Capítulo 9

Anita extendió una fina capa de mermelada de fresa sin semillas en su tostada, dejó el cuchillo y dio un bocado minúsculo. Levantó la mirada y se sorprendió —sólo por un momento— al ver a su esposo, Stan, bebiéndose un café en el extremo opuesto de la mesa. Cruzó la mirada con ella y, al sonreír, se le marcaron las arrugas de las comisuras de los ojos.

—Hola, querida —la saludó—. Hoy hace un día precioso.

Anita miró a un lado y vio los rayos de sol que relucían en los pulidos suelos de madera noble. Sentía su calor en la piel.

—Sí, eso parece —respondió—. Deberíamos ir al parque —agregó, porque tenía una fuerte sensación de que aquel día iba a pasar algo importante en Central Park—. ¿Sabes, Stan? He tenido una pesadilla horrible. He soñado que ya no estabas conmigo.

Stan frunció el ceño con expresión preocupada y luego relajó el semblante.

—No te preocupes, cariño, estoy aquí, al otro lado de la mesa a la hora del desayuno, como cada mañana.

Anita experimentó un gran alivio; luego se sintió como una idiota, un poco avergonzada. Tomó un sorbo de café, luego otro. Café. De repente apareció en su cabeza el rostro de un hombre. Marty. Le acometió un sentimiento de culpabilidad y confusión. Si conocía a Marty, entonces cómo…

Tomó aire.

—No sé por qué tuve un sueño tan horrible si tú estás aquí —murmuró, y miró entre los platos y tazas de café para ver mejor a su esposo.

Siempre se sentía muy orgullosa de su aspecto; era un hombre muy apuesto, esa clase de caballero mayor y distinguido ante el cual los transeúntes asentían con la cabeza de un modo casi imperceptible, encantados con su presencia misma.

Sin embargo, el sol le daba en los ojos y le costaba distinguir con claridad la forma de Stan. Anita veía su chaqueta de punto de color gris marengo, la que le había confeccionado durante el crucero a Panamá, pero resultaba difícil encontrar los rasgos en su rostro. Anita notó un cosquilleo en las extremidades y una sensación de angustia cada vez mayor. Él tenía que saber que era el único, el único al que quería, que nunca habría nadie más. Con aquel hombre, Marty, no había pasado nada, faltaría más.

—Te quiero, Stan —dijo atropelladamente.

—Ya lo sé, cariño —repuso él, con voz grave y fuerte—. Y yo te quiero a ti. Te he querido siempre y siempre te querré.

Anita abrió los ojos de repente, con el labio superior perlado de sudor y embargada por una sensación de terror y pesadumbre.

Gimió en voz baja, para sus adentros, mientras su mente recorría con rapidez los quince últimos años de su vida, y la llevaba siempre a la misma conclusión: Stan estaba muerto. Se había ido de verdad. Y ella seguía allí, sola.

Anita permaneció en la cama sin moverse, atontada, mirando al techo. ¿Cuántas veces había tenido ese sueño? El dolor parecía describir ciclos con fases interminables; en ocasiones soñaba con Stan noche tras noche, y otras veces pasaban meses sin que lo viera en sus horas de sueño. Pero el sueño volvía. Siempre era el mismo: ¡Stan estaba vivo!; y la realidad, al despertarse, también era siempre la misma: Anita era viuda.

Lo veía en el salón, en la calle, en una fiesta. La secuencia nunca cambiaba: la impresión al verlo, la vergüenza por su error —¿qué clase de esposa creería que su marido estaba muerto cuando lo tenía allí delante?—, y luego, el intenso alivio que la dejaba con ganas de caer de rodillas y agradecer a Dios que siguiera vivo.

Parecía muy real. Todas y cada una de las veces. Se sentía como una estúpida al despertarse, pero en el sueño todo parecía muy lógico. Muy natural. Le contaría a Stan lo mucho que se había preocupado, él se reiría, la llamaría «cariño» y se sentiría terriblemente abrumada por el hecho de que su supuesta muerte no hubiera sido más que un malentendido. ¡Pues claro que lo era! ¡Todo iba bien!

Y el encuentro, el momento de hablar con Stan, era tan tierno, emocionante y absolutamente perfecto que se sentía envuelta por una felicidad mayor de la que había imaginado jamás.

Era una sensación de pura dicha.

En aquel preciso instante se despertaba, justo cuando había repasado todas las posibilidades y llegado a la conclusión de que sí, de que Stan estaba vivo y todo volvía a estar bien.

