Lucie llegó a la tienda poco después de mediodía. Habían pasado unas cuantas semanas desde su arrebato con el bizcocho y, en lugar de sentirse avergonzada cada vez que entraba en la tienda, lo cierto es que se sentía más cómoda. Como si no tuviera que llevar la armadura de su personaje de Lucie profesional todo el tiempo.
—¡Hola, chicas! —gritó.
Anita la saludó con la mano, impaciente. Peri, sentada al mostrador, llamaba por teléfono a una clienta con una mano mientras que con la otra intentaba sujetar uno de sus libros de texto acerca de la comercialización de la moda.
—Eh, dama de los bolsos —dijo Georgia en un tono de broma y advertencia al mismo tiempo; Peri dejó el libro, la miró, musitó un «lo siento» y volvió a concentrarse en la clienta.
Lucie hizo señas a Anita para que fuera con ella a la mesa y sacó una carpeta grande.
—Vamos a repasar nuestra estrategia —anunció Anita a Georgia—. Ven aquí. Quiero que eches un vistazo a estos guiones que Lucie ha preparado.
De momento, Anita era una fanática de la idea de los vídeos para hacer punto, mientras que Georgia no estaba segura de que tuviera sentido asumir el gasto. Cuando Lucie expuso la idea, Georgia había supuesto que no hablaba del todo en serio.
Pero Anita no había dejado de sacar el tema y se empeñó en que quería cifras y proyecciones, y Lucie, realmente cada vez más desesperada, decidió que necesitaba ese trabajo del vídeo como complemento del empleo en la televisión pública o se quedaría otra vez sin dinero para pagar el alquiler. Cada vez que acudía al cajero automático rezaba una oración para que la máquina le diera dinero, pues hacía ya tiempo que había dejado de mirar un saldo que decrecía constantemente.
—No estoy segura de lo de ponerme delante de la cámara —estaba diciendo Anita—. No quiero dar la imagen de que el punto es cosa de ancianas. Aunque yo no lo soy. Soy vieja, eso sí.
—No te preocupes… ¿Has visto qué pelos llevo? —intervino Georgia—. Y nunca me he puesto delante de una videocámara.
Lucie estaba preocupada: si salvaba aquel proyecto, se salvaba a sí misma.
—Muy bien, grabemos el club de punto —decidió, en su papel de directora, rememorando su época en la facultad SUNY Purchase, cuando su sueño había sido hacer películas vanguardistas—. Mujeres reales, cuestiones reales, el punto en la vida real —continuó diciendo—. ¿Estáis de acuerdo? Porque creo que esto podría ser un éxito de taquilla.
Tal como hacía el primer día de cada mes, Georgia revisó los libros con Anita; las semanas anteriores habían sido magníficas para el negocio. Incluso les faltaba ya muy poco para entregarle a Lucie el dinero para poder empezar los vídeos del club de punto. Y buena parte del boom del negocio era porque Cat estaba dispuesta a pagar muy bien por una entrega rápida.
Siguiendo los consejos de Anita, Georgia había entregado su primera serie de bocetos y soltó una cifra por el vestido —desde tomar medidas al final— que a ella le parecía astronómica. Nunca había pedido tanto. Sin embargo, dio el presupuesto mirando a Cat a los ojos y sin ruborizarse. «Si crees que lo vale, lo conseguirás —le había aconsejado Anita, quien le transmitió así una lección aprendida de su difunto esposo—. Si vacilas, te costará sacar hasta un precio bajo».
Seguro que a la gente le encanta conseguir una ganga, pero le gusta más aún tener la sensación de que se lleva lo mejor. Anita tenía razón, como siempre. Cat no palideció al oír el elevado precio.
—Si terminas el vestido en la mitad de tiempo, te pagaré el doble —repuso muy seria.
