—¡Ayudadme! Que alguien me coja esto —pidió K. C. resoplando, y la lasaña vegetal estuvo a punto de caérsele al entrar por la puerta de la tienda a las 8.55 de la tarde, pues fue la última socia del club de punto de los viernes por la noche en aparecer.
—¿Fuiste a casa a cocinar? No me lo puedo creer —comentó Georgia, mientras tomaba el Tupperware caliente de su amiga.
K. C. miró a Georgia directamente a los ojos.
—Encendí la cocina y lo calenté. Cosa que, por si te interesa, tiene sus propios retos particulares.
Georgia soltó una carcajada y acompañó a K. C. hasta la gran mesa de la tienda. No era de extrañar que en una cocina diminuta de Nueva York no se encendieran nunca los fogones. Antes de que naciera Dakota, Georgia nunca había cocinado en su apartamento otra cosa que no fuera pasta. Después de Dakota…, bueno, en aquel entonces, la comida para llevar resultaba demasiado cara. Y los bebés tampoco pueden criarse con porciones de pizza. Con dos años, quizá sí. Claro que cuando Dakota tenía dos años Georgia ya había aprendido a cocinar. Y a llevar las cuentas. Y a dirigir una tienda sin perder de vista a su pequeña, que jugaba con los hilos. Ahora tenía a su hijita ante ella, con la mochila al hombro, en espera de que la pasara a buscar la amiga en cuya casa iba a dormir. Aquella noche no iban a concederle a Georgia la medalla a la buena mamá, pues antes le había dado de comer a Dakota un sándwich de atún en lugar de una comida casera. Sin la niña sería una verdadera noche de adultas.
—¡Vaya! —exclamó Georgia al contemplar la comida que había sobre la mesa.
Lucie había aportado un pastel que no desprendía ese inconfundible aroma de preparado para tartas. (¿Quizá estuviera hecho en casa de verdad?). Darwin había traído unas bolsas de ensalada prelavada y cuencos y tenedores de plástico. (Georgia se fijó en que, sin embargo, no había traído aliño; tendría que subir a buscar algo a su propia nevera). Y ella, por su parte —aunque preocupada por la idea de montar una cena en su tienda—, incluso había preparado unas brochetas de pollo y pimiento rojo para la fiesta.
Georgia se maravilló de la idea que tuvo Dakota de compartir un refrigerio hubiera sido la semilla de aquel concepto de cena en la cual cada una llevaba un plato. En el fondo, Georgia se alegraba de haber accedido a la idea y se sentía satisfecha y orgullosa de haber reunido a semejante grupo de mujeres, tanto cocineras como no. Claro que el momento no era el más oportuno, justo entre los Seders de la semana y la Pascua, que sería el domingo. Georgia se fijó en que sólo habían acudido las habituales fieles de siempre: Darwin, Lucie, K. C. y Anita, quien tras la cena de sabbat con sus hijos y las familias de éstos se excusó y se fue andando hasta la tienda. En su casa nunca habían sido particularmente religiosos; su hijo mayor, Nathan, se casó con una mujer de familia mucho más observante, y a Anita a menudo le resultaba estresante la presencia de su nuera en la cocina. «Sólo quería ver cómo va —susurró Anita a Georgia al llegar, hacía un rato—. Además, me harté un poco de ya sabes quién y de su insistencia en comer en platos de papel porque no soy lo bastante kosher».
Georgia oyó el ruido de la cremallera de una bolsa al abrirse y vio que K. C. sacaba una botella —mejor dicho, tres botellas— de Chianti.
—Esto tampoco lo he hecho yo, colega —le dijo a Georgia con un guiño—. Señoras, pongamos los motores en marcha.
—A mí ponme sólo un dedo; es Pascua… —empezó Anita, aunque aceptó el vaso lleno que le ofreció la sommelier de la velada, Darwin, que luego, en el reparto de vino, se saltó discretamente a Lucie, quien, como siempre, llevaba puesto un jersey muy ancho.
—Atención, atención. Tengo que anunciar una cosa. Voy a dejar el mundo editorial —expuso K. C.
