Marty Popper podría poner en hora su reloj observándola: cada tarde, a las 2.52, Anita abría con dificultad la pesada puerta de cristal de su charcutería situada en el primer piso.
Él aguardaba detrás del mostrador con el café recién hecho, tal como llevaba haciendo durante la última década cada día de lunes a viernes. El ajetreo de la hora de la comida había terminado y Marty había dejado el cuchillo; en los recipientes sólo quedaban unos cuantos panecillos, y el jamón y el pavo ahumado se hallaban bien alineados junto al queso suizo en la vitrina refrigerada. Tenía la escoba apoyada contra la pared, descansando tras el reciente barrido del suelo. Marty era un hombre alto y robusto que se mantenía lo bastante ocupado como para que la cintura no se le hubiera puesto fofa con el paso de los años. En aquellos momentos saboreaba la tranquilidad, la oportunidad de mirar el expositor de patatas fritas que acababa de reorganizar, de contemplar el negocio que antes había pertenecido a su padre. La tienda funcionaba bien, y a Marty le gustaba que la gente pasara por allí de camino al trabajo, despedirlos con la comida y una broma, charlar con los mismos rostros del barrio día tras día. La charcutería les había dado bien de comer tanto a él como a su hermano menor, Sam, había pagado una magnífica casa en el Upper West Side, entradas de temporada para los Yankees y un par de semanas en Jersey Shore todos los veranos. Entonces llegó el día en que su hermano estuvo listo para efectuar la tan esperada peregrinación a Delray Beach, lugar de vacaciones permanentes para toda una generación de jubilados. Marty le compró su parte de la tienda y hacía un año que le había abonado el último pago. Sin embargo, Marty no tenía pensado cerrar su establecimiento ni venderlo a una cadena comercial; él no se había casado y nunca había considerado necesario concertar un plan de jubilación. Era la broma familiar: el tío Marty estaba atado a las tiras de su propio delantal.
De todos modos, aquélla no era exactamente la vida que había planeado años atrás. Existió la posibilidad de emprender una destacada carrera empresarial, puesto que su padre siempre había dejado muy claro que la universidad era una opción. Pero las cosas ocurren de un modo que la mayoría de los niños de hoy día no entienden. Marty se marchó sin decir nada para ir a combatir en el Pacífico cuando aún le faltaban algunos años para la mayoría de edad, en una época en que el personal era tan escaso que su reclutador decidió pasar por alto esa circunstancia. Pasó más frío y más miedo de lo que había esperado, y cuando regresó a casa ya no le importaba demasiado ir o no a la universidad. Lo único que quería era quedarse en casa y ahuyentar las imágenes que lo atormentaban. Decían que tenía la depre. Decían que se le pasaría. Y al final se le pasó. Para entonces ya estaba claro que Marty no tenía intención de subir por la escalera empresarial, aun cuando se acogió a la ley del soldado e hizo un curso o dos en la facultad.
—Creo que me quedaré contigo, papá.
Eso dijo hacía más de cincuenta años. A sus padres les pareció bien. Ellos estaban contentísimos de que hubiera regresado a casa de una pieza y con eso él se quitaba la preocupación de volver al mundo después de la guerra. Así pues, cuidó de sus padres en su casa hasta el final (nada de un asilo de ancianos para ellos) y dejó que Sam se instalara en el apartamento familiar, incluso lo sugirió. Marty era de esa clase de tíos que pasan las tardes de domingo con los sobrinos en Coney Island para que sus atribulados padres puedan tener un poco de paz y tranquilidad. Ese Marty es un buen tipo, decía la gente. Y lo era. Sin embargo, después de todo lo que había visto en la guerra, había una cosa que no podía hacer. No podía asentarse. No es que no pudiera comprometerse… Marty siempre había querido tener esposa y una familia. «Serías un padre estupendo», solían decirle sus sobrinas y sobrinos. Pero era más que eso. Los amigos de la familia le presentaron a hijas, sobrinas y primas —buenas chicas, luego buenas damas y por último, dulces solteras ya maduras—, pero Marty no estaba dispuesto a casarse a menos que se enamorara verdadera y completamente. Algunas mujeres habían llegado a gustarle mucho, incluso las había deseado, pero ninguna fue el verdadero amor que esperaba encontrar. «He visto lo peor —solía decirle a su hermano Sam—, y estoy esperando lo mejor». Y llegó el día, diez años atrás, en que ella entró en la charcutería y Marty quedó abrumado por su perfume a cítrico, su ropa hecha a medida, sus ojos brillantes, las manos suaves que rozaba, si bien brevemente, cuando le entregaba lo que ella había pedido.
El señor Marty Popper, veterano de guerra, tío despreocupado, se enamoró a primera vista. El único problema era que nunca dijo nada. A lo largo de todos aquellos años no había dicho ni una palabra.
Anita pasó suavemente junto a las mesas pegadas a la pared. Había cinco o seis niños apoltronados en las sillas de plástico que, aturdidos tras arrastrar sus pesadas mochilas cargadas de deberes, recuperaban fuerzas con galletas blancas y negras para acometer las tareas y la sesión televisiva que tenían por delante aquella tarde. Los niños hablaban de a quién le gustaba quién, de quién dijo qué, cuándo y por qué, y de vez en cuando dirigían una mirada a los dos ancianos del mostrador para ver si estaban escuchando.
—¡Un café con leche mediano! —anunció Marty en voz un poco demasiado alta, y la taza de material desechable de color azul parecía pequeña en sus manos grandes. Anita, que llevaba un dólar preparado, sonrió al pagarle. Tomó un sorbo; el café humeó.
—Gracias, señor, se ha acordado.
Ella siempre decía lo mismo, aunque Marty no había olvidado cómo le gustaba el café desde el primer día que entró en la charcutería y pidió uno con leche mediano para llevar. Por favor y gracias. Anita seguía siendo la mujer más elegante que Marty había visto nunca.
—Siempre me acuerdo, señorita —respondía Marty con una sonrisa radiante.
Una pausa. Le daba una tapa de plástico blanco y la observaba mientras ella tomaba otro sorbo, paladeándolo. Hacía ya tiempo que Marty había dejado de intentar convencerla para que se llevara un donut o unas galletas de almendras. «Sólo tomaré café —solía decir ella—, sólo café». Como siempre, Marty desvió la conversación al tema favorito de ambos:
—¿Sabe? Dakota pasó por aquí no hará ni un cuarto de hora, me dijo que tenía que echar un vistazo para no sé qué investigación.
—Puede que sólo haya sido una excusa para convencerle de que venda sus muffins aquí. Está escribiendo una carta al canal de cocina Food Network con razones de peso para que hagan un programa sobre niños que saben cocinar.
Anita ladeó la cabeza, orgullosa de las agallas de Dakota, aunque sin olvidar que el día anterior, sin ir más lejos, la pequeña le había rogado a su madre que le comprara una bicicleta para poder vender sus productos a la gente que iba a correr a Central Park. «¿Quién irá contigo?», le contestó Georgia, intentando que Dakota viera los posibles problemas que implicaba el desarrollo de su negocio. Anita sabía cuánto deseaba Georgia que su hija se diera cuenta de que el mundo era suyo si lo quería. Georgia incluso había elegido el nombre de Dakota por esta razón, pensando que al menos empezarían teniendo el nombre de dos estados entre las dos. Sí, Anita conocía el impulso: se acordaba de cuando sostenía en brazos a sus propios hijos y se decía que serían capaces de hacer cualquier cosa. Sin embargo, sabía también que Georgia estaba desconcertada por la rápida inminencia de la adolescencia de su hija. Más de una noche, cuando cerraban las dos la tienda, Anita escuchaba atentamente las preocupaciones de Georgia en cuanto a si había confundido el establecimiento de unos límites con la coartación del espíritu de su hija. Era cierto que en algunas ocasiones Dakota se había resistido a ceder el dominio de la situación y Georgia había tenido que decir que no y sufrir en silencio, en el fondo odiándose por parecer mala. Pero las cosas se habían vuelto cada vez más tensas. El tira y afloja comenzó en serio el verano anterior, cuando a Dakota le dio por irse a su habitación y cerrar la puerta con bastante frecuencia.
—Necesito mi espacio —le había dicho a Georgia, más como una adulta atribulada que como una preadolescente—. Tengo muchas cosas en las que pensar.
Georgia siempre se había esforzado por respetar la intimidad de Dakota, siempre había llamado a la puerta antes de entrar. Así pues, le desconcertó el hecho de que su pequeña tuviera la sensación de que se entrometía. Cada vez era más frecuente que sus sugerencias encontraran resistencia:
—¿Qué te parece si vemos un DVD? —preguntaba Georgia en voz alta a través de la puerta.
—Ahora mismo no estoy disponible —respondía su hija.
