anita no tenía ni la menor idea de qué tema hablaban todos aquellos chicos; ella no había visto ni un minuto de la película. No, se había pasado toda la velada observando a Marty por el rabillo del ojo, admirando su perfil, las líneas bien definidas de su mentón, deseando en su fuero interno, sólo un poquito, que alargara el brazo y le tocara la mano.

El teléfono empezó a sonar cuando se estaba cambiando para ponerse el camisón y tenía la mano enganchada en la blusa porque intentó pasarse de lista y quitarse la manga sin desabrochar el puño. Dio un rápido tirón y agarró la bata para taparse, por si era Marty quien llamaba.

—¿Diga? —respondió sin alzar la voz y en tono coquetón.

—¿Madre? ¿Estás resfriada? Tienes una voz rara.

Era Nathan, que llamaba desde Atlanta. Llamaba con frecuencia desde que había ido con su familia por Pascua, siempre intentando convencerla de que parecía tensa. Eso decía él.

—No, Nathan, estoy bien.

—Bueno, llevo toda la noche intentando hablar contigo y no deja de salirme el contestador. ¿No te suena el teléfono?

—No sabría decirte, Nathan. Esta noche he salido.

—Madre, tienes que dedicarte más tiempo a ti misma, en serio. No puedes salir siempre corriendo a solucionar todos los problemas de Georgia.

—No fue…

—Lo sé, lo sé, tú quieres a esa tal Georgia y a Dakota…

Nathan se proponía echarle un sermón, tal como solía hacer cuando era niño y su hijo mediano, David, que siempre fue un vivales, escondía uno de sus cromos de béisbol y luego intentaba volver a vendérselo a cambio de su asignación. Menuda reprimenda les daba Stan, que sabía perfectamente que David se apoderaba del cromo no por el dinero, sino por la mera diversión de hacer rabiar a Nathan al alterar su colección exquisitamente ordenada. Ahora eran todos adultos; David trabajaba para la Organización Mundial de la Salud en Zurich y Nathan estaba casado con una chica del sur y ejercía de abogado en Atlanta. Lo cierto era que resultaba sorprendente cómo habían crecido todos antes de que ella estuviera preparada para que fueran hombres.

—Quedó muy claro hasta qué punto te tiene en sus garras cuando te fuiste corriendo durante nuestra visita —continuó diciendo Nathan—. Heriste los sentimientos de Rhea al marcharte de la cena, ¿sabes, madre?

Anita torció el gesto al oír el nombre de la nuera que ponía a prueba su paciencia por encima de todas las demás.

—No fue mi intención herir a nadie, Nathan, pero aquel día opté por asistir a mi reunión habitual con el club de punto; no tenía nada que ver con Georgia, y desde luego no fue una crítica hacia Rhea.

Anita vio su imagen reflejada en el espejo y le dirigió un gesto admonitorio con el dedo. De acuerdo, había sido una pequeña crítica hacia Rhea. Una crítica minúscula.

—Bueno, en cualquier caso, he discutido esta situación con David y Benjamín —Anita sonrió al oír mencionar a Ben, el menos complicado de sus hijos; en realidad no se lo imaginaba escuchando las «preocupaciones» de Nathan, puesto que estaba muy ocupado con sus diversos negocios en Israel—, y todos estamos de acuerdo en que trabajas demasiado. Una cosa era mantenerte ocupada y todo eso después de la muerte de papá, pero ahora andas liada con esa madre soltera y su hija hasta el punto de orillar a tus propios nietos, madre.

—Apenas los veo, Nathan, salvo cuando viajo para haceros una visita a alguno de vosotros.

—Precisamente. Ése es el problema. De manera que Rhea y yo hemos decidido que tendrías que venir a vivir con nosotros.

—¿Cómo dices? Lo has decidido tú, ¿verdad?

—No solamente yo, madre. También David y Benjamin. Ya no tiene sentido que sigas en Nueva York.

—¿No tiene sentido para quién? ¿Se supone que tengo que mudarme a Atlanta? ¿Convertirme en la anciana del sótano?

—Madre. Madre, madre, madre —su tono se había vuelto conciliatorio, como si estuviera hablando con una niña de dos años—. Nadie intenta arrinconarte. Además, ni siquiera tenemos sótano; estarías felizmente instalada en la casa de invitados junto a la piscina. O podrías quedarte en la casa principal con nosotros. Nos encantaría tenerte.

Instalada. La comprimirían, la empolvarían y sólo la sacarían para las bodas y los Bar Mitzva. Acabaría por ser la anciana de cabello cano, igual que había sido su madre. Claro que, después de todo, ¿qué ejemplo estaba siguiendo Nathan sino el suyo? Era el karma.

