Capítulo 1

Un cartelón colocado tal cual en el rellano de lo alto de las escaleras anunciaba el horario de WALKER E HIJA: LABORES DE PUNTO en letras multicolor. Aun así, Georgia Walker —normalmente ensimismada en cuadrar la caja y recoger los hilos sueltos del suelo— rara vez hacía nada por cerrar con llave hasta que no eran por lo menos las ocho y cuarto… o más tarde.

En lugar de eso, ella se sentaba en el taburete del mostrador intentando hacer caso omiso del ruido del tráfico que llegaba de abajo, de la transitada avenida Broadway de Nueva York, y reflexionaba sobre las ventas del día o preparaba la clase de punto para principiantes que daba cada tarde a las amas de casa que buscaban un aparente sello distintivo de auténtica maternidad. Anotaba los números con un lápiz que crujía sobre el papel, y suspiraba. El negocio iba bien, pero siempre podía ir mejor. Tiraba de sus largos rizos castaños. Era una manía que tenía desde hacía mucho tiempo y que no se le había quitado con los años, por lo que a menudo terminaba la jornada con el flequillo de punta. En cuanto acababa de poner al día la contabilidad, se alisaba el pelo, se sacudía los restos de goma de borrar de los vaqueros y del fino jersey que llevaba y, con el rostro un poco pálido a consecuencia de la concentración y de la falta de sol, se ponía de pie con su más de metro ochenta de estatura (gracias a los tacones de más de siete centímetros de sus gastadas botas camperas de cuero marrón).

Recorría la tienda despacio, deslizando las manos con suavidad por las pilas de hilo meticulosamente ordenadas por colores: del verde lima al verde trébol, del teja al fresa, del cobalto al azul Wedgwood, del tostado al ámbar, e hilera tras hilera de grises, cremas, negros y blancos. La gama abarcaba desde el hilo exquisitamente suave y afelpado hasta el abultado y el que daba picazón; y todo aquello era suyo. Y de Dakota, por supuesto. A Dakota, que con sus doce años a menudo hacía caso omiso de las instrucciones de su madre, le encantaba poner sus oscuros ojos bizcos y saborear la borrosa fusión de colores, como si se mezclara el arco iris.

Dakota era la mascota de la tienda, una de sus principales especialistas en colores (¡más destellos!) y, francamente, ya era muy hábil con el punto de media. Georgia se dio cuenta de la rapidez con la que su hija confeccionaba sus labores y de lo exigente que se estaba volviendo con la tirantez de sus puntos. En más de una ocasión se había sorprendido al ver a su hija ya no tan pequeña acercarse a una clienta que esperaba y decirle con seguridad: «Ah, yo puedo ayudarla con esto. Mire, tomaremos este ganchillo y arreglaremos este fallo…». La tienda era una tarea en curso; Dakota era lo único que Georgia había hecho lo que se dice bien.

Sin embargo, cuando por fin se disponía a apagar las luces de la tienda, a menudo Georgia se encontraba con una clienta potencial que, con el ceño fruncido y sin aliento, tras haber subido a la carrera las escaleras hasta la tienda del segundo piso, pronunciaba un aparentemente inocuo «¿Podría entrar sólo un minuto para echar un vistazo rápido?», antes de que ella pudiera insistir en que por ese día ya habían cerrado. Georgia abría un poco la puerta, pues sabía muy bien lo que suponía hacer malabarismos para compaginar los hijos y el trabajo e intentar encajar además alguna actividad extra para sí misma: leer un libro, teñirse el pelo en la pileta del cuarto de baño, echarse una siesta… «Entre, elija lo que necesite», decía ella, y postergaba el breve ascenso hasta su apartamento escasamente decorado situado en el piso superior. Aun así, nunca dejaba que una rezagada se quedara hasta pasadas las nueve de un día de colegio porque tenía que echar a Dakota de la mesa de la esquina donde hacía los deberes. No obstante, Georgia nunca rechazaba una posible venta.

Nunca había dejado a nadie al otro lado de la puerta.