—Pero no tienes otro trabajo, ¿verdad que no?
«Siempre es de esperar que Darwin diga lo menos indicado», pensó Georgia.
—No, queridas, no lo tengo. Llevo meses sin trabajo. Ésa es precisamente la cuestión. —K. C. tomó asiento de modo un poco teatral—. Pensé que me lo tomaría con calma durante un tiempo. Que me mantendría activa. Pero ahora ha llegado el momento de mi segundo acto.
—¿Qué interpretarás? —preguntó Lucie, más intrigada por la idea de la reinvención de lo que quería dejar traslucir.
—Ahí está —suspiró K. C.—. No tengo ni una jodida pista. Siempre había querido ser abogada, pero me preocupa que sea demasiado tarde para ir a la universidad. De modo que si tenéis alguna sugerencia, no os la quedéis para vosotras. Bueno, ¿quién quiere un poco de mi lasaña no del todo casera? Estaba muy cara en Zabar, todo hay que decirlo.
Las mujeres se sentaron y llenaron los platos, con lechuga sin aliñar y todo. Georgia se alegró al comprobar que las brochetas eran un éxito. Y el vino también.
—Has traído muchas cosas, K. C. —le dijo a su amiga en voz baja—. No tendrías que haberte gastado tanto.
—Forma parte de mi último hurra —explicó su interlocutora—. Si no resuelvo pronto la situación, voy a quedar tan arruinada que tendré que ir de sofá en sofá.
Desviaron su atención hacia Anita, que bajaba con el aliño para la ensalada y otra botella de vino.
—La verdad es que esto te hace entrar en calor —le dijo a Lucie—. ¿Quieres un poco?
—Es alérgica… a la uva —terció Darwin a la velocidad del rayo, y acto seguido adoptó su cantinela oficial de catedrática—: De hecho, la uva es una fruta muy interesante, la hay de muchas formas y variedades distintas…
En el momento justo, K. C. miró a Anita, puso los ojos en blanco y cambió de tema. Lo cual estuvo bien, porque en realidad Darwin no sabía un carajo sobre uvas.
Del pastel sólo quedaron unas pocas migas en un plato. Esa noche la sesión del club había consistido principalmente en comer un poco y charlar. Aunque Anita se fijó en que Lucie sí había sacado su labor. Sabía que la realizadora de televisión tenía varios proyectos empezados, aunque intentaba controlarse con el jersey para ir al mismo ritmo que las demás. Pero ella ya iba por las mangas, en tanto que el resto del grupo seguía aún a duras penas con la espalda. Bueno, bien por ella.
No podían seguir de fiesta toda la noche como Judy Garland, y ella pronto tendría que volver con Nathan y Rhea. Se sentía mareada, tanto por el vino como por pasar la noche tal como quería en lugar de hacerlo como esperaban sus hijos. Eso sentaba muy bien. Era liberador. Quizá algo travieso.
—¿Cómo le va la labor a todo el mundo? —preguntó, arrastrando ligeramente la letra «r», aunque en realidad la pregunta era para K. C. puesto que Lucie era muy buena tejedora y Darwin…, bueno, era Darwin.
K. C. se dio cuenta del sentido del comentario.
—Sé con quién estás hablando, señorita Anita, y tengo que anunciar otra cosa —dijo K. C., que se puso de pie con cierta torpeza vacilante. ¿Cuántas copas de vino se habría bebido?—. A partir de ahora, sólo voy a hacer cosas que sean f-á-c-i-l-e-s. Si tiene más de cincuenta pasadas, descartado. De manera que olvidad lo que dije sobre las bufandas la semana pasada… Ahora sólo serán bufandas para la Barbie. Y sólo con punto del derecho. Yo ya he terminado con el punto del revés.
La risa de las mujeres quedó interrumpida por una fuerte llamada a la puerta. Anita fue a abrir.
—¡Ah, Anita! —exclamó Cat, una visión con un abrigo corto de un color rosado muy propio de huevo de Pascua y un bolso sin asas a juego. Su perfume, intenso y floral, se esparció por el aire aunque su cuerpo siguiera en la entrada—. Espero no llegar demasiado tarde para el club de punto.
