Capítulo 3

El sol de primera hora de la mañana entraba a raudales por la ventana; Dakota, con el pijama puesto, se desperezó en el descolorido sofá de color melocotón y amarillo y dejó que la luz le diera en la cara, con la cabeza apoyada en el regazo de su madre.

—Anoche se armó un buen jaleo, niña. ¡Había hilo y agujas por todas partes! ¡Por todas partes! ¡Por todas partes!

Alargó la mano para hacerle cosquillas a Dakota, que se retorció, se levantó de un salto del sofá y se apresuró hacia la cocina arrastrando los pies calzados con sus zapatillas color verde lima demasiado grandes. Georgia la siguió y al pasar junto a la sólida mesa que había comprado en IKEA se hizo con un par de plátanos del frutero. Se acercó a la encimera para cortar la fruta, de espaldas a su hija; de todos modos, por el rabillo del ojo vio que Dakota iba a hurtadillas a llenarse otra vez el cuenco de Froot Loops. Las dos Walker compartían el desayuno cada mañana, pero el sábado significaba panecillos dulces, cereales azucarados y muchos abrazos.

—¿Alguien se hizo daño?

Dakota lamentaba haberse perdido la acción, pero, por otra parte, estaba eufórica por haber salido con su padre la noche anterior. ¡Le había comprado una bicicleta! Se moría de ganas de contárselo a su madre. Pero no estaba del todo segura de cómo le iba a caer la noticia. Bueno, no, eso no era cierto. Sabía exactamente cómo iba a reaccionar su madre. Muy mal.

—Darwin hablaba a gritos de psicópatas mirones y a duras penas pudimos convencer a K. C. para que se levantara de encima de esa chica. ¡Pobre Lucie! Parecía estar a punto de vomitar. Creo que se asustó de verdad. Y yo tengo un bulto en la rodilla del tamaño de una bola de bolos. No fue uno de los mejores momentos de la tienda, no, señor. —Se metió una rodaja de plátano en la boca y le ofreció un trozo a su pequeña, que le dijo que no con la cabeza con una gota de leche bajándole por el mentón. Estaba casi segura de que su madre no se había percatado de que había repetido con los cereales. Excelente—. Cuando nos quisimos dar cuenta, Anita ya tenía sentada a la chica, que no dejaba de decir tonterías. Y entonces se pone a gritar otra vez… —Se inclinó para limpiarle la cara a Dakota con una servilleta—. Y ya has comido suficientes cereales, cariño. Ni hablar de una tercera ronda.

Georgia asió la cafetera, se llenó la taza y tomó un sorbo.

—La reunión terminó temprano gracias a la llegada de esa chiflada, pero te alegrará saber que tanto Lucie como Darwin se llevaron a casa unas cuantas galletas.

—¿Rellenaron las tarjetas con los comentarios?

Dakota hizo la pregunta con los ojos llenos de emoción y quizá de cierto temor. ¡La niña y su pastelería! De todas formas, mejor que se obsesionara con la harina y el azúcar que con las camisetas que dejan el estómago al aire y las pandillas de chicos. Aunque Georgia se figuraba que también estaba empezando a pensar en esas cosas. Movió la cabeza.

—¡Ay, cariño, con todo el alboroto me olvidé completamente de repartir tus tarjetas para los comentarios! —se inclinó hacia ella y le susurró con complicidad—: Pero a todas les encantaron las galletas. ¿Por qué no les preguntas la opinión sobre las galletas y los muffins la semana que viene?

—Porque la gente nunca te dice lo que no les gusta cuando se lo preguntas cara a cara. Sólo te ofrecen montones de elogios, y eso no siempre ayuda —Dakota guardó silencio un momento, con el ceño fruncido—. ¿Y qué pasa con esa chica loca? ¿Se comió alguna galleta?

A Georgia siempre la animaba la resuelta ambición de Dakota.

—Sí, mi pequeña Martha Stewart, se zampó como unas quince, diría yo. —Sonrió al ver que los ojos de Dakota se iluminaban. ¡Premio!—. Esa chiflada quizá estuviera bastante obsesionada con la señorita Julia Roberts, pero tuvo tiempo más que suficiente para comerse todo lo que estaba a la vista. —Georgia miró por la ventana y añadió en voz baja—: El final de la velada fue un tanto extraordinario, pero no parece una persona peligrosa. Todas estuvimos sentadas con ella un buen rato y nos contó toda una historia.