Quedaron en citarse con regularidad en el loft. Trabajar con Cat resultó incómodo desde la primera hora más o menos, pero luego, mientras andaban atareadas tomando medidas y repasando la idea inicial que tenía Georgia de un vestido ceñido al cuerpo que se fuera acampanando hasta los pies y complementado con una torera, el trabajo adquirió protagonismo y la tensión se convirtió en algo más parecido a un murmullo de fondo y menos a un martillo neumático. Cat la llevó a un dormitorio de la parte de atrás para mirar accesorios caros, entró en un vestidor enorme y abrió un armario de complicadas puertas talladas estilo Chippendale que había dentro. Abrió un cajón y sacó varios estuches de joyería de terciopelo. Georgia se preguntó en su fuero interno qué precio pondría en la etiqueta de esos pendientes de enormes rubíes, del broche enjoyado en forma de libélula, del macizo brazalete de diamantes que requería su propia sesión de ejercicios de muñeca.
—¿Tienes esto en el vestidor? —preguntó.
—Sí, Adam no lo quiere fuera. No soporta el mobiliario antiguo —dijo Cat.
—Me refiero a las joyas. ¿No deberías guardarlas bajo llave?
—¡Ah, eso! —Cat se encogió de hombros—. Da igual. Veamos qué podría ponerme con el vestido.
Regresaron a la mesa del comedor para seguir trabajando. Hicieron bosquejos, rieron, discreparon, arrancaron páginas de revistas y así, al cabo del tiempo, las dos mujeres empezaron a experimentar una sensación de déjá vu: les gustaba trabajar juntas. ¡Aunque Cat cambiara continuamente de opinión sobre lo que quería! Muchas veces Georgia volvía a casa con ganas de tirarse de los rizos. Cat continuaba siendo una perfeccionista, hasta el punto de resultar irritante.
—En muchos sentidos, no has cambiado ni un ápice —le dijo Georgia.
—¿Por qué lo dices?
—Recuerdo cuando salíamos a vender el periódico del instituto y yo ya había cruzado la puerta cuando tú aún te estabas acomodando las hombreras en el baño.
Cat se rió, pero fue más al pensar en los atuendos que llevaba en 1980 que por otra cosa.
—Bueno, una mujer siempre tiene que lucir su mejor aspecto si quiere que alguien invierta en ella —comentó—. No obstante, siempre eras tú la que cerraba el trato. Eso te lo reconozco. Aunque te empeñaras en llevar esa chaqueta en la que ponía «Sólo para socios».
—¡Tocado!
Georgia arrugó una página de su bloc de dibujo, hizo ademán de arrojársela a Cat y entonces se acordó. Ahora eran adultas. Y, además, estaba trabajando para Cat.
Sin embargo, la emoción que Georgia sentía al diseñar su propio vestido pesaba más que las frustraciones de tratar con esa quisquillosa figura social. La fascinación por la moda le venía de lejos y veía prosperar el negocio de bolsos de Peri con una mezcla de orgullo y envidia. Si no hubiera tenido que cuidar de Dakota, podría haber corrido un riesgo que ahora no podía permitirse, podría invertir todos sus ahorros y los fondos para la universidad en una línea de vestidos y chales. Durante demasiado tiempo la gente había considerado el punto como una cosa informal: jerseys gruesos de esquí y chaquetas de punto para solteronas. Georgia quería sacudir las telarañas y reinventar la moda en el campo del punto, quería que expresara algo más que calor y comodidad. Quería ver puntos delicados e hilos de seda. Y el proyecto de Cat —quien luciría el vestido en una gala privada que iba a celebrarse en el Guggenheim— era el primero de muchos encargos en esta nueva dirección, o al menos así lo esperaba. Era cierto que disfrutaba con todas las mantas para bebé y jerseys calentitos que tejía para las clientas que estaban demasiado ocupadas para poder hacerlo ellas mismas, y se figuraba que unas cuantas habrían hecho pasar el trabajo como suyo. (Había una clienta en particular que le pagaba para hacer varios botines y gorros de bebé cada año, y Georgia se imaginaba las exclamaciones de embeleso en todas las celebraciones de nacimientos en las que las destinatarias del obsequio no tenían ni idea de que la invitada en cuestión nunca había tenido entre las manos una aguja de hacer punto, y mucho menos un ovillo de lana). Sin embargo, ésos eran los artículos que podía hacer hasta en sueños, y su deseo era experimentar con texturas y colores y hacer que la gente viera muchas más cosas en los artículos de punto. Cuando no estaba planeando su vida campestre en Escocia, fantaseaba sobre comprar la charcutería de Marty y convertirla en una boutique en la que vendería sus creaciones de punto en tanto que la tienda de lanas seguiría arriba. Quizá adquiriese el edificio entero e hiciera un apartamento dúplex, o tal vez alquilase los apartamentos y construyera un ático de lujo con toda una pared de cristal desde la que se dominaran todas las casas de piedra rojiza de la calle lateral hasta el parque.