—Me parece que no, Nathan…

—No, madre, ya te he comprado un billete de tren para el fin de semana del Día de los Caídos, a finales de mes. Vienes, ves qué tal es esto y te quedas un tiempo. Incluso hay unos cuantos neoyorquinos; te sentirás como en casa.

Anita ya se había hartado de las presunciones de su hijo sobre su vida vacía y su supuesto agotamiento. En realidad, la salida de aquella noche al cine la hizo sentir más viva de lo que se había sentido en años. Recordó el término de su velada, cuando dijo que era hora de irse a casa y Marty había parado un taxi para ella. Le abrió la puerta para que entrara, y cuando Anita se volvió para despedirse, Marty dudó. Se inclinó hacia dentro y en el último minuto cambió la mejilla por los labios. Anita se sorprendió ruborizándose al recordarlo.

—¿Y qué? Has decidido no despacharme a Florida y dejar en cambio que vaya a vivir con vosotros. Entiendo. Pues bien, ¡no estoy dispuesta a marcharme de aquí! —gritó, y luego suavizó el tono—. Vamos a aclarar una cosa, Nathan. Puede que tengas cuarenta y nueve años, pero sigo siendo tu madre y eso significa que todavía soy responsable de mí misma. Fin de la discusión.

—¿No vas a considerarlo siquiera?

Anita percibió el dolor en su voz, el leve gemido. Ella quería a todos sus hijos y no dejaba de maravillarse de que tres chicos criados con las mismas normas y siendo hijos de los mismos padres pudieran llegar a tener unas personalidades tan distintas. Nathan el angustiado, David el temerario y Benjamín sólo quería seguir su propio camino en el mundo. Pero así era.

—Por supuesto que iré a visitaros, Nathan. Me conmueve que me compraras el billete y me encantará ver a los niños. —Hizo una pausa—. Pero la próxima vez, consúltame antes de hacer planes. Por lo visto no te das cuenta de que tengo muchas cosas entre manos.

Oyó el pitido de una llamada en espera, una función que sus hijos se habían empeñado en que instalara, pero que nunca había tenido motivos para utilizar.

—¿Nathan? Tengo otra llamada.

—Pues deja que vaya al buzón de voz, madre.

—¡No sé utilizar el buzón de voz! Bueno, espera.

Bip. Bip. Bip. ¿Cuál era el maldito botón? Fue apretando uno y otro hasta que al final oyó una voz conocida al otro extremo de la línea.

—¿Anita? ¿Estás ahí? Soy Georgia. ¿Qué es ese pitido? —Anita le explicó su pequeño problema técnico y su buena amiga le brindó ayuda para cambiar de una línea a otra—. Sigue hablando con Nathan, pero luego llámame enseguida. Tengo que hablar contigo…, ha ocurrido un disparate. Besé a James —dijo Georgia con voz entrecortada.

¡Caramba! James volvía a su apartamento caminando tan deprisa que prácticamente corría. El aire nocturno era fresco, pero no lo notaba. El corazón le latía aceleradamente. La había besado; alargó la mano, atrajo a Georgia hacia sí y le dio un beso. Y luego otro. Fue muy intenso, como si entre ellos existiera una fuerza animal.

Y había sido fantástico. ¡Caray, qué bien sabía! Mejor de lo que recordaba. Y todo sucedió con naturalidad, al volver con Dakota del paseo en bicicleta de la tarde. (Al final había sido capaz de manejarse con todas aquellas colinas del parque). Y allí estaba Georgia, vestida de manera informal con unos pantalones cortos, sentada en el sofá —el mismo sofá de color melocotón de los años ochenta que le ayudó a encontrar en el Ejército de Salvación el año en que concibieron a Dakota—, y tomó asiento porque quería hablarle de su idea de llevar a la pequeña a Baltimore, pero sus piernas suaves y bien torneadas lo distrajeron.

Georgia se dio cuenta.

—La Tierra llamando al mujeriego —dijo. Dakota había ido a cambiarse la ropa sudada—. Estas piernas me pertenecen. Son de la que dejaste atrás, ya sabes. —Georgia le hizo una mueca—. Bueno, James, ¿estás sentado en mi sofá por alguna razón?

—Esto… sí, yo, esto…, bueno, el trabajo va bien, hemos encontrado un emplazamiento para un hotel V en Park Slope.

—No me esperaba que Brooklyn fuera la elección más lógica.

—Ahí fuera hay un boom. Deberías salir de la isla de vez en cuando. Todos los que vivís en Manhattan tenéis miedo de estallar si salís de aquí.

—Sí, bueno, quizá me acerque cuando no tenga que trabajar tanto para llevar mi negocio. —Se acercó más a él—. Mira, Dakota está en la ducha. Ya no tenemos que fingir que nos caemos bien. Lárgate.