O era aún más cortante:
—Estoy ocupada.
Otras noches Dakota salía al pasillo dispuesta a desahogarse con su madre, y fascinaba y confundía a Georgia con las idas y venidas de sus compañeros de clase. Niños por aquí, niños por allá… era un interminable tiovivo de dramatismo.
—Tú no sabes lo que es la tensión —le dijo Dakota una noche que estaban tumbadas en la cama de Georgia con un cuenco de palomitas entre las dos—. Tú sabes cómo manejar las cosas. Pero mi vida es sumamente estresante, mamá. El séptimo curso es muy duro.
Por si el tema cotidiano de crecer no era lo bastante difícil, surgió un problema añadido. Al poco de haberse iniciado el curso escolar —y después de más de una década completamente ausente (excepto por las sumas de dinero, al principio bastante modestas, que mandaba por giro telegráfico a una cuenta bancaria de custodia para Dakota)—, repentina e inexplicablemente, James decidió que quería hacer algo más aparte de enviar dinero. Ahora exigía formar parte de las cosas. Y el tío había regresado a la ciudad de Nueva York para hacerlo posible.
Por lo visto, su método preferido era comprar el camino al corazón de Dakota. No podía decirse que costara mucho convencerla, pues ella se moría por el afecto de James. Georgia siempre había opinado que si pudiera ser lo bastante madre para Dakota, su pequeña no echaría de menos a James.
Al fin y al cabo, él ni siquiera la conocía, ¿no es cierto?
Aprendió que con los niños no funciona así. Dakota se mostraba eufórica con la aparición de James.
Al principio, Georgia adoptó la misma actitud de «Estoy ocupada» que utilizaba su hija con ella para intentar evitar que James viera a Dakota. Probó suerte, pues se figuraba que si la primera vez se había rendido con tanta facilidad, probablemente volvería a hacer lo mismo.
Se equivocaba.
James había resultado insoportable y su seguridad sobre el derecho a ver a su hija rayaba en la agresividad. Llamaba, pasaba por la tienda, la abordaba frente a la charcutería de Marty cuando regresaba de dejar a Dakota en la escuela. Así fue como Georgia se enteró de que había regresado a la ciudad: se acercó a ella tan campante y la saludó tranquilamente.
El primer impulso de Georgia fue soltarle un bufido y arañarlo. Tras considerarlo brevemente optó por la vieja máxima: matar con amabilidad. De modo que le devolvió el saludo como si ver a su antiguo amante no fuera nada del otro mundo y se dirigió a la tienda, con la espalda erguida y sin volver la vista atrás.
En cuanto estuvo a salvo entre las cuatro paredes de Walker e Hija, cerró la puerta con llave, se metió corriendo en el despacho de la trastienda, agarró un cojín, hundió la cara en él y gritó de frustración, de miedo y de sobrecogimiento.
No se fiaba ni un pelo de él y se confió a Anita, temiendo que James emprendiera alguna acción legal si ella seguía con sus tácticas obstruccionistas. Quedó en que hablaría con su hija. Así pues, llamó a la dichosa puerta cerrada y esperó en el pasillo que separaba los dormitorios del apartamento, admirando el cartel cuidadosamente estarcido que anunciaba: por favor, pidan permiso PARA ENTRAR. Dakota abrió la puerta apenas un resquicio.
—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó, como si no supiera quién podría llamar a la puerta en su propio apartamento.
—Soy tu madre —contestó Georgia con sequedad—. Esperaba que pudiéramos charlar un poco.
Llevaban años hablando de James de manera indirecta. De que trabajaba en el extranjero y de que Georgia y él habían llegado a un acuerdo antes de que Dakota naciera. ¡Llegar a un acuerdo! Georgia siempre se maravillaba de poder decirle estas cosas a su hija con seriedad, de haber procurado siempre no hablar pestes de él…, decisión que lamentó profundamente al ver lo ansiosa que estaba Dakota por conocer al mujeriego de su padre.
Había apretado los dientes mientras se tomaba un refresco en la tienda de Marty y observaba con creciente preocupación a Dakota, quien quedó prendada de la risa campechana de James y de sus halagos. Sobre todo las primeras semanas del reencuentro padre-hija, pues para Dakota no existía más que la alegría de saber que había ido a buscarla.
Su padre había llegado por fin.
Sí, Dakota tenía muchas emociones sobre el regreso de James, pero se guardaba casi todas las preguntas y la hostilidad para Georgia.
—¿Hiciste algo para que se marchara? —preguntó Dakota una mañana, mirando fijamente a su madre por encima del cuenco de cereales.
En aquellos momentos, Georgia repetía el consejo de Anita como si fuera un mantra: «Contarle la verdad sobre su padre a Dakota sólo servirá para hacerle daño, y te odiará por contárselo». De manera que daba vueltas en torno al tema, hablaba con vaguedad sobre relaciones que no funcionan, y repetía que Dakota fue una niña querida y que no tuvo nada que ver con su ruptura.
Las recriminaciones continuaron, más bien en forma de llovizna que de chaparrón, como el otoño cuando da paso al invierno.
—Puede que tú no le quisieras, pero soy yo la que ha sido castigada por ello —dijo Dakota, y Georgia se preguntó si bajo las cubiertas de la revista Cook’s Illustrated su hija no escondería libros de autoayuda.
Aproximadamente por aquella misma época, Dakota intensificó sus desafíos a Georgia, exigiendo llevar ropa más llamativa a la escuela, ropa de chica de más edad, y sombra de ojos y rímel. Quería ir sola con sus amigas al cine para mayores de 13 años o menores acompañados. (También intentó colarse en alguna que otra película de terror para menores acompañados). O la noche en que Georgia oyó que Dakota charlaba animadamente con una amiga suya sobre un profesor de la escuela con frases generosamente trufadas de palabras malsonantes.
—El lenguaje que oí anoche no me parece nada bien —comentó Georgia mientras fregaba los platos la noche siguiente, lo que ella consideraba una reprimenda sin importancia. Dakota hizo una mueca y rompió a llorar.
—¿Es que ahora vigilas lo que digo en privado? —chilló—. ¿Quién eres, la CÍA?
Salió pisando fuerte, se metió en su habitación y dio semejante portazo que el letrero de la puerta cayó revoloteando al suelo.
Aquello no se podía comparar con la época en que era una niñita dulce que pedía arrumacos y guerras de pies en el sofá. ¿Era por culpa del séptimo curso? ¿Era por las enloquecidas hormonas de la pubertad? ¿Era por culpa de que James hubiera irrumpido de repente en sus vidas? Era como si Dakota estuviera atrapada en un tira y afloja que no era solamente el que fermentaba entre sus padres, sino también el que llevaba dentro.
—Lo único que quiero es agradarle —gimoteó Georgia hablando con Anita después de decir que no a la bicicleta que Dakota quería desesperadamente.
Era una bicicleta cara que costaba casi 1.500 dólares, y Georgia estaba convencida de que sería una moda pasajera, como el teclado y las clases de música que su hija, sencillamente, tenía que tener cuando no era más que una mocosa de nueve años. En la época en la que todavía creía que Georgia era guay.
—Es mejor que te deteste ahora, durante la adolescencia, y que te quiera más adelante —le contestó Anita dándole unas palmaditas en sus rizos despeinados.
En aquel momento Anita miraba a Marty admirando su cabello entrecano, las uñas bien cuidadas de sus manos grandes y fuertes, el hoyuelo que casi se le formaba en la comisura izquierda de la boca.
—No se lo va a creer, pero nuestra pequeña señorita ha descubierto que no sé montar en bicicleta, ¡y ha decidido enseñarme en cuanto mejore el tiempo! —Anita meneó la cabeza mirando a Marty y suspiró—. No sabe que loro viejo no aprende a hablar.
—No tan viejo —terció Marty con una mirada afectuosa—. Y apuesto a que con muchos otros ases en la manga.
Y así, tal como hacían cada tarde, Marty y Anita hablaban en el lenguaje de Dakota. Para Marty, Dakota era la nieta que siempre quiso pero que nunca tuvo y, para Anita, la representante de los nietos a quienes apenas veía. Y siempre era un tema de conversación seguro.
Lo habían comentado todo, desde los pañales y los primeros días de colegio al campamento de verano. Durante años, siempre que Anita mencionaba que iba a llevar a Dakota a ver la última película infantil o a invitarla a un helado en Serendipity, en el East Side, Marty sugería sinceramente que Anita y él tendrían que ir al Film Forum a ver algo más acorde con la generación de mayores, o probar un postre más sofisticado en el Café Lalo. Quizá un pedazo pequeño de pastel de chocolate alemán. Anita asentía con entusiasmo, riéndose y diciendo que Dakota la mantenía joven, pero que la compañía adulta escaseaba, aunque ninguno de los dos llegaba al extremo de proponer una cita. Ni de intercambiar los números de teléfono.
