9

Mientras esperaban que la cola de carruajes que se dirigían a la mansión Campion fuese avanzando, Maria no dejaba de tomar aire y de soltarlo despacio. Cada vez que las ruedas topaban con un bache, sentía tanto dolor que tenía ganas de vomitar. El corsé no la ayudaba demasiado y el elaborado peinado que llevaba le pesaba tanto que le dolía el cuello.

Simon estaba sentado frente a ella, con un atuendo mucho más informal. Sus ojos brillaban en medio de la penumbra apenas iluminada por las lámparas del carruaje.

—Te estaré esperando —murmuró.

—Gracias.

—A pesar de las circunstancias, estás guapísima.

Maria consiguió sonreírle.

—Gracias. Welton y yo nunca hablamos demasiado, como mucho media hora. Pero no sé cuánto tiempo me entretendrá su encargo.

—Si pasa más de una hora, mandaré a un lacayo a buscarte. Le encargaré que te diga que St. John te está esperando.

—Perfecto.

El carruaje avanzó por el camino de adoquines y luego volvió a detenerse. Esta vez alguien les abrió la puerta y uno de los lacayos de Maria le tendió una mano para ayudarla a bajar del coche. El joven fue con cuidado, aunque no de manera ostentosa. Ella se lo agradeció con una sonrisa y después subió los escalones que conducían a la mansión.

La espera que tuvo que soportar allí también fue una tortura, igual que intentar parecer alegre cuando habló con los Campion. Sintió un profundo alivio cuando terminó con todas las formalidades y, tras colocarse bien la máscara con plumas, entró en el salón.

Bajo el dominó negro llevaba un vestido precioso, rosa pálido con encaje plateado. No había encontrado ninguna prenda que le ocultase la herida, así que su única alternativa era llevar aquella capa. La lucía con aplomo, pero se esforzó por pasar desapercibida. Avanzó con cuidado por el perímetro del salón, esquivando a los invitados y mandando el silencioso mensaje de que no se acercasen. Y por suerte funcionó.

Con la mirada, barrió de un extremo a otro la amplia sala en busca de Welton. Del techo colgaban tres enormes lámparas con infinidad de velas, que iluminaban los elaborados adornos y los coloridos tapices de la mansión. La orquesta estaba tocando y un importante número de invitados giraban al son de su música; llevaban abundante encaje, pelucas de todos los tamaños y vestidos con estampados florales. Muchas conversaciones coincidían en ese espacio y formaban un ronroneo que resultaba en cierto modo tranquilizador, porque significaba que nadie le estaba prestando atención.

Justo cuando Maria empezaba a creer que saldría indemne de la incursión, chocó contra un invitado descuidado. El dolor le atravesó el costado izquierdo y casi gritó, apartándose para protegerse.

—Discúlpeme —dijo una voz a su espalda.

Maria se volvió para mirar a su agresor y se encontró con un hombre que la miró como si la conociera.

—¡Sedgewick! —lo llamó un hombre rollizo que ella identificó como lord Pearson, un caballero que bebía demasiado.

Dado que no tenía ganas de hablar con él, ni de que le presentase al torpe de Sedgewick, Maria se fue de allí.

Y fue entonces cuando vio a su infiel amante, cuyo pelo dorado brillaba bajo la luz de las velas, con su impresionante cuerpo resplandeciendo vestido con aquel tono crema, acentuado por los bordados dorados. A pesar de la máscara que le ocultaba el rostro, Maria sabía que era Christopher. Estaba con una mujer morena y se comportaba como si la estuviese protegiendo. Era evidente que sentía afecto por ella.

La promesa que le había hecho sobre estar sólo con ella era mentira.

El dolor del hombro desapareció y fue reemplazado por otra clase de agonía.

—Ah, estás aquí. —La voz de Welton le hizo tensar la espalda—. ¿Tengo que volver a mandarte a la modista? —preguntó cuando ella dio media vuelta—. ¿No tenías nada más favorecedor que ponerte?

—¿Qué quieres?

—¿Y por qué diablos estás tan pálida?

—Unos polvos nuevos. ¿No te parezco atractiva? —Movió las pestañas provocativamente—. A mí me parece que me resalta los pómulos y los labios.

Welton se burló.

—No, no me gusta. No vuelvas a ponértelo. Te hace parecer enferma.

—Oh, me siento desolada.

Él la fulminó con la mirada.