Así pues, el hecho de despertar significaba que todo iba mal. El pesar era mucho peor que durante el día, cuando contemplaba su foto en la repisa de la chimenea o pensaba con nostalgia en la maravillosa vida que habían compartido. En tales ocasiones, ella estaba en modalidad guerrera, con los escudos y defensas preparados. En el sueño era vulnerable a sus esperanzas y penas. «El dolor pasará», había oído en boca de un presente tras otro en el funeral de Stan. Eso era lo que todos le dijeron, con voces quedas, tocándole brevemente el hombro o dándole un suave beso en la mejilla. «Deja pasar el tiempo», le dijeron sus seres queridos los días posteriores al infarto de Stan. Ya conocía esas palabras; las había dicho a menudo a amigos y parientes, por supuesto.

De manera que Anita dejó que pasara tiempo. Esperó el día que se sentiría mejor. Sin embargo, la sensación de pérdida no se desvanecía. Por supuesto, el dolor no era tan agudo como en la shivah, cuando sus hijos la tomaban de las manos y sus competentes esposas le preguntaban si por favor podían hacer que tomara un bocado, que comiera sólo un poco para conservar las fuerzas. Lo cual no consiguieron; Anita perdió demasiado peso tras la muerte de Stan. No, aquella fría conmoción hacía tiempo que se había convertido en aceptación.

Para Anita, lo que persistía al cabo de todos aquellos años era algo igual de incómodo. Lo que quedaba era el sufrimiento. Vivía el persistente desasosiego de que faltaba algo, de que Stan era inalcanzable y la soledad, con frecuencia abrumadora. Unos días se sentía tan cerca que sólo tenía que hablar en voz alta, y en otros momentos, al sentimiento de lejanía se sumaba el de pérdida y reciente abandono. Un vaivén que nunca cesaba.

Pero, claro, ¿a quién podía explicárselo? Anita sabía que en realidad nadie quería escuchar los dramas de una vieja: todos sus amigos tenían que ocuparse de sus propios cónyuges enfermos o fallecidos y su familia no sabría qué hacer si se lo contaba. Sólo sería una carga. Ella nunca quiso hablar con su madre respecto a la pérdida de su padre; había estado demasiado ocupada criando a sus hijos y siendo la encantadora media naranja de Stan en las docenas de recepciones que llenaban su calendario social. ¿Acaso no bastaba con haber invitado a su madre a casa todos los sábados al salir de la sinagoga y los miércoles haberla acompañado a la peluquería? ¿Con que la llamara varias veces a la semana? Anita había consentido a su madre todos los días de fiesta y se ocupó de que tuviera un lugar de honor en todos los recitales y graduaciones. Era suficiente.

Ahora sabía que no fue suficiente.

Esta generación era distinta, pero no tanto. Todas sus amigas estaban que no cabían en sí de la excitación, ahora que a sus hijas adultas les había dado por querer conocerlas como a iguales. «Quiero que seamos amigas», insistían aquellas niñas crecidas, según decían las madres. Claro que lo que esas hijas querían en realidad era poder abrir su corazón a la única persona en el mundo que las querría incondicionalmente, cuya aprobación era inestimable, para quien tanto ellas como su miríada de problemas diarios resultarían siempre fascinantes. «Es un hermoso regalo —pensó Anita— que tu madre sea tu más querida y mejor amiga. Otra cosa es intentar ser la suya. Para eso tendrías que llegar a conocerla de verdad. Como persona real».

Ella era madre de tres hijos y…, bueno, desde luego, no llamarían precisamente para tener grandes charlas íntimas. Quizá algunos chicos lo hacían. Los suyos no. Estaban demasiado ocupados manteniendo a sus propias familias, dejaban lo de la charla a sus mujeres. Todas ellas muy buenas chicas también, pero demasiado atareadas con la rutina diaria de llevar una familia, como en otro tiempo había sido la suya. No era de extrañar, pues, que quisiera tanto a Georgia, que su amistad fuera preciosa y estuviera libre de esa acritud madre-hija que permanecía tras una década de rebelión adolescente. No obstante, incluso la relación que mantenía con sus queridas chicas Walker estaba desequilibrada. Ella no descolgaría el teléfono para contarle sus secretos a Georgia; no era ése el papel que le correspondía.

Anita sabía que, en realidad, a los jóvenes —que para ella era cualquier persona de menos de cincuenta años— nunca se les ocurría pensar que las generaciones futuras fueran igual que ellos. Todas las parejas de amantes creen haber inventado el sexo. Nadie quiere considerar que, con sus setenta y dos años, le gustaría que un hombre a quien amase la besara a conciencia, que todavía sentía deseo, y que el hecho de no tener a nadie a quien susurrar bajo las sábanas era más duro que el silencio.

