Capítulo 5

La luz del vestíbulo estaba encendida cuando James hizo girar la llave en la cerradura con la mano izquierda, pues en la derecha llevaba el chal de Georgia pulcramente doblado. Los cuarentones no dejan la luz encendida cuando salen por la noche, ya lo sabía.

Salvo que él sí lo hacía, claro. Siempre lo había hecho. James no podía soportar llegar solo a casa. A una casa vacía. A una cama vacía.

Entró en la cocina, abrió la nevera y examinó el contenido de la puerta. Varias botellas de agua le devolvieron la mirada. Tomó una, desenroscó el tapón, se sentó en la penumbra en su sofá de cuero negro y se sorprendió al descubrir lo incómodo que era en realidad su mobiliario minimalista. No pasaba mucho tiempo en casa. Bueno, la verdad es que nunca estaba en casa. Se incorporó y empezó a caminar de un lado a otro. Todavía llevaba el chal en la mano; se lo acercó a la nariz, inspiró profundamente, percibió la suavidad del hilo y deslizó el dedo por los puntos perfectos. Georgia tenía talento, de acuerdo.

Volvió a aspirar con la nariz pegada al chal. Se le hacía extraño estar tan cerca de una cosa de Georgia. Parecía ilícito, emocionante, increíble. Excitante. Incluso después de más de una década, se maravilló que siguiera oliendo igual. Un aroma floral y fresco. Las almohadas retenían su olor durante horas, días incluso, después de una noche (o mañana, o tarde) de mordisquear, saborear y tocar. James sabía que había compartido algo muy bueno con Georgia.

Pero la novedad sexual resulta difícil de rechazar.

En aquel entonces no se había percatado del reto que suponía tener éxito con una mujer. O gustarle de verdad. Tampoco sabía que una mujer hermosa puede resultar aburrida, y que una muchacha estrafalaria puede suscitar tu interés durante mucho más tiempo del que esperabas. Como Sabrina, la del hueco entre los dientes, que se instaló en el caro alojamiento de James en París poco después de la llegada de éste, que se comportaba al estilo francés y hacía la vista gorda ante sus indiscreciones.

Fueron felices juntos. Muy felices. Pero, aunque odiaba admitirlo, no estuvo tan bien como cuando estaba con Georgia.

Tiró el chal en el sofá. «No se puede volver al pasado —dijo en voz alta—, métetelo en la cabeza». Aun así. Él ya había esperado la ira de Georgia, preparó motivos y justificaciones del porqué Georgia debía dejarle entrar en la vida de su hija, previó la confusión de Dakota que, por fortuna, no fue gran cosa… Estaba empezando a sospechar que, a juzgar por la buena disposición de su hija para conocerlo, Georgia no había hablado mal de él durante todos aquellos años. ¡Pero reencontrarse con Georgia, ver a la chica que conoció hecha una mujer! Entonces el sarcasmo dio paso a un humor irónico, la inteligencia profundizó en una sensata mente comercial. ¡Y cómo se comportó en la fiesta la noche anterior! Fue toda una revelación. No se esperaba encontrar a Georgia tan capaz. Tan segura de sí misma. Tan… seductora.

Tan como él.

Si era por la mañana tenía que haber café. Mucho café. Con unas gotitas de edulcorante bajo en calorías. Y quizá una pieza de fruta. Una pieza pequeña. Para celebrarlo. La fiesta había salido muy bien; James Foster era un verdadero hallazgo. A los invitados les había encantado. Incluso Adam sonreía hoy.

—Fue una velada interesante, Cat. Creo que Stephen y yo perfilamos los detalles de nuestro último acuerdo. —Adam Phillips atacó un plato de huevos con beicon. Le dirigió una sonrisa de satisfacción con una pequeña mancha de yema en la barbilla—. Y me parece que fuiste la tercera mujer más guapa de la reunión. —Cat miró por la ventana mientras Adam continuaba comiendo—. ¿No estás de acuerdo? Me refiero a que Madison Fleischman siempre te saca ventaja. Y esa mujer del cabello rizado estaba muy buena. ¿Dónde la encontraste?

—Es una antigua amiga del instituto. Simplemente, he vuelto a toparme con ella.

—Vaya, pues sin duda ha recorrido un buen trecho desde Paletolandia, eso se lo reconozco. Tenía un buen culo, sí, señor.

Tras quince años de matrimonio, Cat estaba acostumbrada al comportamiento de Adam, acostumbrada a la manera en que evaluaba los cuerpos de las mujeres con el mismo tono de voz razonable que empleaba para hablar del mercado de valores. Como si estuvieran a la vista precisamente para que él las tasara. En Adam no había lascivia, sólo la calmada expectativa de poder optar por tener lo que se encontrara por delante. No le importaba demasiado cómo se sentía Cat respecto a su manera de actuar, pues hacía mucho tiempo ya que había dejado de pensar en ella como en algo separado de él.

—Voy a ir al despacho a ultimar este asunto con el viejo Steve.

—Hoy es domingo —repuso Cat, que seguía mirando por la ventana, en el fondo esperando que se marchara.

—Exacto.

Arrancó la primera página y la sección bursátil del New York Times y se dirigió al ascensor, agarrando el abrigo por el camino. Salió sin despedirse.

Cat soltó aire lentamente y volvió a acomodarse en la silla. Contempló la habitación. El personal del catering y de la limpieza lo habían vuelto a dejar todo en su sitio. No había nada que ordenar. No es que tuviera ganas de limpiar, ni mucho menos. Lo que sucede es que no tenía nada que hacer. Nunca había nada que hacer.

Oh, sí, podía concertar una clase de ejercicios. Repasar su agenda social. Los eventos para recaudar fondos. Las cenas. Las comidas. Ir de compras. Organizar otra fiesta más.

Pero lo que quería hacer era ir a su propia oficina. Tener una tarjeta comercial —no una tarjeta de visita— que distribuir entre los amigos y colegas. Asistir a reuniones y tomar decisiones importantes.

A los diecisiete años quería ser periodista. A los diecinueve quería ser artista. Y al cumplir los veintiuno, con una licenciatura en historia, había pensado vagamente en ser conservadora de un museo.

Pero se vio desviada del tema por el deseo y el amor por Adam y la vida que él le ofrecía.

—Hazte profesora universitaria —le dijo cuando le manifestó su deseo de volver a estudiar, de doctorarse en historia del arte—. Pronto tendremos hijos que te mantendrán muy ocupada.