—Pero es que a mí me caes bien.

—Es una calle de sentido único y tú vas en sentido contrario. Pii, pii. Sal de la carretera.

Georgia volvió a recostarse en los almohadones. Asió un tubo largo tejido con hilo rosado en unas agujas flexibles y con unos puntos sumamente pequeños. Se puso a hacer calceta otra vez, concentrada en sus puntos, sin mirarlo.

James estaba a punto de abusar de su hospitalidad, pero no hizo ademán de marcharse.

—¿Qué es eso que tienes ahí?

—Un vestido para Cat Phillips —respondió sin levantar la mirada—. Aquí me tienes, trabajando duro para poder tenerlo a tiempo. Puedes marcharte, la puerta se cerrará detrás de ti. Necesito acabar esto para Cat.

Cat. Sí. Aquella mujer era una obra de arte. Incluso lo había llamado unos días después de la fiesta para pedirle que se vieran. Se reunió con ella por educación, aunque ya no coqueteaba con mujeres casadas. Tenía una belleza muy estudiada y el color y estilo de sus cabellos, maquillaje y ropa eran de lo más moderno. Georgia, sin embargo, podría haber sido la chica Breck original. Si la chica Breck hubiera tenido una rebelde melena rizada, claro está, con tirabuzones que despuntaban en todas direcciones. Y con una risa que te animaba a participar en la diversión.

Naturalmente, supuso que Cat quería hacerle una oferta. De ese tipo de ofertas… especiales. Pero no ocurrió así; el único punto de su orden del día fue hablar de Georgia. ¿Cómo se habían conocido? ¿Por qué no estaban casados? ¿Cuánto tiempo hacía que Georgia tenía la tienda? Había resultado extraño que le hiciera tantas preguntas cuando tenía tan pocas respuestas. Se sintió incómodo, por lo que buscó una excusa y se largó, preguntándose, como últimamente hacía a menudo, por qué no estaba con Georgia en definitiva.

Y aquella noche ella estaba allí, imperturbable, poniendo freno a su actitud.

Georgia tiró al suelo sin querer la caja que contenía el hilo rosado brillante y sedoso y ambos se agacharon a recogerlo, mientras Georgia refunfuñaba que valía una verdadera fortuna. Entonces la había besado. A conciencia.

Georgia prácticamente daba saltos por la cocina, deseando que Anita le devolviera la llamada. ¿Por qué Nathan tenía que hablar tanto rato?

No podía creerlo. Había abrazado y besado a James. ¡Quién sabe qué le había pasado! Quizá fuera que la década de celibato le había hecho perder todo sentido de la razón.

Eso ocurría por haberle dejado que trajera a Dakota al apartamento en lugar de encontrarse en la tienda. Todo había parecido tan natural, tan similar a los viejos tiempos, que por un momento perdió el control. Incluso llevaba unos viejos pantalones cortos que ya tenía antes de que naciera Dakota. Él había entrado con un aspecto de estar en forma, un poco sudoroso todavía de correr en bicicleta con Dakota, su cuerpo tonificado aunque un poco más flojo que antes en la cintura.

—Ve a ducharte —le dijo a Dakota, que fue a lavarse dando saltos.

Georgia vio que James la miraba, y eso hizo que se sintiera poderosa. Dijo algo que esperaba fuera descarado. Así se daría cuenta de que estaba en terreno prohibido.

Entonces James se sentó en el sofá —el mismo que le había ayudado a arrastrar desde el Ejército de Salvación, por cierto— y comenzó a cotorrear sobre su último proyecto de trabajo, aunque no dejó de mirarla. Ella tomó la labor para intentar parecer ocupada y había evitado su mirada. Sin embargo, parecía surrealista estar sentados en un mueble que antes había sido de los dos.

Cruzó la mirada con él, ambos recordando, en el mismo instante, las noches en que habían hecho el amor en aquel mismo sofá. James se inclinó como si fuera a besarla y ella sacudió la pierna, alarmada, y tiró la caja que contenía el hilo de seda de precio astronómico que estaba utilizando para el vestido suave como una borla que le estaba haciendo a Cat. James se había agachado de inmediato para ayudarla a recogerlo todo. Y lo vio, al antiguo James, allí mismo delante de ella.

Fue entonces cuando lo besó. Una y otra vez. Hasta que al oír el chirrido de la puerta del baño se quedó paralizada y con la mirada le dijo que había llegado el momento de marcharse.

En aquellos momentos, de pie en la cocina, Georgia Walker se rodeó el cuerpo en un enorme abrazo, incapaz de contener una risita.

Se moría de ganas de contárselo a Anita.