James estaba tumbado en la cama mirando el techo, sumido en la reflexión. La vida no siempre resulta ser como uno piensa.
A veces es incluso mejor.
Al final lo había entendido. O mejor dicho, Georgia se lo había dejado claro. Si quería pasar más tiempo con Dakota —lo cual quería hacer—, sencillamente llamaba de antemano y quedaban de acuerdo. Georgia había transigido en su política de sólo los domingos, había dejado claro que permitiría que conociera mejor a su hija y también fue categórica en cuanto a que sus visitas inesperadas no resultaban agradables. Él captó la indirecta… o, mejor dicho, aceptó el rapapolvo bastante bien. Sus oídos habían olvidado el volumen vocal al que podía llegar Georgia.
Ahora, mientras estaba en el despacho, pensaba en qué le apetecería hacer a Dakota el fin de semana, o entraba corriendo en una tienda si veía en el escaparate algo que la niña pudiera querer o necesitar. Ella era su familia instantánea. Y era fantástico.
Llevó a Dakota a ver la exposición de mariposas del Museo de Historia Natural y observó con una extraña sensación de orgullo cómo docenas de mariposas se posaban en la camisa de su hija, y en otra ocasión fueron a ver una película sobre una niña llamada Lizzie McGuire. Habían comido más de una vez en aquella disparatada cafetería con camareros cantantes, e incluso la llevó a montar en bicicleta, ella en aquélla tan cara que le había comprado y descubrió, demasiado tarde, que no tenía las piernas tan en forma como había supuesto.
—¿Por qué jadeas tanto, papá? ¡Ni que estuviera yendo a toda velocidad! —le gritó Dakota cuando él la alcanzó, y entonces le frotó el hombro—. No te preocupes, Ya eres bastante viejo.
James casi tenía cuarenta años pero, día a día, su paso se iba aligerando. Estar con Dakota resultaba más excitante que cualquier fiesta o club, y bien sabía Dios que James había estado en bastantes lugares de vida alegre. Había conocido a un montón de mujeres atractivas en Europa, salió con muchas de ellas e incluso tuvo unas cuantas novias aparentemente formales que esperaban que llegara una proposición que James no tenía la menor intención de hacer. La última chica con la que vivió se marchó cuando un día, fisgoneando, encontró la foto que él guardaba en la cartera, detrás de su permiso de conducir caducado de Nueva York. Era una fotografía de Georgia con Dakota cuando ésta era un bebé; se la había enviado a París la amiga de Georgia en la editorial, K. C., quien garabateó en la parte de atrás: «¿Ves lo que te estás perdiendo?».
Tenía intención de ponerse en contacto con Georgia cuando citaba embarazada, pero no la persiguió. No de la manera que perseguía todo lo demás. Resultó menos complicado apartarlo a un lado, ir rebotando de una cama a otra, no dejar pasar la magnífica oferta de trabajo con el que era consciente de que forjaría su carrera. Al llegar a Francia se divirtió de lo lindo, como resultado de una combinación de culpabilidad y un deseo de quitarse de la cabeza a su bebé. Después hizo un intento de mantener el contacto con Georgia y le remitió un par de cartas y, al no obtener respuesta, lo dejó pasar, y le envió dinero sin ofrecerle nunca su afecto.
Era más fácil de este modo.
Y más duro, también.
Y ahora allí estaba, preparándose para pintar cerámica con su pequeña. Se enjabonó bajo la ducha sintiendo que la espuma cálida lo limpiaba. El 1 de abril se cumplieron ocho meses de su regreso a la ciudad con la vaga idea de conocer a su hija rondándole por la cabeza. Antes de comunicar a nadie que había vuelto, James tomó un taxi en el East Side y permaneció al otro lado de la calle frente a la tienda de Georgia hasta el día en que empezó a ver niños que caminaban rumbo a la escuela. Cuando él era pequeño, el mes de septiembre siempre le había parecido una época de nuevos comienzos: aulas nuevas, amigos nuevos. ¿Por qué no un padre nuevo?