«Primero tengo que hacer brillar a Cat», pensó. No le había parecido muy difícil cuando ella la contrató. La verdad, Cat era absolutamente atractiva —la melena lacia y brillante, la piel suave, los arcos de las cejas apenas marcados— y tenía el cuerpo terso y tonificado en puntos que a Georgia ni se le habría ocurrido pensar que pudieran ejercitarse. Sin embargo, aunque iba con los hombros erguidos, de alguna manera parecía cada vez más frágil. La maternidad había convertido a Georgia en una observadora silenciosa y se fijaba en que Cat a menudo se mordía el labio o frotaba los dedos entre sí.
Lo cierto es que Georgia necesitaba que Cat vendiera su vestido y que caminase con el mismo aire arrogante, sexy y repelente con el que había entrado aquel primer día en la tienda, por lo que se inquietaba al ver que ella cambiaba de idea continuamente. Un día era atrevida —«¡Ni siquiera me voy a poner sujetador!»— y a la siguiente sesión pensaba que el vestido debería ser un poco más holgado en las caderas y el busto. Durante la última semana de marzo, Cat empezó a parecer preocupada y menos segura.
—Georgia, por favor, dime qué piensas de mí con este vestido —le dijo Cat en voz muy baja una tarde…, lo cual era sorprendente, cuando se había pasado la anterior reunión diciéndole a Georgia lo que debía cambiar exactamente y rechazando cualquier sugerencia—. Es que ya no sé qué pensar. Ya no sé nada.
A continuación se metió en su dormitorio y cerró la puerta. Georgia esperó unos veinte minutos largos y por fin se marchó sin decir nada.
Pero luego volvían a reunirse y la energía se recuperaba; Cat estaba ingeniosa, venenosa y dispuesta a sostener la parte delantera del vestido y pavonearse frente al espejo.
—¿Por qué escogimos hilo dorado? ¡Voy a parecer un Oscar de tamaño natural! —dijo, y se echó a reír con estridencia—. O como un pedazo de idiota muy cara, ¿no te parece?
Aquellas tardes, al término de cada sesión de planificación, Georgia siempre volvía al trabajo, en tanto que Cat consultaba su PDA, siempre preparado, y se iba a Pilates o a hacerse acupuntura, a una sesión rápida de ejercicios o a hacer una parada aún más rápida en el dermatólogo para el habitual colágeno. Entre uno y otro encuentro no había ningún contacto telefónico para cotorrear, y las dos siempre se comportaban con profesionalidad, pero poco a poco empezó a forjarse un sentimiento contenido. Un sentimiento de reencuentro. Georgia deseaba ver «C @ 2 p.m.» garabateado en el calendario sujeto con cinta adhesiva encima del ordenador y Cat se sorprendió dejándose más tiempo libre las tardes de los miércoles por si la cita se alargaba; antes se perdería la sesión de spinning que su reunión de moda con Georgia.
—Creo que me divierte —le dijo al consejero matrimonial que había pasado a convertirse en su confesor personal después de que su esposo, Adam, declaró que no iba a perder el tiempo poniéndose de los nervios con su relación—. Esta mujer, Georgia, es una completa desconocida. Pero luego ya no lo es y hablamos las dos a la vez sobre una idea. Cuando estoy cerca de ella me siento diferente. Me siento mejor.
Y hacía muchísimo tiempo que Cat había querido sentirse mejor.
Se casó con Adam con tan sólo veintidós años, y la familia de él nunca la había aceptado del todo. Oh, sí, la madre y el padre de Adam siempre se habían mostrado cordiales cuando ella todavía era una estudiante en Dartmouth, le hacían preguntas sobre sus estudios y sus planes y la invitaron a cenar fuera con frecuencia cuando iban a visitar a Adam a la facultad. Iba con ellos a esquiar, a Nantucket los fines de semana de verano e incluso pasó un día de Acción de Gracias con la familia. Sin embargo, no advirtió que entre Adam y sus padres existía un acuerdo implícito: puede que la pueblerina de Cathy fuera guapísima, pero estaba claro que no estaba al mismo nivel que los Phillips, muy Mayflower e Hijas de la Revolución Americana todos ellos. Sal con ella, pero no la hagas tu esposa.
