Capítulo 4

Georgia sintió un fuerte nudo en el estómago. Miró fijamente a través del rímel que la señora Phillips se había aplicado cuidadosamente —¿eso eran pestañas postizas?— y vio los ojos de Cathy Anderson que reflejaban noches de hacía mucho tiempo atrás, noches de dormir juntas, de mascar Pop Tarts sin tostar y bailar toda la noche con la música de Flashdance, Thriller, The Thompson Twins y Madonna en su época de Like a Virgin. ¿Podía ser la misma chica que se aclaró el cabello castaño claro con Sun-In hasta que se le volvió naranja, la que en una ocasión trató de cortarle el pelo muy corto a Georgia en un intento de marcar estilo (¡saludad a Anita la huérfana!) y que había pasado largas veladas charlando sobre chicos, menstruaciones y el sentido de la vida encerrada en el cuarto de baño con Georgia en su desesperación por escaparse de su hermanito Donny?

Hacía casi veinte años que no veía a esa mujer. Y allí estaba: una versión sofisticada, más pulcra y delgada de Cathy Anderson. La chica que antaño fuera su mano derecha en la Gazzette del instituto de Harrisburg. Su compañera de armas. Su mejor amiga para siempre. Ahora era la distinguida señora Phillips. Y disponía de dinero más que suficiente para encargar un caro vestido tejido a mano.

Georgia notó que se ruborizaba, avergonzada de su ropa barata y sus inadecuados zapatos; ¿se le había vuelto a poner el pelo de punta? En cualquier caso, irguió los hombros y se preparó para la batalla. «No pierdas el norte», se dijo para sus adentros, porque el hecho de encontrar a alguien a quien nunca se había imaginado que volvería a ver la había pillado por sorpresa. Alguien que, además, le había hecho daño. Y aun así, una oculta parte de ella quería abrazar a Cathy y volver volando al pasado para poder pasarse el día sin hacer nada, soñando con un futuro que implicaba viajar con los amigos a Europa, un sinfín de armarios repletos de zapatos y un despacho magnífico en una esquina para una carrera ambiciosa y lucrativa. Pero ¿criar a una hija ella sola mientras gestionaba una tienda de lanas? ¿Hacer prendas de punto para clientas adineradas? O el hecho de tejer en sí mismo. Su yo de diecisiete años habría puesto los ojos en blanco si hubiera podido echar un vistazo a esta vida, habría mascullado un cortante «pues va a ser que no» y hubiese vuelto a concentrarse en su revista de moda para escoger un traje de chaqueta rojo con hombreras al estilo Dinastía. Sin duda, la señora Phillips podía comprarse todos los zapatos y hombreras que le diese la gana.

—¿Cathy? —interrogó, y se alegró al oír lo neutra que pareció su voz.

«Buena chica —se dijo—. Como si nada. Sigue así. ¡Menuda sorpresa!».

—Ahora soy Cat, querida. ¡Me parece que hace casi veinte años que nadie me llama Cathy!

Quitó el brazo de debajo del de Georgia mientras hablaba y miró a James como si los dos compartieran una broma. Su mirada parecía decir: «Ja, ja, nuestra vida ha cambiado muchísimo desde el instituto, mientras que la vida de Georgia…, ¡bueno!». Y ahí estaba James, que evidentemente no se perdía detalle. Siempre había tenido debilidad por las mujeres hermosas. De hecho, a ella la había engañado con una rubia. Aunque Georgia sabía perfectamente bien que Cathy tenía un estilista a quien darle las gracias por sus brillantes rizos dorados.

—¡No puedo creer que fuerais juntas al instituto!

James estaba en el centro de la acción, cómo no. Georgia le mandó un mensaje telepático secreto: «Cállate. Ahora. Mismo. Y. Lárgate. Ah. Y. Llévate. La. Bicicleta».

—¿De verdad no os habíais visto desde entonces?

No había duda de que James estaba en otra frecuencia. Bueno, como lo había estado durante los últimos doce años.

—Ni habíamos hablado. ¿Verdad, Georgia?

El tono de voz de Cathy («ahora soy Cat») era despreocupado, pero Georgia no se fiaba. Aquella chica ya la había sorprendido antes.

—No, hace mucho tiempo que no sabía de ti, Cathy…, Cat.

Hubo una larga pausa mientras las dos mujeres se contemplaban una a otra con mirada fría y sonriendo a medias. Entonces James, evidentemente incómodo, puso fin al punto muerto.

—Bueno, yo tengo varios amigos a los que tampoco he visto desde esa época, ¿sabéis? Todos andamos atareados. Y hablando de estar atareado… —le dirigió una sonrisa a Georgia e hizo ademán de ir hacia la puerta.

—¡No me digas que ya te marchas!

James volvía a tener la atención de Cat; Georgia se erizó.

—Por regla general no hago estas cosas tan de última hora, pero esta noche organizo una pequeña velada y espero que asista el arquitecto que diseñó el último edificio Trump —explicó Cat, mientras se inclinaba hacia James—. ¿Lo conoces?

—No, pero siempre he querido conocerlo —admitió James, impresionado.

—Entonces, ¿por qué no vienes a la cena? —invitó, y luego se volvió hacia Georgia—. No es una cosa de tu estilo, Georgia, pero puedes venir también sin ningún problema. James, si me acompañas hasta el coche, podré darte los detalles.