—El valor que tienes en este mundo depende enteramente de tu aspecto físico. En tu lugar, yo procuraría no devaluarlo.

El insulto no la afectó lo más mínimo.

—¿Qué quieres? —repitió.

—Presentarte a alguien. —Sonrió y a ella se le erizó la piel—. Ven. —Le cogió la mano y tiró de ella.

Tras abrirse paso en silencio entre la multitud, Maria encontró valor para preguntarle:

—¿Cómo está Amelia?

El modo en que Welton la miró de reojo le reveló muchas cosas. Su padrastro no la había descartado como sospechosa del último incidente.

—Maravillosamente bien.

En realidad, ella no creía en absoluto que la hubiese eliminado de la lista de sospechosos, pero su estado de ánimo decayó al comprender cómo se comportaría Welton en adelante. Incrementaría las medidas de seguridad y sería mucho más cauto. Iba a costarle bastante más encontrar a su hermana.

—Ah —murmuró él, satisfecho consigo mismo—, aquí está. —Y señaló con la barbilla a un hombre que estaba a unos metros de distancia.

A pesar de que había mucha gente, Maria supo a quién se refería, porque los ojos que se ocultaban tras aquella máscara la miraron con suma intensidad. El hombre estaba apoyado indolentemente en la pared, con las piernas cruzadas por los tobillos en una postura seductoramente arrogante.

—El conde de Eddington —susurró ella.

Un libertino de primera. Guapo, rico, noble y, según se decía, increíblemente bueno en todo lo que hacía… incluso en las actividades de cama.

Maria se detuvo de repente y se soltó de Welton, que se volvió y la miró enfadado.

—¿Qué diablos tienes que ver con él? —le preguntó a su padrastro.

—Me ha pedido que os presentara.

—Entonces sabes perfectamente lo que quiere de mí.

Él le sonrió de oreja a oreja.

—Y está dispuesto a pagar mucho dinero para conseguirlo. Si decides aceptar, tus arcas se verán recompensadas.

—¿Ya te has endeudado? —soltó Maria.

—No, no. Pero mis gastos van a aumentar considerablemente dentro de poco, lo que significa que la paga que recibes de Winter está a punto de disminuir. Pensé que me agradecerías que me preocupara por tus finanzas.

Ella dio un paso hacia él y bajó la voz, aunque no consiguió ocultar el asco que sentía.

—A ti no tengo que agradecerte nada.

—Por supuesto que no, siempre has sido una desagradecida —dijo él como si nada. Luego levantó las manos en señal de rendición, pero el gesto no consiguió transmitir ninguna emoción a sus ojos vacuos—. Lo único que quiero es presentaros, no te estoy pidiendo nada más.

Maria miró a Eddington y éste inclinó la cabeza levemente, dedicándole la sonrisa que a tantas mujeres había llevado a la perdición. Pero a ella sólo le hizo rechinar los dientes.

—¿Me apartas de St. John para esto?

—He visto a St. John —le contestó él sin preocuparse—. Está completamente enamorado de ti. Estar separados una noche servirá para que lo tengas más enganchado.

Maria se burló e, interiormente, aplaudió las dotes interpretativas de Christopher. Welton siempre veía las cosas como mejor le convenían, aunque eso no implicaba necesariamente que fuesen verdad.

—No te me quedes mirando —la riñó—. No es educado. —Suspiró como si estuviese hablando con una niña pequeña incapaz de razonar—. Todos los hombres te desean tanto porque les pareces inalcanzable e insaciable. ¿Por qué crees si no que he dejado que te quedes con tu amante irlandés? Si no me resultara útil, ya me habría deshecho de él hace mucho tiempo.

Maria tardó unos segundos en reprimir la rabia que la invadió al oírlo hablar de esa manera de Simon. Al final consiguió decirle:

—Entonces será mejor que acabemos con esto cuanto antes. No me apetece quedarme aquí toda la noche.

—Tienes que aprender a divertirte más —le sugirió Welton, cogiéndola de nuevo de la mano.

—Me divertiré cuando hayas muerto —contestó ella.

Su padrastro echó la cabeza hacia atrás y se rio.

—Esto es un palacio —susurró Angelica, con los ojos abiertos como platos detrás de la máscara.

—Los nobles viven muy bien —convino Christopher, buscando a Sedgewick con la vista.

—Tú eres mucho más rico que la mayoría de ellos.

Él la miró con una sonrisa.