«Ahí está el problema», pensó la viuda de Stan Lowenstein mientras abría el grifo del agua para tomar su baño matutino. Ella seguía siendo una criatura vehemente, sexual e inteligente que sentía desconsuelo por un hombre que no iba a regresar nunca. Y le remordía la conciencia desear a cierto hombre que sí estaba allí.

Anita se decía con frecuencia que, de haber sido más sensata, se habría limitado a arrugarse y consumirse en lugar de seguir adelante y pelearse con el universo. Se quedó mirando cómo se llenaba la bañera.

—Si alguien más me dice que soy batalladora, empezaré a gritar —le dijo al jabón—. No soy una polvorilla. Sólo soy yo, la misma de siempre. Sólo que ahora estoy arrugada.

Se maravilló de su cuerpo, de sus surcos y su piel suave. ¿Cómo se había avejentado tan deprisa? Le costaba creer que fuera abuela tantas veces. Y dentro de unos días casi todas esas caritas se sentarían a su mesa para celebrar la Pascua. Vendrían en avión desde Atlanta. Y desde Israel. Los abrazaría, los estudiaría y admiraría, y luego emprenderían el regreso, volverían a sus propias vidas y a ella la dejarían sola con la suya. Por supuesto que le habría gustado verlos a todos más a menudo, pero a Anita siempre le había dado miedo volar. Y sus hijos encontraron esposas y profesiones que los llevaron por todo el globo para hacer cosas buenas, para formar buenas familias. Estaba bien. Era suficiente.

—No estoy sola —dijo en voz alta mientras se metía en el agua. Eran las mismas palabras que se decía todas las mañanas—. No estoy sola.

Apoyó la cabeza en la bañera, cerró los ojos y permaneció recostada en el agua humeante. Daba gracias a Dios por su familia, aunque estuvieran todos en lugares lejanos. Los quería más de lo que se imaginaban. Y daba gracias a Dios por el continuo régimen de primeras representaciones de ópera y funciones de Broadway con Dakota, por el club de punto y por el trabajo en la tienda. Eso era lo que la sostenía.

Y, sin embargo, sin embargo… Seguía hambrienta.

A las 11.27 exactamente, James tomó la chaqueta del respaldo de su silla Áeron y salió del despacho. Tenía que tomar el tren C hasta el West Side para su cita con Anita a mediodía.

—Intenta no retrasarte —le había advertido ella la primera vez—. Por la tarde tengo que ir a la tienda.

Cierto que había insistido durante un tiempo en hablar con Anita, consciente de que era la confidente más leal de Georgia, pero esperaba quedar con ella para tomar un café rápido, en territorio neutral. James estaba acostumbrado a controlar todas las situaciones.

Pero, claro, nunca había conocido a nadie como Anita.

—Hola, Anita.

Así la saludó al principio de conocerla en la tienda, hacía ya muchos meses. Ella le sonrió con simpatía, aunque no precisamente con afecto.

—Por favor, llámame señora Lowenstein —pidió.

En otras ocasiones que había pasado por la tienda —a veces cuando estaba previsto y las más cuando no— fue objeto de un tratamiento formal similar. Desde que empezó con su nuevo programa (lo de llamar con antelación y consultar las compras importantes), Anita se había mostrado mucho más cordial. Georgia también, por supuesto. Sin embargo, cualquiera podría darse cuenta de que para llegar a Walker e Hija había que pasar por Anita.

—Sí, James, tienes razón —respondió a su sugerencia de que tendrían que conocerse mejor—. Da la impresión de que esta vez vas a quedarte —repuso Anita, y lo miró directamente a los ojos, retándolo a que se marchara.

—Sí, señora —contestó él con docilidad, sintiendo en un momento la culpabilidad y la vergüenza de más de una década.

—Pues muy bien. Te espero a comer el lunes en mi apartamento.

Y así fue la cosa. Una vez a la semana durante el último mes, James se había dirigido al San Remo para sentarse a la mesa del comedor de Anita y hablar de todo, desde los últimos titulares de la prensa a sus proyectos de trabajo, los ratos que pasaba con Dakota o su sorpresa por el auge del mercado inmobiliario en Nueva York. De lo único que no hablaban —nunca— era de Georgia.

Durante la primera comida, James hizo un débil intento de abordar ese tema con Anita.

