8

Amelia no llores más, te lo suplico.

Amelia tiró de la colcha adamascada y se cubrió hasta la cabeza.

—Váyase, señorita Pool. ¡Por favor!

La cama se hundió un poco por el costado y notó que la mujer le ponía una mano en el hombro.

—Se me rompe el corazón al verte tan triste.

—¿Y cómo quiere que esté? —Sorbió por la nariz, le escocían los ojos y tenía el corazón destrozado—. ¿Acaso no vio lo que le pasó, cómo luchó para llegar hasta mí? No creo a mi padre. Ya no.

—Lord Welton no tiene ningún motivo para mentirte —la consoló la señorita Pool, acariciándole la espalda—. Lady Winter tiene una reputación un poco… escandalosa. Y ya viste cómo iba vestida, y la clase de hombres que la ayudaban. A mí me parece que tu padre dice la verdad.

Amelia se quitó la colcha de encima y miró a su institutriz a los ojos.

—Le vi la cara y no era la de una mujer que acepta dinero a cambio de mantenerse alejada de mí. No me pareció que fuera un monstruo desalmado que quiere convertirme en una cortesana, ni ninguna de esas otras tonterías de que la acusa mi padre.

La señorita Pool frunció el cejo y, bajo su melena rubia, sus pálidos ojos azules se llenaron de confusión e inquietud.

—No te habría impedido que fueras a hablar con ella de haber sabido que era tu hermana. Yo lo único que vi fue a un chico corriendo hacia ti y pensé que era un joven con mal de amores. —Suspiró—. Tal vez si hubieras hablado con ella dejarías de hacerte ilusiones sobre su carácter. Y no me parece que hiciéramos bien mintiéndole a lord Welton.

—Gracias por no decirle nada a mi padre. —Amelia le cogió la mano y se la apretó.

El cochero y los lacayos también habían mantenido la boca cerrada. Amelia llevaba con ellos desde el principio y todos le tenían cariño; si bien era cierto que no la dejarían escapar, intentaban hacerla lo más feliz posible. Todos excepto Colin, el mozo de cuadra, del que ella estaba enamorada, y que se pasaba todo el rato evitándola o fulminándola con la mirada.

—Me lo suplicaste —le recordó la señorita Pool con un suspiro— y yo no pude resistirme.

—No pasa nada porque mi padre no sepa toda la verdad. Yo estoy aquí, en Lincolnshire, con usted.

En lo más profundo de su corazón, Amelia sabía que si su padre se enteraba de lo de Maria, su vida cambiaría para siempre. Y dudaba que fuera para mejor.

—Leo los periódicos, Amelia. Lady Winter no lleva el tipo de vida adecuado para educar a una dama como tú. Aunque lo que dice tu padre fuese… exagerado, cosa que dudo después de lo que presencié, tienes que reconocer que es casi imposible que tu hermana sea una buena influencia para ti.

—No insulte a Maria, señorita Pool —la riñó ella—. Ninguna de nosotras la conoce lo suficiente como para criticarla.

Se le quebró la voz al recordar al enorme rufián que había aplastado a Maria contra el suelo y luego la había apuñalado. Las lágrimas colgaron de sus pestañas inferiores y después se derramaron hasta mojar las flores estampadas del vestido de seda que llevaba.

—Dios santo, espero que esté bien.

Amelia se había pasado todos aquellos años creyendo que su padre la protegía de su hermana. Ahora no sabía qué pensar. Lo único que sabía con absoluta certeza era que la voz de Maria desprendía una desesperación y una añoranza imposibles de fingir.

La señorita Pool la abrazó y le ofreció su hombro para que llorase y Amelia lo aceptó agradecida. Sabía que la mujer no se quedaría con ella mucho tiempo. Su padre cambiaba de institutriz cada vez que se mudaban, que solía ser como mínimo dos veces al año. Nada en su vida era permanente. Ni siquiera aquella preciosa casa con su encantador jardín y sus senderos. Ni aquella habitación decorada con flores en su tono de rosa preferido.

Entonces se detuvo en seco.

Los hermanos eran hermanos para siempre.

Por primera vez en muchos años se dio cuenta de que no era huérfana. Había alguien en el mundo que estaba dispuesto a morir por ella.

Maria había arriesgado la vida para hablarle. Qué diferencia si la comparaba con su padre, del que sólo recibía noticias a través de terceras personas.

De repente, sintió como si comprendiese algo que llevaba tiempo madurando en su mente, aunque no entendió el porqué. Tendría que analizarlo, que desgranarlo y, finalmente, actuar en consecuencia. Después de que hubiesen transcurrido años cuyos días se confundían unos con otros sin nada que ofrecerle, el misterio había sido revelado. Y si lo resolvía, tal vez dejaría de estar sola.

Las lágrimas que derramó a continuación fueron de alivio.

Maria se quedó mirando el dosel de la cama e intentó encontrar en su interior las fuerzas necesarias para soportar el dolor que le causaba moverse. Necesitaba ver a Simon. Sabía muy bien que su amigo era capaz de cuidarse solo, pero también sabía que estaría preocupado por ella y no podía permitir que sufriera innecesariamente.

Iba a salir de la cama cuando se abrió la puerta del pasillo y reapareció St. John. El corazón se le aceleró al verlo. Otra vez. Sí, Christopher era guapísimo, pero el rasgo que a ella le resultaba más atractivo era la seguridad en sí mismo que desprendía. Simon también la tenía, pero en él era distinta. Simon estallaba con la pasión propia de un irlandés, Christopher se contenía y eso lo hacía mucho más peligroso.