—¿Le estás sugiriendo a un hombre de mi profesión que viva de un modo más ostentoso?

—Tal vez no sería lo más práctico, pero…

Él levantó una mano y la interrumpió.

—El dinero puede servir para cosas mucho más útiles. ¿Para qué quiero yo un salón tan grande? En cambio, siempre puedo tener más barcos o más empleados.

Angelica suspiró y negó con la cabeza.

—Deberías intentar disfrutar más de la vida. Trabajas demasiado.

—Por eso mismo soy más rico que ellos. —La llevó al extremo del salón y empezaron a caminar entre los invitados—. Entiendo que esta noche para ti es especial, pero ya hemos perdido demasiado tiempo. Cuanto más nos entretengamos, más nos arriesgamos a que nos descubran.

Habían empezado a atraer la atención y eso era lo último que Christopher quería. Aunque en realidad tampoco podía hacer nada para evitarlo. Angelica era muy guapa y él había cometido el error de no ponerse peluca. Lo había hecho porque creía que, así, a Sedgewick le resultaría más fácil encontrarlo, pero empezaba a creer que todo el mundo, excepto el hombre que a él le interesaba, lo estaba mirando.

Siguió escudriñando el salón y se percató de que varios invitados ocultaban su identidad con una máscara y un dominó negro, y deseó haber hecho lo mismo. Bueno, lo que deseaba era estar en otra parte. En cualquier lugar excepto aquél, pero con Maria.

Se detuvo un momento y se fijó en lord Welton y en la mujer que lo acompañaba. Ella tenía los hombros muy rígidos y mantenía la barbilla levantada. Fuera cual fuese el tema del que estaban charlando, a la dama no le resultaba agradable.

Philip seguía investigando afanosamente el pasado del vizconde, pero esas cosas llevaban su tiempo. Christopher poseía una paciencia infinita cuando era necesario, sin embargo esta vez sentía la imperiosa necesidad de saberlo todo sobre su amante cuanto antes.

—Beth dice que lord Welton es encantador, aunque a veces se pone un poco violento —le dijo Angelica, al ver hacia dónde miraba Christopher.

—Welton es un egocéntrico en el sentido más amplio de la palabra, cielo. He hablado con Bernadette, ella se encargará de que el caballero satisfaga esas necesidades más violentas con otra chica que no sea nuestra Beth.

—Me dijo que le habías dado permiso para que no volviese a verlo.

Christopher se encogió de hombros.

—Ya sabes que yo nunca he favorecido esa clase de intercambios. Puedo pedir un favor, pero nunca lo exijo. Si Beth no es feliz, jamás le pediría que siguiera adelante.

Volvió a mirar al hombre en cuestión y se detuvo en seco con el vello de punta.

Había creído reconocer a la mujer con la que Welton estaba hablando. Tenía la misma estatura, y aquel pelo negro y brillante y el modo en que se movía hicieron que a Christopher se le acelerase el corazón.

—Maldita sea —exclamó sin querer, al comprender que el vizconde estaba hablando con Maria. Sin embargo, él era un hombre que necesitaba estar completamente seguro de las cosas.

Echó a andar tan rápido como se lo permitía la gente. Dejó de buscar a Sedgewick e intentó encontrar una perspectiva que le permitiese ver mejor a la mujer y confirmar sus sospechas. Welton volvió a moverse y cogió la mano de la dama, avanzando con ella…

Christopher miró hacia dónde se dirigían y vio a un hombre que observaba con atención a la pareja que se acercaba a él. El conde de Eddington. Un hombre al que asediaban las mujeres de todas las edades, tanto por su título nobiliario como por su atractivo físico.

¡Dios! ¿Maria quería hablar con él? ¿Ése era el hombre con el que tenía previsto casarse? Eddington era un soltero empedernido, pero Maria podía tentar a un monje a colgar los hábitos. Los hombres se sentían fascinados por ella, muchos admitían abiertamente que, con tal de estar casados con una mujer tan excitante, valdría la pena correr el riesgo de jugarse la vida.

Apretó la mandíbula con sólo pensarlo.

Aceleró el paso; casi había conseguido avanzar entre el mar de invitados, con Angelica detrás de él, agarrándose con fuerza de su mano. Dentro de poco, Christopher estaría lo bastante cerca como para poder identificar a Maria, si era ella, pero en ese instante alguien le bloqueó el paso.

—Apártese —ordenó, alargando el cuello para no perder de vista a Welton.