Georgia sonrió para sí al recordarlo. De momento, aquel artículo en la revista le había reportado tanto cosas buenas como malas. En realidad la pelirroja no estaba loca. Ni siquiera era una drogadicta o una psicópata. No, era algo peor: una estudiante de la Universidad de Nueva York que estaba empeñada en hacer una película. Lo que ocurría era que tenía un millón de problemas para hacerla, empezando por el hecho de que ella y su grupo prácticamente no tenían dinero. Y en algún punto durante el proceso se habían dado cuenta de que necesitaban un actor de renombre para sacar adelante el proyecto. Tras haberse tomado unas copas de más leyeron un artículo en la revista People sobre famosos a los que les gustaba hacer punto, lo cual se cruzó con una mención en la página 6 del New York Post sobre que la señorita Julia estaba en la ciudad y luego con un artículo sobre madres emprendedoras de la revista New York; parecía perfecto. Probablemente Julia necesitaría lana durante su estancia en la ciudad y ellos la pillarían desprevenida y la convencerían para hacer una actuación especial en su agudo drama policíaco. Así pues, la joven utilizó los 12 dólares con 75 que llevaba en el bolsillo para comprar cosas sueltas mientras vigilaba Walker e Hija. Que, por cierto, era una tienda monísima, había dicho sin dirigirse a nadie en particular. «Habéis mejorado mucho este sitio. ¿Habéis pensado en hacer un anuncio para la televisión por cable? Porque en eso podría ayudaros».

Entonces, poco a poco, tomó una galleta del plato que había en la mesa y se la comió. Como nadie decía nada, se comió otra. Fue comiendo galletas, una tras otra, mientras las socias del club la miraban fijamente. Y siguieron mirándola.

Georgia, por supuesto, no podía negar que más de una joven actriz había acudido allí para aprender a tejer, desesperada por matar el tiempo entre casting y casting. Y de vez en cuando también había pasado por la tienda algún que otro famoso del lugar. De hecho, entre sus clientas habituales se incluían la presentadora de las seis del canal 4 —que, por si fuera poco, era una tejedora de primera— y esa encantadora chica de los jabones que el año anterior había ganado el Emmy a la actriz joven más destacada. Pero ¿Julia Roberts? Hacía mucho tiempo que Georgia no veía una película que no fuera para menores acompañados, pero incluso ella hubiera reconocido a una megaestrella como Julia Roberts. Y pese a lo que dijera el Post, ya hacía tiempo que no acudían celebridades a Walker e Hija. Bueno, para ser francos, no habían acudido nunca.

—Entonces, ¿le gustaron las galletas…? ¿No le parecieron demasiado pesadas? ¿Demasiado… cacahueteadas?

Dakota era absolutamente concreta. Sacó un cuaderno de la mochila que había colgado en el respaldo de la silla en lugar de guardarla el viernes después de la escuela, lo abrió por la mitad y empezó a escribir con tinta fosforescente. Georgia se inclinó para ver el título —GALLETAS DE MANTEQUILLA DE CACAHUETE DESMENUZABLES, RECETA N.° 2— y una línea que llegaba a la mitad de la página. La palabra «comentarios» estaba escrita a un lado de la hoja; Dakota dudó un momento y luego escribió: «Se llevaron las galletas a casa. Buena señal». Al otro lado estaba escrita la palabra «nombre». Darwin Chiu y Lucie. La joven miró a su madre.

—Mamá, ¿cuál es el apellido de Lucie?

—Brennan. La exasperó bastante que esa estudiante de cine se colara en el club. Dijo que ella frecuenta la tienda para alejarse de gente así. —Tiró de una de las trenzas de Dakota—. Resulta que es una realizadora de televisión autónoma. Es tan callada que la verdad es que nunca habíamos hablado de lo que hacía aparte de tejer. Es como Peri con sus bolsos… Las mujeres hacen cosas asombrosas, creativas y maravillosas.

—Igual que nosotras, mamá —razonó Dakota, y Georgia le guiñó un ojo.

—Sí. Bueno, ahora tengo que darme prisa y vestirme para ir a trabajar. Termina y lava el cuenco en el fregadero, bizcochito.

—Oye, mamá, ¿algún día lo harás?

—¿El qué?

—Un anuncio, como dijo esa chica —Dakota había pasado a otra página de su cuaderno—. Podría escribirte un guión. Incluso podría ponerme ante las cámaras.

—Voy a contarte algo gracioso —repuso Georgia—. Lo último que dijo Lucie antes de recoger las cosas fue que esa aguafiestas podría haberle dado a la tienda un empujón en la dirección adecuada. Dijo que hacer un anuncio quizá no tuviera mucho sentido, pero me pidió que considerase la creación de una serie de vídeos prácticos; dijo que si estábamos interesadas podría ayudarnos a llevarlo a cabo. Ahora bien, pienso…, no sé, que esas cosas pueden costar mucho tiempo y dinero. —Se encogió de hombros—. Pero hemos empezado con que todo el mundo haga el mismo modelo de jersey, por lo que podríamos seguir los progresos de cada una y con eso hacer un vídeo sobre cómo confeccionar un jersey.

