Capítulo 8

Darwin caminaba arriba y abajo por Mott Street y apenas podía contener el llanto. O las ganas de vomitar. O de hiperventilarse.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —repetía entre dientes.

De vez en cuando se sobresaltaba con los bocinazos que sonaban a manzanas de distancia, en Lafayette y Houston. Era lunes, y los coches y taxis transportaban a los bohemios con cuentas de gastos desde sus lofts del SoHo hasta sus agencias de publicidad del centro y a los jóvenes Amos del Universo desde el Upper East Side hacia el sur, a sus empleos financieros en Wall Street. Era la costumbre de la ciudad, que nadie viviera cerca de su lugar de trabajo. Y era un típico día bullicioso, lleno de energía, excepto para Darwin. Ella había salido de casa temprano para llegar al centro de planificación familiar antes de que abrieran y entonces cayó en la cuenta de que no le había escrito un correo electrónico a su director de tesis para decirle que no iba a aceptar el trabajo de profesor ayudante para la clase de posgrado sobre las mujeres en la época victoriana. Hurgó en el bolso buscando el teléfono móvil y vio que también se lo había dejado en casa. Lo cual significaba que al menos no tendría que mentirle a Dan sobre por qué no había contestado a su llamada.

«Lo siento, no podía contestar, cariño —se imaginaba diciendo—. Me dejé el móvil en casa y tuve que ir a la ciudad».

«¿No tenías clase?».

«Es que tenía que ir… a la tienda de punto. A hacer unas entrevistas», prosiguió Darwin, sumida en su fantasía.

«Es estupendo —diría él—. Terminarás esa tesis y todo va a ponerse en su sitio. Volveremos a establecernos los dos juntos y entonces podremos ponernos de nuevo a fabricar ese bebé».

A Darwin empezaron a temblarle los labios. Ya no merecía tener un hijo con Dan. ¡Dios, cuánto le echaba de menos! Era curioso: la última persona que querría que supiera lo ocurrido la noche anterior era Dan. Por razones obvias. ¡Pero era su mejor amigo! A él se lo contaba todo. Dan siempre tenía el consejo más inteligente. Y aunque los últimos meses habían sido terriblemente solitarios —para ambos, ¿no es verdad?—, Dan todavía encontraba tiempo para escribirle notas y mandárselas por correo electrónico desde el hospital. Darwin tenía una bolsa repleta de postales de Hollywood, todas con una temática parecida: «¡Te echo de menos!», «¡Te quiero!». De vez en cuando le enviaba una de sus recetas, en las cuales dibujaba una cara sonriente y le prescribía abrazos a larga distancia desde la consulta del doctor Dan Leung. Ella intentaba corresponderle con correos electrónicos y llamadas telefónicas. Correos muy largos. Páginas y páginas. Abriéndole su pecho. Los pequeños mensajes despreocupados que recibía a cambio la irritaban. Sí, la irritaban. Podía reconocerlo. Al principio le hacía mucha ilusión saber de él y luego se ponía furiosa por el hecho de que encajara su relación entre rondas matutinas, tazas de café y cabezadas.

¿Por qué tuvo que irse tan lejos? Había hospitales excelentes muchísimo más cerca. En Nueva York había un montón de gente enferma y rara. Gente que necesitaba buenos médicos.

¿Acaso Darwin iba a ser una de ellos?

Elon había intentado tranquilizarla asegurándole que habían utilizado un condón.

—Parecías tener muchas ganas de hacerlo, Darlene —le dijo mientras ella sollozaba histéricamente exigiéndole que se marchara del apartamento—. Fuiste tú quien dio el primer paso, no yo.

—¡Estaba borracha! ¡Borracha!

—No tanto. Te pregunté si estabas segura y dijiste: «Sí, ven a casa conmigo».

Elon estaba de pie con la camisa puesta, una pierna metida en la pernera del pantalón y sus gafas de montura metálica sobre su cabello alborotado. Aquella especie de desconocido demasiado escuálido más bien tenía aspecto de inadaptado. No resultaba amenazador. Ni particularmente gentil. No tenía suficiente interés como para entender bien su nombre, pero tampoco era un completo memo. Sólo era un tipo que, como suele decirse, había tenido suerte.

Lo poco que Darwin recordaba de la noche anterior le bastó para saber que lo que el chico decía era cierto. Mierda.

—¡Vete, vete, vete!

Se lanzó sobre él y lo zarandeó, lo empujó y lo echó por la puerta. Después se fue deslizando hasta el suelo y se quedó allí sentada, demasiado tiempo, tan afectada que no podía llorar y ni siquiera moverse.