Como no estaba nada seguro de cuándo empezaba la escuela, se presentó a las seis de la mañana, se tomó un café en la charcutería de Marty y luego cruzó la calle. Aguardó durante una hora y media, preocupado por si por cualquier cosa no veía a su hija, y luego se inquietó por si parecía un acechador chiflado recorriendo la manzana de un lado a otro. Pero, claro, estaba en Nueva York. Nadie le prestó la más mínima atención.
Entonces llegó aquel día de otoño en que vio por primera vez a esa increíble niña color café con leche paseando por la calle con unos vaqueros brillantes y una gorra de vendedor de periódicos mientras charlaba animadamente con una mujer de serena belleza dueña de una espesa mata de cabello rizado y cuya sonrisa se iluminaba mientras su hija gesticulaba mientras le contaba una historia. James se sintió tan mal a causa del miedo, el arrepentimiento y la emoción, que tuvo que dar media vuelta y marcharse, y caminar deprisa hasta West End Avenue y morderse los carrillos para contener las lágrimas que le hacían escocer los ojos. ¿Cómo podía haberse mantenido alejado durante tanto tiempo?
Hay ocasiones en que los buenos momentos duelen mucho más que los malos.
A lo largo de dos semanas, tras haber visto fugazmente a Dakota por primera vez, llenó su horario de trabajo con tareas agotadoras que apenas le dejaban tiempo para dormir…, por no hablar de la idea de ir a ver a Georgia. Y un día entre semana volvió a encontrarse frente a la tienda hasta que el 30 de septiembre cruzó Broadway y esperó a que Georgia volviera de dejar a su hija en el colegio. La hija que también era suya. La hija de ambos.
—Hola, Georgia —dijo, lamentando que no hubiera otro saludo más formal que implicara «Lo siento» y «Perdóname, por favor» y «¿Cómo diablos estás?» todo a la vez. Se aclaró la garganta y aumentó el tono de voz—: Hola.
Georgia no perdió el paso.
—Hola, James —contestó sin mirarlo.
Un momento después, abrió la puerta de cristal de su edificio y volvió a cerrarla tras ella. Desde la acera, la vio subir las escaleras hasta la tienda.
Se quedó allí, estupefacto, hasta que comprendió que Georgia no iba a volver a bajar.
El tipo de edad que le había vendido el café todas aquellas mañanas, salió de la charcutería.
—¿Puedo ayudarle, amigo? —preguntó.
—No, gracias —repuso James, y entonces se fijó en la mirada del hombre y la expresión de advertencia que contenía—. Sólo intentaba reanudar el contacto con una vieja amiga.
—Pues quizá tendría que mantener las distancias. Da la impresión de que el sentimiento está lejos de ser mutuo —dijo Marty, y volvió a meterse en su tienda.
Al día siguiente fue a la tienda a la hora de comer e intentó volver a hablar con ella. De nuevo, Georgia no se mostró interesada. James no se molestó en llevar flores, dulces o demostraciones llamativas de su éxito; no estaba intentando comprar el afecto de Georgia. Lo había hecho una vez y fue un derroche que le creó una deuda en el corazón. No; se conformaría con la oportunidad de ver a su hija. Hubo semanas de negociaciones antes de que por fin se encontrara con Dakota. Y valió la pena con creces.
Conocer a su hija fue como averiguar que tenía un club de fans del que nunca había sabido nada. Llevaban viéndose…, ¿cuánto tiempo? Poco más de seis meses, y era un descubrimiento constante. De las aficiones de Dakota —a la niña le encantaba hacer pasteles y le daba paquetitos que preparaba con magdalenas de fresas o muffins de arándanos— o intentando conocer sus gustos musicales; la niña se lo quedó mirando sin comprender cuando él se ofreció a dejarle un CD de Lionel Richie: «¿Te refieres a un DVD del programa de Nicole, papá?», le preguntó, perpleja. Por no mencionar que, para él, sus reuniones eran como una incesante montaña rusa de emociones. «Te eché de menos, papá, pero me alegro de que ahora estés aquí», le había dicho un día, como si tal cosa, cuando iban a la tienda de Marty a comer algo. Hacía tres semanas que se conocían y era la primera vez que salían sin Georgia («Sólo a la charcutería y volveremos dentro de media hora, le prometió»). Aquel día, James pensó que era la mejor tarde de toda su vida y se sorprendió deseando poder recuperar los doce años y medio que había malgastado. Ni en los Campos Elíseos ni en el Louvre había nada que pudiera compararse con aquella brillante y cautivadora chiquilla.