—¿Me permites un segundo? Me gustaría terminar con esto —señaló la bicicleta.

Como si le hubieran dado el pie, Dakota apareció por la puerta, muy emperifollada con un pichi de tela escocesa y una bufanda negra brillante que se había hecho ella misma.

—¡Papá! ¡Has traído la bicicleta! ¡Estupendo!

—¿Ésta es tu hijita? ¡Oh, James, es monísima! —dijo Cat, embobada, alargando la mano hacia Dakota—. ¿Te gusta tejer, cielo? ¿Vas a pasar un gran día yendo de compras? ¿Has venido a comprar algo chulo con tu padre? Aquí Georgia puede ayudarte a elegir el hilo. Es una tejedora experta.

Cat hablaba muy despacio, alzando demasiado la voz, y se recreó en la palabra «experta».

—¡Hola! —saludó Dakota, y miró más allá de Cat, hacia su madre, con las cejas enarcadas en la señal universal de «¿Qué está pasando aquí?». Georgia estaba demasiado enojada para hablar.

Cat se dirigió a James con una sonrisa radiante.

—¡Qué monada! ¿Por qué no hacéis vuestras compras mientras yo termino de hablar con Georgia? Luego podemos irnos juntos.

Dakota ya se había hartado de escuchar a aquella señora chiflada. Daba igual. Ella tenía un asunto serio entre manos.

—¿Mamá? —Se acercó a Georgia para que le diera un buen abrazo—. ¿Puedo quedarme con la bici? Por favor…

—Claro que sí, pastelito mío —repuso Georgia con cariño, disfrutando con la satisfecha expresión de sorpresa de James (sospechaba que él tenía pensado parecer generoso ofreciéndole la bicicleta cara y luego le haría pagar los platos rotos a ella cuando Dakota no pudiera quedársela) y saboreando la impresión de la querida Cat. «Sí, cariño, este hombre (¡cabrón!) tan guapo es el padre de mi preciosa hija». No tenía intención de airear sus intimidades con James ante aquella bruja. Abrazar a su pequeña le daba toda la fuerza que necesitaba. Incluso la fuerza para aceptar un regalo del hombre que le rompió el corazón y un trabajo de su antigua mejor amiga-convertida-en-detestable-señora-pudiente.

—No me había dado cuenta de que vosotros dos sois… de que ella es… —Cat empezó a hablar, pero se detuvo, empezó y se detuvo, mientras paseaba la mirada de James a Georgia y de ésta a Dakota, quien le estaba haciendo una señal a su padre con el pulgar en alto: «¡La hemos conquistado!». La atmósfera que se respiraba en la habitación cambió de repente y Cat, acostumbrada a dominar, sintió esa incómoda sensación de ser sólo una extra en una escena en la que no se la necesitaba. Recogió sus cosas y se dispuso a marcharse—. Georgia, hablaremos esta misma semana para discutir lo de los diseños.

—Ah, Cat, te acompañaré al coche… Y, por cierto, no tengo tu dirección.

James parecía indiferente a todo. O ansioso de establecer contactos. Georgia no podía interpretar del todo su entusiasmo. Cat sacó rápidamente su tarjeta y le dijo que llegara a las ocho.

—Y vendréis los dos, claro —añadió con retintín.

James vaciló.

—Por supuesto —le aseguró Georgia—. Allí estaremos.

Anita abrió la puerta empujándola con la espalda porque iba cargada con bolsas de ropa. Georgia corrió a ayudarla.

—Te he traído unas cuantas opciones sencillas, nada demasiado recargado. Menos mal que yo siempre he llevado las faldas más bien largas, ¡que si no, irías con minifalda! —Anita se rió y quiso saber—: ¿Llamaste para pedir hora en la peluquería, tal como te dije?

Georgia asintió con la cabeza mientras llevaba la ropa al despacho y la colgaba. Peri, que había llegado para hacer su turno, saludó a Anita con la mano y se fue a toda prisa a la parte de atrás, donde Dakota estaba jugando a juegos de ordenador. A la niña se le iluminó el rostro al ver a Anita, lista para ir al musical. Y para contarle la última noticia bomba.

—Mamá y papá van a salir esta noche —soltó—. ¡Juntos! Creo que es una cita.

—No es una cita, bizcochito. Lo que ocurre es que vamos a la misma velada —corrigió Georgia.

No era una cita, ¿verdad? Sí, habían quedado en que James la recogería y la volvería a traer a casa. Pero eso sólo era una cuestión logística. Habían pasado demasiadas cosas como para que pudieran siquiera retomar ese hilo del pasado. En realidad, a Georgia esa fiesta le causaba pavor más que otra cosa. Desconfiaba mucho de todo aquello. Hacía años que no «salía» para otra cosa que no fuera ir al cine con Anita o Peri y aún hacía más tiempo que James y ella no pasaban tiempo juntos. Si no andaban con cuidado, tendrían que pasar de las discusiones sobre Dakota y no-puedes-sí-que-puedo a tener una conversación propiamente dicha. («Dime, James, ¿te has estado follando a alguien últimamente?»). Y hablar con James estaba en los últimos lugares de su lista de cosas por hacer.