Sintió un alivio pasajero al saber que habían usado protección. Un instante. El segundo que se tarda en pensar: «Gracias a Dios, no tendré que hacerme la prueba del VIH». Ahora sólo se sentía sucia. Nunca había querido ser una buena chica, pero lo cierto es que tampoco quería ser mala. Había roto sus votos, ¿y para qué? Si Dan la conociera de verdad…, la dejaría.

Y entonces estaría sola.

El «¿por qué?» se convirtió en un eco constante en su cabeza durante todo el domingo por la tarde, cuando por fin se levantó del suelo, se dio una larga ducha caliente y luego se tiró en la cama a las siete. Se quedó allí tumbada, despierta, durante horas, y se tapó los oídos cuando sonó el teléfono y la voz de Dan resonó en el contestador automático. Sí, claro que sabía cómo hacer que no sonara, bajando el volumen. Pero quería oír su voz, quería pensar en lo que había hecho. Quería sufrir.

Darwin supo entonces, en aquel mismo momento, lo mucho que quería a Dan. Porque la idea de perderlo le hacía imposible plantearse seguir adelante.

¿Qué iba a hacer ahora?

Aunque llevaba siglos controlando su ciclo y tenía una idea muy clara de que no podía haber quedado embarazada la noche anterior, por algún motivo, de algún modo, tenía que desprenderse de cualquier rastro de Elon. Tenía que tomarse la píldora del día después.

El vigilante de seguridad estaba aburrido.

—Déjeme el bolso aquí y cruce al otro lado —dijo mirándola rápidamente de arriba abajo.

Lucie se apresuró a pasar por el detector de metales, agarró su bolso en el otro lado y aguardó a que se abriera la puerta con un zumbido. Había dejado a su caro ginecólogo del norte de la ciudad cuando se estableció por su cuenta (¡adiós asistencia médica asequible!); pasarían tres meses antes de que entrara en vigor el seguro médico de su empleo en la cadena pública. Y aun entonces, podría ser que su embarazo se considerara una de las condiciones «previas» que no le cubriría. Así pues, no quedaba más remedio que recurrir a Planned Parenthood…, ¡y gracias a Dios por su existencia! Claro que el motivo original para presentarse en la puerta del centro de planificación familiar era una cosa totalmente distinta. Le había sorprendido que se le retrasara el período, supuso que sería…, ¿cómo lo llaman todas las revistas?…, perimenopausia, eso. Aunque deseaba tener un hijo. Le había dado miedo albergar la esperanza. Pero la varita se volvió azul…

—Hablemos —le dijo la consejera después de su examen físico.

Fue una mañana larga, la de aquella visita inicial. Primero la hicieron esperar en una habitación, luego le abrieron la puerta para conducirla, de nuevo, a otra sala de espera. ¡Menuda seguridad había allí, por Dios! No se parecía en nada a la sobria consulta de su médico. Sin embargo, se sentía protegida, segura. Y, desde luego, allí no se toparía con nadie a quien conociera.

—Aquí estás entre amigos —le recordó la consejera al reunirse con Lucie—. Quiero ayudarte a hacer lo mejor para ti. ¿El embarazo te resulta una experiencia positiva?

Bastó con eso —unas cuantas palabras amables— para que Lucie se sincerara. Bueno, en realidad no tenía a nadie con quien hablar de la situación. Todo había parecido muy fácil en teoría. Ahora la perspectiva de tener un bebé y, a efectos prácticos, criarlo ella sola, la asustaba. Disponía de muy poco dinero.

No estaba segura de poder hacerlo. Por eso no se lo había contado a nadie. Ni siquiera a un amigo; ni una palabra a nadie, a nadie.

—¿Tú quieres tener ese bebé, Lucie? —preguntó la consejera; aguardó su respuesta.

—Más que nada.

—Entonces estamos aquí para ayudarte. Normalmente animamos a las mujeres a que vayan a ver a su médico habitual, pero como tú estás a la espera del seguro médico podemos ocuparnos de tus cuidados prenatales aquí durante el tiempo que tarde. —La consejera no dejó de mirarla hasta que Lucie afrontó su mirada—. Al final todo el mundo lo sabrá, Lucie. Es prácticamente imposible esconder el vientre durante los últimos meses. De manera que tal vez quieras considerar si hablar con tu familia, sobre todo si quieres que se involucren en la vida del bebé. Pero, hasta entonces, vamos a darte unas vitaminas y unos cuantos folletos informativos.

Aquella mañana de febrero Lucie se había sentido muy aliviada por el hecho de que alguien la tratara… con total naturalidad. Que no reaccionara cuando contó su historia.