—Esto… ¿tú haces punto? —preguntó Anita.
Se sentía contrariada al ver a la problemática antigua amiga de Georgia. Había sido agradable ver que aquella noche Georgia por fin se había relajado; Anita quería protegerla de cualquiera que pudiera pisotear esa buena sensación.
—Ignoraba que fuese un verdadero requisito —respondió Cat cortante, al tiempo que pasaba rápidamente junto a Anita y entraba en la tienda—. ¡Hola, Georgia! ¡Hola a todo el mundo! —habló como si se dirigiera a una convención. En voz demasiado alta—. Es muy agradable conoceros a todas. Soy Cat Phillips. Georgia me está haciendo un vestido.
—¡Cat! ¡Qué sorpresa!
Georgia estaba un tanto avergonzada por las botellas de vino vacías que había sobre la mesa. Bajó la mirada automáticamente, como si sus ojos pudieran evitar que Cat las viera. Ésta, por supuesto, siguió su mirada.
—Gracias a Dios. Me encantaría tomar una copa —dijo, se sentó a la mesa y alzó un vaso de plástico para comprobar al trasluz que estaba limpio—. Me preguntaba si lo único que hacíais era jugar con el hilo. Esto me irá de perlas.
—Llénaselo hasta el borde a nuestra amiga la señora Phillips —terció K. C. con sequedad.
Darwin tomó la botella y escanció. Cat se bebió la primera copa de un solo trago.
—Llene otra vez, señora del vino —dijo al tiempo que recorría la habitación con la mirada—. Tienes un club muy agradable, Georgia. Festivo.
Y diciendo esto alzó la copa, en tanto que Georgia se limitaba a mirar a Anita y a encogerse de hombros. ¿Qué se le va a hacer? Georgia volvió a llenarse la copa y le llevó otra a su amiga y mentora, que se tranquilizó al ver que no había perdido la calma con la presencia de Cat.
—Si no puedes vencerlos, únete a ellos —rezongó por lo bajo Georgia.
—Ha llegado el momento de jugar a Verdad o Acción —anunció K. C. poco después, cuando la charla trivial se desvaneció con la presencia de Cat, dando paso a cierta incomodidad.
Georgia detestaba los juegos. Desde siempre.
—No creo que… —empezó a decir.
Darwin se animó.
—Me encantan los juegos —dijo.
En realidad, ella nunca había estado en ninguna situación, como quedarse a dormir en casa de una amiga, en la que hubiera jugado a cosas como Verdad o Acción. Pero le gustaba la idea de formar parte del grupo.
—A mí también…, toda mi vida es una broma —murmuró Cat—. Yo me apunto.
—Yo no —dijo Lucie—. Ya sería hora de que me fuera a casa.
—No puedes —repuso K. C.—. Va contra las reglas del manual del club de punto —rechazó, y consultó la palma de la mano vacía—: Sí, sí, es la regla número 577B: «Nadie, ni siquiera Lucie, puede optar por no participar en juegos obligatorios que requieran más de dos jugadoras». —K. C. levantó la mirada—. Supongo que eso significa que juegas. Anita, tú primero.
—¿Primero? ¿Primero qué? No creo ni que existiera este juego cuando yo era pequeña, K. C. Nosotras sólo jugábamos al tejo en la acera. No puedo ayudarte.
—Tú sólo pregunta «Verdad o Acción», Anita.
—He aquí la verdad: has bebido demasiado.
—No, tienes que preguntar «Verdad o Acción», no hagas un dictamen.
—¡Estoy lista! Georgia: ¿Verdad o Acción? —intervino Darwin, impaciente.
—Ninguna de las dos —respondió Georgia con rotundidad.
—¡Muy bien, pues Verdad! —Darwin, con sus veintisiete años, no iba a dejar escapar la ocasión de jugar al primer juego de toda su vida—. ¿Por qué eres siempre tan gruñona?