Cat tenía razón: aquella pequeña velada realmente no sería de su estilo. Pero no iba a permitir que nadie —y mucho menos Cathy Anderson— sugiriera que no tenía el nivel requerido, ¡maldita sea! Y gracias a Anita iba a tener el aspecto adecuado. Que James viera lo que había desperdiciado; que Cat viera que no era la única.

Georgia abrió la cremallera de una de las bolsas de ropa, sacó un vestido precioso de la percha y admiró el discreto ribete de cuentas en los bajos y el cuello. Anita había traído toda una selección de su propio armario, prendas de telas y diseños suntuosos.

—Todo lo viejo vuelve… Además, la mayoría de estos conjuntos los llevé hace unos diez kilos.

Anita, que aún seguía siendo esbelta, se rió. Georgia la había llamado en cuanto se marcharon James y Cat, a sabiendas de que Anita lo entendería y estaría de su lado.

—¿Cómo me meto en estos líos?

—Por orgullo —dijo Anita, la buena señora Lowenstein, quien lo soltaba todo sin más.

—Lo que pasa es que no quería que pensaran que son mejores que yo.

—Por un lado está el dinero y por otro, la clase —le explicó Anita—. A menudo las dos cosas van separadas. Tú, querida mía, tienes un montón de clase. Dinero, quizá no tanto. De manera que, hagas lo que hagas, no desprecies a esa clienta. Necesitas empezar tu exposición con ese artículo. Además, ya es hora de que salgas de casa.

Aunque sabía que podía contar con una oyente comprensiva, Georgia no había esperado que Anita acudiera a vestirla. Había pensado ponerse el traje que reservaba para acontecimientos importantes, una prenda clásica estilo Chanel que estuvo aguardando cubierta con el plástico de la tintorería desde la última vez que la necesitó, de lo cual hacía ya varios años.

—¿Tienes intención de ponerte la blusa roja o la gris?

Esto fue lo único que preguntó Anita. Y ahora allí estaba, con varios conjuntos para elegir.

—Te he traído otra cosa. —Anita empujó una cajita hacia ella—. Sólo es un préstamo, ¡pero quedará tan bien cuando te hayas puesto elegante!

Georgia abrió la tapa, vio la larga sarta de perlas y le dio un fuerte abrazo a Anita.

—¿Qué haría sin ti? Eres como la madre que siempre quise tener.

Anita se encogió de hombros con modestia, mientras Dakota, incapaz de quedar excluida de la acción, se levantaba de un salto de la silla para rodear a Georgia con sus brazos.

—Tú también eres la madre que siempre quise tener, mamá.

Comenzaron a trabajar las tres, viendo cómo Georgia se ponía y se quitaba ropa, sostenía pendientes y probaba lápices de labios; por último, fue un momento a que Peri, siempre a la moda, le diera el visto bueno. Sí a las perlas, no al lápiz labial anaranjado, demasiadas lentejuelas. No hay suficiente falda. ¡Y fuera estos viejos zapatos de corte salón! Al final, las opciones se limitaron al vestido tubo negro y al chal de seda plateada…, tejido, claro está, por Walker. Ya era hora: Dakota se subió la cremallera del abrigo mientras salía por la puerta detrás de Anita y las dos se apresuraron para llegar a la primera sesión antes de que comenzase. Anita se dio la vuelta y le susurró al oído a Georgia:

—Quédate con el negro, el collar largo de perlas y ponte un sujetador que realce el pecho. ¡Súbetelas hasta el cuello!

Luego, Anita le dio unas palmaditas en la mejilla, tomó de la mano a Dakota y salieron a toda prisa.

Las bicicletas. ¡Aaahh! Todavía estaban en el rellano. Georgia se puso tan nerviosa con el cambio de planes —o, mejor dicho, con el hecho de tener planes para hacer vida social una noche— que se había olvidado de ellas completamente. ¡James! Era culpa de él, por traerlas sin preguntar siquiera. James era así de bravucón. Cuando no estaba cautivando a todo el mundo. Un bravucón encantador. Georgia vio su propio rostro ceñudo en el pequeño espejo de la pared del despacho. ¿Siempre arrugaba el entrecejo de esa manera? Se pasó las manos por las mejillas y practicó sonrisas ante el espejo.

—Hola, soy Georgia Walker. Quizá haya leído algo sobre mí en la revista New York.

—¿Qué tal está? Soy Georgia Walker. Bueno, Cat y yo somos viejas amigas. Hace poco nos hemos vuelto a poner en contacto.

—Ah, un placer. Me encanta lo que han hecho con este lugar… muy moderno. ¿Cómo? ¿Que usted es su decoradora? Bueno, yo soy su diseñadora. Artículos de punto —bajó la voz a un susurro teatral—. ¿No le parece muy maniática cuando se trata de trabajar con ella?

Georgia suspiró. «Oye, tú —le dijo al espejo—. Superaremos esto y tendremos un aspecto genial, ¡qué diantre!». Salió del despacho con la ropa en la mano, cruzó la tienda, le dijo a Peri que luego volvería para ocuparse de las bicicletas y subió las escaleras hacia su apartamento. ¿Acaso tenía algún sujetador de realce?