Pero no hubo hijos. Adam disparaba munición de fogueo a causa de un accidente sufrido en la niñez, aunque se negaba categóricamente a aceptarlo y, en cambio, obligaba a Cat a someterse a toda clase de procedimientos invasivos.

Cat encendió el televisor y vio los últimos momentos de un anuncio de servicio público. «¡No seas estúpido! ¡No dejes la escuela!», gritaba un actor de comedias de situación.

«No me digas eso —pensó Cat—, no me lo digas».

Hacía mucho tiempo que no pintaban la sala de los estudiantes de posgrado, y la diminuta zona de la cocina seguía rebosante de color verde aguacate y trigo. Era viernes, el final de una semana muy larga para Darwin. Su investigación no había avanzado mucho desde la reunión en el club de punto de la semana anterior. Se llevó la taza a la boca y tomó un pequeño sorbo de té caliente.

—¡Caray, cómo quema! —comentó en voz demasiado alta a una mujer que estaba sentada cerca de allí: «Las mujeres y la fabricación de cerveza en el siglo XX». Darwin conocía su tesis; compartían el mismo director.

—Siempre hago lo mismo. Bebo demasiado pronto. Tendría que esperar un poco. ¿Tú lo haces?

La otra profirió un «ajá» sin levantar la mirada. Darwin se acercó más a ella y se sentó en la silla de enfrente. La mujer estaba leyendo el periódico. Darwin asomó la nariz y leyó los titulares del revés. Más malas noticias sobre la economía. Carraspeó.

—¿Cómo va tu investigación?

La mujer la miró. No parecía muy contenta.

—¿No ves que estoy intentando descansar un rato? ¡Déjame tranquila, Darwin!

La mujer dobló el periódico, fulminó a Darwin con la mirada y se marchó.

—¡Pensaba que era eso lo que estábamos haciendo! —dijo Darwin sin dirigirse a nadie en particular, porque en la sala no había nadie más.

Se quedó allí sentada, bebiéndose el té, esperando. «Una galleta iría bien con esto», pensó. Abrió la cremallera de su mochila, hurgó buscando alguna golosina, pero lo único que encontró fue una manzana de la comida del día anterior. Bueno, también encontró las notas que había tomado durante la última reunión, vaciló y a continuación cerró la cremallera de la bolsa. Sostuvo la taza que se iba enfriando entre las dos manos, saboreando todo el calor, soplando sobre la bebida caliente. No tardó en entrar otro estudiante con aire despreocupado.

—¡Eh, Jeff! ¿Cómo va tu investigación?

El estudiante se detuvo, la miró rápidamente y dudó. Dio media vuelta y se fue por donde había venido.

Darwin suspiró. Llevaba cinco años en Rutgers, y si dijera que tenía cinco amigos estaría exagerando.

—Te tienen envidia porque eres muy inteligente.

Eso le decía su madre cuando estaban sentadas a la mesa de la cocina, viendo caer la deprimente lluvia de Seattle al otro lado de la ventana. Aproximadamente en sexto curso Darwin empezó a recelar del consejo de su madre, aunque no dijo nada; no quería que se sintiera mal. Pero ella sabía cómo eran las cosas: a los demás niños les encantaba que les ayudara con los deberes, pero eran pocos los que alguna vez querían ir por ahí con ella. Estaba la niña del otro lado de la calle; jugaba con ella a menudo, hasta que la familia se mudó. Darwin intentaba ser graciosa y sacaba libros de chistes de la biblioteca. Sin embargo, lo único que aprendió con ello fue que pasarse todo el fin de semana memorizando chistes de «toc-toc» no garantizaba la popularidad al lunes siguiente.

—Sé buena y la gente se acercará a ti —insistía su madre.

O sea: estate callada. Esfuérzate. Escucha a tu papá y a tu mamá. No causes problemas. Nunca causes problemas. Eso es.

Darwin no tenía una tendencia innata a ser una niña buena. No quería quedarse sentada en silencio cuando hubiera adultos en la habitación, no quería ayudar a su hermana Maya a limpiar su habitación y no quería pasarle un trapo a la mesa después de cenar.

Cuando su madre volvía la espalda, tiraba las migas al suelo. No, ella no quería quemar dinero para sus antepasados en el Año Nuevo Chino, no quería asistir a la escuela dominical, no quería llevar calcetines hasta las rodillas y camisola cuando todo el mundo llevaba sujetadores deportivos y fibras sintéticas. Pero lo hacía. Una parte oculta de ella no quería gafar la posibilidad de que su madre tuviera razón, de modo que si hacía lo que le decían aparecería una amiga íntima para siempre. ¡Puf! Como por arte de magia.

«Algún día, mi mejor amiga y yo compartiremos todos nuestros secretos», se decía a sí misma cada noche antes de irse a dormir, repitiéndolo una y otra vez hasta que la soledad del día empezaba a atenuarse. ¿Quién sería su amiga? Quizá fuera alguien como la princesa Leia, dispuesta a defenderla, o alguien como Patty de Square Pegs, o incluso como Mary de El jardín secreto. Una persona buena y leal, que siempre te eligiera la primera en clase de gimnasia.

De manera que Darwin Chiu fue buena, la niña más buena que hubo nunca. No se manchaba los vestidos con la comida, siempre hacía los deberes en cuanto llegaba a casa y procuraba ser la primera en levantar la mano en clase. «¡Yo lo sé, yo lo sé!», exclamaba, y alzaba mucho la mano, mirando a un lado y otro con una amplia sonrisa, segura de impresionar a sus compañeros de clase con la rapidez de sus respuestas. La espera de una amiga se alargó interminablemente. Fueron muy pocas las invitaciones que recibió para asistir a una fiesta de cumpleaños, sólo alguna que otra llamada por teléfono un sábado por la mañana para preguntarle si quería ir a jugar. No, cuando venían los primos no contaba; no es que tuvieran otra alternativa precisamente.

En el instituto fue más de lo mismo. No tuvo pareja para el baile. ¡Bien! No fue a las fiestas de los sábados por la noche. ¡Bien! No tuvo novio. ¡Bien! No hubo un primer beso. ¡Bien! Demasiado inteligente, sin amigos, una hirviente capa de resentimiento. Eran las bases para convertirse en una asesina en serie, se dijo Darwin. De modo que cuando llegó al segundo curso de universidad, dejó de interpretar oficialmente el papel de Hello Kitty. La nueva Darwin tenía una crítica para todas las respuestas erróneas de un estudiante menos dotado, un comentario para toda catástrofe de la moda, una réplica aguda para todo lo que le pedía su hermana. ¿Y a ella qué más le daba? Iba a hacer el curso de posgrado, se marcharía de casa de sus padres y se largaría de allí.