—Puedes irte a casa, Anita —decía Georgia por encima del hombro a su fiel amiga, que trabajaba con ella en la tienda.

Anita siempre se quedaba hasta la hora de cerrar y de vez en cuando echaba un vistazo a Dakota con sus estudios, y Georgia se preguntaba si no estaría entreteniendo demasiado a la anciana. Pero Anita, que con su traje pantalón de Chanel tenía un aspecto igual de fresco que cuando había llegado para empezar su turno a las tres de la tarde, aun teniendo la oportunidad de marcharse, se limitaba a sonreír y a decir que no con la cabeza, y su media melena plateada volvía pulcramente a su sitio.

Así pues, Georgia se apartaba del marco de la puerta para dejar entrar a la rezagada con una sonrisa de resignación que revelaba unas incipientes arrugas diminutas en torno a sus serenos ojos verdes. Su semblante parecía decir: «Ya estamos otra vez». Pero se sentía agradecida por cada persona que cruzaba por la puerta y se tomaba su tiempo para asegurarse de comprar todo lo que necesitaba.

—Toda venta es también una venta futura sí satisfaces al cliente.

A menudo Georgia aburría a Dakota con sus teorías varias sobre los negocios. La mejor publicidad es la que se transmite de boca a oreja.

Y su principal transmisora era Anita, que intuía si el día había sido demasiado largo para Georgia y se ofrecía rápidamente para echar una mano. «Será un placer ayudarla», decía Anita con frecuencia, mientras se acercaba a Georgia y alargaba la mano hacia la cliente de última hora, haciéndola pasar. Anita conocía y gustaba de las texturas irregulares y las muestras tanto como Georgia; ambas tuvieron unas abuelas que, ansiosas por compartir sus secretos, las iniciaron en el arte. La gran pasión de Anita, aparte de trabajar con las agujas, era hablar de punto con las clientas de Walker e Hija.

Anita quedó cautivada por aquel arte desde el momento en que, siendo ella una niña mofletuda, su Bubbe le pidió que le sujetara una madeja de hilo grueso y cálido. Observó a su abuela mientras ésta manejaba rápidamente las agujas para convertir aquel hilo de color verde cazador en una pequeña y suave rebeca con unos botones gruesos para unos dedos pequeños. Y cuando esa misma abuela le entregó el jersey terminado a Anita…, pues bien, en aquel momento nació una tejedora. Enseguida empezó a colocar las manos sobre las de su abuela para aprender cómo era trabajar la lana; luego, llegó a dominar su primer nudo corredizo y saboreó la emoción de montar los puntos por primera vez. De joven, Anita siguió tejiendo para hacerse los conjuntos de angora que sus padres no podían permitirse comprarle, y luego, para arropar a sus bebés con gruesas mantas y patucos mientras su esposo levantaba la empresa. Siguió tejiendo —incluso cuando ya no tenía que hacer ropa para su familia, cuando el duro trabajo de su esposo ya les había proporcionado una vida más que desahogada— y entonces, cuando ya empezaba a adentrarse en la edad madura, tiró los libros de esquemas y empezó a experimentar con muestras y colores para crear diseños únicos. Anita, madre de tres hijos ya mayores y abuela de siete nietos (guapos y geniales), se sorprendió al sumar los años y darse cuenta de que llevaba haciendo punto la mayor parte de sus setenta y dos años. Su esposo Stan siempre decía a las personas que admiraban los vistosos chalecos que se empeñaba en llevar a la oficina: «Anita es una artista, y el punto de media es su vehículo». Stan se había sentido muy orgulloso de ella, y la animó para que trabajara con Georgia todos aquellos años; ella empezó a ir a la tienda un día por semana para probarlo. Anita no tenía ninguna necesidad de dinero y le preocupaba parecer tonta por trabajar a su edad.

—¿A ti te hace feliz? —le preguntó Stan después de su primer día, y ella se acurrucó en sus brazos y reconoció que sí, sí que la hacía feliz—. Entonces, sigue adelante, sigue haciéndolo.