Cuando colgaba cuidadosamente el vestido en el armario se fijó en una vieja caja de cartón que había en el estante de arriba. Su caja de recuerdos. Una idea disparatada que había visto en un programa de entrevistas, separar lo inútil y quedarse sólo con los objetos más queridos. Bueno, había ahorrado en espacio para guardar cosas, un bien tangible muy valioso en un apartamento de Nueva York. Pero lo cierto era que hacía mucho tiempo que no miraba lo que había dentro. Aunque sabía exactamente lo que había. Se apresuró a llevar una silla a la habitación, se subió en ella y alargó el brazo hacia el estante superior, lo alargó más, hasta que pudo dar unos golpecitos a la caja para acercarla. Dejó que una de las esquinas cayera del estante sobre su cuerpo y entonces bajó el receptáculo a la silla. Tosió; la parte superior estaba cubierta de polvo. Respiró hondo. Entonces sacó la tapa.

La manta de Dakota de cuando era un bebé. Su primer par de zapatos. Montones de fotografías, sueltas y metidas en sobres. Varias postales de su abuelita en Escocia: «¿Cuándo vais a venir de visita?», garabateado con la letra de la abuela todos los años. Una fotografía familiar tomada frente a la chimenea hacia 1970 en la que ella llevaba trenzas y su hermano le ponía los dedos detrás de la cabeza en forma de V. Sus padres, jóvenes y con aspecto de ser felices. Unidas por un clip, estaban también las dos delgadas cartas que James le había enviado, con el matasellos de París. Nunca las abrió. La primera tarjeta de visita que le había dado Anita. Y allí estaba. El anuario del instituto. Lo abrió; sabía que encontraría en el interior de la cubierta la dedicatoria de una sola persona:

¡Eh, loca!

Siempre lo recordaré: nuestras charlas íntimas sentadas en el banco de Smithie’s, el chicle que se me pegó en el pelo durante el partido (¡gracias, mantequilla de cacahuete!) y entrar de vuelta a hurtadillas ¡¡¡¡¡¡a las 4 de la madrugada!!!!!! («¡No, mamá, sólo me he levantado para ir al baño!»). En serio, G., eres la chica más divertida y lista que he conocido y la mejor amiga que llegaré a tener. ¿Dónde estaría yo sin ti? ¿Quién, si no, me escucharía cuando me paso la noche llorando por Barry E y luego quedamos las dos parejas la noche siguiente? Eres la mejor. No fue fácil llegar a esta ciudad y ser la nueva. (Aquí introduce cierto gesto dirigido a tú ya sabes quién y a sus adláteres). Vale, vale, seamos serios. ¡Georgia, el día que me invitaste a unirme al periódico cambió mi vida! Algún día voy a escribir un premio Pulitzer, un artículo decisivo, y tú serás mi editora. Siempre seremos un equipo, ¿de acuerdo? ¡Las dos juntas! Así pues, aunque las cosas cambien o no salgan tal como las hemos planeado, siempre estaremos juntas y dispuestas a ayudarnos mutuamente. Porque lo que importa es dónde están nuestros corazones.

Eres mi hermana espiritual para siempre.

C.

Resultaba curioso que en la nota de Cathy pudiera leer muchas cosas que se le habían pasado por alto la primera vez. ¿Tan claro lo tenía en junio? ¡Qué pena que no se enterara de la traición de Cathy hasta septiembre! Ahora se daba cuenta de que su plan había sido una estupidez…, una insensatez. La promesa de ir a una universidad sólo si las dos podían entrar en ella. De manera que Georgia hizo caso omiso de los ruegos de sus padres y profesores y rechazó una beca parcial para ir a Dartmouth porque Cathy no pudo ingresar. Acordaron en cambio ir a la Universidad de Michigan. Una facultad magnífica, en efecto, pero no era de la Ivy League. Pero ¿a quién le importaba? Estarían juntas, conocerían chicos, asistirían a clases y se apuntarían al periódico universitario. Y al fin, en tercer curso, se mudarían fuera del campus para probar cómo era vivir en un apartamento antes de trasladarse a Nueva York al terminar la universidad. Para empezar esas grandes carreras que iban a tener. ¡¡¡Y estarían juntas para siempre!!! ¿Por qué las adolescentes utilizan tantos signos de admiración? «Tendría que haber un impuesto que gravara la puntuación innecesaria», pensó Georgia. Sobre todo, cuando quien escribe te está mintiendo.

Porque Cathy había estado en la lista de espera de Dartmouth desde el principio. Y en cuanto quedó una plaza libre —la que había sido de Georgia, tal vez—, no la dejó escapar. A ella no le dijo ni una palabra en todo el verano. Cuando fue a casa de Cathy para coordinar qué padres las llevarían en coche a la Universidad de Michigan, ella no estaba en casa.

—¡Oh, querida! —le dijo su madre—. ¿No te lo contó? Su padre la ha llevado a New Hampshire esta mañana. ¡Oh, Georgia! Pensaba que lo sabías.

Georgia todavía recordaba haberse quedado inmóvil en la entrada de la casa de Cathy, las ráfagas de escalofríos que le subían y bajaban por la espalda, el nudo en el estómago, el asombro al darse cuenta de que había optado mantenerse fiel a su mejor amiga antes que aprovechar su gran oportunidad de ir a una de las universidades de la Ivy League. Y Cathy, sencillamente, la había dejado tirada. Se había ido a Dartmouth sin decir palabra.