Primero vino la alegría, tanto para el padre como para la hija. Dakota continuó con las preguntas y el enojo.
—¿No tenían aviones en París? —le espetó una noche.
Estaban sentados, una vez más, escuchando a las actrices con falda estilo años sesenta que cantaban en el Stardust Diner. Dakota se había mostrado huraña toda la tarde y ni siquiera la impresionó que James hubiera conseguido entradas para Broadway y hubiese convencido a su madre para que la dejara salir hasta tarde. («Con Anita voy a ver espectáculos continuamente —le dijo cuando pasó a recogerla—. No es nada del otro mundo»).
Aquella noche lo miró con fría autoridad.
—¿Por qué no viniste a verme? —preguntó—. ¿O por qué no me mandaste un correo electrónico? ¿Sabes que he vivido toda mi vida en el mismo sitio? Y tengo doce años y medio. Eso es mucho tiempo, ¿sabes?
—Yo…, esto…, bueno…, sí… —respondió James. ¡Qué contestación tan pobre! Había practicado respuestas a estas preguntas muchas veces, pero se quedó como un pasmarote al mirar los ojos grandes y tristes de Dakota con su expresión desafiante—. Siento mucho no haber venido. Pero ahora estoy aquí.
Dakota miró a su recién descubierto padre con aire pensativo.
—Quiero postre —murmuró al fin—. Algo grande.
—De acuerdo —contestó mirándola mientras le hacía una seña a una de las camareras cantantes, consciente de que la niña había anotado su matrícula: 1-800-culpable.
Sin embargo, hasta esta fase se había equilibrado. Bueno, de acuerdo, él seguía sobre compensándola con regalos. Aun así, ambos habían desarrollado una especie de ritmo tranquilo, paseando por el West Side mientras James señalaba los edificios históricos y compartía su amor por la arquitectura, yendo al cine y viendo al equipo de baloncesto Liberty en el Madison Square Garden.
Lo más sorprendente de los últimos meses era que se encontró rondando por la tienda de punto cuando tenía que pasar a buscar a Dakota. Se presentaba cada vez más pronto y pasaba por el despacho para tener una charla rápida. Georgia siempre daba la impresión de estar un tanto molesta, pero algunos días se le pasaba el mal humor y entonces charlaba unos minutos con él sobre temas triviales. Cuando esto ocurría, James se sentía lleno de emotividad, aunque se cuidaba muy mucho de que se notara. (Una década con los franceses le había enseñado el delicado arte de parecer indiferente). Otras veces, Georgia no le hacía el menor caso, y se marchaba con Dakota, aún contento pero no tanto.
Entonces aconteció lo de aquella fiesta. Al verla fuera de la tienda, Georgia le pareció más vulnerable e imponente. Era inteligente y divertida, y James entendió de dónde sacaba el entusiasmo y el optimismo su hija.
James Foster no era un estúpido. Reconocía que de algún modo, por algún motivo —¿quizá por aquella vez que ayudó a una anciana que se había caído por las escaleras del metro?—, el universo le había dado la oportunidad de hacer las cosas bien. También sabía que quería más, y cada vez estaba más convencido de ello. Su trayectoria profesional era magnífica, tenía una larga lista de conquistas sexuales (algunas, incluso memorables), había viajado desde el Monte Fuji hasta Mumbai y tenía un afinado deseo por los artículos de lujo, desde su Rolex a aquel incómodo sofá de cuero negro. Ya nada de eso le importaba demasiado.
—Ha ocurrido algo disparatadamente increíble —se encontró confesándole la noche anterior a Clarke, su mejor amigo de la época de Princeton, cuando quedaron para tomarse una cerveza. A Clarke nunca le había parecido bien la decisión que tomó James de irse al extranjero—. Creo que me he enamorado de mi familia.
Clarke se echó a reír y chocó su botella con la cerveza de James.
—Te felicito, viejo amigo…, hoy por fin te has convertido en un hombre.