Entonces el momento se desvanecía, o entraba un nuevo cliente por una botella de agua, o uno de los niños que pasaban por allí al salir de la escuela se acercaba arrastrando los pies para comprar un paquete de chicles. «Será mejor que me vaya para empezar el turno», decía Anita.
Entonces Marty terminaba con su «Salude a…» todas las conocidas comunes de la tienda de punto y Anita salía por la puerta sintiéndose deseable y de buen humor y, con el café en la mano y el apagado golpeteo de sus tacones bajos resonando en el cemento, subía rápidamente el tramo de escaleras hasta Walker e Hija.
Hasta que un día, Marty rompió la pauta: se aclaró la garganta, vaciló y carraspeó varias veces y le preguntó a Anita si tendría la gentileza de acompañarlo durante la cena. Era una cita. Anita tuvo la sensación de que la habitación se había quedado sin oxígeno.
—¡Es viernes! —repuso con voz chillona.
Estuvo a punto de derramar el café cuando agarró el bolso y el abrigo de un tirón y se fue derechita a la puerta, abrumada por una poderosa mezcla de candente enojo en su rostro —¡Cómo osaba Marty desbaratar su rutina habitual!— y de mariposas en el estómago.
—Es viernes y tengo el club de punto. Las chicas me necesitan. Debo marcharme.
Y se marchó.
Arriba, la pelirroja entró precipitadamente en la tienda por séptima vez aquel día, con un sobre de papel Manila sobresaliendo de su bolsa de mensajero y una gorra de repartidor de periódicos en la cabeza; en la tercera visita, Georgia dejó de preguntarle si podía ayudarla en algo. Desde que se publicó el artículo en aquella revista habían acudido muchos mirones y, sinceramente, Georgia no tenía muy claro si eso era bueno o malo. En aquel momento se limitó a enarcar las cejas y mirar a Peri, la asalariada que tenía para hacer el turno de mañana, quien acababa de salir de la trastienda hojeando un nuevo libro de labores. Georgia sabía que era muy afortunada de tener a Anita, pues nunca hubiera podido pagar a dos empleadas, pero también agradecía que Peri, con veintitantos años, se sintiera a gusto teniendo que hacer casi todo el trabajo físico que habría sido demasiado agotador para Anita. Se había pasado la mañana en la trastienda abriendo cajas y catalogando la última remesa de hilos recibida. Por no mencionar que resultaba una compañía divertida en la tienda, siempre al día de las últimas tendencias de la moda y ansiosa por probarlas.
—Fíjate en ésa —murmuró Georgia a su empleada haciendo un leve movimiento de cabeza en dirección a la pelirroja—. Ha comprado y ha devuelto la misma cinta métrica no sé cuántas veces hoy.
La extraña de cabellos como el fuego recorrió rápidamente la tienda con la mirada, se acercó sigilosamente a una morena de pelo largo y la miró de abajo arriba. De pronto la joven se acercó a la caja.
—Me gustaría devolver esta cinta métrica, por favor —dijo sin dejar de pasear la mirada por la habitación.
—¿Acaso le faltan centímetros?
Georgia replicó con expresión seria. La chica la miró sin comprender, fue a sentarse a la mesa y empezó a tamborilear en ella. Algunas clientas parecieron un tanto molestas, en tanto que otras, enfrascadas en unos puntos difíciles o fantaseando con la cachemira, por lo visto no se dieron ni cuenta.
—¿De qué va todo esto? —dijo Peri entre dientes.
—Ha entrado y salido una vez cada hora desde que he abierto la puerta, y estoy segura de que el martes la vi en la charcutería —respondió Georgia en un susurro—. No sé si está chiflada o si sólo está interpretando una especie de representación artística, en espera de ver cómo reacciona la gente.
A los diez minutos de estar sentada, la chica se puso de pie y lentamente, muy lentamente, se dirigió con mucha parsimonia a la salida, mirando de hito en hito a las nuevas clientas mientras se acercaba a la puerta por la que al cabo de un momento entró Anita corriendo, con las mejillas coloradas y un tanto sofocada.
—Creo que también deberíamos dar clases de buenos modales —comentó Anita con enojo—. ¡Cuando subía las escaleras, casi me arrolla una chica con un bolso gigantesco!
—De modo que has conocido a nuestra compradora misteriosa… o se la podría llamar no compradora. —Georgia se encogió de hombros—. Esta mañana ya estaba merodeando por aquí y he pensado que podría ser una ladrona. Le señalé el cubo de los retazos y le dije que se podía llevar lo que quisiera de allí gratis. Pero se limitó a echarme un vistazo y compró una cinta métrica —explicó con expresión imperturbable, pero su mirada denotaba preocupación. La tienda atraía a todo tipo de personas, eso era cierto, pero en general sólo eran un poco pesadas, no solían estar como una cabra—. Después la devolvió, la volvió a comprar y así una y otra vez. Me pregunto si no será que necesita un lugar para resguardarse del frío.
—Drogas. Está colgada. —Peri fue terminante—. Os aconsejo que si regresa vigiléis bien el bolso y tengáis a mano unas agujas de hacer punto. Por ahora os digo adiós, tengo que tomar el tren a tiempo para ir a clase.
Dicho lo cual, se abrochó la chaqueta roja, se puso una parka azul marino con demasiado relleno para protegerse del gélido aire de marzo y se caló un gorro de punto sobre sus oscuras trenzas cosidas africanas. Se echó un vistazo en el espejo que había junto a la puerta para ver si se le había corrido el delineador de ojos, se pasó los dedos por su tez de un cálido color café y volvió a aplicarse un carmín espectacular en los labios que le dejó una gran marca roja a Dakota, a la que besuqueó cuando ésta entró en la tienda en compañía de la amiga con la que regresaba andando a casa todos los días. Peri saludó con la mano mientras se alejaba y salió por la puerta. Si Anita era el hada madrina de Dakota, Peri era su muñeca Barbie, ídolo de la moda que había cobrado vida:
—¿Y qué? ¿Van bien las cosas con ella? —preguntó Anita esperanzada.
Georgia asintió con la cabeza. Sabía que los empleados iban y venían, pues casi todos los años desde que había abierto la tienda había contratado a estudiantes que se contentaban con un salario mínimo y un horario a tiempo parcial. Aceptaba el hecho de que su tienda sólo era un apeadero en su viaje hacia cosas mejores, por muy dulces o trabajadores que hubieran sido. No obstante, Peri Gayle era distinta. Terminó el bachillerato hacía tres años y ya había empezado en la facultad de derecho de la Universidad de Nueva York; se suponía que el empleo en Walker e Hija era como un bolo de verano mientras aprovechaba para conocer la ciudad. Y cuando Georgia ya estaba a punto de contratar a otra chica para que la sustituyera, Peri preguntó si podía continuar trabajando allí.
La familia de Peri estaba indignada; su madre voló desde Chicago y fue a la tienda para suplicarle personalmente a Georgia que despidiera a Peri, para que así tuviera que volver a la facultad de derecho. Sin embargo, la joven se empeñó en que quería mantener su empleo. Georgia le asignó un ínfimo aumento de sueldo y esperó a que el arrebato de miedo de Peri remitiera, a que la perspectiva de ganar 325 dólares a la hora la atrajera al centro de la ciudad. Pero no. Peri se quedó y trabajaba todos los días en el primer turno, hacía jerseys por encargo fuera de su horario laboral y leía un ejemplar tras otro de Vogue —las versiones británica, francesa, italiana y estadounidense— en su tiempo libre. Era una chica creativa y bulliciosa, y a su jefa le encantaba tenerla allí. Georgia pasaba casi todas las horas que estaba despierta en la tienda, pensando en el negocio o abasteciéndolo. La dirección de Walker e Hija se había convertido en toda su vida. Era madre, propietaria de un negocio y ya no quedaba mucho lugar para nada más. Tenía a Anita, por supuesto —adoraba a Anita—, pero Peri estaba en la onda, era joven y activa. Y era aproximadamente de la misma edad que tenía ella cuando descubrió que estaba embarazada; tal vez, pensaba Georgia con algo más que un dejo de culpabilidad, si tenía tantas ganas de que Peri siguiera allí era para tener la oportunidad de revivir sus veinte años sin tener una hija. Le parecía poco profesional mostrar interés en todos los chismes de la vida de Peri, y a menudo parecía preocupada cuando ésta compartía las últimas novedades con Anita o con alguna de las muchas veinteañeras habituales, a quienes les encantaba entrar para estar de palique con su joven empleada. Georgia había observado que Peri tenía una especial habilidad para convertir a las clientas en amigas.