Ésa fue la última vez —antes de esta mañana— que Georgia había tenido contacto con su mejor amiga. Esperó la llamada de la culpabilidad, decidiendo en su habitación de la residencia de estudiantes de Michigan durante cuánto tiempo iba a humillar a Cathy. Pero nunca recibió esa llamada. Y el largamente esperado y muy temido encuentro durante las vacaciones de Navidad —¿cuánto tiempo malgastó aquel primer semestre imaginando lo que le diría a Cathy?— nunca tuvo lugar. Al señor Anderson lo ascendieron en el banco y oyó decir a algunos compañeros de clase que la familia se había mudado a una gran casa antigua en las afueras de Pittsburgh. Y allí es donde Cathy debió de pasar las vacaciones y los veranos hasta que al final aterrizó en Nueva York. Porque Georgia nunca volvió a saber nada de ella y anduvo alicaída por el campus de Ann Arbor sin esforzarse demasiado en darse a conocer. No puso los pies en el periódico hasta el tercer año. No se animó hasta que obtuvo unas prácticas en una editorial durante el verano, y fue al enamorarse de James Foster cuando se sintió completa otra vez. Tenía un amigo al que le importaba de verdad, que la entendía de verdad. «Y ya sabemos cómo sigue la historia», se dijo. Un apartamento en un edificio sin ascensor del Upper West Side y madre soltera. O una hija preciosa y un trabajo que le encantaba. «Todo depende de cómo lo mires», pensó. ¿Cambiaría alguna cosa? Sí. ¿Creía realmente que su vida habría sido mejor si hubiera ido a Dartmouth? ¿Que se había perdido un mundo secreto de contactos y dinero? Sí, casi todos los días. Pero ¿cambiaría su vida si eso implicara que Dakota no estuviera? Nunca. Nunca jamás.

Lo del vestido lo sabría llevar. El portero, ningún problema. Pero ¿y la cena? Eso ya era otra cosa. Georgia intentaba secarse disimuladamente las manos húmedas en el chal que tenía sobre el brazo porque aún llevaba puesto su abrigo bueno de paño.

—No estés nerviosa —dijo James en voz baja cuando entraron en el ascensor.

—¡No lo estoy! —replicó con un deje chillón.

El viaje en taxi había sido horrible, sentada a su lado, hablando del tiempo, o algo así.

—¿Cuánto tiempo crees que van a seguir las cosas tan frías? —le preguntó él en un tono levemente desafiante.

Georgia estaba absolutamente dispuesta a hacerle caso omiso cuando sonó el teléfono móvil de James y se quedó allí sentada, fingiendo no estar interesada en su conversación.

Lisette! Lisette, il est aprés minuit —contestó—. Avez-vous l’in somnie encoré?

«¿Lisette? ¿La pobre Lisette no puede dormir?». Georgia puso los ojos en blanco mientras el coche bajaba por la avenida Broadway a toda velocidad. Algunas cosas no cambian nunca.

Oui, oui —dijo James—. Ma fille est belle. Et aussi intelligente.

Llegaron al edificio de Cat cuando James se estaba despidiendo. El taxi se detuvo.

—Daré la vuelta y te ayudaré a salir —le dijo a Georgia, quien no le hizo caso, salió del automóvil por sus propios medios y entró por la puerta principal del edificio.

En aquellos momentos se encontraban uno junto al otro en el ascensor.

—No estés nerviosa —repitió.

Georgia tosió.

—No lo estoy… Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a dejar a Dakota… un sábado.

¡Menuda excusa! Sabía que Anita y Dakota habían vuelto del espectáculo y estarían ocupadas comiendo palomitas y cotilleando en el sofá de su casa. ¡Probablemente estuvieran hablando de su salida con James! No, no era una salida. Asistir a una fiesta juntos no era salir. De todos modos, se alegraba de que Dakota tuviera a alguien con quien compartir sus secretos, se alegraba de que Anita luego descubriera el pastel, revelándole los enamoramientos, enemistades y preocupaciones. Sobre todo desde que la política de la puerta cerrada implicaba que Dakota y ella no hablaban con la facilidad con que solían hacerlo.

—Estoy seguro de que con Anita está perfectamente —repuso James—. Es una mujer asombrosa.

Georgia le dirigió una mirada de soslayo. No se podía decir precisamente que la conociera; sólo la había visto unas cuantas veces en la tienda.

—Sí, Anita es de esa clase de personas que te hacen sentir especial al conocerlas…

Georgia se calló de pronto cuando las puertas del ascensor se abrieron. Directamente al apartamento. Un loft precioso. Su tienda y su apartamento cabrían con holgura en todo aquel espacio… varias veces.

—¿Me permite el abrigo? —pidió una joven delgada con una blusa blanca que extendió las manos.

—Hola, encantada. ¿Conoce a Cat? Soy Georgia Walker. Soy…

Georgia, que iba pasándose el chal y el bolso de una mano a otra, titubeó cuando la chica la ayudó a quitarse el abrigo largo.

—Gracias —agradeció James, que se volvió entonces hacia Georgia y le tocó brevemente el hombro para que empezara a caminar hacia el centro de la habitación.