—¿Tiene prisa? —le preguntó Sedgewick.

Christopher se tragó una maldición y vio que Eddington cogía la mano enguantada de la dama para besársela y después se la llevaba del salón.

Dejando atrás a Christopher y su desesperada curiosidad.

—Lady Winter —susurró Eddington con sus ojos negros fijos en los de Maria, mientras le besaba la mano—, es un placer.

—Lord Eddington —consiguió decir ella con una sonrisa.

—¿Cómo es posible que no hayamos hablado nunca hasta ahora?

—Usted siempre está muy solicitado, milord, y no puede perder el tiempo con alguien como yo.

—El tiempo con una mujer bella como usted nunca se pierde. —La observó con detenimiento—. Si me lo permite, me gustaría hablar con usted a solas.

Maria se negó.

—No se me ocurre nada que tenga que decirme en privado.

—¿Cree que pretendo seducirla? —le preguntó él con una sonrisa ladeada muy seductora—. ¿Y si le prometo que me quedaré a dos metros de distancia?

—Seguiré rechazando la invitación.

Eddington se inclinó hacia delante y le susurró al oído:

—La agencia se está interesando mucho por usted, lady Winter.

El conde mantuvo el rostro impasible, como si le hubiese hablado del tiempo.

Maria entrecerró los ojos.

—¿Ahora acepta hablar conmigo a solas? —insistió él.

Dado que no tenía elección, Maria asintió y lo siguió fuera del salón, hasta un pasillo. Se cruzaron con numerosos invitados, pero a medida que iban avanzando, la multitud iba disminuyendo. Al final, doblaron una esquina y, tras mirar por encima del hombro para asegurarse de que no los seguía nadie, Eddington tiró de ella hacia una habitación a oscuras.

Los ojos de Maria tardaron unos segundos en adaptarse a la falta de luz. Lo único que podía ver era que allí dentro había varios sofás, unas cuantas sillas y unas cuantas mesas bajas.

—¿Quién es usted? —le preguntó al conde, cuando se volvió para mirarlo, después de que él echase el cerrojo.

Su chaqueta gris se fundía con las sombras y sus ojos resplandecían peligrosamente a la luz de la luna.

—Tras la muerte de los agentes Dayton y Winter —empezó Eddington, ignorando su pregunta—, usted se convirtió en sospechosa de traición.

Maria tragó saliva y dio gracias a la oscuridad por ocultar aquella prueba de sus remordimientos al hombre que tenía delante.

—Lo sé —reconoció.

—Y sigue siéndolo —continuó Eddington.

—¿Qué quiere? —Se sentó en un sofá.

—Anoche estuve hablando con lady Smythe-Gleason y me mencionó brevemente que la había visto conversando con Christopher St. John en la fiesta que se celebró en la mansión Harwick.

—¿Ah, sí? Hablo con mucha gente y de la gran mayoría me olvido.

—La dama me aseguró que la tensión sexual entre ustedes dos era palpable.

Maria resopló.

Eddington se sentó frente a ella.

—La desaparición del testigo que teníamos en contra de St. John nos ha obligado a soltar a éste. La agencia sospecha que él es quien está detrás de dicha desaparición, pero yo creo que fue alguien de dentro. Un agente que trabaja para el pirata o uno que pretende negociar con dicha información. El testigo estaba muy bien vigilado. St. John es un hombre de muchos recursos, pero incluso él tiene sus limitaciones.

—Si la agencia sospecha de St. John, ¿puedo suponer que usted es el único que cree que el culpable pueda ser otro agente?

—Debería preocuparse menos por lo que yo pienso y más por lo que piensa usted.

—¿Qué está insinuando?

—Que le iría bien tener a un… amigo en la agencia. Y a mí me iría bien tener a una amiga que conozca a St. John. Digamos que los dos nos convenimos mutuamente.

—¿Pretende utilizarme para obtener información de St. John? —le preguntó Maria, incrédula—. ¿Está de broma?

—Ahora mismo, usted y él ocupan los dos primeros puestos de la lista de criminales que están en el punto de mira de la agencia; a usted por haber asesinado a dos de sus mejores agentes y al pirata por una gran variedad de crímenes.

Maria no sabía si echarse a reír o a llorar. ¿Cómo había llegado a ese punto? ¿Qué dirían sus padres si vieran lo bajo que había caído?

Eddington se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en las rodillas.