Y, en el fondo, le gustaba oír hablar de la pandilla de amigos de la joven, de sus incursiones en las champañerías, sus citas rápidas y el patinaje en el Wollman Rink en invierno. Georgia también recordaba ocasiones como aquéllas, cuando se saltaba el desayuno, asignaba 1,35 dólares para la comida (un paquete de Twizzlers, regaliz rojo sin nutrientes, y una lata de cerveza de raíz) y tomaba sólo un bocado para cenar, embolsándose así el dinero que supuestamente era para comida hasta el fin de semana, cuando se iba con los demás asistentes editoriales al Webster Hall o algún otro club. Sí, más de una noche había tenido que recorrer a pie todo el camino hasta el norte helada de frío porque no disponía del dólar que valía el metro y no lamentaba tener que volver a casa con los bolsillos vacíos y el vago recuerdo, empapado en cerveza, de haberse divertido. Entonces conoció a James y se acomodó en una acogedora clase de domesticidad que en aquella época parecía ser lo más natural. Tenía que ser amor, ¿no? Ahora lo reconocía por lo que había sido: un juego de las casitas. ¿Alguna vez se habían sentado a estudiar cómo pagaban las facturas? ¿Discutían por quién tenía que limpiar el cuarto de baño? No, ellos pedían pizza, practicaban un sexo fenomenal, se reían y veían películas. Eso era lo que para ella significaba la monogamia cuando tenía veinticuatro años: ver películas de vídeo en lugar de salir a verlas en el Cineplex. Cuando estaba con James derrochaba el dinero en taxis que no podía permitirse y en zapatos de diseño caritos (aunque la calidad es duradera: todavía tenía aquellas botas vaqueras y se las ponía un montón de veces, sí señor) y engullía salmón ahumado, cuando hubiera sido más inteligente por su parte comprar una lata de atún. Por aquel entonces también tenía sus preocupaciones, claro está (un jefe muy exigente y pocas posibilidades de ascenso, por supuesto), pero todo quedaba eclipsado por su confianza en un futuro personal brillante y en una sociedad que la sostendría.
¡Ja! Después de James, renunció al amor. No, aquel canalla no sólo le rompió el corazón; ella lo consideraba culpable de haberle robado la capacidad de confiar. Georgia no tuvo ninguna relación romántica seria desde que James le devolvió los jerseys y el cepillo de dientes que se había dejado en su casa. ¡Caray! Si ni siquiera se le daba bien hacer amigos —sólo amigos— de ninguno de los dos sexos, y aún menos con gente de su misma edad. «Estoy atrofiada», le dijo un día a K. C., su amiga de toda la vida, que se lamentaba de su último percance sexual. Conoció a Anita cuando estaba embarazada, y encontró su actual apartamento encima de la charcutería de Marty más o menos al mismo tiempo. Y cuando Dakota entró en escena al cabo de unos meses…, bueno, así eran las cosas por lo que respecta a la gente nueva. En la tienda, Georgia era una persona competente, profesional, simpática y definitivamente cordial. Todo ello de un modo mercantil. Podía hablar por los codos acerca de puntos, pero ¿estar de cháchara? Georgia siempre se quedaba apartada y dejaba que Anita —y luego Peri— fuera la que llegase a conocer los nombres de las mascotas, los esposos, los suegros. La señorita Walker era una oyente, no una participante. Lo cual era motivo de que, por su propia naturaleza, se sintiera un tanto sola.
Ya está dicho. Georgia Walker se sentía sola.
Por eso, el hecho de tener cerca a Peri un día sí y otro también era como beber un vaso de agua fresca en una bochornosa jornada de verano típica de Nueva York. Resultaba más que refrescante. Te mantenía con vida.
De todos modos, habiendo transcurrido más de un año desde que Peri llegó a Walker e Hija, el instinto maternal de Georgia puso la directa y decidió que había llegado el momento de sentarse con Peri y hablar en serio con ella. Tenía un lugar en la tienda, eso seguro, pero ¿era eso lo que ella quería? Y entonces Peri le salió con que tenía intención de convertirse en la próxima Kate Spade y que desde el primer momento había estado asistiendo en secreto a clases de marketing de moda en el FIT, el Instituto de Moda y Tecnología. Trabajaba de día y acudía a clase por la noche. Incluso se había registrado en una URL —Peripocketbook.com— que permanecía inactiva mientras ella intentaba entender cómo crear un dichoso sitio web. (También iba a clases de ese tema y se había ofrecido a crear un sitio separado para la tienda en Walkerehija.com). Oh, sí, tenía planes, eso seguro, Georgia no tenía que preocuparse por eso, pero Peri sabía que sus padres querrían que tomara un camino profesional más seguro, de modo que no le contaba a nadie sus ambiciones de diseñadora. En cuanto a la tienda de punto…, bien, era un buen trabajo. Suponía tener un pie en el mundo de la moda. Y tenía intención de crear una línea especializada en bolsos de punto, si Georgia no tenía inconveniente en exponer unos cuantos…
Georgia no tenía ningún inconveniente.
—No quiero pasarme los próximos cincuenta años oyendo a mi madre decir «Ya te lo dije» —le había confesado Peri—. Si no sale bien, diré que me he estado buscando a mí misma y volveré a solicitar plaza en la facultad de derecho. Seamos realistas: sacaba sobresalientes en Smith, mi LSAT fue una pasada, soy antillana y soy mujer. Es una doble lotería para los bichos raros del sistema de cuotas y un extra para aquellos profes a los que de verdad les importa la aptitud.
Georgia admiraba el descaro de Peri, su osadía a la hora de correr riesgos porque podía y no porque tuviera que hacerlo. Ahora, al cabo de dos años, Peri seguía asistiendo a clase y el sitio web continuaba en construcción, pero había empezado a vender sus bolsos de punto y de lana fieltrada en la tienda, y siempre que podía entraba en la escena del mercadillo con sus monederos de tela. Y cuando no planeaba ser dramaturga, maestra pastelera o arqueóloga, Dakota había informado a Georgia de que tenía intenciones serias de convertirse en la vicepresidenta de Peri. O modelo de su campaña publicitaria. Aún no se había decidido.
—De modo que aquí arriba también ha sido un día extraño…
Anita se quedó mirando cómo se cerraba la puerta detrás de Peri; su tono de voz fue suave, si bien ligeramente tembloroso. Georgia supuso que sería por el susto del encontronazo en las escaleras.
—Diría que sí… La chica misteriosa ha hecho apariciones frecuentes. Pero no te preocupes, no creo que sea peligrosa, sólo está un poco desorientada. —Georgia quería que su voz sonara tranquilizadora—. No es nuestra primera visitante nueva del día: Peri me ha dicho que vino una pija flacucha…, doña fulana de tal, banquera de inversiones, con ese recorte de la revista New York, y le dijo que quiere contratarme para que le haga un vestido importante. Llegó mientras yo estaba en el banco. —En el fondo, Georgia estaba entusiasmada con la perspectiva—. El caso es que no quiso darle más detalles a Peri, sólo le dejó un nombre y un número, y dijo que la llamara inmediatamente. Con mucho énfasis en el «inmediatamente», por supuesto.
—Y, como es de suponer, todavía no la has llamado, ¿verdad? —Anita conocía demasiado bien a Georgia, sabía que desconfiaba automáticamente de la gente a la que le sobraba el dinero—. El hecho de ser rico no convierte a la gente en malas personas, querida.
—Me encanta hacer punto, me encanta trabajar, me revienta que me traten como a una asalariada —replicó Georgia sin alterarse.
A ella siempre le había costado aceptar a cierto tipo de neoyorquinos. A los que se creían con derecho. Y encima con exigencias. Los hijos de papá con los que había trabajado en la editorial y que no se preocuparon por ganarse la vida. Aquellos que habían tratado a todo el mundo un poco por debajo de lo que eran. ¿Y qué opinión le merecía el estereotipo de neoyorquino prepotente? Casi era una redundancia. Georgia nunca había tenido ningún problema con una persona que sabía lo que quería, pero no soportaba a nadie convencido de que unos orígenes acaudalados lo hacían mejor que los demás.
Y tal vez tuviera un poco de envidia también. No es que fuera a reconocerlo…, ni a sí misma ni a nadie. Anita era una persona adinerada. Rica, incluso. Pero en realidad Georgia no tenía ningún problema con la gente con dinero. Lo tenía con quienes creían que el dinero es lo único que importa. Personas como James.
Anita sonreía con benevolencia, en espera de que Georgia regresara de sus pensamientos.
—Es la naturaleza del comercio, querida, hacer que el cliente tenga la sensación de que, de algún modo, está un poco por encima de ti. Eso hace que quiera regresar una y otra vez. Y eso es lo que quieres: que tus clientas se gasten montones de dinero.