Era la guardarropa, claro. ¿Quién celebraba fiestas que requirieran de una chica sólo para guardar los abrigos? ¿Quién tenía un ascensor que se abría a su apartamento? Por lo visto, Cat. Georgia se echó rápidamente el chal sobre los hombros mientras daba un vistazo a la habitación y a las espaldas de varios individuos bien vestidos que conversaban en pequeños grupos.

Frente al ascensor había una larga pared de ladrillo visto; al otro lado de la habitación y a su derecha, toda una pared de ventanales y la altura hasta el techo era el doble de lo normal. Georgia había leído acerca de la transformación de fábricas y almacenes del SoHo en preciados —y caros— lofts, pero nunca había estado en uno de esos apartamentos. Era sencillamente sensacional. Desde los relucientes electrodomésticos de acero inoxidable de la cocina americana, a las tuberías a la vista a lo largo de las paredes y el techo, los objetos de arte en suaves pies de color blanco, la chimenea rodeada por un juego de elegantes sillas de cuero, la larga mesa de mármol situada en el centro de la habitación y en la que ya estaban dispuestos la plata y el cristal… El loft era enorme. Y lujosamente decorado con tapicería suntuosa, floreros gigantes llenos de lirios de agua y cuadros grandes y pequeños en las paredes. Tenía un aspecto moderno, sofisticado y amedrentador. El loft era un escaparate.

—La arquitectura es fantástica —comentó James, que alargó la mano para hacerse con una tartaleta de setas que le ofrecía otra sirvienta de blusa blanca—. He estado fuera mucho tiempo, pero está claro que el aburguesamiento del SoHo se ha completado —añadió sonriente. Georgia le respondió con una mirada fulminante—. Y aquí está nuestra anfitriona —dijo.

En efecto, Cat se acercaba a darles la bienvenida ataviada con un vestido ceñido y brillante, de hombros descubiertos y de color carmesí. Les señaló a un hombre alto que estaba junto a la chimenea hablando animadamente con otro hombre y agitó un poco la mano como si quisiera llamarle la atención.

—Ése es mi esposo, Adam. Está haciendo negocios. Ya hablaremos con él más tarde —dijo Cat, mirando ligeramente por encima del hombro de Georgia hacia James.

—Este loft es fantástico. Habéis mejorado su pasado como almacén haciéndolo elegante. Es una verdadera hazaña —elogió James, que seguía concentrado en el edificio, sin que, como observó Georgia, hubiera inspeccionado a Cat con la mirada ni una sola vez.

—Después de cenar te lo mostraré todo… Creo que te gustará la manera en que hemos conseguido mantener la sensación de loft a la vez que separábamos unos cuantos dormitorios en la parte de atrás. Tuvimos un arquitecto maravilloso, debería poneros en contacto a los dos. Y ahora venid, dejadme que os presente –Cat levantó el rostro y sonrió afectuosamente a James antes de desviar la mirada hacia su vieja amiga—. Bienvenida, Georgia —la saludó sin alterarse, al tiempo que la miraba de arriba abajo. Sus manos se movieron en la dirección del chal de punto al tiempo que emitía un suave murmullo de aprobación y luego miró a James—. Vamos, entrad.

La siguieron mientras ella hacía las presentaciones, en las que James se llevó la mejor propaganda, llena de los detalles de su brillante carrera profesional. (¿No habría buscado Cat a James en Google? Era evidente que sabía más cosas acerca de él que aquella misma mañana). Y todas terminaban con un: «Y ésta es Georgia», seguido de una pausa.

Cat sonrió, mencionó que iba a atender a los demás invitados y se alejó, dejando que James y Georgia circularan entre la gente. Todo el mundo tenía el mismo aspecto, tanto hombres como mujeres: bien peinados, bien vestidos, con las manos manicuradas y buenos modales.

—Tu currículo es impresionante, James.

—No hay duda de que lo has hecho bien.

—Para alguien como tú, debe de haber resultado difícil enfrentarse a todos los desafíos de ahí afuera.

—Debes de ser excepcional…

James respondía a los comentarios sin decir nada en realidad.

—Y tú, Georgia, ¿a qué te dedicas?

—La señora Georgia Walker es una mujer de negocios independiente; dirige una boutique de punto en el Upper West Side.

Contestó James antes de que ella pudiera abrir la boca siquiera. Estuvo bien, porque tenía la boca algo seca. Georgia tomó un sorbo de vino. De acuerdo, fue más que un sorbo.

—Y diseño ropa de punto para clientes independientes —añadió. Su voz fue un poco débil, pero al menos no le salió chillona—. En la tienda del Upper West Side es donde expongo nuevas creaciones —continuó, con voz más firme—. Los artículos de punto únicos tienen un lugar en la moda… Todo el mundo quiere tener una prenda bonita, sin preocuparse de que también la tengan muchas otras personas que fueron a la misma tienda. El rescate de la tradición tiene mucho potencial…

Nadie se rió al oírla. De hecho, parecían estar escuchando todas sus palabras. Tal vez no estuviera tan fuera de lugar, después de todo.