—Creo que Georgia está algo sorprendida de que me haya trasladado a la ciudad —dejó caer con indiferencia mientras pinchaba una patata de su ensalada Niçoise, fingiendo estar más interesado en la comida que en la respuesta de Anita.

—Tendrías que preguntarle a Georgia cómo se siente al respecto, James —contestó Anita razonablemente, con el tenedor a un lado del plato y las manos en el regazo. Era una visión de reposo con expresión impenetrable—. Pero a mí, sin ir más lejos, no me sorprende. Nunca es tarde para tomar una decisión distinta y nunca es tarde para tomar la correcta. ¿No estás de acuerdo?

—No lo sé.

De repente, había perdido el apetito, aunque aún le quedaba más de la mitad de la ensalada. Cuando estaba con Anita tenía la sensación de tener la misma edad que Dakota y que lo hubieran pillado metiendo la mano en la caja de las galletas. La mujer era un viejo pájaro sabio, de eso no había duda. Se divertía riendo sus chistes, se unía pronta a sus bromas, podía mantener su parte de la conversación sobre el estado de la economía mundial o hablar con la misma seguridad sobre una película del momento. Era tan elegante como inteligente. A James se le ocurrió que Anita habría sido una magnífica directora ejecutiva. Sobre todo porque en ningún momento se dejó engatusar por su estudiado encanto. Él quería —necesitaba— que Anita estuviera de su parte. Y aprendió, con mucha rapidez, que los únicos momentos en que conseguía toda su atención era cuando estaba siendo sincero. Para James supuso una novedad dejar el papel de sofisticado hombre de mundo y ser simplemente él mismo. Y fue más que eso, resultó liberador.

—Lo sé, señora Lowenstein, sé lo que hice —le dijo durante aquella primera comida—. Y lo lamento.

—Pues muy bien —repuso ella, que desvió la mirada y sonrió—. Ambos sabemos que Dakota es una delicia y que la mitad de sus genes los ha obtenido de ti. Tenlo presente, James. Todavía hay esperanza para ti.

James asintió para sus adentros al recordar las palabras de Anita; salió del metro en la calle Setenta y dos y subió por Central Park West. El clima era tan cálido que en realidad no le hacía falta la chaqueta; aquel año la Pascua caía tarde y ya finalizaba el mes de abril. Georgia había tenido la deferencia de invitarlo a comer cordero y tenía muchas ganas de decirle a Anita que la vería para comer el domingo siguiente, ansioso por escuchar su aportación sobre el tipo de regalos que debía llevar. Tenía miedo de volver a pasarse. Un ramillete de azucenas, eso seguro, pero ¿debía llevar dos conejos de chocolate o sólo uno? ¿Y qué tal un nuevo conjunto de Pascua? En su infancia, siempre había recibido una camisa recién planchada y un par de pantalones la mañana de Pascua, y sus hermanas, vestidos nuevos de volantes de colores pastel, y todos los Foster se ponían guapos, hasta ser el grupo más apuesto que se presentaba en la Primera Iglesia Baptista de Baltimore. Ahora que lo pensaba, ¿tendría que pedir permiso para llevar a Dakota a un oficio? Hacía años que no ponía los pies en la iglesia, pero aun así… Quizá debería hacerlo.

James esperó a que el portero llamara a Anita y le indicara con la cabeza que le franqueaba el paso. Anita lo esperaba en la puerta abierta cuando se acercó.

—Hola, James —dijo. Su voz sonó tensa—. Pasa.

James cruzó el umbral y al acercarse vio mejor a Anita. El lápiz de labios se le había borrado en las comisuras y tenía los hombros ligeramente hundidos.

—Pasa —repitió—. Me alegro de que hayas venido, pero estoy un poco cansada.

—No te preocupes, Anita, vamos a sentarnos.

James la tomó de la mano y la condujo con delicadeza hasta el sofá; por una vez dominaba la situación, en lugar de ser al revés. De repente pensó en sus padres y por un momento le preocupó que su padre se subiera a una escalera de mano para desatascar el canalón del alero como parte de la limpieza de primavera. Todos envejecían.

—Espera —le dijo.

Fue hacia los dormitorios. Vaciló brevemente y entró en el principal. La habitación estaba muy ordenada, y la cama de matrimonio, hecha, con docenas de almohadas de seda. Su mirada se posó en lo que estaba buscando: una suave manta de punto de color verde salvia que descansaba a los pies del lecho. James se la llevó a Anita, que casi se había quedado dormida en el sofá.