Con el paso del tiempo, la joven Dakota empezó a ser como otra nieta más, especialmente querida, porque Anita podía verla siempre que quisiera, a diferencia de lo que ocurría con sus propios hijos y nietos, que se habían mudado todos a Israel, Zurich y Atlanta. Se escribían y se llamaban por teléfono, por supuesto, pero no era lo mismo. Desde hacía mucho tiempo, Anita tenía miedo a los aviones y ni todos los psicólogos ni el Valium del mundo podían arreglarlo. Entre visita y visita, sus nietos habían crecido tanto que era como tener que conocer a una persona nueva cada vez.

Y entonces llegó el día en que Stan también se fue. Le dio un beso rápido mientras ella estaba sentada desayunando y todavía tenía migas de tostada en los labios, sufrió un ataque cardíaco mientras subía en ascensor a su despacho del último piso y ella recibió una llamada telefónica diciéndole que tomara un taxi hacia el Beth Israel enseguida; luego oyó que le decían que ya no se podía hacer nada. Así fue como ocurrió.

Stan se había ocupado de los detalles, como siempre, de modo que Anita no tuvo motivos para preocuparse por las facturas. Pero la seguridad económica no era suficiente. Estaba sola. Sola de verdad. Se quedó en la cama llorando, durmiendo o rodeada de montones de revistas. Un día, transcurrido un mes desde el funeral, se levantó, se puso las perlas, se pintó los labios y se fue a ver a Georgia.

—Cada día hay más clientes y vas a retrasarte con las labores que tienes encargadas, Georgia —dijo—. Aquí te hace falta una persona a jornada completa y yo necesito estar ocupada, no me basta con trabajar un día a la semana.

Era cierto. Por entonces Dakota tenía dos años y hacía poco que Georgia había ampliado el negocio, y pasó de crear labores por encargo a vender hilo y artículos de mercería. Se había esforzado mucho para sacar el negocio a flote, e incluso trabajó en el turno de seis a doce en la charcutería que había en los bajos del edificio de apartamentos, tostando bagels y sirviendo tazas de café para llevar. El hecho de diversificar sus actividades y lanzarse a las ventas implicaba que podría dejar el otro trabajo y pasar más tiempo con Dakota.

Acordaron que Anita trabajaría en el turno de tarde toda la semana. Cuando Georgia trató de insistir en pagarle un sueldo, Anita repuso categóricamente que sólo trabajaría a cambio de hilo.

—Cuando la tienda esté en auge, entonces me pagarás —sugirió aquel día de hacía diez años.

Con una planificación meticulosa, un crecimiento lento y muchas esperanzas, la tienda había tenido cierto éxito, por supuesto. A lo largo de los años, incluso había salido mencionada en las secciones sobre establecimientos locales de los periódicos y demás, y hacía poco, Walker e Hija había aparecido en un artículo sobre madres emprendedoras de la revista New York.

—Claro, puede que así tus compañeras de clase traigan a sus madres a la tienda —aceptó Georgia cuando Dakota quiso llevarse el artículo a la escuela.

Tenía pensado dejar a su pequeña en la entrada, tal como hacía todas las mañanas, y luego irse a casa para abrir la tienda. Un abrazo rápido y hasta luego, lo normal. En cambio, Dakota sorprendió a su madre dándose la vuelta, con la cremallera del abrigo casi bajada y dejando ver el jersey de un vivo color turquesa que hacía resaltar su cálida piel de color café con leche. Era una de las creaciones de Georgia. Dakota dijo algo al tiempo que señalaba el artículo con aire triunfal y salió corriendo hacia la puerta antes de que sonara el timbre. Georgia apenas recordaba el camino de vuelta a casa; abrió torpemente la tienda y los ojos se le inundaron de lágrimas cuando dejó que fluyeran los años de miedo y esfuerzo, mientras en sus oídos resonaba el comentario despreocupado de Dakota: «Estoy orgullosa de nosotras, mamá».

Anita continuó trabajando sólo a cambio de hilo, y cuando quería empezar una labor de punto personal —seguía haciendo chalecos y más chalecos, aun cuando había pasado una década del fallecimiento de Stan—, sencillamente se dirigía a la estantería y elegía algo exquisito. Cuando necesitaba que la abrazaran, estrechaba a Dakota entre sus brazos. Y eso era todo. Era suficiente.