O tal vez sí. La velada había ido de mal en peor después de los canapés. Georgia le puso un billete de cinco dólares en la mano a la chica del guardarropa, conversó torpemente sobre temas triviales en el ascensor y llegó a la calle con James pisándole los talones. James había dicho: «Venga, hagamos una parada rápida en una cafetería antes de volver a casa. Así tendremos ocasión de discutir lo de la bicicleta y las visitas a Dakota… y de hablar de los demás invitados. ¿Recuerdas que siempre nos encantaba cotillear sobre la gente? En la cena había verdaderas caricaturas, puedes creerme». Georgia opuso una resistencia simbólica —que tenía que volver a casa para que Anita pudiera dormir un poco—, pero se sentía cansada por culpa del vino. Y lo cierto es que no tenía ganas de discutir. Además, bueno, estaba disfrutando de la compañía de James lo justo para pasar un poco más de tiempo juntos. «De acuerdo —aceptó—, un café. Y luego un taxi para volver a casa».

Al cabo de dos cafés —aunque se había pasado al descafeinado—, Georgia se sentía vigorizada, sentada allí con James hablando de arquitectura. Haciendo un desglose de las conversaciones de la noche. Simplemente… charlando. Era muy satisfactorio sentir que, por una vez, estaban en el mismo bando.

—Cat es buena gente, es mejor que muchas de ellas —se aventuró a decir James.

—¿A qué te refieres?

—Al ama de casa aburrida. O en el caso de las que tienen dinero, a la esposa trofeo aburrida —James se rió—. No es nada estúpida, Georgia. Puede que las chicas crezcan soñando con casarse con un hombre rico, pero cuando toda la vida se resume a ser un mero apéndice ya no resulta tan atrayente. Mira, tú la conocías desde adolescente. ¿Era inteligente?

—Donde las hubiera.

—Entonces, dime: ¿está satisfecha celebrando fiestas y con miedo a comerse la comida que sirve no le vaya a poner en las caderas? Tú no lo estarías —James sorbió su café—. He visto a mujeres como ella muchas otras veces, y también he trabajado con unas cuantas.

Y se había acostado con ellas, sin duda, dándoles el tratamiento completo de encanto y rosas, supuso Georgia. Dudaba que, para James, las alianzas supusieran un obstáculo a sus conquistas.

—A mí me parece que está perfectamente satisfecha. Y encantada de mostrarse fría conmigo.

—¡Ah, eso! Está celosa… Tú eres independiente, vives según tus propias reglas, tienes una vida magnífica y a un hombre apuesto que ronda por tu tienda disputándose tu atención. —James le guiñó un ojo. Georgia le dirigió una mirada asesina—. Y estos comentarios sólo son un poco de Botox para su ego.

Georgia puso los ojos en blanco y volvió a pensar en la fiesta. Al principio supo defenderse, envalentonada por el hecho de que algunos de los invitados hubieran leído el artículo sobre la tienda. De todos modos, se sentía nerviosa y dicha sensación empezó a prevalecer. Era como si hubiera entrado en un mundo alternativo. Una cosa era la fiesta —¿con qué frecuencia comía risotto con aceite de trufa?— pero lo demás era un decorado. No, era como si por algún milagro se le diera la oportunidad de ver un futuro que podría haber sido. Con James. Si él no se hubiera acostado con su jefa hacía tantos años… Si hubieran seguido juntos o si se hubieran casado incluso. Al inicio de la velada se había mostrado tan atento que a ella casi le dolió y lo ahuyentó. «Habla con la gente, establece contactos —le dijo al terminar su magnífica charla sobre artículos de punto—. Quiero llamar a Anita por el móvil».

En lugar de eso se fue al baño y se echó un poco de agua fresca en la cara. Lo cierto era que el hecho de actuar como la «cita» de James en el loft de Cat la había dejado con el pulso acelerado y un nudo en el estómago…, y no precisamente como cuando tienes mariposas. Tenía la sensación de estar allí y al mismo tiempo de no estar. A medida que iba transcurriendo la noche empezó a notar que aumentaba la presión detrás de sus ojos y sintió ganas de llorar mientras James se relacionaba por la estancia. Hubo unas cuantas ocasiones en las que incluso oyó la palabra «Dakota» y vio que él le hacía señas y le sonreía. Ella le devolvió la sonrisa y alzó la copa. Tenía mucha práctica en tragarse las cosas como para que le preocupara haber lloriqueado en público; ya había derramado años enteros de lágrimas. Lo que la sorprendió fue el hecho de sentirse deshecha una vez más. Era cierto que siempre recordaría, en el terreno intelectual, lo difícil que le había resultado superar lo de James, pero hacía mucho, mucho tiempo que no había experimentado físicamente dichas sensaciones. La angustia, la náusea, la esperanza. Sin embargo, no era éste el problema. Lo que la hizo vacilar fue que recordaba lo mucho que le había gustado James. Lo mucho que le gustaban su ingenio, su inteligencia y lo guapo que era. Aunque al mismo tiempo lo odiara.

Georgia había regresado del cuarto de baño, fue por la fiesta con una copa de vino blanco en la mano hasta que se calentó tanto que ya ni siquiera estaba bueno, y luego tomó otra. Así tenía las manos ocupadas. También estaba agradecida: una de las invitadas más calladas, una mujer que era cirujana plástica, pareció contentarse con mantenerse a un lado sin importarle que Georgia estuviera junto a ella. Se quedaron las dos allí, y de vez en cuando hacían algún comentario sobre la decoración o sobre alguna descabellada historia de interés humano publicada en el Times del domingo. Las cosas no mejoraron mucho durante la cena, en la que Georgia estuvo sentada enfrente de James y entre dos tipos más interesados en discutir sobre el partido entre Harvard y Yale del pasado otoño.