—Sí, bien dicho. ¡Eres tan distante! —interrumpió Cat—. Un brillante análisis, quienquiera que seas. «Georgia la Gruñona».
A la tejedora le hirvió la sangre mientras miraba a su venenosa antigua amiga y a aquella gran estudiante tan molesta. Si había una cosa que nunca se le había dado bien era saber llevar las críticas. Su madre, Bess, solía decirle: «Eres demasiado susceptible. Nunca podrás desenvolverte en el mundo real si no te endureces un poco».
Una desagradable réplica salió de su boca antes de que pudiera contenerse. Antes de que se acordara de ser profesional.
—Estrés. ¿Alguna vez habéis oído hablar de él? Oh, no, qué va, tú estás demasiado ocupada gastándote el dinero de tu marido, Cat. Y tú, Darwin, demasiado ocupada evitando el mundo real.
¡Aargh! ¿Acaso también estaba borracha? Miró a Anita, quien hizo una mueca.
—Creo que se han acabado las contemplaciones, gente —espetó Cat con acritud—. De modo que no te contengas, Georgia Walker. Dinos lo que piensas realmente.
Georgia hizo una corta pausa para hacer frente a su antigua amiga. Su primer impulso fue quitarle importancia a su pequeño arrebato. Devolver la reunión del club a su espíritu festivo. En cambio, otras palabras distintas salieron de su boca. Unas palabras más honestas:
—Quizá sea una gruñona. Quizá lo que pienso realmente es que tengo un poco de envidia de algunas cosas —admitió con un suspiro—. Es muy duro ser madre soltera… siempre hay una nueva factura o una nueva preocupación, y nadie con quien compartirla. —Georgia miró a Anita y rectificó—: Me refiero a que no hay un esposo con quien compartirlo. Porque yo no sobreviviría sin Anita. Creo que todas lo sabéis.
Una ovación de asentimiento recorrió el grupo. Incluso la expresión de Cat se suavizó momentáneamente. Georgia continuó hablando:
—Te diré la verdad, señora Darwin Verdad o Acción. Estoy muy cansada. Tengo que hacer malabarismos con la tienda y a medida que Dakota crece, parece necesitarme más en lugar de menos. Me duele todo el cuerpo y lo único que quiero es dormir mil años seguidos.
—Y ahora, el apuesto James ha vuelto a entrar en escena —alardeó Cat mientras paseaba la mirada por la habitación y asentía con la cabeza.
—No es verdad —negó Georgia.
—Vi cómo te observaba en mi fiesta, puedes creerme. Quizá tengas que hacer comprobar tu cámara, Georgia, pero ese hombre vuelve a estar en la foto.
Georgia se cruzó de brazos y puso mala cara.
—¿Y qué me dices de ti, Cat? ¿Cuál es tu gran verdad?
—Mi verdad, y no me incomoda contárosla a todas vosotras, es que mi marido es un tacaño viperino e infiel que cree que voy camino de engordar. —Cat se ladeó en el asiento para mirar a Darwin, la más joven de la habitación—. ¿Estás casada? —le preguntó. Darwin vaciló—. Sigue así si quieres ser feliz —afirmó Cat, que sacudió la cabeza y tomó un trago de su copa de plástico—. Me paso la vida mortificándome los músculos, las células adiposas, mis viejos huesos. Me he sometido a todos los tratamientos habidos y por haber. Pero nunca es suficiente.
—Este comportamiento es un modo de control…
Darwin iba a iniciar un sermón, pero Cat la interrumpió con una risotada:
—Hice psicología 101. Ya lo sé —dijo con total naturalidad—. Lo que no sé es cómo me convertí en una víctima de ello. No sé cuándo pasé de ser yo a convertirme en la señora que tiene que arreglarse —murmuró, y se dirigió directamente a Georgia en tono gélido—: Apuesto a que tú tienes la respuesta, señora Walker. ¿Quizá tenga algo que ver con venderse?
Georgia se miró las manos y eligió las palabras con cuidado:
—Todas nos encontramos en lugares que no esperamos, Cat. Situaciones que parecen escapar a nuestro control. El reto consiste en seguir adelante para salir de ellas.