Y entonces llegó Dan. Entró tranquilamente en Historia de la partería en la América colonial cuando ella estaba en su tercer año y, a diferencia de los holgazanes que se sentaban en la última fila, él participaba en la clase. Dan ladeaba la cabeza y prestaba atención cuando Darwin decía algo. Y luego, después de esa primera clase, la alcanzó cuando se dirigía a la puerta y le tocó —¡alargó la mano y la tocó!— el hombro.

—Hola, soy Dan —dijo con voz grave y sonora—. Me encanta lo que has dicho aquí dentro. Oye, supongo que ya tienes pensado el trabajo de fin de curso, pero me preguntaba si te gustaría que estudiáramos juntos alguna vez…

Guapo, jovial y de trato fácil, Dan Leung era un líder nato, la clase de chico que siempre está rodeado de admiradores en el comedor y conseguía unas prácticas impresionantes durante los veranos. Como era ambicioso, había amontonado créditos de colocación avanzada en el instituto y estaba decidido a licenciarse en sólo tres años. ¡Ni siquiera Darwin había hecho eso! Pero, ante todo, era guapo, se apartaba el pelo, demasiado largo, de los ojos con impaciencia, riéndose. Darwin quedó con él para estudiar una, dos veces, y enseguida se pusieron a charlar de cine y de música en lugar de hablar de parteras. A Darwin le gustaba mucho cómo la escuchaba, oyendo de verdad todas las palabras que decía.

Le encantaba el hecho de que no parecía pensar que era un bicho raro.

Por no mencionar que nunca había estado en el club de ajedrez.

—¿Por qué yo? —le preguntó Darwin en una ocasión.

—Tu aspecto es como el de cualquier chica con la que se supone que tengo que salir… y, sin embargo, no actúas como ninguna de ellas —respondió él.

A continuación le aplastó los labios con un beso demasiado fuerte y un poco baboso. Fue el primer beso de Darwin. (¡Bien!). Y fue delicioso, le hizo sentir cosquilieos, serpenteos y tintineos en las tripas.

Si a sus diecinueve años nunca había tenido un verdadero amigo fue porque el espíritu femenino del universo había estado esperando para traerle a Dan, y entonces, todo había valido la pena, se dijo ella después de aquel beso. Dan nunca le pedía que se moderara. Darwin, decía, era la chica más lista que había conocido nunca.

Y cuando Dan estaba contigo ya nadie te ignoraba. De pronto, las chicas hablaban con ella de camino a los seminarios, en clase («¡Chsss! Estoy escuchando», les decía Darwin, molesta), en la cafetería del campus, en el centro comercial.

—¡Vaya! Tienes muchos amigos nuevos, Darwin —decía su madre—. Deberías traerlos a casa.

Pero a ella le bastaba con Dan, quien decía que Darwin le parecía hermosa. Pasó de las primeras protestas («¡Sólo lo dices por decir!») a una lenta aceptación de que quizá, sólo quizá, hubiera algo en su manera de ser, a dejar que él la mirara fijamente a sus ojos castaños mientras le apartaba el pelo largo y oscuro antes de empezar a lamerle el cuello e ir bajando; Darwin empezó a sentirse distinta consigo misma. Estaba orgullosa de su inteligencia, sí, pero siempre había habido algo más. Las atenciones de Dan fueron como si su más profunda y vergonzosa esperanza hubiera sido descubierta, examinada y revelada como cierta. Era guapa.

Claro que el truco estaba en el aspecto que tenían los dos. Él también era un estadounidense de origen chino, con lo cual la madre de Darwin estaba encantada, ultrasatisfecha de haber criado bien a su hija. Puede que eso incluso reparase los años de gritos y portazos. En opinión de Darwin, su familia aún era demasiado protectora y chapada a la antigua. Darwin rogó y suplicó ir a una universidad de otro estado —«¡Pondrá a prueba mi carácter!» era el argumento n.º 9; «Te odio» era la razón n.°31—, pero terminó allí donde siempre había estado, durmiendo bajo el edredón de flores de su cama individual y compartiendo el baño con su hermana menor. El camino de un programa de posgrado que estudiaba la historia de las mujeres estaba sembrado de tópicos sobre sacar sobresalientes, respetar a tus mayores y encontrar a un buen muchacho chino, por supuesto. La idea de vivir de acuerdo con las expectativas tradicionales le hacía sentir ganas de chillar hasta enronquecer.

—De modo que te vas para estudiar la historia de mujeres famosas, ¿no? —le preguntó su padre, un biólogo sin imaginación que parecía confuso en cuanto al motivo por el que no ingresaba en derecho o en medicina como su esposa y él le habían aconsejado.

—No, papá. Voy a investigar la historia de las mujeres. De mujeres normales, mujeres comunes y corrientes. Ya sabes, esa parte que todos los historiadores varones pasaron por alto.

El hombre puso mala cara, pero su madre, siempre dispuesta a limar asperezas, saltó:

—¡Bueno, al menos podremos llamarla doctora!

Aunque nunca le había dicho nada a Dan, Darwin sopesaba la posibilidad de plantarlo —a su único amigo, su amigo querido— simplemente porque mantenía la firme decisión de no amar a un muchacho chino. Sin embargo, el amor que sentía por él superaba su actitud desafiante. Dan veía todo lo bueno que Darwin llevaba dentro y se imaginaba muchas más cosas que ella sospechaba inexistentes.

Entonces el universo volvió a revelar sus intenciones: Dan entró en la facultad de medicina de la Universidad de Nueva York y Darwin en un importante programa de historia de las mujeres en Rutgers. Una noche de celebración con suficiente vino tinto y… conversación, Darwin convenció a Dan para que se mudara con ella. «Podremos pasar mucho tiempo juntos y ahorrar dinero», le dijo. Como era de esperar, su madre se horrorizó (¡Bien!); como ventaja adicional, la madre de Dan se pasó años negándose a hablar con ella (¡Bien, bien!). Y cuando, en una rara discusión, Dan la acusó de ir en contra de la tradición sólo por llevar la contraria, Darwin replicó con una propuesta hecha sin pensar, en la que no le ofrecía anillo ni cambio de apellido. «Fuguémonos», le susurró. Afable como siempre, Dan repuso que a él le parecía bien. Se conformaron con intercambiar los votos en el Ayuntamiento. Él quería una pareja, y Darwin era la mujer que quería. Y así fue: Darwin no tuvo un vestido rojo, ni sopa de aleta de tiburón, ni Doble Felicidad para su madre. Perfecto.