Ahora ya era abril y, embarazada de trece semanas, estaba allí esperando a que dijeran su nombre. Se acercaba Pascua e iba a pasar la fiesta sola; no se lo había contado a Rosie y no tenía ni la más mínima intención de aparecer en casa según la tradición familiar. Aquel exilio autoimpuesto le dolía, saber que la familia entera estaba reunida y ella, sola en su apartamento. Ideando planes para conseguir dinero extra, como ése de los vídeos prácticos para hacer calceta.

Cerró los ojos y los apretó en un intento por contener una jaqueca nerviosa. Últimamente las sufría a menudo.

—¿Lucie?

Abrió rápidamente los ojos y parpadeó. Allí, de pie frente a ella, estaba aquella pesada del club de punto. La soy-demasiado-buena-para-tejer-y-no-puedo-creer-que-estéis-todas-aquí-pero-dejadme-comer-un-muffin-de-todas-formas, esa cotorra académica de Darwin Chiu.

—Vaya, Lucie, no tenía ni idea. Siempre llevas unos jerseys tan grandes en la tienda… Pensaba que estabas…, bueno, ya sabes… —Darwin hizo un movimiento impreciso con las manos—. Gorda, vaya.

«¡Gorda! ¡Pero si apenas parezco preñada!», pensó Lucie, indignada. Entonces la llamaron a la parte de atrás para pesarla y dejó a Darwin allí de pie, con un ejemplar atrasado del Reader’s Digest entre las manos.

¡Pues menos mal que allí no iba a encontrarse a nadie conocido!

Lucie fue andando hasta Astor Place y se compró un té chai en Starbucks. Tomó dos sorbos y lo tiró a la papelera. ¡Esa maldita Darwin Chiu! Si se lo contaba a alguien…, bueno, pues tendría un problema. Mientras regresaba por Lafayette Street, trazó un plan para decirle a esa mujer que mantuviera la boca cerrada. Cruzó la calle Bleecker, volvió a la entrada de la clínica y se quedó allí, consciente de que no tenía manera de saber si Darwin todavía estaba dentro. O de si tenía un motivo más serio para estar allí.

Enojada con Darwin por echar a perder su plan de mantener el secreto y enojada consigo misma por no tomar en consideración a qué se enfrentaba Darwin, Lucie empezó a caminar lentamente de un extremo a otro de Mott Street. «¡Aaagh! —pensó—. Y ahora, ¿qué? ¿La conozco lo suficiente como para tenderle la mano? No. ¿Me es tan desconocida que pueda desentenderme? No. Estoy atascada —concluyó la realizadora de televisión—, estoy atascada. Esperaré cinco minutos, y luego me iré».

Un cuarto de hora más tarde salió Darwin con expresión ceñuda. Lógicamente se sobresaltó al ver a Lucie en la puerta.

—¡Dios mío! —exclamó, y lo repitió—. ¡Dios mío! No imaginé que me esperarías. No se me ocurrió que lo hicieras.

—Olvidé una cosa y tuve que volver —mintió Lucie, muy acostumbrada al deseo de estar sola y que no la juzgara nadie.

—Ah.

—De todos modos aquí estoy. Y ya casi es hora de comer, ¿sabes? —siguió Lucie—. ¿Has comido?

Pues claro que Darwin no había comido, se dijo para sus adentros; llevaba toda la mañana en la clínica. ¡Sería tonta!

—No.

Darwin parecía apagada; habían pasado ya varios minutos y ni siquiera había hecho una sola pregunta impertinente o comentario sobre el estado de Lucie.

—Venga, vamos tomar un bocado allí en el NoHo Star —propuso Lucie, que tocó ligeramente a Darwin en el antebrazo y le indicó que la siguiera—. Comeremos algo saludable, como ensalada de espinacas, y luego nos daremos un gusto con el pastel de chocolate. Y ni siquiera vamos a compartirlo… Cada una se comerá el suyo. Vamos, invito yo.

Darwin la siguió a cosa de un paso por detrás hasta que tuvieron que volver a cruzar Lafayette. «¡Hoy sí que estoy haciendo ejercicio!», pensó Lucie. A ese ritmo podría mantener los kilos a raya durante mucho tiempo.

—Por favor, no le digas a nadie que me has visto en Planned Parenthood —soltó Darwin.

Lucie la miró de reojo y asintió lentamente con la cabeza.

—Lo mismo digo, querida. Y ahora vamos a comer y seré como Anita, dejaré pacientemente que me hagas preguntas raras sobre lo de hacer punto.