—Así es, vieja amiga —respondió Cat que, aunque pareció satisfecha, siguió pinchando a Georgia, ligeramente, con su actitud—. Bueno, ¿quién está conmigo?
—¿Quién está contigo para qué? —preguntó K. C., que decaía con rapidez por el exceso de vino.
—Ah, sí, la escandalosa —dijo Cat evaluando a K. C.—. Comprometámonos todas a hacer algo que nos dé miedo. Algo que nos suponga un desafío. Salgamos de nuestras situaciones, como ha dicho la siempre exitosa señora Walker.
Cat alargó un poco lo de «siempre exitosa», lo justo para enfurecer a Georgia.
—No sé si esto…
—Yo sí. Voy a hacer algo —terció Darwin apresuradamente—. Aprenderé a hacer punto.
—Magnífico; esperaba oír algo más trascendente en un club de punto. Sin embargo, ahí queda. —Georgia se maravilló de cómo Cat se imponía en la reunión—. ¿Alguien más?
—Yo llamaré a mi madre —dijo Lucie.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella? —inquirió Cat.
—Hace más de un año.
—¡Esto se anima, amigas! Excelente. Y yo me comprometo… a dejar el Botox y a no pensar tanto en mi aspecto. Y quizá de paso lime algunas asperezas —añadió Cat, y le sonrió a Georgia. Una sonrisa hermosa y desafiante—. Te toca.
—No sé. ¿Qué me da miedo? Que James vuelva a colarse en nuestras vidas.
—Y yo me voy a presentar al examen de ingreso de la facultad de derecho —gritó K. C.—. ¡A la mierda todo! Voy a ir a por el LSAT.
—Sí —dijo Anita—, vamos todas a por ello.
«Y si Marty vuelve a invitarme a salir —se dijo para sus adentros—, le diré que sí».
—Deja que lleve los platos a la cocina, por favor, será un placer —dijo James—. Debes de haber dedicado horas a preparar esta fantástica comida de Pascua. El cordero estaba muy tierno.
Era una noche de domingo perfecta. James había sido una estupenda compañía durante toda la velada, contó historias sobre la Pascua en París —Georgia se fijó en que en ningún momento mencionó si compartía esas vacaciones con alguien especial— y cuentos chinos de cuando se crió con sus hermanas en Baltimore. Dakota se había quedado embelesada.
—Entonces, ¿cuántos parientes tengo? —preguntó.
Estaba maravillada ante la idea de que su familia creciera. El hermano menor de Georgia aún no tenía hijos y además sólo veían al clan Walker una vez al año, por Navidad. Su hermano, Donny, acudía en coche para llevarse a Dakota a Pensilvania en cuanto terminaba la escuela, y Georgia iba la víspera de Navidad, cerraba la tienda a mediodía y regresaba con su bizcochito el día 27. Sin embargo, por la reacción de Dakota se diría que nunca había visto a un consanguíneo. Georgia se sentía un poco molesta por quedar eclipsada por James siempre que Dakota estaba con él.
—Tres tías y siete primos, además de otros abuelos.
Georgia se dio cuenta de que Dakota estaba pensando seriamente.
—¿Saben cuándo es mi cumpleaños? Es en julio. Cumpliré trece años, ¿sabes?
A lo largo de los años, Georgia le había hablado a Dakota con cierta incomodidad sobre el hecho de que James y sus padres no estuvieran demasiado implicados en sus vidas. Pero siempre le dijo que la querían. Y nunca había revelado los detalles del porqué James no estaba con ellas; simplemente le decía que andaba muy atareado con su trabajo en París. Su hija rara vez se le había quejado directamente; optó por canalizar sus preguntas y frustraciones a través de Anita. Lo cual era bueno, porque estaba bastante segura —completamente segura, en realidad— de que el encantador señor Foster no les había hablado a sus padres de Georgia, y mucho menos de su hija en común. Y ella tenía unas cuantas palabras elegidas al respecto. Pero aquél no era el momento.