Pero ahora la vida en común no estaba yendo exactamente según lo previsto. Para empezar, Dan terminó los estudios en la facultad de medicina de la ciudad pero acabó de médico residente en Los Ángeles; Darwin todavía estaba batallando para terminar su tesis.

—No puedo dejar de lado todo aquello en lo que he estado trabajando sólo porque tú tienes que irte a Los Angeles —le había dicho llorosa el verano anterior—. ¡Mis sueños también son importantes!

No tenía por qué preocuparse, por supuesto. Dan fue tan comprensivo como siempre lo había sido. «No, no —respondió mientras le acariciaba el pelo—, tú quédate y estudia y yo vendré en avión cuando pueda. Todo saldrá bien. Y pronto volveremos a estar juntos. Ya lo verás, Darwin, ya lo verás». Ella quería creerlo. Lo quería de verdad.

Sin embargo, el firme apoyo de Dan hizo que aún le resultara más difícil verlo marchar.

Ahora se despertaba sola todas las mañanas, sabiendo que lo mejor que podía esperar sería un momento que pudiera robarle a su turno para llamarla por el teléfono móvil.

—Hola, Darwin. ¿Cómo estás?

—Estoy bien, Dan, pero te echo de menos.

—Yo también, cariño. ¡Rayos, ya te tengo que dejar! Me están llamando por megafonía.

Y esto sería todo. «Clic». Volvería a llamar dentro de otras treinta y seis horas.

Darwin pensó que había otro obstáculo. Uno que los estaba separando mucho más que la distancia física que mediaba entre ellos.

Había perdido el bebé.

El que Dan tanto había deseado.

De todos modos había sido una idea estúpida, para empezar: ella todavía estudiaba, él tenía por delante unos cuantos años como médico residente y ninguno de los dos había cambiado un pañal en su vida. Estaban demasiado atareados. No estaban preparados. Era demasiado pronto. Pero, claro, ¿acaso existe un momento adecuado? Esto dijo Dan. «E imagínate lo mono que será el bebé si se parece a su madre», comentó en broma. Habían debatido los pros y los contras de quedarse embarazada, miraron el calendario —«¿Encajará en nuestros programas?»—, elaboraron un presupuesto e incluso leyeron un libro sobre la educación positiva de los hijos. Acordaron repartirse el cuidado del bebé al cincuenta por ciento y luego probaron la más descabellada de las ideas: hicieron el amor sin protección. A propósito. Y funcionó. Tal como explican los libros de ciencia.

No obstante, el bebé no llegó a nacer. Y ella nunca le contó a su esposo lo que había hecho.

Entonces su investigación original se fue a pique. Darwin no podía sentarse a escribir sobre las costumbres en los partos de la época victoriana. Ya no. Ello la dejó sin una tesis brillante casi terminada y sus padres ya no volarían a otro punto del país para asistir a una impresionante ceremonia de graduación. Lo único que le quedaba era un montón de préstamos estudiantiles y un futuro incierto, ataques de ansiedad que la despertaban en plena noche, una voz lejana en la línea telefónica como pareja en la vida («¿Vas a decirme qué pasa, Darwin, por favor? Llevo toda la noche atendiendo pacientes…») y un apartamento vacío al que regresar tras una semana frustrante.

Pero era viernes, lo cual significaba que era el día del club de punto. Podría observarlas a todas emprendiendo la confección del jersey, dándole a las agujas, clic clac, clic clac.

—Creo que voy a cambiar mi tesis —le dijo a su madre por teléfono hacía unas semanas—. Tengo curiosidad por saber por qué las mujeres se aferran a actividades de artesanía anticuada en la época moderna.

A la propietaria de la tienda, Georgia, no le caía muy bien, pero ésa era la misma historia de siempre, puesto que ella nunca había sido popular. ¿Y qué? Lo que Darwin apreciaba era comer las galletas de aquella pequeña. (¿Debería advertirle de los peligros de la domesticidad?). Y ver la gran sonrisa de Anita cada vez que entraba en la tienda. Incluso mantenía charlas ingeniosas —sobre el tiempo, el tráfico, el hombre que vendía monederos en la acera…— para poder atraer sus saludos semanales y acaparar un poco de su atención.

Darwin suspiró. Aunque Georgia había intentado echarla aquella vez y aunque Lucie no dejaba de lanzarle miradas extrañas y aunque ella estaba absolutamente en contra de hacer punto… aquel club era el único lugar al que podía ir.

Un chico se asomó al comedor. Sin duda para comprobar si Darwin ya no estaba. Puso cara de pocos amigos al verlo.

—Adiós —le dijo al tiempo que lo apartaba de un empujón en la puerta—. Me marcho para encontrarme con gente. Con mis amigos.

Eran más de las seis y media y Lucie ya debería estar recogiendo las cosas en su bolsa de mensajero. No lo hacía porque su jefe se había presentado en el último minuto para decirle que quería hablar con ella sobre su petición. Pero de momento no había hecho nada más que dar rodeos.

—… y es fantástica la manera en que echas una mano y ayudas a todo el mundo, Lucie. Tu ética laboral es impresionante…

«Ve a lo de la oferta permanente —pensó Lucie—, ve a lo del dinero». Ella ya lo había calculado: trabajar a jornada completa supondría cubrir a duras penas la última tanda de facturas, pero al menos evitaría que siguiera endeudándose cada vez más. Y si pudiera cobrar las vacaciones…

—¿Lucie?

—Sí, Anthony, ¿decías?

—Me pareció que estabas en otra parte…

—Ah, es que últimamente estoy un poco cansada. Lo siento.

—Como iba diciendo, Lucie, eres nuestra mejor realizadora, y tenemos una gran suerte al tenerte con nosotros. Nos encantaría contratarte. Pero si algo no nos sobra en un canal de televisión de acceso público es el dinero, y tal como ha ido la cosa este último año…

Cuando volvió a su mesa, Lucie arrugó el pedazo de papel en el que su jefe había anotado sus cálculos. El salario era la mitad de lo que ganaba trabajando por cuenta propia. Y aunque incluyera los gastos médicos, no sabía si le alcanzaría.

Mierda. Tomó aire inhalando con rapidez. Bueno, sí, quizá el año próximo le tocara la lotería. Gracias a Dios que era hora de dirigirse al norte de la ciudad, a Walker e Hija. El punto era lo único que la ayudaba a evadirse de todo, que la distraía de la decisión impulsiva —no, impulsiva no, ingenua— que había tomado recientemente. La decisión que implicaba la necesidad de trabajar a jornada completa. A menos que se presentara algo mejor.