Cat sabía que ellos sospechaban un embarazo, de lo contrario hubieran dado al traste con todo el plan de la boda en el jardín. Como era eso lo que suponían, hicieron de tripas corazón, sonrieron con valentía, alzaron sus copas de champán y compraron una gran casa estilo Tudor en Westchester para Adam y su esposa en tanto que él empezó a trabajar en una compañía de inversiones de Wall Street.
—Cathy parece el nombre de una camarera de bar de carretera —oyó que decía su suegro a Adam cuando regresaron de la luna de miel—. Dile que se haga llamar Cat y, por el amor de Dios, haz que deje de morderse el labio continuamente.
La inesperada visita de sus suegros pocos meses después de la boda —y su evidente sorpresa al ver que no había ni rastro de un vientre hinchado— condujo a una serie de conversaciones a puerta cerrada a las que no habían invitado a Cathy. Ella se sentaba a la mesa en silencio durante las comidas, picoteando de su plato con nerviosismo mientras la familia la miraba fijamente, evaluando su potencial; salía al patio consciente de que su suegra la estaba observando desde la ventana.
—Mi padre dice que podemos anular todo esto —jadeó Adam mientras se movía dentro de ella aquella noche—. Pero yo le he dicho: «¡Diablos, no!».
—Porque me quieres —le apuntó Cathy.
—¡Claro que sí! Deja que me concentre, nena.
Fue en aquel preciso momento —tras dos años de noviazgo y cinco meses de matrimonio— cuando se le ocurrió: en realidad, Adam nunca le había dicho que la quería. Él siempre había respondido a sus preguntas suplicantes —«¿Me quieres?»— con un «¡Claro que sí!», un «¡Chiiist!» o un «¡Por supuesto!».
Aquella noche, cuando Adam terminó, permaneció allí echada con una sensación de entumecimiento.
—Cuando supe lo mucho que se oponía mi padre, sencillamente tuve que tenerte —le susurró al oído mientras ella yacía allí, incapaz de moverse—. Además, gordita, nunca encontrarás a nadie mejor que yo. Y sería incapaz de privarte de ese placer.
Cuando él salió como si tal cosa de la cama para darse una ducha, Cathy se volvió de cara a la pared, acometida por un momento de absoluta claridad: entre ellos no existía un amor especial. Adam la trataba con el mismo desprecio con que trataba a todo el mundo. Ella sólo era otro de sus bonitos juguetes. No era la primera vez que a Cathy la invadía una intensa oleada de resentimiento y, una vez más, se sintió impotente con respecto a la situación. No podía hacer frente a Adam allí tumbada, desnuda y vulnerable, de la misma manera en que no pudo hacer frente a su padre cuando éste insistió en que aceptase la plaza en Dartmouth y dejara atrás a Georgia.
—Las oportunidades como ésta son las que construyen o rompen una vida, Cathy —le había chillado—. ¿Por qué quieres decepcionarnos?
Su madre insistió en que los amigos del instituto acaban por separarse de todas formas, de modo que no tenía ningún sentido desaprovechar una valiosa oportunidad porque había hecho una estúpida promesa a una chica de la que dentro de cinco años ni siquiera se acordaría. Aquella arenga diaria acabó por agotarla y aceptó la oferta para irse a lidiar con un mundo universitario que distaba una eternidad del viejo Harrisburg. Conoció a Adam en una fiesta a la que acudió invitada como acompañante del mejor amigo de éste, Chip. Adam quedó intrigado cuando ella no respondió a sus insinuaciones.
—Esperamos mucho de ti, Cathy —le dijo su padre cuando les notificaron que la habían aceptado en la universidad—. No nos defraudes.
De modo que, en lugar de eso, se defraudó a sí misma.
Sus padres quedaron muy satisfechos con su boda; Adam Phillips era un excelente partido.