Se animó al verlo, pero sólo por un momento.

—Perdóname. Esta noche no he dormido bien.

James le levantó los pies y le colocó las piernas en el sofá mientras ella chasqueaba la lengua a modo de protesta, pero acabó por ceder; la tapó con la manta que la propia Anita había tejido años atrás.

—Lamento mucho esto, James, tendría que haberte llamado —murmuró con los ojos prácticamente cerrados—. Es muy embarazoso.

—Te veré el domingo, Anita —dijo—. Voy a ir a comer a casa de Georgia el día de Pascua.

—Me alegro mucho, James, me alegro mucho de que vayas a estar.

A continuación quedó fuera de combate, dormida y tranquila. James tiró de la manta y la tapó hasta la barbilla. No quería que tuviera frío. Por un momento permaneció allí, observando a la anciana que había cuidado de su familia todos aquellos años, y luego se marchó sin hacer ruido. En el ascensor sacó el teléfono móvil, buscó en su lista de contactos y le dio al botón de llamada cuando salió a la acera.

—¿Hola? ¿Mamá? —dijo mientras se dirigía hacia el metro con la americana al brazo—. Me estaba preguntando cómo estaríais…

En su despacho, Georgia colgó con lentitud el teléfono y se acercó a mirar el vestido de punto que llevaba su maniquí de modista. ¡Caray, cómo le dolía todo el cuerpo! Habían pasado seis semanas desde aquella primera reunión, pero al fin estaba terminado, todos los extremos sueltos cosidos, el producto final montado y planchado al vapor. Precioso. Cat aún no lo había visto. Georgia esperó que pasara por allí al cabo de unas horas, después de su clase de Pilates de los martes por la tarde, de manera que le sorprendió que Cat llamara, y aún quedó más desconcertada con lo que le dijo:

—De verdad que adoro la dirección en la que vamos, pero pensándolo bien, el vestido quedaría mejor en un color rosa pálido en lugar de dorado. Metálico, pero no tan brillante. Una cosa más suave, más femenina. ¿No te parece?

«No —pensó Georgia—, no me parece». Exasperada, soltó una suma astronómica por rehacer el vestido, sobre todo para disuadir a Cat de volver a empezar. ¿No entendía aquella consentida mujer de la alta sociedad lo difícil que sería terminarlo a tiempo para la fiesta del museo?

—Está bien… Lo necesitaremos pronto —repuso Cat, imperturbable como siempre ante cantidades de dinero que Georgia sentía vergüenza de pronunciar en voz alta—. Y también nos harán falta accesorios nuevos. Creo que tendríamos que reunimos con más frecuencia. ¿Estás libre mañana?

—Tengo que mirar la agenda —replicó Georgia, frustrada por el hecho de que Cat pareciera pensar que ella siempre estaba de guardia, siempre disponible.

«En el punto de media no existen las emergencias», le había dicho en una ocasión a su antigua mejor amiga durante una conversación telefónica a última hora de la noche. Aunque terminaron hablando tanto rato que, la verdad, resultó divertido, charlando como solían hacer a diario cuando eran adolescentes. Pero ahora no. No; en aquellos momentos Cat estaba absolutamente inmersa en su actitud de señora pudiente, llena de ideas, detalles y todo tipo de exigencias.

La perspectiva de pasarse las siguientes semanas dedicada a confeccionar otro vestido aturdió a Georgia: Cat había cambiado muchísimas veces de opinión durante la confección del primero, y Georgia no podría soportar tener que rehacer la labor. Sin embargo, costaba rechazar tanto dinero.

—Anita —requirió con aire cansado desde la puerta del despacho—, creo que voy a necesitar un poco de ayuda.

—No creo que pueda hacerlo —se encontró diciendo Georgia a Anita cuando ya casi había terminado la jornada y estaba cuadrando caja—. Es como si me estuviera castigando. Como si intentara demostrar lo rica que es, o algo así.

Anita ladeó la cabeza como si sopesara las palabras de su amiga pero no dijo nada.

—Esto no es justo —se quejó Georgia—. Estoy cansada. Y tengo que asar un cordero para el domingo.

—Bueno, supongo que no irás a meterlo ya en el horno, querida —repuso Anita—. Estamos a martes.

—Le dije que le costaría quince mil dólares…, y que quizá tuviera que tejer algo a máquina para acabarlo —expuso Georgia en voz baja, aun cuando no había nadie más en la tienda—. Y accedió a pagarlos. Así, sin más.