—Podríamos hacer una funda para teléfono móvil —señaló Dakota—. Es fácil, sólo hay que menguar unos puntos y hacerle un ojal. Y entonces quizá pueda tener un móvil para mi cumpleaños.

—¡Ajá, ahora sale el motivo! —Fingió darle un manotazo en el trasero a Dakota—. Tu cumpleaños no es hasta el verano. O sea que ya veremos. Tengo que darme prisa, cariño. Tengo una cita abajo.

Georgia fue a su pequeño dormitorio y se cambió, sacó ropa interior del tocador que utilizaba como mesita de noche junto a la cama doble pegada a las paredes que hacía poco había pintado de color azul celeste. Había tenido suerte de poder permitirse un apartamento de dos dormitorios durante todos esos años; asignó a Dakota el dormitorio más grande desde el principio, pues se figuró que necesitaría espacio para las cosas de bebé, después para los juguetes, y luego por si alguien se quedaba a dormir. (Al menos que una de ellas tuviera a alguien que se quedara a dormir, ¿no?). Ahora Dakota tenía una mesa grande en un rincón para hacer los deberes o los trabajos de la clase de dibujo; durante los primeros años había sido el hogar de una Barbie con su mansión y su flota de diminutos descapotables de color rosa. Todo ello suministrado por Anita, quien, como madre de tres hijos ya adultos, se entusiasmaba con todas las cosas de niña. Había colmado a la pequeña de Barbies de todos los modelos, y Dakota, a su vez, le puso su nombre a su muñeca favorita en su honor. Ver jugar a Dakota con la muñeca llamada Mommy, blanca y rubia, y la Barbie afroamericana de piel oscura llamada Anita había inducido a Georgia a hacerle una serie de preguntas con dulzura.

—¿Por qué le has puesto Anita a esta muñeca? —había preguntado a su hija, quien en aquel entonces tenía cuatro años.

—Porque se le parece —contestó Dakota sin levantar la vista de la apasionante tarea de calzar con los zapatos de plástico de la Barbie aquellos diminutos pies curvos.

—¿En qué se parece la muñeca a Anita? —insistió Georgia.

—Es guapa —sentenció Dakota, y le tendió un Skipper a Georgia—. Puedes conducir el descapotable o las Barbies van a llegar tarde a la rueda de prensa. Van a abrir una tienda de punto.

¿Quién podía poner objeciones a eso?

Habían tenido charlas, por supuesto, sobre todo cuando Dakota se fue haciendo mayor. Sobre cómo era que su mamá tenía un aspecto distinto al suyo. Ambas hermosas a su manera. Sobre estar preparada para la gente cuyos prejuicios pudieran llevarles a decir alguna tontería. Y sobre que Georgia quería a Dakota más que nada en el mundo. Ésta era la constante. Aunque también ayudaba el hecho de que en la escuela pública del Upper West Side hubiera otros niños cuyos padres no tenían el mismo aspecto. Algunos de ellos habían sido adoptados en el extranjero y otros tenían padres de orígenes diferentes, como Dakota.

A veces hablaban mucho de ello. Y después pasaban largas temporadas sin que surgiera el tema. Dakota estaría enfrascada en una nueva receta u organizando una gran fiesta de pijamas («¿Puedo añadir a dos más?»), o haciendo que su madre le prestara uno de sus jerseys favoritos de su preciada colección de los tejidos a mano.

Aquel día no tenía intención de ponerse ninguno de ellos. El armario de Georgia, el principal sitio que tenía para guardar algo más que ropa, estaba abarrotado y le costó cierto esfuerzo empezar a revisar sus conjuntos más elegantes. Primero se puso unos pantalones de crep de color gris y una blusa de seda, y luego, una falda negra. Al final se decidió por un sencillo vestido suelto azul marino con una chaqueta de punto de cachemir color beige, una que confeccionó durante el invierno y que aún no había estrenado. Le gustaba ir lo más elegante posible cuando se reunía con una nueva clienta, luciendo alguna que otra prenda que hubiera tejido ella misma. Aunque le había refunfuñado a Anita sobre tener que encontrarse con la tal señora Phillips, el diseño y la creación de ropa eran la parte que, en el fondo, más le gustaba a Georgia. En el despacho guardaba un pequeño diario encuadernado en cuero rojo en el cual anotaba las ideas para patrones de todo tipo de prendas que tenía pensado confeccionar algún día. «Le encantaba la tienda» estaba contentísima de ser su propia jefa y disfrutaba dando clases, por supuesto, pero había algo significativo en ser capaz de crear una prenda preciosa a partir de materiales casi en bruto. Le proporcionaba una sensación de su propio poder, de hacer algo práctico y hermoso utilizando su habilidad y creatividad. Eso la inspiraba.