Georgia doblaba la ropa mientras Dakota practicaba haciendo girar el bastón de majorette en la habitación que hacía de salón, de comedor y de todo. Así le gustaba pasar las noches de sábado: en casa con Dakota. Aunque, cada vez con más frecuencia, a su hija la invitaban a dormir o a salidas para ir al cine, y entonces Georgia se quedaba sola en casa. Aquella noche, gracias a Dios, sólo estaban ellas dos y un millón de coladas que había que subir y bajar por las escaleras.
—¡Ojalá viviéramos en una casa grande con su propia lavadora y secadora! —exclamó Georgia, y con ello empezó el juego del «Ojalá» al que tanto les gustaba jugar a las dos. Estaban también las variantes «Algún día» y «Cuando sea mayor», en función del humor que tuviera Dakota.
—¡Ojalá tuviéramos nuestro propio gimnasio! —replicó Dakota.
—¡Ojalá fuéramos a pasar la Pascua con la abuela en Escocia!
Georgia había consultado la cuenta de ahorro y decidió que aquél iba a ser el verano en que por fin llevara a Dakota al Reino Unido. Necesitaba que su hija viera la tierra que amaba, y a la abuela, que, aunque no fuera precisamente efusiva con los abrazos, la estrechaba con fuerza cuando era ella la que la abrazaba. Quería enseñarle a su abuela lo bien que le iba con su pequeña y la hábil tejedora en que Dakota se estaba convirtiendo. Y bueno, siendo honestos, Georgia también quería uno de aquellos fuertes abrazos para ella.
—¡Ojalá fuéramos a pasar la Pascua con papá! —terció Dakota, interrumpiendo su ensueño.
Georgia se detuvo a medio doblar una sábana y volvió a meterla en el cesto; de todas formas era ajustable y no conseguiría plegarla bien.
—¿A qué te refieres? ¿De verdad quieres que tu padre venga por Pascua? Normalmente siempre estamos las dos solas con Anita, cielo —le recordó Georgia.
Gracias a Dios, Anita siempre incluía a Dakota en su Seder pascual y luego no dudaba en visitarlas unos días después para comer cordero y conejitos de chocolate, sin olvidarse nunca de traer un poco de la sopa de bolas de matzoh que le había sobrado.
—No tengo que creer en Jesús para comerme la cena de celebración —había señalado Anita guiñando un ojo por encima de la cabeza de Dakota la primera Pascua que pasaron juntas.
De momento, para tratarse de una niña cuya madre era presbiteriana y cuyo padre, hasta entonces ausente, era baptista sólo de nombre, Dakota había recibido toda una educación interreligiosa en distintas creencias.
—Estoy segura de que tu padre ya tiene planes para Pascua, cariño —añadió Georgia en tono suave, preguntándose si su hija percibiría su renuencia. Si fue así, Dakota no lo demostró.
—Oh, no, se lo pregunté cuando fuimos al taller de cerámica esta tarde. A él le parece bien venir. Me dijo que le gusta el cordero.
—Ya veremos, cariño, ya veremos.
Lo último que quería hacer era bajar la guardia con James. Seguía sospechando que él tramaba algo. Y Georgia ya no pensaba cometer más errores estúpidos.
Darwin se dio la vuelta rodando en la cama y consultó el reloj. La una. ¿Podía ser? Nunca dormía más allá de mediodía, ni siquiera en domingo. Era un vestigio de la educación que recibió de niña: todavía se despertaba a las nueve y se sentía culpable por no ir a la iglesia.
¡Maldición! Le dolía la cabeza con cada latido y se notaba la boca torpe y seca al mismo tiempo. ¡Y qué ganas tenía de hacer pis! Deslizó las piernas hasta el suelo y cuando fue a levantarse descubrió que el suelo se balanceaba. ¿Había un terremoto? Volvió a caer, torpemente, sobre las mantas. Miró al techo, que giraba en espiral. Cerró los ojos. Todo giró más deprisa. Abrió los párpados y gimió.
—Creo que tengo resaca —susurró.