—Lo has hecho muy bien —le dijo su madre admirando el enorme anillo.
Cathy sonrió mientras se ruborizaba de orgullo por hacer tan feliz a su madre. Si se hubiera marchado entonces no habría tenido nada. Ni boda, ni aprobación, ni algo similar al amor.
Entonces empezó todo: la dieta obsesiva («Si sólo como tres bocados, a Adam llegarán a encantarle mi autocontrol y mi trasero duro»), los intensos ejercicios, el sexo experimental (todos sus movimientos nuevos cautivaban a Adam durante un tiempo, pero ello no impedía que degustara otras mujeres cuando se le antojaba; «Es lo que hacemos los hombres, gordita. Supéralo») y el cambio de nombre («Llámame Cat», decía ella en un arrullo, y su rostro nunca revelaba la angustia que sentía en su interior. «Es un verdadero placer conocerte, Cat»).
Quince años más tarde, la reinvención se había completado. Cathy había sido reemplazada por una desenfadada tigresa Cat, la clase de mujer dura cuyo atractivo físico y su barniz de mala uva la hacían fascinantemente atractiva a los ojos de los hombres que querían domarla.
Sin embargo, Adam no estaba interesado. Sólo la veía cuando se reflejaba en la mirada de otro hombre; sólo la quería cuando era momento de demostrar que le pertenecía.
Por eso Cat tenía tantas ganas de ponerse el formidable vestido de punto de Georgia, para entrar en el vestíbulo del Guggenheim y notar las miradas de todos los amigos, familiares y colegas de Adam puestas en ella cuando se deslizara por la estancia.
Y entonces, delante de todo el mundo, dejaría a aquel cabrón.
Cuando el diseño estuvo terminado y la labor en marcha, en realidad no había ningún motivo para que se vieran hasta la primera prueba. De todos modos, tampoco pareció excepcional que Cat sugiriese que se encontraran en los alrededores del centro para ir a mirar zapatos, dijo que apreciaba el buen ojo de Georgia y que le encantaría que la ayudara a elegir algunas cosas de Bergdorf y Henri Bendel.
—Podría pedir la atención personalizada de una depenclienta, pero ¿puedes fiarte de ellas de verdad? —dijo a modo de explicación.
Y, al fin y al cabo, el vestido había llevado a Cat a decidir que Georgia le hiciera un conjunto de suéter y chaqueta para diario y luego una lujosa chaqueta de punto para regalársela a uno de sus hermanos. Tener contenta a Cat salía rentable y Georgia ya había recibido un encargo de una invitada a la que conoció en la petite soirée de Cat.
Así pues, Georgia pidió a Peri que entrara un poco antes los martes y los viernes y ella tomaba el tren hacia el centro e iba a reunirse con Cat delante de la tienda que quisiera visitar. Cat esperaba en el coche hasta que Georgia llegaba (aunque ésta se negaba a avisarla dando unos golpecitos en el cristal y esperaba junto al vehículo a que saliera Cat), y entonces daban un paseo las dos manzanas tras manzana. El centro —no tan al norte como la tienda y no tan al sur como el loft de Cat en el SoHo— era territorio neutral y era allí donde trabajaban mejor. Por lo tanto, era comprensible que, mientras compraban y hablaban, Georgia respondiera a las preguntas de Cat sobre la tienda, e incluso que le hablara del club.
—Entonces, ¿la gente va allí y hace punto? ¿Algo así como lo que hacían las pioneras?
Georgia imaginó que Cat se estaba burlando de ella. Como siempre, su rostro impasible y la mirada neutra hacían muy difícil saber lo que pensaba.
—Admito que al principio no me entusiasmó la idea, pero lo cierto es que poco a poco me ha llegado a gustar —respondió Georgia—. Y a Dakota le encanta.
Subían por Madison, buscando unas maletas. «Sólo tengo que comprar unas cuantas cosas para un viaje que voy a hacer; ¿te importa si hoy nos apartamos del programa?», le había preguntado. Georgia se encogió de hombros aunque se sentía cansada, y se limitó a recordar a Cat que debía regresar a tiempo para la reunión del club de aquella noche.
—¿Qué dicen cuando aparece alguien que no sabe tejer?