Muchas noches, antes de entregarse al sueño, Georgia imaginaba una vida alternativa en la que ella sería una inmigrante a la inversa y se dirigiría a Escocia, a la casa en la que había nacido su padre y donde aún residía su abuela. Dakota y ella comprarían la granja de al lado y criarían sus propias ovejas. Confeccionarían Jerseys Walker utilizando su propia lana, la de nadie más. Sus creaciones serían únicas, codiciadas por Madonna, Sean Connery y Gwyneth Paltrow, y Dakota, ella y la abuelita vivirían juntas, felices y ya no envejecerían más, nunca. E incluso sus padres irían de visita y Bess diría que jamás habría creído que Georgia pudiera sacarlo adelante, pero vaya si había demostrado que se equivocaban. Y entonces todos reirían y comerían la tarta con trocitos de fruta con la que Dakota se habría doctorado, y beberían tazas y más tazas de té. Anita iría a visitarlas, por supuesto; James se esfumaría de la escena. No podía decirse que lo quisiera ver muerto, ni mucho menos, pero sí desaparecido en combate.

Porque así había estado: desaparecido. Entonces, ¿qué hacía otra vez en la ciudad? Perpleja. Así se sentía. Oh, sí, siempre había ese foco de furia, ese pequeño nudo que ella pulía con resentimiento cuando se sentía excesivamente cansada y exhausta, pero siempre tenía que salir pitando a otra reunión de la asociación de padres y profesores o bajar corriendo a comprar leche cuando ya estaba en pijama y no podía enviar a nadie más. Pero la agudeza de su dolor se había atenuado en el transcurso de los años y ahora, más que hervir, bullía a fuego lento. Y ahora todas esas emociones latentes volvían a despertar, aun cuando ella seguía completamente desconcertada en cuanto al motivo por el que James había vuelto a aparecer con un farfulleo impreciso acerca de lo mucho que lamentaba no haber estado cerca más a menudo. («¿Más a menudo? ¡Si ni siquiera lo has intentado nunca, amigo!»). Georgia se enorgullecía de haber aprendido a tener buen ojo para la gente gracias a las mortificadoras traiciones de las que había sido objeto en el pasado, y de ellas, la de James era la más notable. El problema era que esta vez parecía que simplemente no podía explicarse sus intenciones.

Por supuesto, en la primera época, para él todo había sido cuestión de sexo, ¿no? Georgia apenas recordaba cómo era el sexo con una pareja. Nunca había habido nadie importante después de James, sólo una serie de citas a ciegas a lo largo de un optimista 1997. Quizá porque predominaba el recuerdo de James. Inmediatamente después de dejarla, a Georgia le había resultado imposible conciliar al hombre al que había amado —a su listo, divertido y guapísimo mejor amigo, al que le encantaba hacer crucigramas e ir a patinar al parque— con la misma persona que había abandonado su relación. Estaba James… y luego estaba James. El verdadero James. La cuestión no era si volvería, la cuestión era cuándo lo haría. Es lo que había esperado cuando su cuerpo empezó a no caberle en la ropa. Georgia recordaba las pausas para la comida, años atrás, cuando salía de la oficina con K. C. y durante las cuales insistía con seguridad en que ellos dos sólo se habían tomado un pequeño respiro. «Es un malentendido», le decía a su colega. Y a pesar de su desparpajo, K. C. era demasiado amable para llevarle la contraria. Porque Georgia creía sinceramente que todo se solucionaría, se había vendido a sí misma una teoría absurda sobre que James necesitaba disfrutar de la vida mientras todavía era joven. Sin duda, volvería con la mujer que iba a tener a su hijo.

O no.

Entonces se puso de parto —veinte dolorosas horas ella sola— y una nueva carita le robó el corazón. Y la energía. Doce años de madre soltera agotan a cualquiera. O la despluman. Era el peaje de tener éxito en Nueva York: seguías pasando estrecheces. Siempre había demasiadas facturas que pagar. Y eso aun cuando Georgia hizo lo imposible para vivir en Manhattan y tuvo la suerte de encontrar un espacio amplio para que fuera su hogar y su negocio, y aunque no le hubieran subido el alquiler en años, todo —muebles funcionales, utensilios y existencias, el sueldo de Peri, el coste de los artículos personales como comida, ropa y diversión extraescolar para Dakota—, absolutamente todo, era muy caro. Con doce años y medio y casi metro sesenta y cinco de estatura, Dakota parecía dispuesta a dejar pequeños varios pares de zapatos y pantalones cada año. Si querías hacer algo más que meramente sobrevivir no había posibilidad de bajar el ritmo. No, si querías ahorrar para la universidad de tu hija, tener un seguro de vida y guardar algo para tu propia jubilación, o para pagar tu propia asistencia sanitaria, maldita sea. Era lo encantador de ser autónomo y progenitor único: todo dependía de ti.