—Welton arregló sus dos matrimonios y después de la muerte de sus dos esposos, la riqueza de su padrastro aumentó considerablemente. Cuando la otra noche le gané a las cartas y contrajo una importante deuda conmigo, se apresuró a asegurarme que nos presentaría. El vizconde siente un interés muy mercenario respecto a usted. Winter me dijo lo mismo en una ocasión.

—No logro comprender qué tiene esto que ver con usted.

—¿Sabe qué es lo que creo? —dijo él en voz baja—. Creo que Welton tiene algo contra usted, algo con lo que puede coaccionarla a hacer lo que él quiera. Yo puedo liberarla, puedo quitárselo de encima. Pero no espere que lo haga a cambio de nada.

—¿Por qué a mí? —se preguntó a sí misma, agotada, mientras acariciaba ausente la tela de su capa con las manos enguantadas—. ¿Qué he hecho para merecer tantas desgracias?

—Creo que la pregunta que debería hacerse es qué no ha hecho.

Cuánta razón tenía.

—Averigüe qué le ha pasado a ese testigo —le pidió Eddington— y yo me encargaré de liberarla, tanto de la agencia como de Welton.

—Tal vez mi alma sea tan negra como el pecado y me atreva a delatarlo a usted ante esos hombres que ha mencionado.

A veces, Maria deseaba no tener alma. Estaba convencida de que su vida sería mucho más fácil si fuese tan desalmada como los hombres que siempre la utilizaban.

—Es un riesgo que estoy dispuesto a correr.

El conde esperó un segundo y después se puso en pie, tendiéndole la mano.

—Piénselo. Iré a visitarla mañana como un pretendiente enamorado y entonces me dará su respuesta.

Resignada, Maria aceptó su mano.

—Milord —lo saludó Christopher, tenso—. Lady Winter, permítame que le presente a lord Sedgewick. Milord, la incomparable lady Winter.

Angelica hizo una reverencia perfecta y el vizconde inclinó la cabeza saludándola.

—Es un placer conocerla —dijo—, lamento haber sido tan descuidado antes.

Christopher se quedó petrificado un segundo. ¿Qué posibilidades había de que le sucediese eso?

—Le ruego que me disculpe —continuó Sedgewick, al ver que Angelica no decía nada.

Sin perder la compostura, Christopher levantó un dedo y se lo llevó a los labios para pedir silencio.

—Lady Winter está de incógnito esta noche, milord. Así le pone un poco más de emoción a la velada; seguro que lo entiende.

—Ah, por supuesto. —El vizconde sonrió satisfecho de oreja a oreja y se hinchó como un pavo real—. La felicito por haberse quitado la capa, milady. Un vestido tan exquisito como éste no debe estar oculto.

«Entonces, es verdad, Maria está aquí».

—Si nos disculpa, milord.

Sedgewick se llevó la mano de Angelica a los labios y le dijo un par de cursilerías a las que Christopher no prestó la menor atención, antes de desaparecer.

Ahora que ya había cumplido con la misión de aquella noche, tiró de Angelica hasta la salida del salón y caminó con ella a toda velocidad por el pasillo. No tenía ni idea de si iba en la dirección correcta para encontrar a la mujer con la capa dominó, pero por allí se iba al jardín trasero. Una vez estuviesen allí, Angelica podría abandonar la casa y esperarlo en el carruaje.

—Gracias, cielo —le dijo Christopher, tras darle un beso en la mejilla y ayudarla a salir a la terraza.

Luego, silbó y aparecieron los hombres que tenía apostados vigilando, para acompañar a Angelica hasta el carruaje. Y cuando, una vez solo, dio media vuelta, vio a la mujer que antes había estado con Welton saliendo de una habitación con lord Eddington detrás. Era evidente que tenían una aventura.

Más secretos. ¿Iba a encontrarse también más mentiras?

Christopher se arriesgó y la llamó.

—Maria.

La mujer levantó la barbilla y se quitó la máscara, revelando aquellas facciones que él tanto había necesitado ver. Lo miró directamente a los ojos.

—¿Lo estás pasando bien esta noche? —le preguntó ella entonces, con su voz de Viuda de Hielo.

Al parecer, lo había visto con Angelica y no le había gustado. Bien.

Christopher también se quitó la máscara y dejó que ella viera lo enfadado que estaba. Esperó una explicación.

Pero en vez de eso, Maria giró sobre sus talones y se marchó.

Furioso, fue tras ella.