—¿Quince mil dólares? —repitió Anita en tono calmado, y Georgia asintió con la cabeza—. A ver, vuelve a explicarme qué ocurrió en el instituto.

Escuchó atentamente la historia de cómo Georgia renunció a Dartmouth para ir a la misma universidad que Cathy, y su sorpresa al enterarse que su nombre había aparecido en la lista de espera y que ella había ocupado la plaza de Georgia en la Ivy League sin decirle ni una palabra al respecto.

—Y ya no volvimos a hablar hasta que apareció por aquí blandiendo el talonario de cheques —terminó diciendo Georgia, cuya voz tembló levemente.

La anciana la tomó de la mano y la condujo a la parte trasera del despacho. Las dos se sentaron en el gastado confidente colocado en el rincón frente a la mesa de Georgia y cubierto de facturas y muestras de hilo.

—La cuestión es —empezó a decir Anita con tranquilidad— que cuando eres joven siempre crees que encontrarás a toda clase de personas maravillosas, que separarse y perder amigos es natural. Al principio no te preocupas por los amigos a los que dejas atrás. Pero, a medida que vas haciéndote mayor, cada vez cuesta más hacer amistades. Hay demasiadas defensas y escasas oportunidades. Tienes mucho trabajo. Y cuando te das cuenta de que has perdido a la amiga más querida que tuviste, los años ya han pasado, eres lo bastante madura como para avergonzarte de tu actitud y, francamente, de tu arrogancia. —Sonrió a Georgia y le dijo en voz baja—: ¿Por qué crees que Cat Phillips puede querer que le hagas otro vestido, con todas las tardes dedicadas a la compra de accesorios y todo eso?

—¡Porque es una zorra!

—De acuerdo. Es una zorra con demasiado tiempo libre —admitió Anita—. O tal vez sea porque tiene algo que decir, pero no sabe por dónde empezar. —Anita rodeó con los brazos a su protegida—. No digo que conozca a esa mujer ni sus motivos, Georgia —prosiguió—, pero me da la impresión de que sólo busca una excusa para pasar tiempo contigo, y tú… ¡sí, tú!, eres tan sumamente valiosa para ella que está dispuesta a pagar cualquier suma de dinero sólo para que le prestes atención.

—¡Ja! ¡No lo creo!

—Yo sí. Creo que si perdiera a una amiga como tú seguiría echándote de menos durante mucho, mucho tiempo —afirmó Anita, y tiró suavemente de uno de los rizos de Georgia.

—¿Por qué está ocurriendo todo esto? —gimió Georgia—. ¿Por qué todos regresan ahora? Primero James, ahora Cathy. Y, de repente, el negocio vive un boom. ¡Y tú vas a hacer vídeos con Lucie! Están pasando demasiadas cosas al mismo tiempo… No es el momento adecuado. ¡No estoy preparada!

—Vamos a hacer vídeos, querida; tú y yo. —Anita estrechó contra ella a Georgia, que gimoteaba—. Y siempre hay un momento mejor que éste y siempre lo habrá. Pero lo único que tenemos es el ahora.

—¡No quiero que estén aquí! —insistió Georgia.

—Lo sé, cariño, lo sé. Sería mucho más fácil si en realidad no te importara. —A Anita no le gustaba ver disgustada a Georgia, pero al mismo tiempo se henchía de satisfacción al sentirse necesitada. La hija de su corazón—. A veces, Dios responde a una plegaria que no sabías que habías hecho —continuó diciendo, pensando en su interior en el día que conoció a Georgia en el parque.

La respuesta de Georgia fue inaudible.

—La eché de menos —dijo apenas en un susurro—. Todo este tiempo eché de menos a Cathy. Quise ponerme en contacto con ella muchas veces durante los últimos veinte años, pero siempre me lo impidió el miedo a parecer patética. «Eh, todavía estoy cabreada por lo de Dartmouth, pero ¡cómo te echo de menos! ¿Querrías volver a ser mi amiga?». —Se encogió de hombros—. ¿Ves a lo que me refiero? Es estúpido. Cuanto mayor te haces, más ridículo parece. Aunque sea la verdad.

Georgia echó la cabeza de cabello rizado hacia atrás y espiró aire ruidosamente. Se puso de pie al tiempo que apretaba el brazo a Anita en señal de agradecimiento e irguió los hombros. Había vuelto Georgia Walker, la mujer dura.

—Ahora ella es rica y yo soy la Cenicienta que la viste para el baile. Y si no empiezo ahora mismo, yo también me convertiré en calabaza.