Sí, James había ingresado dinero mediante transferencia telegráfica en esa cuenta de custodia que había abierto para Dakota, y Georgia tenía acceso a ella cuando quisiera, pero durante la edad preescolar de la niña no fue una gran suma. Un par de cientos de dólares al mes o algo así. Más adelante empezó a mandar cantidades más sustanciales con regularidad, sobre todo durante los últimos años. (Georgia se imaginaba que, o bien había logrado un buen ascenso, o que por fin tenía mala conciencia). Su orgullo le impedía recurrir a dichos fondos a menos que fuera absolutamente necesario y, además, a ella le gustaba pensar que Dakota emplearía el dinero para la universidad. En cualquier caso, el hecho era que en realidad ellos dos nunca habían estipulado una cantidad en dólares. Lo cual suponía otro motivo de que su regreso la pusiera nerviosa; nunca habían debatido, y mucho menos acordado, ninguna disposición legal en lo concerniente a Dakota. Anita le había dicho que debería hacerlo, e incluso se ofreció a pagarle un abogado, pero lo único que Georgia quería era no tener nada que ver con aquel maldito hombre.

Y ahora había vuelto.

Georgia se alisó el vestido y eligió unos zapatos sin punta no muy adecuados para un mes de marzo en Nueva York, pero sólo tenía que salir de su pequeño apartamento y bajar las escaleras hasta su tienda del segundo piso, igualmente acogedora. Debía de ser el trayecto al trabajo más corto de toda la ciudad.

Destapó un lápiz de labios. Demasiado rojo. Optó por un brillo de labios casi neutro, se puso una ligera capa de rímel marrón y se empolvó un poco. Hecho. Adiós, mamá cansada. Hola, mujer de negocios emprendedora.

Georgia siempre había oído decir que lo contrario del amor es el odio. Desde luego, eso era lo que sentía por James. Bueno, más bien un odio descafeinado, en vista de que ya no era tan intenso como antes. Pero ¿y James? Él pasó sin transición del amor a la indiferencia. No era de hecho una mala persona —siempre había contribuido económicamente—, sino que en realidad nunca quiso ejercer ningún papel en la vida de Dakota. Hasta ahora. Georgia se pellizcó las mejillas para hacer aumentar un poco el color y se dio la vuelta para recoger la chaqueta de punto.

—¡Mamá! ¡Te he estado llamando! Hace… siglos que te llamo —gruñó Dakota en la puerta de su dormitorio.

—Ajá. ¿Y bien? ¿Qué necesitas?

Georgia sabía que Dakota estaba excitada porque más tarde Anita la iba a llevar a ver una primera sesión en Broadway. Ellas dos siempre hacían una salida especial el segundo sábado de cada mes. E incluso disfrutaba oyendo gorjear a Dakota, que se pasaba el domingo entero cantando las canciones. Aguardó, en espera de oír los pros y los contras de algún posible conjunto.

—Sólo quería enseñarte mi casco nuevo.

—¿Un casco? ¿Para qué?

—Papá me llevó a mirar bicicletas. —Georgia sintió calor por todo el cuerpo, luego frío y luego otra vez calor—. Ahora me he acordado de que se me olvidó decírtelo.

Se dio cuenta de que Dakota mentía muy mal.

—¿Y tuvo tu padre algún otro gesto grandilocuente?

—Sólo que me enseñaría a montar cuando hiciera mejor tiempo. Le dije que a ti no te importaría.

Georgia se sentía cansada, aun cuando ni siquiera eran las diez de la mañana. Salió del apartamento mencionando con vaguedad que discutirían lo de la bicicleta cuando hubiera terminado el trabajo y bajó muy despacio las escaleras. Abrió la puerta de la tienda y aún podía oír, aunque débilmente, el sonido de los dibujos animados que provenía de arriba, de su apartamento. Aguardó un instante, inclinó algo la cabeza y el ruido disminuyó. Distinguió el cambio en el ritmo. Definitivamente era la MTV. Dakota estaba mirando vídeos musicales. Pero ¿por qué sentía la necesidad de hacerlo a hurtadillas? No se podía decir que Georgia censurara su música —aunque sí había adquirido la costumbre de leer las letras en secreto—, y sólo hacía unos meses su hija ni siquiera tenía interés por todas esas reinas adolescentes con el estómago al aire que cantaban sobre el amor (¡y sobre sexo!). ¿Ella era también tan reservada cuando iba al colegio? No se acordaba, y tampoco era cuestión de llamar a su madre a Pensilvania y preguntárselo. Ellas no tenían ese tipo de relación, no la habían tenido desde que anunció que estaba soltera y embarazada, y luego, cuando al final sus padres se sintieron preparados para acogerla en casa, les dijo que se quedaría en Nueva York y se ganaría la vida tejiendo. Aunque Dakota y ella tomaban el tren para volver a Harrisburg todas las Navidades, lo cierto era que su madre y su padre nunca se repusieron de la herida.