—Ya es suficiente, señorita «He hecho el postre yo sola» —dijo con la esperanza de distraer a su hija, porque no quería verla herida cuando se percatara de que a los Foster les daba igual su cumpleaños.
Anita, como siempre, captó la indirecta.
—Bueno, ¿con qué delicia vas a tentarnos esta noche? ¿Una tarta Alaska?
—¡No! Es una cosa para nuestro invitado de honor. Y me la van a traer a domicilio.
—¿A domicilio? En la cocina hay un pastel de zanahoria, cielo —susurró Georgia—. El que hemos hecho esta mañana…
—Eso sólo es el segundo postre, mamá —le contestó Dakota también en un susurro—. El postre especial me lo van a traer a casa.
James, Georgia y Anita cruzaron unas miradas de desconcierto.
—¡Hum! ¿Y cómo encargaste este postre, cariño? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Georgia no sabía cómo manejar la situación; Dakota parecía estar muy satisfecha de sí misma y no quería lanzarse a ser la mamá severa. Y menos cuando estaban pasando una velada tan agradable.
—Bueno, lo encargué el viernes. Es una cosa sobre algo que leí en tu libro de cocina de Julia Child, pero tuve problemas para conseguir algunos ingredientes —explicó Dakota dándole unas palmaditas en la mano a Georgia, tal como había visto hacer a Anita muchas veces—. Lo encargué más o menos para ahora…
En aquel preciso instante sonó el timbre. Georgia advirtió que no era el portero automático al que llamaría un repartidor, sino el timbre de la puerta. Fue a mirar por la mirilla, mientras Anita y James también se levantaban de la mesa.
—¡Entrega especial! —anunció una voz fuerte, grave y conocida.
Era Marty, vestido nada menos que con traje y corbata. Georgia le abrió la puerta a su buen amigo.
—Entrega especial —repitió él, y entregó una bandeja metálica tapada a Georgia, quien le indicó que entrara con un movimiento de la cabeza y llevó la bandeja a la mesa.
Anita sonrió, no precisamente cómoda, cuando Marty se unió al grupo. No esperaba verle aquella noche. Volvió rápidamente la cabeza y se pasó la lengua por los dientes. Por si acaso. Nunca sabías lo que se te podía quedar pegado cuando comas brécol.
—¡Tachán! —gritó Dakota—. ¡Corre, Anita! ¡Son Bananas Foster! ¿Entiendes? ¡Bananas Foster! Para nuestro invitado de honor. —Dakota sonrió ampliamente, rodeó a su padre con el brazo y alzó el puño al aire varias veces, alborozada por haber planeado un postre secreto con éxito. Y por tener a su madre y a su padre con ella en la misma habitación—. Y también para mí. Soy mitad Foster, ¿sabes?
Georgia se quedó petrificada de horror; James la miró y meneó la cabeza levemente. Él no le había imbuido semejante idea.
—Puede que eso sea cierto, Dakota, pero las mejores partes son puramente Walker, te lo aseguro —intervino James con soltura—. La belleza y los buenos modales.
Dakota se encogió de hombros y comenzó a explicarle a Marty que todavía tenían la posibilidad de encender el postre, cargado de licor, con una cerilla.
—¡Atrás todo el mundo! —gritó—. ¡Son Bananas Foster! ¡Vamos, vamos, vamos!
La cerilla prendió, pero la llama sólo duró un momento en lo alto del líquido antes de apagarse. Dakota pareció entristecerse.
—¡Intentémoslo otra vez! ¡Dame otra cerilla, rápido!
—Tengo una idea mejor —dijo Anita—. ¿Por qué no sacamos el helado y servimos esto? Tiene aspecto de estar delicioso, querida, y ha sido una idea brillante. Creo que tendrás un gran futuro como organizadora de fiestas o como presidenta de Estados Unidos. —Sonrió y se ruborizó levemente—. Y tú te quedarás, Marty, por supuesto.
Marty se puso bien la corbata, su expresión se relajó y sonrió enseñando los dientes.
—Estaba esperando que lo dijeras, Anita. Porque me encantaría —aceptó.