Se detuvo un momento a considerar lo que estaba diciendo. ¡Resaca! Entrecerró los ojos como si intentara ver algo en lontananza, pero en realidad sólo intentaba acordarse de la noche anterior. Recordó que esperaba que la llamara Dan y que cuando pasó la hora de la llamada por tercer día consecutivo, decidió ir al West Side a ver si Peri quería adelantar la entrevista. Habían quedado en hablar hoy para la investigación de la tesis, pero Peri no parecía tener ningún problema en cambiar la cita, aun siendo sábado por la noche.
—Acércate hasta aquí —le había dicho—. Será divertido.
Darwin, sencillamente, estaba agotada de estar en casa aguardando junto al teléfono, a la espera de que sonara y Dan dispusiera de más de tres minutos para hablar; sus conversaciones se estaban volviendo cada vez más cortas y tensas. De modo que se puso un par de chinelas y su abrigo de primavera y fue a tomar el tren para acudir desde Jersey.
Lo que había esperado que fuera una distracción se transformó en una noche impresionante. Incluso Georgia había estado muy simpática, se marchó pronto arriba para hacer la colada con Dakota y dejó que cerrara Peri mientras Darwin la seguía con su cuaderno de notas. Peri le mostró a Darwin los bolsos que vendía en la tienda y hasta le había revelado unos cuantos diseños inacabados, explicándole a Darwin todas sus ambiciones. Resultó fascinante. Y luego, Peri le enseñó los hilos más caros de la tienda. ¡Ochenta y nueve dólares por un pequeño ovillo!
Fue como dejarse conducir a un extraño mundo interior de la calceta. Bastante ameno, tenía que admitirlo. Había ido a la tienda a entrevistar a Peri, sí, para la tesis, pero Darwin cedió fácilmente ante la insistencia de Peri de que la acompañase a un restaurante griego y conociera a sus amigos del FIT. Eran todos muy simpáticos —Henry, Elon, Bridget y Anjali—, aun cuando no dejaron de hablar de una serie de personas a las que Darwin nunca había oído mencionar. ¿A quién le importaba si Anna Wintour vestía pieles o no? Sin embargo, fue una velada verdaderamente divertida, sobre todo porque Elon tenía un sincero interés en oír las ideas de Darwin sobre la moda de mediados de siglo como forma de represión. Quizá no le gustara mucho el diseño, pero a Darwin le encantaba hablar de corsés y de todos los lazos que atan.
Anoche probó el hummus por primera vez y se sobresaltó con la textura de la mezcla de garbanzos, aunque también la saboreó. Del souvlaki podría pasar con mucho gusto para siempre; el baklava la dejó con la boca que se le hacía agua sólo de pensar en comer más. Ah, y luego estaba el ouzo. Sí, había tomado unas cuantas copas de ese licor. A Darwin le encantaban los caramelos de regaliz desde pequeña…, ¿quién iba a decir que habían hecho una bebida de eso? Delicioso. Hizo un chasquido con la boca y sintió una leve náusea al recordar el alcohol. Se frotó los labios suavemente.
Labios.
Un recuerdo fugaz cruzó por su mente, y fue tan breve que tuvo que sacudir la cabeza como si quisiera hacerlo caer.
Labios.
Cálidos, suaves, mordisqueando su boca.
Labios.
Se llevó la mano a la cara y al bajar la vista se dio cuenta de que todavía llevaba puesta la blusa de la noche anterior, aunque estaba mal abrochada, el primer botón por el tercer ojal y así. Tenía las piernas desnudas: los vaqueros estaban en el suelo, arrugados, junto a sus zapatos, uno de sus calcetines y un par de medias de rayas rosadas. Darwin alargó la mano para tomar las bragas y se las puso para ir al baño cuando oyó un leve gemido procedente de la cama.
—¿Dan? —dijo en voz baja, temerosa de darse vuelta—. ¿Tomaste el avión anoche? ¿Dan?
—Eh —repuso una voz ronca—. Darlene, cariño, vuelve aquí.
Darwin sintió un escalofrío de repugnancia que le recorrió la espalda. Puso la mano en la cabecera para sujetarse y se volvió.
Allí, con la cabeza en la almohada de su esposo, el brazo extendido perezosamente hacia ella, estaba el amigo de Peri del restaurante.
Era Elon.