Sólo era la semilla de una idea que había surgido cuando empezó a sufrir insomnio. La verdad era que Lucie no había pasado una buena noche desde la fiesta de su cuadragésimo cumpleaños, dos años atrás. Estaba sentada a la mesa de la cocina de la casa que sus padres tenían en Long Island, picoteando las sobras del pastel de cumpleaños que había elaborado su madre, Rosie. Cada año preparaba su pastel favorito: glaseado de limón. Saboreó cada uno de los pedacitos húmedos, notó la acidez del escarchado de limón en la lengua mientras aguardaba el repaso anual de su madre.

—Siempre tienes novios, nunca un marido —le decía la mujer. Lo típico—. ¿No querrás perder tu oportunidad de tener un hijo?

—Estoy bien, mamá.

—Mira, un bebé de tu única hija es algo especial —indicó Rosie dando unos golpecillos en la mejilla de Lucie—. ¿No quieres hacerme feliz?

—Sí, mamá.

—Lo sabía. Muy bien, pues tengo el chico perfecto para ti. Pero no te dejes llevar. No caigas en la lujuria. Espera al amor.

—Soy una mujer adulta, mamá.

—Lo sé, lo sé. Es hora de que te cases —insistió Rosie—. Pero perderás la cabeza si tienes sexo. Es lo que pasa con la novedad.

¡Oh, Dios mío! ¿De verdad creía su madre que todavía era virgen?

Así empezó todo. Regresó a su apartamento de un solo dormitorio de la calle Amsterdam con la Ciento uno e hizo las obligadas llamadas telefónicas a sus amigos: «¿Te puedes creer que mi madre piensa que no conozco el sexo? ¡Tengo cuarenta años, por el amor de Dios, cuarenta años!». Cuarenta. Cuatro-cero.

Y todavía estaba soltera.

Empezó a no poder dormir.

Noche tras noche daban las tres o las cuatro de la madrugada y ella seguía sin poder descansar. Había probado con ambien, hierba de San Juan, infusión de camomila y acupuntura. Lo único con lo que llegaba a adormilarse era con el traqueteo de las dos agujas de punto mientras en el equipo de música sonaban a poco volumen los compases de Chopin, Lucie había sido una buena tejedora en su juventud, pero cuando volvió a probarlo vio que lo tenía bastante olvidado y tejió unos cuantos marcapáginas para que sus dedos recordaran el manejo de las agujas. Luego se hizo un jersey de cuello de pico con lana de alpaca de color verde oliva y gris claro, con bloques de color que dividían la parte delantera, y después pasó a cuatro agujas y confeccionó una chaqueta de trenzas para su padre, una prenda de punto marinero color crema. El punto la salvó de la locura; lo sabía. Lucie era partidaria de las labores tradicionales que requerían tiempo y atención —una manta de punto, un jersey estilo Fair Isle—, que le dieran algo en lo cual pensar durante el día y no le hiciera temer la noche que le esperaba. Por la noche manejaba las agujas hasta que le dolían los dedos, le lloraban los ojos y el agotamiento le hacía saber que, al fin, la vencería el sueño. Entonces dejaba las agujas de palisandro y el ovillo de hilo en la mitad de la cama vacía, a su lado, y se adormecía con la mano sobre la labor —la parte delantera de un jersey, una manga— soñando, como hacía todas las noches, en un tiempo en el que su apartamento no estuviera vacío.

Cuando tuviera una familia propia.

A Lucie le había enseñado a tejer su tía Doris durante unas vacaciones de verano de hacía mucho tiempo; Doris acababa de divorciarse otra vez —el tipo de rebote entre los tíos Les y Paul— y volvió loca a la madre de Lucie con su llanto incesante.

—Necesito ayuda con Lucie —había susurrado Rosie Brennan a Doris, la hermana de su esposo, una noche, con la esperanza de acabar con el dramatismo y volver a centrar a su cuñada—. Tiene catorce años y no me concede ni un momento. No me cuenta lo que pasa en la escuela; lo único que hace cuando llega a casa es escuchar a los Bay City Rollers en su habitación, pintarse las uñas de los pies de un rojo brillante y escribir en su diario. Me preocupa que vaya a probar la marihuana. Que se deteriore el cerebro fumando. Es lo que hacen todos los chicos hoy en día. Por favor, intenta que se sincere contigo, Doris. Te necesito.

Era la típica Rosie. Moldeando la verdad… por una buena causa, por supuesto.

En realidad, si a Lucie le hubieran dado marihuana no habría sabido lo que era, y a los catorce años aún compartía todos sus secretos con su mamá. Estaban muy unidas. Lucie supuso una sorpresa tardía para los Brennan: una preciosa hija después de toda una manada de chicos.

Los detalles que Lucie no soltaba voluntariamente, Rosie los leía cada mañana cuando su hija se había marchado a la escuela; usaba una horquilla para abrir con cuidado el cierre del diario que le había regalado a su pequeña el día que tuvo su primera menstruación.

—Así tendrás intimidad —le explicó Rosie—. Guárdalo en un lugar seguro.

El plan de Rosie funcionó; Doris se embarcó en su nuevo proyecto —convertirse en la confidente de Lucie— con ímpetu. Se llevó a su sobrina a nadar, le enseñó a utilizar el perfilador de labios, le preguntaba por los chicos y, después de un vaso de Coca-Cola, cada día, a las tres de la tarde, le enseñaba a hacer punto. Se convirtió en su ritual especial vespertino.

—Se me queda el dedo dolorido al intentar deslizar los puntos para sacarlos de la aguja, tía Doris —se había quejado Lucie.

—En eso consiste ser mujer, cariño, en andar siempre dolorida. Vete acostumbrando. —Los romances fallidos habían dejado en Doris una vena mordaz. Pero luego se ablandó—. Los puntos están demasiado apretados, cielo. Hazlo mejor en la próxima pasada. Pero recuerda, puede que sólo se te tenga que endurecer la piel para hacer el trabajo. ¿De acuerdo?

Cuando volvió al instituto y Lucie entró a formar parte del equipo de voleibol, el punto se convirtió en otro pasatiempo que dejó de lado, junto con los Shrinky Dinks y el Monopoly. Armada con doce tonos de brillo de labios Bonne Bell, una colección envidiable de pantalones de pernera ancha y la solicitud de un chico de último curso relativamente libre de acné, la Lucie adolescente ya lo tenía todo.