—¿Te refieres a si la silban y abuchean? Cat, tienes que frecuentar a mujeres que hagan punto. —Georgia se rió—. Es impresionante, todo el mundo arrima el hombro y se enseñan pequeños trucos unas a otras. Tuvimos a una socia a quien le daba pánico empezar una labor… cualquier labor. ¡Hizo treinta y dos trozos de muestra con hilos distintos! Anita le dijo que le dejara echar un vistazo a todos esos pedazos, y entonces los cosió en secreto y le dijo: «Mira, ahora ya tienes una manta para bebé de retazos. Así ya no se puede decir que no has hecho nada». Luego, Anita la hizo empezar por lo más fácil: montas treinta puntos y tejes todas las pasadas hasta hacer doscientas. Voilà… ¡una bufanda! Y todas aplaudieron cuando la terminó.
—Pero habrá algunas que sean muy buenas tejedoras, ¿no?
—Bueno, tenemos a algunas habituales excelentes, pero no son como yo, el punto no es su profesión —explicó, y se volvió a mirar a Cat y empezó a decir nombres contándolos con los dedos—: Está Lucie, que avanza muy deprisa con el jersey que estamos haciendo todas como tarea de grupo, y está K. C., una vieja amiga mía de la editorial, pero yo no la calificaría de experta ni mucho menos. Es más bien una loca entusiasta. Peri, la que trabaja en la tienda, asiste al club si está de humor; normalmente pasa por allí cuando ha quedado con sus amigos para ir a cenar a la parte alta. También está Darwin. En realidad, no creo que pueda decirse que forme parte de la facción calcetera del club, porque ni siquiera hace punto, pero asiste puntualmente todas las semanas. Siempre hay algunas espontáneas, por supuesto, u otras que vienen un rato y luego dan una excusa y se largan, en función del programa. Ya conoces esta ciudad, es difícil ser constante.
—¡Dímelo a mí! Quise unirme a un club de lectura, ¡pero no me dio la gana de que alguien me dijera lo que tenía que leer! —se rió Cat—. Todo el mundo quería leer a Sartre. ¡Y yo sólo quería leer algo divertido!
—Eso parece más una clase del instituto que un entretenimiento —comentó Georgia.
—Bueno, ya sabes, todo el mundo se emociona en exceso porque se trata de un club de Dartmouth…
Cat se percató de lo que había dicho cuando ya era demasiado tarde. Durante todas las semanas que llevaban trabajando juntas, yendo juntas de compras, tomando el té y compartiendo un bocadillo rápido cuando tenían apetito, sin que ninguna de ellas dijera ni una sola palabra al respecto, habían llegado al acuerdo tácito de no evocar «El Pasado». Hacían que fuera lo más «normal» posible, preguntando educadamente por los padres y hermanos de la otra sin hablar sobre el instituto. De hecho, Georgia cayó en la cuenta de que ni siquiera sabía en qué se había especializado Cat.
—¡Ah, Dartmouth! —exclamó Georgia, y luego desvió la mirada por encima del hombro de Cat, respiró hondo y miró a su antigua amiga a los ojos—. Dime, ¿qué tal te fue allí? —No se sorprendió al notar una punzada de frustración en el estómago; lo que le impresionó fue que le interesaba realmente oír las experiencias de Cat—. De verdad me gustaría saberlo.
Cat soltó una leve risotada que sonó como un ladrido:
—¡Ya me lo imagino!
—No, en serio, yo…
—Fue sólo… la falcultad. —La Cat jovial de hacía unos minutos había desaparecido—. Ya sabes. Faltar a clase. Hacer exámenes. Conocer a chicos estupendos. Acostarse con los malos. —Miró detenidamente a Georgia—. Decisiones estúpidas que lamentas, pero que no puedes enmendar —se mordió el labio—. Tengo que marcharme, Georgia. Olvidé que esta tarde va a venir la masajista. Nos vemos el próximo martes.
Empezó a alejarse y entonces giró rápidamente sobre sus tacones y regresó caminando con una determinación que hizo que Georgia diera un paso atrás.
—No fue como tú piensas —masculló, y cruzó en línea recta por en medio de la calle hacia su coche, que aguardaba al otro lado.