De modo que, al ver que una clienta de última hora se metía en la tienda, Anita siempre respiraba hondo y sentía que el nudo que tenía en el estómago empezaba a aflojarse. Disponía de unos minutos extra para resultar útil y retrasar un poco más la vuelta a casa, al apartamento del edificio San Remo que seguía resultando demasiado grande y vacío.

—Vamos, entre —decía, acallando las leves protestas de Georgia y acercándose para ayudar a la clienta—. Dígame qué necesita…

Así pues, la puerta de Walker e Hija se cerraba un poco más tarde y por último terminó por cerrarse más tarde aún. Enseguida resultó que, al término de la larga semana laboral, unas cuantas clientas habituales empezaron a pasar por la tienda con sus labores —jerseys, bufandas y fundas para móvil— para consultar los errores que habían cometido durante el trayecto en metro hacia y desde el trabajo.

—¡No hay manera de que me quede bien el ojal!

—¿Por qué se me escapan puntos continuamente?

—¿Cree que podré tenerlo acabado en Navidad?

Sin ni siquiera colgar ningún letrero ni anunciar la creación de un club de punto, aquellas mujeres empezaron a aparecer habitualmente por las tardes y…, bueno, pues se quedaban un rato. Reunidas en torno a la gran mesa redonda que había en el centro del local, charlaban entre sí, hablaban con Anita, retomando las cosas allí donde las habían dejado la semana anterior. Hasta que un viernes por la noche del pasado otoño, se hizo oficial. O algo así.

Lucie, una mujer muy atractiva de cabellos cortos de un rubio rojizo a quien le gustaba cubrir sus grandes ojos azules con gafas de concha y vestir conjuntos originales, compraba de vez en cuando en Walker e Hija. Acudía cada pocos meses y siempre estaba trabajando en la misma prenda, un jersey grueso de ochos para hombre. A la tienda iban muchas mujeres como ella, mujeres cuyas ambiciones con el punto no coincidían con su habilidad o con cualesquiera que fueran las idas y venidas que les impedían sentarse a terminar el trabajo.

Sin embargo, Lucie empezó a aparecer cada vez más a menudo a última hora de la tarde y contemplaba con nostalgia los hilos más exclusivos aunque solía elegir lana que, además de económica, fuera también de buena calidad. Algunos días entraba como si tal cosa con un maletín de cuero y la chaqueta del traje al brazo, como si saliera de una reunión importante. En otras ocasiones parecía relajada, vestida con pantalones pitillo ajustados y un bolso de mensajero en bandolera. Lo que sí llevaba invariablemente era una bolsa de comestibles, con los ingredientes para una cena sencilla, que colocaba con cuidado encima del mostrador mientras pagaba el hilo. Después de hablar con Lucie en varias de sus visitas, Anita comprendió que la mujer era bastante buena con las agujas, pero que simplemente no encontraba tiempo para avanzar.

—Siempre podría venir aquí a tejer.

Anita lo sugirió con despreocupación, sin pensar demasiado en lo que decía. Y entonces, un viernes por la noche, Lucie sencillamente retiró una silla de la mesa y empezó a hacer punto allí mismo. Y Dakota, que pululaba por allí sin hacer nada, al tiempo que ponía los ojos en blanco y repetía que estaba aburrida y que quería ir al cine, se sentó a su lado.

—Es bonito —dijo Dakota, que alargó el brazo impulsivamente para acariciar la brillante gema que Lucie llevaba en la mano derecha.

—Sí, me lo regalé yo misma —dijo Lucie con una sonrisa que evocaba tiempos felices, pero no dio más explicaciones.

Dakota se encogió de hombros y tomó el jersey grande y grueso que Lucie tenía en unas agujas redondas para examinarlo.

—Se me da bastante bien, ¿sabe? —comentó.

Alargó el brazo para echar un vistazo a los puntos de Lucie. Ésta se rió sin dejar de manejar las agujas y repuso sin levantar la mirada:

—No lo dudo.