—Te prometo que esta noche llamaré a esa mujer, antes de que llegue todo el mundo para vuestro gran espectáculo habitual. —Georgia se pasó la mano por los rizos—. Me parece que hoy voy a asistir. Esta noche Dakota tiene pensado hacer galletas…, algo así como ampliar su línea de productos. Ha renunciado a las ventas en bicicleta y está elaborando un plan para convencer a Marty de que invierta en su pequeña iniciativa. Tengo que advertirle. Me ha preguntado cómo se elabora un plan comercial…
—Marty ya la ha calado. Dakota se pasó por su tienda al salir de clase para fisgonear los pastelitos Little Debbie —precisó Anita, y se tomó un sorbo de café.
—¡Conociendo a Marty, lo más probable es que ya le haya hecho un pedido a la niña! ¡Con razón está arriba haciendo una doble hornada! —Georgia se rió—. Ese hombre es el mejor…, no me preocupo tanto sabiendo que está aquí mismo, en el piso de abajo.
Anita asintió, al parecer absorta en sus guantes.
—¡Te has quedado en blanco! —la reprendió Georgia, y le colgó el abrigo—. Ahora viene cuando me explicas algo gracioso que Marty ha dicho hoy, o me cuentas que ha donado los bagels que le han sobrado a City Harvest, o que es un hombre muy bien parecido… ¿Anita? No te preocupes demasiado por esa chica de las escaleras…, no creo que vuelva. ¿Quieres sentarte un rato?
Anita miró fijamente a Georgia.
—No necesito sentarme. Pero Marty me invitó a cenar. Una cita. Creo. Una cita para ir a cenar. No sé cómo ha ocurrido. Lo dijo y ya está.
—¿Te he oído bien? ¡Oh, Dios mío, Anita, esto es fantástico! —Georgia le dio un abrazo rápido—. ¿Qué le has dicho?
—¡Pero bueno, Georgia, le dije que no, por supuesto! Esta noche tenemos el club y voy a hablar del estilo continental.
Anita se volvió para mirar hacia el otro lado para que Georgia no le viera la cara y no notase la expresión de entusiasmo mezclado con miedo, para que no intuyera que tenía mariposas en el estómago.
—La gente cena todos los días de la semana, ¿sabes? —dijo Georgia en leve son de burla; no iba a aceptar excusas—. Y la verdad es que no has salido con nadie desde que murió Stan.
—Eso no es cierto, compartí un abono para el Met con Saul Ruben en el 96, y nos lo pasamos muy bien.
Anita se volvió para mirar a Georgia con el gesto severo y preocupación en la mirada. Georgia advirtió claramente que el tiempo para hablar de la vida privada de Anita se estaba agotando rápidamente.
—¡Una cosa es compartir una velada con un viudo desconsolado y otra muy distinta que te invite a salir el hombre perfecto para ti! —exclamó Georgia con rapidez—. Marty es un tipo maravilloso y, hablando en serio, ¡ya lleváis años flirteando como adolescentes! —espetó, y contuvo el aliento, preocupada por si se había pasado de la raya.
Aunque estaban muy unidas, Georgia se sintió incómoda, como si le acabara de preguntar a su madre si no quería hacer el amor con su padre. Anita la miró directamente a los ojos, llorosa.
—Stan también era un hombre maravilloso —contestó en voz más alta que de costumbre—. Y si las cosas no salieran bien con Marty, ¿adónde iría a tomarme el café de la tarde? —Esbozó una sonrisa forzada, dio media vuelta y se dirigió a la mesa que había en el centro de la habitación, donde algunas clientas ya habían tomado asiento e intentaban decidir entre distintos hilos—. Becky, ¿todavía estás trabajando en esa bufanda? —dijo en voz alta—. Vas a ver esta noche. Te enseñaré un modo mucho más rápido de avanzar con esos puntos. Espera, ahora vuelvo y me dejas echar un vistazo… Georgia, ¿no tenías que hacer una llamada?
Georgia se fue a la trastienda como si la hubieran mandado al despacho del director. «¡Aaaaagh!», gritó lo más fuerte que pudo. Bueno, al menos dentro de su cabeza. Desde fuera se la veía tan competente y despeinada como siempre. Le sacó la lengua a la mesa y luego se dejó caer en el asiento. Allí, encima del montón de facturas del mes, había una galleta grande y demasiado dorada con un post-it amarillo pegado: «¡Mi primera hornada!». Los puntos de las íes eran sendas caras sonrientes. Georgia sintió que la bola de tensión interior se empezaba a aflojar; quitó la nota adhesiva y partió un trozo de galleta para mordisquearlo. No estaba mal. Quitó la galleta de encima de las facturas, puso los ojos en blanco al ver la enorme mancha grasienta que había quedado en los papeles y suspiró. Tocó el teléfono pero vaciló. Hizo girar la silla para ponerse ante el ordenador. De todos modos, tenía que comprobar el correo electrónico, se dijo. ¿Por qué no hacerlo ahora? Después llamaría a esa mujer. Abrió una ventana en la pantalla y se dispuso a realizar su consulta diaria sobre tarifas aéreas, e introdujo la información para buscar vuelos en Internet. Entonces abrió otra ventana y echó un vistazo a los mensajes. «¿Seguro que ésta es mi vida?», rezaba uno de los asuntos, un mensaje que le había enviado una de sus amigas más íntimas de la ciudad. «Cuéntame», pensó Georgia. Clicó para abrir el mensaje.
«Menuda pérdida de tiempo. Hoy me han dado otra charla para levantar la moral: “Te queremos, pero la economía está fatal; el pasado otoño tuvimos que despedir a mucha gente, bla, bla, bla…”. ¡Ay, chica! ¿Cuándo se van a poner las cosas más fáciles? Tú sí que fuiste lista al marcharte cuando lo hiciste. Te veré esta noche; dile a Dakota que haga una doble hornada de cualquier cosa. De LO QUE SEA».
K. C.
»P. D.: ¿Has contratado a un publicista? ¡He vuelto a ver la tienda! El Daily News mencionaba algo sobre que las famosas frecuentaban una tienda de artesanía no identificada en el Upper West Side. ¿Me estás ocultando cosas?».
K. C. Silverman, con nueve años más de edad y quince centímetros menos de estatura que Georgia, había sido la recién nombrada jefa de redacción cuando Georgia apenas era una jovencita. Lejos de mostrarse distante o añadir otro café más en su lista de tareas diarias, la siempre activa K. C. le enseñó a Georgia el funcionamiento de todo cuando ésta empezó en el mundo editorial e incluso se la había llevado a comer cuando se le empezaba a notar el embarazo. Poco a poco, sus papeles profesionales se transformaron en una especie de amistad natural que no exigía demasiado a la otra persona; por supuesto, el hecho de trabajar en mundos completamente distintos lo hacía más sencillo. K. C. podía hablar de trabajos a los que aspiraba, de compañeros a quienes no soportaba, y tener al mismo tiempo la satisfacción de saber que Georgia comprendía de dónde venía y la tranquilidad de que no se lo iba a contar a nadie. Por no mencionar el valor de tener una amiga que ya estaba allí durante la primera época con James; K. C. sabía lo que había sufrido Georgia, pues había sobrevivido a dos matrimonios de corta duración que, más que fallar, chisporroteaban.
A cambio de su amistad, K. C. había comprado lana e iniciado la confección de un jersey nuevo con regularidad. ¿Que nunca parecía terminar del todo sus labores…? Bueno, a veces Georgia se ofrecía a acabárselas. ¿Qué hacía con el resto de sus creaciones a medio tejer…? ¡A saber! Era un buen acuerdo: se veían en la tienda, hablaban tranquilamente, se comunicaban por correo electrónico pero, en realidad, nunca se reunían. Nunca habían estado una en casa de la otra, aun cuando se conocían desde hacía catorce años. De todas formas, para ser justos, Georgia se dijo que eso no era tan raro en la ciudad. Apenas habían hablado por teléfono. Era lo que era, una amistad muy neoyorquina, y aun así, ambas tenían la sensación de que, en la ciudad de los desconocidos, tenían en la otra a una buena amiga. Sin embargo, no era como tener una amiga íntima a la que pudieras llamar a cualquier hora. Con K. C. era más una…, una relación que una amistad. K. C. no era un alma gemela. Sólo era una persona bastante agradable cuyas opciones en la vida habían llevado a que su camino se cruzara con el de Georgia. Y eso estaba bien, ¿no? Hacía mucho, mucho tiempo que Georgia no tenía una amiga de las que sabían lo que una quería decir antes de que lo dijera. De las que siempre estaban de tu lado. Que incluso disfrutaba hablando contigo cada día. Y Georgia notaba la diferencia.