—¡Dios mío, por lo visto, la niña se parece mucho a su padre! —exclamó su madre en tono cortante en sus primeras vacaciones—. Es muy bonita, sí, pero ya me imagino cómo nos mirarán en la iglesia.

Entonces Dakota tenía cuatro meses y Georgia, que trabajaba en la charcutería de Marty y aceptaba encargos de labores de punto como trabajo extra, tuvo que esforzarse mucho para poder pagar el billete de tren hasta Pensilvania. Pero se diría que la sangre lo puede todo. Georgia sorprendió a su madre a media noche cantándole nanas a la pequeña, que gorjeaba. Y se animó cuando sus progenitores le regalaron una cuna hecha a mano que su padre había construido en el granero y pintó luego de blanco, salpicándola con flores de suave color rosado. Él siempre había tenido habilidad en ese aspecto. Sin embargo, el hecho de que sus padres se tomaran la molestia de hacer un esfuerzo, hizo suponer a Georgia que estaban compensando su aprensión a conocer a su nueva nieta birracial. Al cabo de todos aquellos años, sinceramente podía decir que en ese sentido estaba equivocada. Por no mencionar que se sintió frustrada por las críticas de su madre aquella primera Navidad, desde la manera en que bañaba a Dakota, pasando por la elección de los pañales desechables en lugar de los de tela, hasta la repetición incesante de que había tomado una mala decisión al acostarse con el tal James.

—Primero va el matrimonio —dijo Bess—. Y después, el cochecito del bebé, Georgia.

De modo que cuando sus padres le hicieron la gran revelación al final de su corta estancia —el desván convertido en cuarto infantil—, quedaron impresionados y heridos por el hecho de que Georgia reaccionara con resistencia. No podía fallarse a sí misma. Todavía no. Pero ellos vieron rechazo allí donde Georgia tan sólo había sentido el potencial de la independencia. Para dar ejemplo a su hija.

Y para demostrarle a James que en cualquier caso no lo necesitaba. Eso también influyó.

Los sábados por la mañana en la tienda siempre eran parsimoniosos; casi todos los habitantes de Nueva York estaban sentados en sus respectivos sofás bebiendo zumo recién exprimido y comiendo bagels y salmón ahumado mientras trataban de adentrarse en la primera edición dominical del New York Times. Probablemente Peri estaría haciendo lo mismo; no aparecería hasta mediodía. Se suponía que Anita tenía los fines de semana libres, pero entraba y salía con frecuencia, entre que venía a pasar un rato con Dakota y se inventaba razones para pasar por la charcutería a ver a Marty. No obstante, aunque la tienda cerraba los lunes y a veces Peri se tomaba el martes libre, Georgia nunca tenía la sensación de que trabajaba demasiado. Las horas se hacían largas y a menudo eran atareadas, sin duda aunque había días en que la tienda estaba muy tranquila y empezaba a preocuparse por el alquiler que pagaba a la Masam Management Co., un nombre que sonaba institucional. Pero la mayor parte de las veces, Georgia sentía una tremenda excitación todas y cada una de las mañanas cuando abría la puerta. Y se sentía aún más nerviosa cuando iba a ver por primera vez a una cliente. Había metido a Dakota y el tema de la bicicleta en un rincón remoto de su cabeza.

Así pues, se sintió bastante aturdida cuando la señora Phillips entró por la puerta, tan delgada y sofisticada como había dicho Peri. Porque para impresionar a Peri había que ir muy bien conjuntada. Y esta mujer era como una obra de arte perfecta. El cabello rubio, lacio y brillante, le caía en un corte despuntado; iba vestida de manera informal, con unos pantalones de lana y una blusa de color crema de cuello ancho que probablemente costara más que el guardarropa entero de Georgia. Sus orejas estaban adornadas con unas sencillas bolitas de diamante que Georgia supuso que eran auténticos, y daba la impresión de que sus botas de cuero nunca habían hecho frente a los elementos. Georgia estaba segura de que si miraba por la ventana vería un coche esperando.

—¡Oh, Georgia, eres tú! —exclamó la mujer, y le tendió las dos manos, lista para agarrarla y darle un beso al aire en la mejilla.

—Es un verdadero placer conocerla, señora Phillips. Tengo muchas ganas de diseñar ese vestido para usted.