Entonces Anita se sentó con el pretexto de vigilar a Dakota. Otras clientas se unieron a ellas en la mesa, y de pronto, de manera imprevista, se formó un grupo. A Lucie se le antojó sacar la caja de galletas recién horneadas que acababa de comprar en Fairway para saborearlas durante el fin de semana y, en cambio, se las ofreció a las demás. Se repitieron los «no, gracias» educados hasta que Dakota declaró que ella sí iba a darse el gusto, faltaría más, con lo cual las risas se abrieron camino por entre la incomodidad y todas tomaron una galleta, y luego otra. Entre bocado y bocado, por alguna razón, empezaron a mostrarse unas a otras la labor en la que estaban trabajando. Anita habló de ojales, de cuando se escapan los puntos, y entonces se ofreció a hacer más café en la trastienda. Más galletas, más conversación. Se hizo tarde, demasiado tarde para quedarse un rato más, y las mujeres guardaron las cosas en sus bolsas, y aunque hicieron ademán de marcharse se entretuvieron, renuentes a irse de allí. Fue Dakota la que anunció que en la siguiente reunión traería muffins. ¿La siguiente reunión? No sé si estaré muy ajetreada, dijeron las mujeres. No sé si puedo comprometerme a venir. Deja que mire la agenda… Sin embargo, a la semana siguiente apareció Lucie. Dakota trajo sus muffins. Hasta Georgia se sentó con ellas. Y así fue como surgió el club de punto de los viernes por la noche.

Al cabo de seis meses, el club marchaba viento en popa, aun cuando el invierno tocaba a su fin. Lucie había terminado su jersey y había empezado otro; Dakota experimentaba con cualquier cosa, desde galletas espirales a blondies o magdalenas decoradas y con frecuencia dejaba la cocina del apartamento de arriba hecha un desastre.

—¿Has oído hablar de June Cleaver? —le decía Georgia para tomarle el pelo, y exhalaba un gran suspiro por su pequeña de dulces ojos castaños que no paraba de crecer.

—Sí, ya he visto TV Land, mamá. —Y luego añadía—: ¡Es para el club, mamá, las señoras tienen hambre! —Un segundo de pausa—. ¿Qué te parecería si vendiera mis creaciones?

Vaya, había criado a otra empresaria independiente con visión de futuro. Era una sensación agradable.

Los planes de Dakota sobre la venta de pastelería no llegaron a hacerse efectivos —«¡No, Dakota, esta Walker todavía está por encima de la hija!»—, pero el grupo siguió creciendo de todos modos. La gente se lo contaba a sus amigas y las mujeres se acercaban a la tienda dando un paseo cuando quedaban para comer o tomar algo juntas. El hecho de acudir al club de punto de los viernes por la noche se convirtió casi en otra actividad más, lo bastante diferente para que resultara divertida y refrescante en cuanto a que no se trataba simplemente de otro lugar para encontrarse con hombres.

Una de esas clientas esporádicas —una mujer que acudió en una ocasión pero no regresó— mencionó de pasada la tienda a su prima Darwin Chiu, quien llegó una noche y se puso a hablar con Georgia en voz baja y luego se sentó a la mesa con expresión seria y un bloc. No se trataba de una clienta normal y corriente; en realidad, Darwin no hacía punto. Se trataba de una voluntariosa estudiante de posgrado en busca de una tesis para su doctorado en estudios femeninos. El club de punto se convirtió en el principal recurso de su investigación. Darwin, una mujer asioamericana de complexión robusta y de cerca de treinta años, sólo se concentraba en su trabajo. Al principio rara vez sonreía; se limitaba a garabatear frenéticamente y más adelante pasó a entrevistar a las socias del club sobre su «obsesión por el punto».

—¿Te parece que el punto sintoniza con tu concepción de la feminidad? —le preguntó Darwin a una callada doctora que se había pasado por allí al terminar su turno. La doctora nunca volvió a entrar en la tienda.

—El hecho de ser una tejedora de cierta edad, ¿hace que te sientas desconectada de las jóvenes que inician una moda? —le preguntó a Anita.