Los resultados de la búsqueda en la web dieron un pitido en la pantalla: dos billetes a Edimburgo vía Heathrow, 1.473 dólares. «Quizá te veamos el año que viene, abuelita —pensó—. Llevaré a Dakota cuando me toque la lotería».
Georgia no veía a su abuela Walker desde hacía años y tenía muchas ganas de ir a visitarla; quería retroceder y sumirse en un viejo ritual, sentarse bajo suaves mantas ante un fuego de leña, mientras tejían y hablaban. El padre de Georgia era un hombre optimista aunque taciturno, un trabajador escocés emigrante enamorado del tamaño y las posibilidades de su granja de Pensilvania. Era su esposa la que hablaba, la exigente. Georgia recordaba haber discutido con su madre desde siempre, una tónica que seguía. Su madre era de las que sienten empatía y son afectuosas con todo el mundo —los socios de su iglesia creían que Bess Walker era sencillamente inestimable— menos con su propia familia, donde todo era esforzarse y estar preparado para los desastres de la vida. A veces, en su fuero interno, Georgia pensaba que no era un mal entrenamiento para la vida, pero tampoco era exactamente los cálidos abrazos y el pastel de manzana que espera cualquier niño. Sin duda, fue el miedo al «ya te lo dije» lo que en realidad la estimuló a aceptar la oferta de Anita aquel día en el parque. Lo que más la asombraba de su madre —siempre distante, a menudo ausente— era lo mucho que podía llegar a parlotear. En ese sentido, Georgia se parecía a su padre, siempre un tanto desconfiados uno y otra de la cháchara. Sin embargo, su madre parecía poseer una energía inagotable, al menos cuando estaba en familia, para largar declaraciones irrefutables del tipo: «Las personas que cada día dicen a sus hijos que los quieren son unos farsantes». Georgia se había impuesto por norma arropar a su hija, incluso ahora que tenía doce años, diciéndole palabras cariñosas y llenándole las mejillas de besos. O: «Los chicos que te hacen regalos caros sólo esperan llevarte a la cama». Bueno, James siempre había sido muy pródigo con las flores, quizá Bess tuviera razón en eso. Con todo, había un motivo por el que Georgia apenas veía a esa mujer. El problema era que por culpa de eso, tampoco veía a su padre muy a menudo.
El matrimonio de sus padres fue uno de esos extraños enlaces que dejan a los amigos y vecinos llenos de curiosidad sobre la relación y provocan sus cuchicheos de vuelta a casa. «¿Qué crees que ve en ella?», podrían preguntar los amigos agricultores. «¿Qué crees que ve en él?», dirían a sus maridos las remilgadas señoras de la parroquia después de ir a tomar el té un domingo. Georgia imaginaba que su madre se había enamorado de un acento cadencioso antes de darse cuenta de que el hombre y su voz profunda venían con una granja recién adquirida. Con gallinas, vacas y cosechas. O tal vez creyó que resultaría fácil convencer a su fornido chico de cabello oscuro de que dejara la tierra para irse a una gran ciudad sin percatarse de que era aquélla el primer amor de Tom Walker. En lo concerniente a su padre, quizá él se había enamorado de la atractiva figura de Bess o quizá, práctico como siempre, intuyó la briosa eficiencia que se ocultaba debajo.
Tom fue la piedra angular de Georgia mientras ella crecía, un hombre callado que se sentaba en el rincón después de cenar y que le dirigía una sonrisa furtiva por encima del periódico aun cuando su madre seguía dale que te pego con las fechorías de su pequeña y con todas las lecciones que ésta tenía que aprender. Con todo, él nunca intervenía. Lo único en lo que había insistido su padre siendo ella una niña era en que la familia viajara a Escocia cada tres años, más o menos. El viaje hacia la granja de la madre de Tom, situada cerca de Thornhill, no lejos de la pequeña población de Dumfries, suponía un gasto enorme para ellos en esa época. La madre de Georgia no dejaba de insistir en la lavadora o el sofá nuevos que no podían permitirse comprar mientras iban acumulando fondos para el viaje. Luego, la mayoría de las veces, él no podía acompañarlas porque un vecino le había pedido ayuda con una cosecha tardía o porque lidiaba con unos aperos que necesitaban serias reparaciones. Para Georgia, aquellos días de otoño, cuando ya se había recolectado la cosecha, eran gloriosos: la sacaban de la escuela durante dos semanas, a veces tres, para recorrer los campos con su abuelita, con los pies calentitos en las botas de goma y la mano bien sujeta por la anciana. Por la tarde atizaban los carbones para que la pequeña estufa empezara a calentar, y se sentaban descalzas, sólo con los calcetines, en el sofá de dos plazas. Eran los momentos en los que su abuela tomaba su enorme bolsa con la calceta —una bolsa que había cosido ella misma con lona resistente y que se cerraba mediante varios broches— y sacaba las agujas pequeñas, que eran de Georgia y sólo de Georgia. Su primera lección fue toda sobre el punto al derecho, y los dedos de niña de seis años deslizaban torpemente la aguja derecha por detrás de la izquierda mientras Georgia ponía los ojos en blanco porque se olvidaba de qué mano era cada cual. ¡Y cuando la abuela intentó que cambiara al punto del revés y tuvo que poner la aguja derecha delante de la izquierda! Primero de una manera y luego de otra…, ridículo. Recordaba con toda claridad haber arrojado las agujas al otro extremo de la habitación, frustrada, con lo que los puntos se soltaron, la trama empezó a deshacerse y los gatos —la abuela siempre tenía varios mininos en la casa— disfrutaron como locos dándole caza a la lana. Como tampoco había olvidado el pronto cachete que la abuela le daba en el trasero —lo justo para que le prestara atención— y la larga charla sobre aceptar las cosas tal como se presentan, y sobre la virtud de seguir insistiendo en una lección sin rendirse. Entre abrazos y lágrimas, acordaron dejar esa locura de «una pasada del derecho y una del revés» del punto de media hasta la siguiente vez que se vieran. Cosa que ocurrió antes de lo previsto, cuando su abuela les hizo una rara visita para ver al inesperado (y muy deseado) único hermano de Georgia, su hermano menor Donny. La abuela trajo regalos, por supuesto, y una tarea para la pequeña Georgia: confeccionar tres bufandas desde entonces hasta el siguiente viaje a Escocia, donde harían un jersey entre las dos.
Su madre odiaba esos viajes. Odiaba la lluvia, la humedad persistente y los largos y aburridos días jugando a las cartas hasta que un sol poco frecuente les daba ocasión de cuidar el jardín O sentarse al aire libre. Bess no tejía, no quería aprender de su suegra y tampoco le hacía mucha gracia que Georgia dedicara todo su tiempo libre a aprender una habilidad anticuada. Sin embargo, a Georgia le encantaban sus aventuras escocesas. Le fascinaba la capacidad de su abuela de deleitarse con todo lo que hacía, el modo en que un simple «muy bien» de sus labios podía significar más que toda una parrafada de elogios. Y eso le dejó un intenso apego a sus recuerdos de las vacaciones de niñez y de la experta maestra tejedora que la había iniciado en el arte que le salvó la vida.
Dakota no conocía a su bisabuela, un hecho que a Georgia le pesaba, en tanto los años transcurrían y su abuela intentaba sobreponerse a unos accesos gripales que duraban más de lo normal, o resbalaba y la caída la dejaba hecha polvo aun cuando no se rompiera ningún hueso. El miedo a la muerte se cernía, siempre presente.
¡Si no tuviera tantas cosas entre manos! ¡Si la vida no fuera tan complicada!
Georgia cerró los ojos, se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza entre las manos. Se le arremolinaban los pensamientos.
Quería evitar que acudieran a su tienda jóvenes chaladas; quería que Anita volviera a enamorarse y así no estuviera tan sola; quería que Peri consiguiera un buen contrato con Barneys y que sus bolsos aparecieran en Oprah; quería contratar a gente para que le hicieran un guardarropa y no al revés; quería que el corazón no le doliera tanto de orgullo y amor por su hermosa, ambiciosa y casi adolescente hija, que dedicaba más tiempo a tramar la apropiación del imperio de Martha Stewart o del programa de Rachael Ray que a hacer cualquier otra cosa; quería una versión cuarentona de Marty —un Marty hijo imaginario— que la llevara a comer ostras y le susurrase palabras de amor en la mesa; quería que le hiciera el amor durante horas y le trajera tazones de sopa en mitad de la noche mientras se acurrucaban y se reían.
—Toc, toc. —Georgia oyó aquella voz grave como si viniera de lejos—. Oye, ¿estás bien?
A Georgia se le cayó el alma a los pies. Levantó la mirada, con las marcas rojizas de las manos en la frente, y vio a James, impecable con su chaquetón marinero y guantes de piel de camello. No era de extrañar. Georgia no sonrió.