Y ahora, después de todos aquellos años, había retomado el arte, y el recuerdo de la voz de Doris que le tranquilizaba el ánimo. Era como volver a conectar con una vieja amiga. «Procura no utilizar el extremo más corto del hilo —le había aconsejado su tía cuando era niña—. Haz un nudo en el extremo, o pon un pedacito de cinta adhesiva, o incluso un clip sujetapapeles, así evitarás que se te enrosque en la aguja». Esto se lo dijo cuando Lucie ya había utilizado el extremo más corto para tejer cinco puntos. Doris esperó tranquilamente a ver si se daba cuenta y entonces tiró del hilo para sacarlo de la aguja y deshacer los errores. «Inténtalo otra vez».

Inténtalo otra vez, inténtalo otra vez. ¿No es lo que dice todo el mundo? «Cuando tienes el corazón destrozado, te dicen que el amor volverá a florecer —pensaba Lucie—, pero nunca te preguntan si eres tú la causante de los problemas».

«¿Cómo es que no te has casado todavía? Siempre fuiste una chica popular, siempre ibas a las fiestas de la playa… ¿Recuerdas aquellas fiestas? ¿En la orilla?». Ring, ring, ring…, el teléfono sonaba todos los viernes por la noche desde hacía veinte años. Era Rosie. Llamaba para ver si Lucie había conocido a alguien, aunque hiciera tan sólo unos días que hubiera hablado con su madre. ¿Qué le parecía una cita a ciegas? Rosie conocía al chico perfecto para ella… Era la misma llamada cada semana; sólo cambiaban el nombre o la profesión del señor Posible. Las conversaciones empeoraban después de las vacaciones, por supuesto, pues su madre tenía que afrontar que había pasado un año, que los hermanos de Lucie estaban todos casados y que ella seguía sola.

Pero ¿quién quería estar casado cuando ello significaba vivir con alguien que querría saberlo todo sobre ti? Todas tus ideas y costumbres, sopesando todas las decisiones, grandes y pequeñas. Sería como tener dos Rosies. Con el correr de los años, Lucie había aprendido que el amor puede llegar a asfixiarte.

Casi todos sus amigos —de la universidad, del trabajo— habían sentado la cabeza y se habían casado, o vivían en pareja, tenían hijos, perros y casas en Long Island o Jersey. «Ven a pasar el fin de semana», le habían dicho. Y fue. Al principio. Sin embargo, a Lucie le quedó claro que ellos se encaminaban en una dirección que ella no podía seguir. Hela allí, sonriendo estúpidamente en los bautizos, fiestas de inauguración de las casas, comidas al aire libre. Y todos los invitados solteros —por calvos y pesados que fueran— se alejaban para protegerse, convencidos de que estaba desesperada por acostarse con ellos y casarse. No es que Lucie no hubiera tenido citas durante los años: se besuqueó con su novio de la universidad hasta bien cumplidos los veinte («¿Dónde está el anillo?», preguntaba Rosie cada año en Acción de Gracias), y entonces, cuando la relación estaba agotada y ambos reunieron ánimos para seguir adelante, ella prosiguió con una continuada serie de «otras relaciones significativas»: Bill, Todd, Angus… Y también hubo un Howard que duró muy poco. Ella le decía a todo el mundo —a Rosie, a sus hermanos, a sus amigas— que cada uno de aquellos chicos era «el definitivo». Lo cierto es que al principio siempre lo parecía. Pero luego, poco a poco, los novios se volvían molestos. Le exigían más tiempo. Querían más de su alma.

Lo que Lucie no reveló a nadie era que quien ponía fin a todas las relaciones era ella. Cada vez que el «ta-chan, ta-chan» de la marcha nupcial parecía inevitable.

Bueno, ella podía ser fiel, sin duda. Era una monógama en serie a la que nada haría más feliz que establecerse y dejar de buscar por ahí. Siempre y cuando nadie quisiera intercambiar las llaves —y mucho menos los votos—, a Lucie ya le parecía bien.

Porque ella era independiente, ¿saben? Salvo que no lo era. No del todo. Toda la vida de Lucie había estado definida por sus relaciones con los demás. Hija, hermana pequeña, novia. Simplemente, había ido rebotando de un lado a otro.

«¿Para qué comprar la vaca cuando te está ofreciendo la leche gratis?». Era una de sus mejores frases, que utilizaba siempre que un tipo parecía un material prometedor para convertirse en novio. ¿Quién no querría a una chica que sólo quisiera verte los miércoles y sábados?

Por lo visto, muchos hombres.

Así pues, existía un motivo por el que Lucie Brennan no podía dormir por las noches. Estaba demasiado ocupada intentando entender cómo había pasado de ser una joven guapa con un gran futuro en la televisión a convertirse en una realizadora por cuenta propia que pasaba apuros y seguía soltera. Que tras veinte años en la ciudad seguía viviendo en el mismo apartamento de un dormitorio. Que seguía viviendo de un sueldo a otro. Que seguía esperando a alguien, en alguna parte, que le diera la respuesta.

—Tienes que cambiar un poco las cosas —decían las amigas de Lucie, sugiriendo que se diera un capricho en un balneario o que derrochara comprándose unos Jimmy Choo.

—No sé andar con tacones —contestaba—. Y me salen granos si utilizo algo áspero.

Pero, en efecto, necesitaba algo diferente. De modo que cuando una de las otras realizadoras del canal le sugirió citarse por Internet, Lucie se lo tomó a broma. Luego, en casa, entró en el sistema para hacer la prueba.

Se sentía un poco avergonzada, un tanto tímida sobre sus incursiones en la red. Así pues, no se lo contó a nadie. Sin embargo, había algo muy liberador en el hecho de tener por fin una vida privada de la que Rosie no sabía nada. De la que nadie sabía nada. Hacía que Lucie se sintiera como una verdadera adulta. Por fin.

Y sin intentarlo siquiera, se enamoró. No de uno de los chicos que le enviaban un correo electrónico o colgaban un perfil.

No; había encontrado a otra persona.

Alguien que siempre estuvo allí, pero a quien nunca había prestado mucha atención.

Ella misma.

Era estupendo. Fue sola a los museos y al teatro, y comió en mesas individuales en los restaurantes. Sin llevar siquiera un libro como tapadera. Asistió a clases de cerámica. Ponía música y bailaba sola en el apartamento. Después vinieron las vacaciones experimentales en solitario —una rápida escapada de un fin de semana a Boston— y su continuación: un crucero de siete días por el Caribe, una ganga con tarifa de última hora. (Después utilizó la diferencia de precio para racionalizar la adquisición de un elegante anillo de rubíes para ella). Lucie no había desterrado de su corazón la idea del amor. La había abrazado.