—No, querida, me hace sentir joven. Cada vez que monto los puntos, siento el potencial para hacer algo hermoso.

Al principio, Georgia toleró a Darwin porque le hacía gracia su gravedad y porque admiraba la seriedad con la que enfocaba sus estudios. Por no mencionar cierto orgullo por el hecho de que alguien hubiera elegido Walker e Hija como lugar digno de llevar a cabo una investigación. Pero no tardó en advertirle:

—No puedes acosar a todas las personas que entren en la tienda, Darwin —le explicó—. Si no dejas de preguntar a todo el mundo, tendrás que irte.

—¿No te inquieta que la renovada popularidad del punto constituya un retroceso alarmante? Las mujeres que malgastan el tiempo en actividades pasadas de moda como la calceta, ¿pueden desarrollar todo su potencial profesional? —repuso Darwin, que no había entendido nada en absoluto.

—¿Inquietarme? No, más bien me resulta alentador. Por ejemplo, me da esperanzas de que pueda permitirme enviar a Dakota a Harvard. —La boca de Georgia era una línea recta. El punto había hecho mucho más que proporcionarle un modo de ganarse la vida; había aplacado su espíritu en el transcurso de más luchas de las que podía contar—. Lo que sí me preocupa, cariño, es que estés impidiendo que mi tienda alcance todo su potencial profesional.

Las dos mujeres se fulminaron mutuamente con la mirada largo rato. Al final, Darwin dio media vuelta y se marchó.

Volvió al cabo de dos semanas y miró a Georgia con recelo cuando llegó a la hora del club. Sus miradas se cruzaron y llegaron a un acuerdo tácito: «Puedes quedarte pero no molestes a la clientela». Darwin asintió de manera imperceptible. Eligió uno de los muffins de Dakota —de zanahoria y especias— y lo probó. Estaba delicioso.

—¡Oye, esto está increíble!

Su sorpresa era auténtica. Dakota se puso contentísima y le dijo que podía elegir el sabor de la semana siguiente.

—Me alegra que hayas vuelto —dijo Anita.

Darwin levantó la mirada esperando encontrar sarcasmo en los ojos de Anita, pero sólo halló afecto y buena acogida. Sonrió de oreja a oreja. Le avergonzaba admitirlo, incluso a sí misma, pero Darwin se alegraba de volver. Las había echado de menos.

Oficialmente, la presencia del club no inmutaba a Georgia.

—¡Os sentáis todas aquí y ninguna compra nada! —le decía a Anita durante el día.

En ocasiones, cuando tenían muchas clientas esporádicas, ella se quedaba en el mostrador. Resultaba abrumador tener allí a aquel grupo de mujeres que reían y charlaban. Georgia había centrado toda su vida adulta en el trabajo y en su hijita, durante tanto tiempo que tenía la sensación de haber perdido la práctica de relacionarse con mujeres de su edad. Se sentía incómoda, a menos que las estuviera ayudando a calcular cuántos ovillos necesitaban para una labor determinada. No obstante, le encantaba que Anita tuviese una actividad que le ocupara las mañanas, pues las pasaba preparando el tema de punto que fueran a discutir aquella semana, y que Dakota se quedara encantada en la tienda un viernes por la noche en lugar de retirarse al piso de arriba a ver la televisión.

Mantener a salvo a Dakota y hacerla feliz, eso era lo que más le importaba a Georgia. La tienda era realmente de las dos, porque fue Dakota quien lo empezó todo. Y el hecho de saborear, al final de cada jornada, que el negocio seguía adelante —¡y que les iba bien, muchas gracias!— suponía un triunfo para Georgia. Cuando se enteró de que estaba embarazada la había invadido el pánico, pues acababa de terminar sus estudios universitarios y trabajaba por un salario exiguo como asistente editorial en un amorfo conglomerado de empresas editoras. Su novio, James, la había plantado hacía un mes, tras decir que no le gustaba «la exclusividad». Lo cierto era que ya había empezado a salir con una mujer de su oficina. Y no era una mujer cualquiera: se estaba tirando a su jefa, la arquitecta principal de un importante estudio de Manhattan.