—Un domingo sí, otro no, James, éste es el trato.
Estaba calmada. Calmada. «Inspira —se dijo—, espira…».
—Ya lo sé, pero es que voy a reunirme con un cliente y se me ha ocurrido pasar a ver si podría llevarme a Dakota a comer algo rápido.
—¿Qué día es hoy? ¿Es que me he confundido con el calendario?
Respondió en tono gélido. ¿Dónde estaba esa calma? Se había escabullido por la puerta cuando ella no miraba y había dejado en su lugar a su conocida vecina, la furia.
—Es viernes, Georgia, ya lo sé. Pero no me imaginé que fuera un problema.
Se apoyó en el borde de la mesa y sonrió, haciendo caso omiso del evidente enfado de Georgia. Estaba tan guapo como siempre. Más guapo. Se preguntó si pasarse sin avisar podría considerarse como entrar sin autorización en una propiedad privada. ¿Qué tipo de violencia era la permitida cuando echabas al padre de tu hija? Georgia recorrió la mesa con la mirada y asió el ratón del ordenador.
—¿Qué problema hay? Siempre dijiste que podía pasarme cuando quisiera.
—¡Bueno, pues no lo decía en serio! —Se levantó de un salto y golpeó la mesa con las manos. Le dolió—. Son cosas que se dicen, ¡sobre todo a alguien a quien no se le ha visto el pelo desde hace una década!
—Cuesta encontrar un momento para pasarte a tomar el té si vives en Francia —repuso James con sequedad—. Con ese trabajo me he labrado una carrera, y en cuanto a ti, no devolviste el dinero que te envié, ¿no? Pues bien, ahora he vuelto a la ciudad y me gustaría tener la oportunidad de llegar a conocer a mi hija. No entiendo por qué tendría que suponer una inconveniencia tan grande.
—¡Domingos alternos, maldita sea! —masculló con el rostro crispado—. Hoy no es domingo. No es domingo. ¡No es domingo! —Empezó a reorganizar la mesa, tomó la grapadora, la volvió a dejar, agarró la cinta adhesiva, los clips, los bolígrafos… «Inspira, espira… Hoy no es domingo, y tú lo sabes». Un aroma a manteca de cacahuete caliente inundó la habitación. «No, Dios mío, no…», suplicó Georgia.
—¡Papá! —Dakota apareció por la puerta con un plato de galletas. Corrió hacia James, con lo que tiró algunas galletas al suelo, y se lanzó a sus brazos—. ¡He hecho estas galletas para ti!
Georgia le dirigió una mirada severa a su hija. «No digas mentiras, niña», decían sus ojos.
—Bueno, y también para las señoras del club de punto —Dakota no hacía más que reírse tontamente—. ¿Quieres una?
—¡Por supuesto, cariño! ¡He notado el olor de estas galletas desde la calle!
Georgia observó cómo James conquistaba a su hija y le mandó un mensaje telepático: «No digas mentiras —decía—. No mientas…».
—Esta tal señora Phillips dijo que podía venir mañana por la mañana a las once, de vuelta de su clase de Pilates, para repasar los detalles de su vestido de fiesta. Parecía tan ansiosa por empezar que le dije que de acuerdo. Creo que esto va a resultar muy lucrativo.
Georgia, sentada frente a la caja registradora, hablaba con Anita, quien recibía a las socias del club en la puerta. La tensión anterior había quedado a un lado y Georgia se alegró de haberlo superado. Se sentía agotada; se había quedado mirando cómo Dakota subía corriendo a buscar el abrigo y la bufanda y se marchaba a cenar con James. «Espera —quiso gritar—, te estás llevando mi corazón contigo». En cambio, dijo: «Tiene que estar en casa a las nueve y media, ni un minuto más tarde». Y los vio salir dando saltos de la tienda, del brazo. «Esta noche vas a perderte el club», le comentó a su hija débilmente. «No pasa nada, mamá, puedes sacar tú las galletas». Dakota estaba realmente entusiasmada.
«¡Dios, cómo detesto a ese cabrón!».
—Deja que adivine a qué cabrón te refieres.
Georgia levantó la mirada; había estado mascullando en voz alta.
—Estoy perdiendo la cabeza, K. C. —admitió.
—Eso nos pasa a todas, querida.
K. C. se quitó el abrigo largo de pelo de camello, le sacudió la nieve de los hombros y lo colgó en el perchero que había junto a la puerta. Aún llevaba puesto el traje chaqueta de las entrevistas y calzaba los zapatos de corte salón; Georgia se fijó en que por debajo de las medias de nailon tenía la piel de gallina.
—Hoy voy a empezar una pieza nueva: voy a hacer un jersey con la palabra CONTRÁTAME sobre las tetas. Me lo pondré para ir por ahí hasta que algún zoquete me emplee.
—¿Para hacer qué?
Georgia la reprendió con la seguridad de que K. C. se repondría; de todos modos, sabía que, en gran parte, el motivo por el que la tienda estaba atravesando semejante auge era porque la economía se había resentido y aquellas mujeres no tenían ningún otro sitio adonde ir. Y suponía que, sin lugar a dudas, K. C. no quería pasarse las tardes contemplando las paredes de su apartamento. Ella había nacido y se había criado en Nueva York y era como una galleta dura por fuera con el centro sorprendentemente blando.
Respetaba a una persona que pudiera estar a la altura de su personalidad en exceso desenvuelta —el taxista respondón, por ejemplo, o la mujer que la apartó a empujones para llegar a los artículos rebajados—, pero, al mismo tiempo, K. C. sabía cuándo tender la mano, como hizo cuando Georgia era nueva en la ciudad e iba dando bandazos por ahí.
K. C. había logrado sobrevivir a la recesión de principios de los noventa, esperó a que pasaran los flujos y reflujos y permaneció incólume en Churchill Publishing hasta su reciente despido.
—Duele, te lo aseguro —le contó a Georgia—. He sudado tinta china en esa oscura y deprimente oficina y ahora me dan la patada.
Sabía que no era por ella; era toda la ciudad la que no se había recuperado. Pero ahora estaba estancada, pues había llegado a ese punto peligroso en el que resultaba demasiado cara para su anterior puesto y, por otra parte, era demasiado madura para que los empresarios en potencia se arriesgaran a contratarla, porque estaban seguros de que abandonaría el empleo en cuanto le saliera algo mejor en alguna otra población.
No lo haría, por supuesto. K. C. no se imaginaba la vida en ningún otro lugar que no fuera Nueva York. Le encantaba un buen mercado callejero de domingo, examinar las ventas de muestras en busca de lo último en trapos de diseño baratos (más baratos), hacer cola para comprar entradas para ver una obra de Shakespeare en el parque y exasperarse con todos los turistas que obstruían las aceras de la periferia del centro. Era su ciudad, su hogar, y no entendería estar en otro sitio. No era de esa clase de personas que se estancan en la rutina —se cambiaba el color del cabello con regularidad, y en aquellos momentos llevaba un corte estilo duende de color caoba que realzaba sus ojos avellana llenos de vida—, pero jamás entendió a nadie que dejara de modo voluntario la ciudad más vibrante del mundo. Era una constante: su verdadero amor era Nueva York y nunca la iba a engañar. Ni a cambiar. Ni siquiera se había mudado de apartamento desde hacía años. Es cierto que K. C. se había aventurado a viajar por el globo (la obligada excursión con mochila por Europa después de Barnard, hacia 1978), pero apenas había prestado atención al resto de Norteamérica. El único mundo que importaba era el duro y batallador Manhattan. Por resistir y sacar adelante las cosas, Georgia se había ganado el eterno respeto de K. C.
En aquel preciso momento, Lucie traspuso la puerta con una bolsa de plástico de una tienda repleta de una selección de lanas de alpaca de peso medio de color verde oliva y gris moteado, lista para otra sesión del club de punto. Un par de agujas sobresalía de la bolsa. K. C. se abalanzó a ella, ansiosa por tener a otra persona que escuchara sus tribulaciones de la semana. Georgia advirtió que aquella mujer de cabello rubio rojizo se asustó al ser objeto de ese estilo único de algo similar al encanto que tenía K. C.
—Hola, Georgia.