Y Cat no le dirigió la palabra.

En la cafetería, Georgia tomó un sorbo de su bebida. Estaba amarga.

—Oye, James, le has caído muy bien a ese anciano, Edgar Edward… o como se llame. No podía dejar de hablar de todo lo que has hecho.

Georgia se echó más azúcar en el descafeinado y lo removió.

—¿El de «Debes de ser excepcional»? ¡Ay, Walker! Pasas demasiado tiempo en la tienda… ¡Y pensar que estás criando a una hija negra! —James torció el gesto y se inclinó hacia delante, abandonando su habitual actitud desenfadada—. «Excepcional» es la versión moderna de «Debes de ser un orgullo para tu raza». Es un código. Ambigüedades. —La miró fijamente a los ojos—. Conozco a la gente. Sé que te dicen cosas.

Georgia desvió la mirada, avergonzada, e incluso sintiéndose un poco culpable. Era cierto. Con frecuencia había visto la fugaz expresión de sorpresa en los ojos de un desconocido antes de que la reemplazara una neutralidad políticamente correcta cuando presentaba a Dakota como a su hija. ¿Y cuántas veces las nuevas clientas miraban a Peri y daban por sentado que debía de ser la madre de Dakota? Había perdido la cuenta. Georgia vaciló. Miró a James.

—Lo hago lo mejor que puedo —dijo en un susurro—. No tengo la culpa de que la gente se comporte de la manera en que lo hace.

Él suspiró.

—No se trata de culpas, Georgia. Se trata de enseñarle a lidiar con toda esa mierda. ¿Tú puedes hacerlo, sinceramente?

—¡No te enfades conmigo! Eras tú el que no estaba.

Georgia no sabía adónde conducía la conversación, pero supo que volvían a estar en bandos opuestos. Otra vez.

—No estoy enfadado, sólo digo que ahora estoy aquí y que necesito pasar más tiempo con mi hijita. Tengo que enseñarle ciertas cosas que tú nunca podrías… —Estaba alzando la voz, pero se contuvo—. ¿Crees que esta noche ha sido la primera vez que soy la única persona de color de la habitación? ¿Y cómo crees que sienta eso?

—¿Y qué quieres? ¿Crees que yo me he limitado a deambular por ahí aislada del resto del mundo? He leído libros sobre ser negro, sobre ser medio negro, sobre madres cuyas hijas tienen un aspecto distinto al suyo. ¡Para poder comprenderlo! —casi gritó, irritada—. Es lista, está sana y es feliz. Es una niñita preciosa. ¿Sabes?, yo no crecí aprendiendo cómo peinar el cabello de una persona de color. Pero aprendí a hacerlo, señor Foster. Aprendí. Aprendí porque yo estaba aquí, en casa, trabajando duro y haciéndolo lo mejor que podía. Ser la madre de Dakota no tiene nada que ver con ser blanco o negro. Tiene que ver con estar ahí. Y yo estuve. ¡No como tú, que te escabulliste a París para follarte a la primera que encontraras!

«Así pues, ¿es de esto de lo que quería hablar desde el principio? ¿La razón por la que ha regresado? ¿Para salvar a la hija que abandonó de su inepta madre blanca? La conocida comodidad de compartir un café hace un momento quizá no ha sido real», pensó. James sólo la estaba manipulando otra vez. Otra vez. ¿Por qué siempre era tan estúpida? Se puso de pie rápidamente, con las dos manos planas sobre la mesa.

—¡Si tu hija necesitaba una madre negra, quizá tendrías que haberte tirado a una mujer negra!

Salió por la puerta y hasta que no estuvo en el taxi no se dio cuenta de que había olvidado el chal plateado en la silla de la cafetería; llevaba el bolso en una mano y el abrigo colgado del brazo, con lo que se le puso la carne de gallina en la fría noche de marzo.

—Broadway con la Setenta y siete —espetó al taxista.

Se sentía como si la hubieran atacado por la espalda. ¿Acaso James iba a llevar a cabo alguna estratagema? Quería estar en casa con Dakota y abrazarla. «Nunca se está preparado para las cosas malas —pensó—. Pero ¿por qué nunca funciona?». Georgia sabía lo imposible que era reconocer el momento en que todo cambia; sólo te das cuenta de las claves ocultas en retrospectiva: una noche de intensas relaciones sexuales se revela como la última noche juntos; una conversación informal sobre cuántas toallas llevarse puede llegar a convertirse en las últimas palabras compartidas durante más de veinte años. Y de pronto invadían ese mundo que ella había creado con sumo cuidado y su pequeña tienda recibía a sus dos mayores enemigos la misma mañana. James había regresado y estaba en todas partes: en la tienda, con Dakota, en sus pensamientos. Y ahora también estaba Cathy, Cat.

El automóvil de color amarillo salió de la curva con un chirrido de neumáticos, fue adquiriendo velocidad y las lágrimas de Georgia empezaron a caer, acompañadas de enormes e inapropiados sollozos.