Georgia salió de detrás del mostrador y fue a estrecharle la mano. Al acercarse más vio la tersura de su piel; el timbre de voz de la mujer decía treinta y cinco, pero su figura y su rostro decían veinticinco y frenando. Georgia estaba en su propia tienda, y pese a ello, sin saber por qué, se sintió como si fuera la niña nueva el primer día de colegio.

—¿Qué son estas formalidades, cariño? ¡Es estupendo verte! ¡Vaya! Esto es demasiado, ¿no crees?

Georgia sonreía y asentía con la cabeza, pero en el fondo se sentía pequeña y confusa. ¿Conocía a esa mujer? ¿De la universidad? ¿De Churchill Publishing? ¿De aquel verano que había ido a Southampton con unos amigos? Oía un extraño ruido proveniente de su interior, algo parecido a «¡Sí, ja, ja!», que expresaba algún tipo de reconocimiento, o al menos, eso esperaba. No es que importara demasiado. La rubia no paraba de hablar y hablar.

—Cuando vi ese artículo en New York me pregunté si serías tú… ¡y ahora tienes una hija! ¿Está aquí tu pequeñina?

—No, no, está en casa.

—Ah, ¿entonces tienes niñera? Muy sensato, tú tienes que seguir con tu trabajo. Ahora eres una mamá emprendedora, ¿no es así? Georgia, la mamá emprendedora. Y he oído que haces unos diseños fabulosos. Fa-bu-lo-sos —sonrió, pero el afecto no llegó a sus ojos. Sus dientes brillaban, blancos y relucientes como perlas—. Quiero que a mi marido se le salgan los ojos de las órbitas cuando vea que sus amigos me miran de arriba abajo con ese vestido. ¿Sabes lo que quiero decir, cielo?

Sin que Georgia pudiera responder, abrió su bolso diminuto y le entregó un pedazo de papel bien recortado de una revista y doblado por la mitad. Era una fotografía de una joven modelo con unos shorts vaqueros.

—¿Ves el aspecto que tiene esta chica en la foto? Su actitud dice a voces «Intenta detenerme», y eso es lo que yo quiero expresar con este vestido. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Pero esta mujer lleva unos vaqueros. —Georgia tuvo la sensación de estar vadeando un rápido—. Creía que quería que le diseñara un conjunto de punto para una cena de recaudación de fondos muy importante.

—Exacto. Ya lo vas entendiendo. Quiero tener el mismo aspecto que esta modelo. Pero con un vestido. Un vestido ajustado —precisó la rubia, y se inclinó para susurrarle al oído a Georgia—: Y no dudaremos en exagerar el escote, ¿verdad? Para presumir un poco. —Recorrió la tienda con los brazos extendidos—. ¡Caray! Esto es un tesoro, Georgia. Me encanta que el lugar sea pequeño para mantener el sentimiento hogareño.

¿Quién era esa mujer? Georgia se sentía inepta y estúpida, como si tuviera una misteriosa resaca, porque no recordaba haber bebido.

—¿Crees que podrás tener el diseño para la semana próxima? Me gusta que las cosas se hagan rápido. Así propondré los arreglos sobre lo que hayas hecho y podremos empezar, ¿no? —La mujer se acercó a Georgia y le puso una mano en el hombro—. Reanudar el contacto de esta manera es algo muy especial. Me muero por ver lo que se te ocurrirá. —El timbre estridente del teléfono móvil de la señora Phillips rompió el momento, si es que se podía llamar así—. Vaya, es mi chef, para confirmar el menú de la cena de esta noche. Organizo una pequeña reunión. Ya sabes cómo es esto. ¿Diga? Sí, sí…

La rubia se alejó de Georgia y se dirigió hacia el centro de la habitación hablando en voz alta.

Entonces, James abrió la puerta con el codo y entró empujando una lustrosa bicicleta de montaña de color verde. Por primera vez en… unos doce años y medio, Georgia se alegró de ver al hombre que le había robado el corazón y luego se lo destrozó, aunque sólo fuera porque le daba una excusa para terminar con su nueva clienta. Su nueva y detestable clienta. Sin embargo, lo que ya no le gustó tanto fue ver la bicicleta. Estaba claro que era un modelo caro. Demasiado caro.

—¿Qué te parece? Es sensacional, ¿verdad? —James se pavoneaba de su compra—. Dakota me dijo que quería una bicicleta, y que quizá era demasiado cara, y pensé: «¡Mira! ¡Una cosa que puedo hacer!».