Y también hizo otra cosa. Redactó una lista de todo lo que quería hacer: rodar una película, tener un hijo, enamorarse. «¿Cuál de estas cosas puedo hacer que ocurra? —se preguntó a sí misma—. ¿Cuál es mi principal prioridad?».

Se dio cuenta de que era el hijo. Tener un hijo antes de que hubiera pasado la oportunidad y su cuerpo fuera demasiado viejo. No podía permitirse ir a una clínica —no tenía seguro médico—, pero hasta una buena chica católica cuya madre cree que todavía es virgen sabe cómo hacer un hijo. A la antigua.

Así pues, empezó a utilizar sus citas por Internet para seleccionar a los donantes de esperma, cosa que ignoraban los tipos lo bastante agradables a quienes invitaba a su casa tras tres o cuatro citas. Se decidió por Will, un apuesto investigador de Sloan Kettering, un chico tímido que llevaba tanto tiempo en la universidad que se había saltado lo de las citas, por decirlo así. Como mínimo tenía ocho años menos que Lucie, cosa que tampoco era un inconveniente.

Probablemente tuviera aptitudes para ser un buen novio, pero no era eso lo que Lucie buscaba. Lo convenció para hacer lo que estaba de moda, hacerse análisis y encamarse.

Lucie no era una santa. Era una mujer que tenía una misión.

Empezó a pasar cada vez más tiempo en la tienda de punto al término de cada semana de trabajo, ansiosa por evitar las llamadas telefónicas que le hacía su madre los viernes por la noche. (De acuerdo, puede que se sintiera un poco culpable por estar haciendo de las suyas para tener un bebé).

Pero funcionó. Todo salió bien. Dormía mejor, hacía punto con mucho brío y, ¡ah, sí!, también estaba esa otra situación. Will había dado en el blanco. Lucie tenía los pechos hinchados y doloridos y el trasero le estaba creciendo de manera exponencial; dentro de poco le resultaría imposible ocultar el hecho de que, a sus cuarenta y dos años, iba a tener, de verdad, un hijo.

—¡Orden! ¡Orden! —Dakota daba golpes con sus agujas en la mesa situada en el centro de la tienda. Darwin garabateaba a toda prisa en un cuaderno en tanto que K. C. charlaba animadamente con cualquiera que quisiera escucharla sobre la fabulosa falda (negra, muy chic) que se había comprado el día anterior en una venta de muestras de DKNY—. ¡Orden, he dicho! Declaro abierta la sesión del club de punto de los viernes por la noche —gritó Dakota.

Georgia, que hacía caja, levantó la mirada. Estaba claro que su hija había mezclado lo aprendido en el simulacro del juicio de James Booth que habían hecho en clase con el discurso de Georgia sobre la administración del tiempo la noche que no tenía el suficiente para terminar los deberes de matemáticas. Daba la impresión de que tendría que ir para allá…

—Nuestra primera moción del día será que todo el mundo enseñe lo que ha hecho desde la semana pasada —dijo Dakota—. Muy bien, en primer lugar, yo.

De modo que se trataba de eso: Dakota quería enseñar el bolso verde fieltrado que le había ayudado a hacer Peri, con asa y ojales, el pasado domingo. Y, por supuesto, el producto terminado tenía unas cuantas lentejuelas cosidas: la etapa brillante de Dakota no daba muestras de terminar. Había estado bien poder ayudarla en una labor pequeña; últimamente Georgia estaba muy cansada de trabajar en el diseño del vestido de Cat y sus continuos cambios, y de lidiar con las crecientes exigencias de James (¿por qué siempre llamaba con tan sólo unas horas de antelación?) para llevarse a la niña de compras, al cine y a cenar en Ellen’s Stardust Diner en el centro de la ciudad. A Dakota le encantaban esos camareros que cantaban; Georgia se indigestaba cada vez que intentaba tomar un bocado, consciente de que, de pronto, la persona que le servía podría ponerse a hacer un número imitando a Elvis. La trastornaba el hecho de que James estuviera dispuesto a ir allí semana tras semana en su intento de ganar la medalla de oro en las Olimpiadas del Buen Papá; Georgia sabía que él odiaba las payasadas. (¿Quién sabe? Quizá se entretuviera hablando con francesas por el móvil mientras Dakota estaba allí sentada, extasiada ante otra interpretación más del Rock del Reloj).

Con todo, había sido grato saber que, aun sin hacer una parada en Marsha D. D. para comprar camisetas con la cara del mono de Paul Frank o la cara bicicleta que aún estaba en el rellano de la escalera, su bizcochito había estado encantada de entrar en calor en el sofá y hacer guerras de pies, darse abrazos y luego ponerse cada una a lo suyo, codo con codo. «Eso es porque somos Walker e Hija», se dijo Georgia.

Aunque, de momento, la hija necesitaba un poco de freno. Inmediato. «Debe de estar adquiriendo esa mala actitud por pasar tanto tiempo con su padre», pensó Georgia.

—¿Por qué estás aquí si no has hecho nada? —Dakota se enfrentaba a Darwin, quien, si se mostró más bien odiosa cuando hizo sus supuestas entrevistas a las mujeres del grupo, ahora parecía completamente aturullada al verse objeto del interrogatorio de una niña de doce años—. ¿No te parece un poco raro venir a un grupo de punto si no haces punto? ¡Hum!

—¡Alto ahí, amiguita! —Anita acudió al rescate y le pasó el brazo por los hombros a Dakota—. En nuestro grupo no se trata de enseñar o no enseñar. Se trata de ayudarnos unas a otras, cariño, de compartir el amor al arte. Cuidamos de lo que tejen las demás… o de lo que no tejen, según el caso.

Anita sonrió a Darwin y le guiñó el ojo; a Georgia le sorprendió ver que el rostro de Darwin quedaba surcado por una poco frecuente sonrisa. Por lo visto, ni siquiera la señorita Chiu era inmune al Efecto Anita.

—De acuerdo, podéis emplear este rato en trabajar en vuestras propias labores. Pero quiero decirles algo a las recién llegadas: algunas de nosotras estamos haciendo el mismo jersey. Aunque, como siempre, estaremos encantadas de ayudaros con cualquier cosa que os resulte particularmente difícil —dijo Anita, cruzando la mirada con algunas clientas recientes que habían pasado por la tienda y decidieron quedarse a la reunión, quienes la saludaron con la mano y sonrieron.