Georgia había deseado a James en cuanto lo vio por primera vez en Le Bar Bat; sintió una conexión con aquel alto y apuesto hombre de color. Se estiró los rizos, se acercó a él y le hizo una propuesta: «Me gustan los huevos revueltos para desayunar. ¿Y a ti?». Era una táctica. James la miró con fría expresión autoritaria y, como lo que vio le gustó, la encandiló con su sonrisa torcida. Primero mientras esperaban en la barra a que les sirvieran las bebidas y luego cuando se hicieran a un lado y hablaron a gritos hasta media noche. Se fueron juntos a casa, cosa que Georgia nunca hacía por prudencia, ella con la sensación de que era la elegida, creyendo que todas la miraban con envidia. Y se convirtieron en una pareja sin ni siquiera mantener una conversación importante al respecto. Iban a fiestas, al cine, y quedaban para comer rollitos de primavera después del trabajo. James era un hombre lleno de energía y de grandes ideas; le encantaba pasarse más de un mes ahorrando para luego poder ir los dos a restaurantes lujosos como Le Cirque o hacer cola para comprar entradas a mitad de precio para los espectáculos de Broadway. Otras noches se quedaban en casa; Georgia leía manuscritos en la cama y James trabajaba en la ajada mesa de dibujo que ocupaba casi todo el salón. Eran jóvenes, casi siempre estaban sin blanca e imbuidos de la energía y la pasión que reina en la atmósfera de Nueva York. Era una relación fácil, cómoda y emocionante. No podía ser de otra manera. Se pasaron ocho meses yendo y viniendo de un apartamento a otro, conversando hasta altas horas mientras discutían qué muebles se llevaría cada uno cuando se mudaran a vivir juntos, paseando de la mano por las calles de la ciudad, fantaseando sobre dónde irían a vivir. Decidieron que sería en el Upper West Side. Georgia recordaba las noches en la cama con James, cuando su mano pálida trazaba líneas sobre el pecho oscuro de él y con voz cantarina le preguntaba: «¿De verdad que a tu familia le molestará que sea blanca?», y él se echaba a reír y decía: «¡Pues claro que sí!». Empezaban a hacerse cosquillas y a reírse tontamente, con el poder que les otorgaba la intensidad de su reciente unión sexual y sin creer que su relación pudiera peligrar nunca.

Georgia no llegó a conocer a sus padres. Cayó en la cuenta cuando él ya no estaba.

James se marchó. Entró en el apartamento de Georgia durante el día para recoger su ropa. Le devolvió las cosas que ella tenía en su casa y las dejó amontonadas en el sofá. A Georgia se le arremolinaron las ideas en la cabeza. Lo llamó, le gritó, le rogó que volviera. Dejó de comer, dejó de dormir y luego empezó a comer demasiado. Barritas de Snickers, Pringles, bagels gigantes rellenos de crema de queso, refrescos, helados, pizza y galletas. Comía todo lo que caía en sus manos. Cualquier cosa barata y que llenara.

—Si sigues comiendo de esta manera, todos pensarán que estás preñada —observó su delgadísima e insoportable compañera de cubículo.

Una pausa. Georgia echó cuentas: se le había retrasado el período. Se le había retrasado mucho. Entonces lo supo.

¿Debía tomárselo con resignación y regresar a la pueblerina Pensilvania? ¿Podría soportar la humillación de volver a casa de sus padres, de ser una madre soltera que con veinticuatro años había fracasado en su carrera profesional en la gran ciudad? ¿O debía llamar a su médico y luego fingir que el embarazo nunca había existido? A Georgia le preocupaba el hecho de carecer de posibilidades atrayentes entre fotocopiar manuscritos interminables, abrir montañas de correo de otras personas y salir corriendo a comprar los descomunales muffins sin grasa que su jefe nunca se comía.