Tras saludarla en voz baja y con un movimiento de la cabeza en su dirección, Lucie se dejó llevar hasta la mesa por una K. C. que no dejaba de parlotear, saludó con un murmullo a Anita y a Darwin y se hizo con un par de galletas por el camino. Georgia fue tranquilamente tras ellas. Echaba de menos a Dakota y se iba guardando todos los elogios sobre sus galletas de mantequilla de cacahuete para poder compartirlos con ella después, cuando arropara a su «bizcochito». Tomó una silla y se sentó a la mesa. Se fijó en que Darwin aún parecía sumamente consciente de su presencia y se apartó de ella para ir a sentarse en el otro extremo, cerca de una clienta reciente de la tienda. El tipo de mujer cuya madre hubiera definido como una ambulante, que avanzaba penosamente por la vida, pero que nunca se acercaba del todo a la línea de frente. En realidad, aquella clienta llevaba toda la tarde sentada en la tienda, empeñada y resuelta a ir más adelantada de lo que iba la semana anterior. Le había pedido a Anita que le enseñara distintas maneras de montar los puntos, y lo llevaba a cabo metódicamente. De momento había hecho una pieza larga para practicar, pero todavía no había empezado ninguna labor. Georgia pensó para sí que tal vez tendría que dar una clase especial: «¿Montar puntos es lo único que quieres? ¿Una y otra vez y no empezar nunca? ¡Ven a la tienda de Georgia, porque allí pueden enseñarte todo lo que necesitas saber para no estancarte en la rutina!».
Entonces se le ocurrió. ¡Eso es! Muchas de aquellas mujeres acudían a las reuniones para trabajar en sus labores de punto personales y, sin embargo, no avanzaban mucho. Estaban estancadas. Había algo que se le pasaba por alto.
—¡Creo que tendré que volver a deshacer esta maldita cosa! —gimió la mujer del trozo de práctica dirigiéndose a Darwin, que frunció el ceño y se echó hacia atrás de manera casi imperceptible. Seguía mostrándose reacia a tocar un solo punto, no fuera eso a mancillar la naturaleza de su investigación.
—Quizá podrían enseñarte —ofreció Darwin—. Yo gano mucho dinero ayudando a los estudiantes universitarios con sus cursos de historia de las mujeres. Corrijo trabajos y, ya sabes, me paso mucho tiempo explicando por qué somos todas cautivas del patriarcado —dijo en un tono agradable, con toda naturalidad, y mordisqueó una galleta. Se dirigió al grupo—: Porque lo somos. Eso lo sabéis.
—Ajá. Bueno, quizá, mientras tanto, alguien puede enseñarme cómo trasladar los puntos —comentó la otra, apesadumbrada.
Anita se acercó para ver qué estaba deshaciendo. «Esto es —pensó Georgia— una típica reunión del club de punto de los viernes por la noche». No existía un procedimiento oficial: en un momento dado, Anita podía empezar cualquier charla que se hubiera preparado, aunque había muchas noches en que no llegaba a hacerlo por lo atareada que estaba solucionando los errores individuales o prestando su atención comprensiva, mientras alguien (la mayoría de las veces, K. C.) le relataba las citas fallidas y los contratiempos laborales de una semana ajetreada.
Lo que necesitaban era un plan. Una pauta. Una organización.
—¿Me escucháis un momento? —dijo Georgia—. Estaba pensando que quizá estaría bien que trabajáramos todas juntas en una misma labor.
—¿Como el modelo arcaico de los círculos de costura de los edredones? —preguntó Darwin.
—Bueno, la verdad es que es muy efectivo, y divertido si te dedicas a los edredones —contestó Georgia a la académica. A continuación se volvió hacia el grupo—. Sé que muchas de vosotras os pasáis por aquí para trabajar en vuestras propias labores, lo cual es fantástico y sois bien recibidas, y sé que aquí hay tejedoras de diferentes niveles. Pero para aquellas de vosotras que queráis intentarlo, se me ocurrió que podría ser bueno que todas empezáramos la misma labor. De ese modo, las principiantes podrán observar bien a las más experimentadas. Y sería menos duro para Anita.
Su mentora de cabello plateado fue a sentarse a su lado.
—Me parece una idea estupenda —dijo, y luego susurró a Georgia—: Me alegra ver que te involucras de verdad.
—Y os ofreceré un diez por ciento de descuento en toda la lana que necesitéis —concluyó Georgia—. ¿Os apuntáis?
Georgia dio unos pasos para ir a buscar uno de sus libros de labores para principiantes y seleccionó un jersey de punto de media con el elástico de punto del derecho y cuello barco, eliminando así la necesidad de utilizar agujas circulares o tener que hacer un acabado adicional en el escote. Era básico, bonito, supondría un buen reto para las principiantes y a la vez resultaría fácil y relajado para las tejedoras con experiencia como Lucie.
Aquella noche, Lucie estaba extrañamente silenciosa. Georgia observó que permanecía sentada con las manos en el regazo durante quince minutos enteros, mirando por la ventana, antes de empuñar las agujas. Lucie siempre iba bien conjuntada y, sin embargo, esa noche parecía haberse vestido con ropa del armario de su padre. El suéter que se había puesto parecía varias tallas demasiado grande, y sus uñas, normalmente bien arregladas, estaban quebradas. Tenía un aspecto… cansado. Con todo, Georgia no interrumpió su ensueño. Comprendía que había momentos en que la vida podía parecer abrumadora. ¿Dakota se estaría riendo mientras se zampaba un plato de patatas fritas con kétchup y unas gotas de vinagre? «¡Ja, ja! ¡Qué divertido eres, papá! —podría estar diciendo—. Mamá siempre está malhumorada y no para de trabajar. ¿Me comprarás una bici?». Georgia se sintió acalorada, se puso de pie, murmuró algo sobre que debía hacer una comprobación en el despacho y dio unos pasos por la habitación hacia la puerta, pensando distraídamente en cerrarla pronto. Se figuró que ya no se presentaría al club nadie más aparte de las que ya estaban allí.
En aquel preciso momento la puerta se abrió de repente y golpeó a Georgia, que cayó de rodillas mientras una figura pasaba junto a ella y entraba disparada en la tienda.
—¡Robbeeeeeer…! —tronó la intrusa, como si anunciara sus intenciones.
Avanzó, señalando el pelo largo y oscuro de Darwin que le caía por la espalda; algo centelleó en sus manos.
—¡¿Qué diantre…?! —gritó Georgia. Como si fuera a cámara lenta, notó que se lanzaba contra las piernas de aquella persona para derribarla—. ¡Ayudadme! —gritó.
Las sillas se volcaron y las mujeres acudieron a socorrerla. Dio la impresión de que había papeles volando por toda la habitación. Todo el mundo gritaba; la intrusa daba patadas muy cerca de su cara.
«¡Socorro!», «¡Llamad a la policía!», «¡Que no se levante!», «¡Oh, Dios mío, Georgia!», «¡Nueve, uno, uno!», «¡Robbeerr!».
De repente, K. C. estaba sentada sobre la figura que forcejeaba. El cuerpo hacía ruido, resoplaba y gritaba. Georgia notó que tiraban de ella hacia arriba, se sorprendió al estar derecha, al notar la conocida mano de Anita que le frotaba la espalda. Los rostros de sus amigas y clientas la miraron y luego bajaron la vista al suelo. Georgia miró hacia abajo.
Allí, hecha un bulto, yacía la compradora misteriosa de la tarde. La chiflada del pelo rojo. Aunque ahora su gorra de vendedor de periódicos estaba en medio de la habitación, sin duda tras haberse caído durante el alboroto. El grupo la redujo sin problemas; era una chica menuda. Las lágrimas y el rímel rodaban por sus mejillas y el abrigo se le había desgarrado. Cerca de allí había una video-cámara hecha pedazos. La chica tenía un corte encima del ojo. «¿Se lo he hecho yo?», se preguntó Georgia. ¡Vaya! Se sentía impresionada al tiempo que horrorizada. Empezaron a cesar los gritos en la habitación y la adrenalina descendió. Todo el mundo se calmó… menos la chica, que profería un horrible gemido.
—Robeerr —parecía sollozar—, Robeeerr…
Entonces Anita, como siempre Anita, se hizo cargo de la situación. Mandó a Lucie por agua, a Darwin por pañuelos de papel, convenció a K. C. para que se levantara de encima de la chica, a quien sentó en una silla y le quitó el abrigo. La visitante inesperada tenía más aspecto de ser la prima de Opie que hubiera venido de visita desde Mayberry que de ser una adicta al crack o una ladrona. Georgia se frotó las rodillas y notó que le empezaba a salir un bulto. La chica siguió llorando, hablando a voces, con la respiración agitada.
—Vamos, vamos —decía Anita—. Vamos, ya está.
Sin dejar de lloriquear, con las pecas manchadas de pegotes negros, la pelirroja alzó la mirada y se encogió levemente al ver la multitud que la miraba. Entonces habló en un susurro, por lo que todas se inclinaron hacia delante como para oír una declaración largamente esperada. Georgia contuvo el aliento. La pelirroja carraspeó y volvió a intentarlo, con voz entrecortada y áspera y los lagrimones deslizándose aún por sus mejillas:
—¿Ha…, alguien ha…, alguien ha visto a Julia Roberts?