—No era demasiado cara para mí. Lo que pasa es que me pareció que, para lo que la iba a usar, no valía la pena —repuso Georgia lenta y calmadamente pero con voz firme—. ¿Cuánto te debo? Puedo extenderte un cheque en un momento…

Mentalmente estaba calculando el precio de la bicicleta y lo que podía cobrarle a la señora Phillips por el vestido. Le dirigió un saludo con la mano a la mujer rubia, no quería que creyera que se había olvidado de ella. La otra, que seguía al teléfono, respondió con un leve movimiento de la cabeza y se dio la vuelta para tratar los detalles, claramente más importantes, de los tenedores de pescado y las bolas de mantequilla. Georgia volvió a dirigirse a James.

—No necesito dinero —dijo él.

—Puedo pagarte y te pagaré. Y, desde luego, no puedes ir por ahí comprándole cosas a Dakota sin consultarme, señor —replicó Georgia entre dientes—. ¿Sabes que piensa que vas a salir a pasear en bici con ella?

—Lo haré… y tú también.

¿Por qué James no podía hablar en un susurro, como hacía ella? Empezaba a llegar la habitual procesión de clientas de los sábados y no quería ser la atracción.

—¡Yo no tengo bicicleta, James!

¿Por qué no podía entender que cuando disponía de algunos ingresos extra metía ese dinero en el fondo para la universidad de Dakota, junto con lo que ingresaba allí cada mes? No era pobre, pero cuidaba mucho la economía y no tenía dinero para una maldita bicicleta, eso seguro.

—Por eso te he comprado una a ti también. Está en el rellano. Marty me ha ayudado a subirla.

Le dirigió una exagerada reverencia y abrió la puerta de la tienda para mostrar una bicicleta de montaña de mujer. Durante medio segundo Georgia tuvo esa sensación de alegría que experimenta todo el mundo cuando le regalan una bici nueva. La expectativa de rodar ladera abajo desmelenada al viento, de poder hacer y ver cualquier cosa, cualquier lugar. Entonces recordó que estaba furiosa.

—¡No puedo aceptarte una bicicleta! ¿En qué estás pensando?

¡Maldita señora Phillips con su encargo caro! Georgia estaba harta de la gente que la hacía sentirse pequeña. Y ya era hora de que James entendiera cuál iba a ser el funcionamiento de esta situación de conocer a Dakota. Porque era ella quien iba a tener la última palabra. Georgia estaba lista para decirle de todo a James cuando oyó la voz grave y dulce de la rubia señora Phillips que se acercó caminando suavemente por la habitación:

—¿Y éste quién es?

—Éste es mi… un conocido —repuso Georgia con sequedad.

¡Qué harta estaba de la gente!

—James Foster. ¿Qué tal? —se presentó James, y tendió la mano a la mujer; a la rubia le centellearon los ojos.

—¿No serás el mismo James Foster que diseñó el hotel V de Orsay? ¡Ah, ese lugar es una preciosidad!

—El mismo. He vuelto a Estados Unidos para crear una serie de hoteles boutique para Charles Vickerson.

Sin duda alguna, a James le gustó que le reconociera y entró en detalles sobre su último proyecto en Brooklyn. Georgia tuvo una sensación de conflicto y mareo mental. ¡Ajá! ¿Lo ve, señora Phillips? Sí que conozco a una o dos personas. Pero claro, en realidad no se podía decir que James fuera amigo suyo. Sólo era un tipo que había compartido su cama y la había dejado con un bebé. Los miró a ambos mientras proferían exclamaciones efusivas sobre edificios que ella no había visto y sobre gente a quien no conocía, los vio inclinados sobre las dos bicicletas relucientes y agradablemente seductoras y sintió que sonreía con incomodidad haciendo ruiditos de asentimiento. ¡Oh, sí, era fantástico! Fan-tás-ti-co.

—Es para morirse, ¿verdad, Georgia? —dijo la mujer mientras tocaba levemente a James en la mano—. Me refiero a encontrarnos al cabo de tantos años y que me diseñes una cosita. Es muy especial —añadió, y tomó a Georgia por el brazo, pero su sonrisa fue sólo para James—. No creo que me haya presentado como es debido, señor James Foster. Soy Cat Phillips. Y es… un… verdadero… placer… conocerte —dijo con una lentitud exquisita, y acto seguido se echó hacia atrás un mechón de pelo que no estaba en su sitio. Continuó hablando sin apartar la mirada de James—: ¿Te puedes creer que Georgia y yo fuimos juntas al instituto?

Mientras lo decía, dio un apretón en el brazo a Georgia, quien dirigió una mirada inquisitiva a esa rubia a la que no había visto en su vida. Y entonces se dio cuenta. Los ojos. El pelo, la nariz y los labios no le resultaban familiares, y probablemente costaran un dineral. Pero los ojos… Georgia conocía esos ojos de color castaño oscuro. Y sí, conocía a aquella mujer. ¡Dios, vaya si la conocía!

—No había mejores amigas que nosotras, ¿verdad, cielo? Hasta que Georgia me plantó, claro.