—Sí, yo tengo un problema…, ¡tarda una tanto en hacer cualquier cosa! —últimamente K. C. se había esforzado mucho; compró lana merina para un jersey, pero ni siquiera había empezado la parte delantera. En lo que llevaba de mes abandonó una bufanda de algodón y declaró que sería un paño de cocina, pero luego degradó dicho proyecto a una bayeta mucho más pequeña. Y ahora, al cabo de cuatro semanas, aún no había terminado—. No sé si algún día llegaré a empezar este jersey.

Georgia podía aceptar que K. C. tenía un estilo único haciendo punto: sus pasadas estaban llenas de puntos que se le escapaban y con frecuencia le pedía a Anita que le «enseñara algún método fácil y rápido» para no tener que retroceder.

—Yo no voy hacia atrás, Anita, eso no está en mi camino hacia el progreso —insistía, medio en broma.

K. C. sólo tejía los viernes, en las reuniones del club, y durante quizá unos quince minutos en total: estaba demasiado atareada anotando O borrando cosas que hacer en su ordenador portátil. Si K. C. hubiera tenido seis años (en lugar de cuarenta y seis) la habrían catalogado de hiperactiva; en virtud de su madurez, por suerte había tenido la oportunidad de describirse a sí misma como una persona con múltiples tareas. Ahora la gente soportaba su energía y su boca, que iba a cien por hora. De igual modo, su vivacidad había rescatado a Georgia de un lastimoso grupo de una sola persona en muchas ocasiones a lo largo de los años. Así pues, si K. C. quería ir sólo para estar con el grupo, su vieja amiga le hizo saber que siempre era bienvenida.

Al ver que Dakota no se estaba desmadrando, Georgia continuó cerrando caja; después tenía pensado encargarse del papeleo en la trastienda; algunas clientas pedían hilo de calidad superior y estaba considerando dirigirse a un nuevo proveedor. Se disponía a realizar unas búsquedas en Internet cuando una despeinada Lucie entró por la puerta, cargada con varias bolsas de plástico y con su abrigo de invierno al brazo. Georgia se sorprendió: su cabello rubio rojizo mostraba las raíces, la ropa que llevaba estaba arrugada y, francamente, parecía venirle demasiado estrecha. Su abrigo tenía lo que parecía una mancha de grasa o de barro en los bajos. Lucie tenía un estilo original, sin duda, pero Georgia nunca la había visto con un aspecto que no fuera profesional.

—¡Mira qué bien! Te has perdido mi descripción —la voz de Dakota se fue apagando; hasta ella vio que Lucie no era la misma de siempre— de cómo hacer un bolso fieltrado.

Georgia miró a Anita, esperando que cruzara la habitación e hiciese lo que ésta hacía para ofrecer consuelo. Pero no; Anita enarcó una ceja y ladeó la cabeza levemente hacia Georgia, comunicándole un mensaje silencioso: «Ve con ella». Georgia salió de detrás del mostrador, vacilante, y se acercó a la puerta.

—Hola, Lucie, ¿cómo estás?

—Pues estoy bien. Bien —repitió Lucie, meneando la cabeza mientras hablaba—. Bueno, ya sabes, bien. He hecho toda la parte delantera del jersey con esa lana de angora de color púrpura. Queda bien. Yo estoy bien —insistió con una sonrisa, pero le empezaron a temblar los labios—. O quizá sólo esté regular. Estoy regular, Georgia. Ha sido una semana dura, intentando decidir si debería aceptar un trabajo en el que no me pagan demasiado. Ya sabes…

—Sí, todos hemos pasado por eso. —Georgia no creía que se le diera muy bien lo de consolar; miró a Anita en busca de orientación, pero se había vuelto aposta hacia la ventana. Georgia inspiró rápidamente—. Oye, ¿por qué no vamos ahí atrás a tomar un poco de café y probar las últimas creaciones de Dakota? Esta noche hay un cambio respecto a los muffins y las galletas: vamos a probar un plumcake.

—Estupendo, me encantaron esas galletas de mantequilla de cacahuete. Pero no voy a tomar café. Sólo agua.

—Pues que sea agua. Dakota, trae el Tupperware y las servilletas. Darwin, ¿podrías alcanzarme eso? Gracias.

Georgia se ocupó de los detalles. Se sorprendió de lo mucho que disfrutaba al verlas a todas reunidas en torno a la mesa. «A estas mujeres les gusta venir a mi tienda —pensó—, y les gusta charlar con mi hija y probar sus experimentos culinarios. Éste es nuestro sitio, y es un buen sitio para estar. Y tenemos que felicitarnos por reunirnos cada semana por muy difíciles que hayan sido los días…».

—¡Oíd, oíd!

Era Anita. ¡Oh, Dios! Georgia había estado hablando en voz alta. ¿Por qué siempre hacía lo mismo? Se ruborizó.

—¡Brindemos por nosotras, el mejor grupo de chicas con las que he tenido el placer de relacionarme en una tienda de punto fuera de horas! —exclamó una exultante K. C.—. Bueno, lo cierto es que sois el único grupo de punto al que me han invitado, y sólo porque conozco a Georgia desde toda la vida…

Incluso Darwin había dejado de escribir el tiempo suficiente para sumarse a la charla; Dakota estaba comparando su bolso con uno tejido por Anita y que había puesto de exposición hacía mucho tiempo; Lucie parecía algo más relajada y ayudó a Dakota a cortar el bizcocho.

—Declaro este postre bajo en calorías —decía K. C. a todas las que pedían un trozo pequeño.

Todo eran voces mientras se iban pasando la crema, el azúcar y el bizcocho, y todas se rieron cuando Dakota se dio cuenta de que había olvidado traer tenedores.

—Pues con los dedos, chicas, con los dedos —terció K. C.

Georgia se percató de que en su tienda reinaba un ajetreado alboroto, y era maravilloso. Notó que Anita le frotaba la espalda suavemente. La tienda estaba más viva de lo que nunca había estado.

—¡Oh! —Todas las miradas se volvieron hacia Lucie cuando ésta soltó un grito de sorpresa—. Es bizcocho de limón glaseado. Bizcocho de limón glaseado. —Miraba fijamente el dulce que tenía en la servilleta con una expresión impenetrable. Entonces levantó la mirada y sonrió a Dakota—. Es mi favorito —le dijo—. Lo que sucede es que hacía mucho tiempo que no probaba uno como es debido.

Dakota, encantada de ser la portadora de semejante deleite, corrió hacia Lucie impulsivamente y le dio un beso en la mejilla. Georgia se sorprendió, pero le pareció muy bien.

—Es mi favorito —repitió Lucie mirando.