Fue su indecisión lo que la hizo decidirse, y tuvo claro que no iba a librarse de aquel bebé. Entonces llegó el día en que Georgia, visiblemente embarazada, fue en peregrinación a Central Park. Aquél iba a ser su último fin de semana en la ciudad antes de volver a casa con sus padres; los llamó cuando ya no había vuelta atrás y les soltó la noticia con voz sofocada, sintiéndose valiente al tiempo que se compadecía de sí misma.

—Estaremos encantados de tenerte en casa con nosotros —le dijo su padre con entusiasmo antes de que los suspiros de su esposa ahogaran su voz.

—Has cometido una equivocación estúpida confiando en este hombre, Georgia —dijo su madre—. Está claro que sólo quería una cosa. Y has iniciado un camino difícil. No todo el mundo acogerá a tu bebé como nosotros.

Georgia se imaginaba la expresión hermética de su madre, una expresión que había visto muchas veces mientras crecía. Comenzaron a discutir los detalles sobre qué tren debería tomar y ella apenas los oía, estaba demasiado abrumada por el arrepentimiento emocional y la náusea física.

Aquel día hacía un calor infernal. El aire acondicionado del edificio sin ascensor del Upper West Side en el que vivía Georgia se había estropeado y estaba empapada en sudor e incómoda. Su cabello rizado y oscuro se había encrespado y se le pegaba en la nuca, el vientre le sobresalía de su delgado cuerpo y sus dedos, siempre tan finos y diestros, estaban abotagados. Tenía los ojos rojos e hinchados. Por fin, Georgia reunió el valor suficiente para llamar a James una noche, ya tarde, y revelarle su embarazo. Él se horrorizó, se enojó, se disculpó… y se acostó con su novia más reciente. No, no era su jefa. Ya había encontrado a otra persona.

—La verdad es que éste no es un buen momento… Quizá podríamos vernos mañana, ¿te parece? ¿En el parque?

De modo que aquella mañana Georgia se acercó a un banco vacío bajo los árboles, se sentó con la manta a medio terminar que estaba tejiendo para su futuro bebé y esperó. James no apareció.

—Esta muestra que estás haciendo es admirable.

Se sobresaltó al oír la voz de aquella mujer mayor y elegante que estaba de pie ante ella con su traje de lino como recién planchado y el rostro enmarcado por un sombrero de ala ancha. Georgia sonrió débilmente, avergonzada por su ropa barata, su vientre henchido, su juventud.

La mujer se sentó a su lado y empezó a hablar de las mantas que ella había tejido para sus hijos y de que trabajar con las agujas siempre la había ayudado a aclarar sus emociones. Lo único que Georgia quería era que se marchara, pero la habían educado para ser una buena chica, por lo que fingió que la escuchaba con educación. Unas lágrimas de rabia y frustración hacían que los ojos le escocieran.

—No se encuentra mucha gente que sepa tejer con esta precisión —oyó que decía la mujer, que toqueteó la pieza—. Es un arte en vías de extinción, un arte por el que me imagino que la gente llegará a pagar —añadió mientras alargaba el brazo y daba unas palmaditas en la mano izquierda de Georgia; no había ningún anillo, pero eso la mujer ya lo sabía—. Yo en tu lugar empezaría a preguntar por ahí, a ver si alguien necesita jerseys o bufandas para regalar. Quizá podrías mirar si te dejan colgar un cartel en la tienda de bebés que hay en Broadway con la 66, ¿no? Hacer que corra la voz. Podrías insertar un anuncio clasificado en el New Yorker, a Lillian Vernon le funcionó.

Georgia permaneció allí sentada sin saber qué decir, rezumando duda y confusión por todos sus poros. La mujer se puso de pie con intención de marcharse y señaló a un hombre a lo lejos.

—Tú tienes un don, querida, y yo, buen ojo para el talento. —Entregó a Georgia una tarjeta de visita de color crema de un montón que llevaba—. Sólo para demostrártelo, te compraré el primer jersey que tejas. Que sea de cachemir, y date prisa. Espero que me llames cuando lo tengas terminado.

Sus tacones resonaron suavemente en la acera mientras se alejaba.

Georgia le dio la vuelta a la tarjeta.

Anita Lowenstein, Edificio San Remo. 212-555-9580