—Muévete y te pondré encima de mis rodillas para darte un cachete —le advirtió ahora con voz ronca.

Maria tuvo que contener una sonrisa. Aquel pirata tan fiero se preocupaba por ella como si fuera su abuelo. Y le pareció muy tierno. Contrarrestaba el efecto que antes le habían causado sus frases cortantes. Podía ver perfectamente que estaba alterado y le gustaba provocarlo, la hacía feliz ver que podía metérsele bajo la piel.

—Quiero que Simon vea que estoy bien.

Una especie de gruñido atravesó el aire de la habitación cuando Christopher se dirigió a la puerta que comunicaba ambos dormitorios, la abrió y gritó:

—Lady Winter está bien. ¿Me has oído, Quinn?

Una serie de gruñidos y palabras farfulladas siguieron a sus palabras. Luego, Christopher se volvió hacia ella y le preguntó con arrogancia:

—¿Ya estás contenta?

—¿Simon, querido? —lo llamó Maria y reprimió una mueca de dolor al notar que al expandirse los pulmones le dolía el hombro.

Como respuesta, oyó que alguien arrastraba las patas de una silla hasta la puerta.

Christopher estaba allí plantado, esperando con una ceja en alto.

—¿Tienes que tenerlo maniatado?

Levantó la otra ceja.

—Tengo la sensación de que debo hacer algo para salvarlo —murmuró Maria, mordiéndose el labio inferior.

Christopher cerró de un portazo y se quitó la chaqueta antes de volver a sentarse en la cama en el mismo lugar que antes. Maria se fijó en lo bien que se le ajustaba la ropa y se lo imaginó en mangas de camisa y con unos sencillos pantalones en la cubierta de un barco. Y se estremeció.

Él esbozó una sonrisa como leyéndole el pensamiento.

—No tengo la menor intención de ser amable con él. Tendría que haberte cuidado mejor. No supo cumplir con su misión.

—Simon no sabía que me había ido.

—¿Te escabulliste sin decírselo?

Maria asintió.

Christopher se rio.

—Entonces con más razón. Fue un idiota por no anticipar tus movimientos. Se supone que te conoce mejor que yo e incluso yo habría adivinado que intentarías escapar.

—No lo habría hecho si hubiera sabido que iba a ser tan peligroso —se defendió ella.

Pero entonces no habría comprobado que, en efecto, se trataba de Amelia y, aunque el resultado final había sido decepcionante, al menos había visto a su hermana. Ahora tenía motivos para tener esperanza: Amelia estaba sana y salva en Inglaterra.

—La gente que lleva nuestra clase de vida tiene que aprender a anticiparse al peligro, Maria —le dijo él en voz baja, acariciándole el dorso de la mano con el pulgar—. Nunca bajes la guardia.

Ella no supo cómo reaccionar ante su ternura y desvió la vista hacia la puerta en busca de una escapatoria.

—Lord Welton ha estado aquí.

Maria volvió a mirarlo. Sus ojos azules se veían oscuros e insondables. Aquel hombre era un experto en ocultar sus pensamientos. Ella no, seguro que el pánico era evidente en su rostro.

—¿Ah, sí?

—Estaba convencido de que estabas malherida.

Maria se asustó.

—Pero le he asegurado que cenamos juntos hace dos noches y que tu salud era excelente.

—Hace dos noches —repitió ella como un loro.

Christopher se inclinó hacia delante y levantó la mano que tenía libre para acariciarle la mejilla. Al parecer, no podía dejar de tocarla de un modo u otro, y a Maria le resultaba fascinante. Llevaba tanto tiempo cuidándose sola, que era maravilloso que otra persona se preocupase por ella.

—Te he dicho que iba a ayudarte —le recordó él en voz baja.

Pero Maria presintió que bajo aquella fachada de perfección masculina se ocultaba algo. Algo que iba más allá de la mera inseguridad por estar en terreno desconocido. Y hasta que supiera qué era no podía confiar en la palabra de Christopher, y tampoco podía contarle la verdad sobre Amelia.

Asintió para decirle que recordaba su ofrecimiento y que ella le había dicho que se lo pensaría, y cerró los ojos.

—Estoy muy cansada. —Le dolía todo el lado izquierdo del cuerpo, de la cabeza a la cadera.

Sintió que él se acercaba y su suave aliento le rozó los labios. Iba a volver a besarla, le daría uno de aquellos besos tiernos que le derretían los huesos y le hacían hervir la sangre. Y dado que ella atesoraba esos besos suyos, separó los labios. Christopher se rio en voz baja, con aquella risa tan gutural que a Maria tanto le gustaba.

—¿Puedo cambiar un beso por un secreto? —le preguntó él.

Maria abrió un ojo.

—Creo que valoras demasiado tus besos.

Su sonrisa la dejó sin aliento.

—Tal vez tú valoras demasiado tus secretos.

—Oh, vete de aquí —le dijo ella con una sonrisa de oreja a oreja.

Él no le hizo caso y la besó hasta casi dejarla sin sentido.

—¿Amelia?

Christopher se sentó en el alféizar de la ventana y apoyó el antebrazo en la rodilla que tenía levantada, mientras dejaba vagar la mirada por el jardín trasero de su casa. Ya era de noche, pero tanto la mansión como sus alrededores estaban perfectamente iluminados y bien vigilados. Los arbustos habían sido podados para que no quedase ningún hueco que pudiese servirle de escondite a nadie. Como hacía él en su propia vida, todas las necesidades de la casa se atendían, pero no había lugar para lujos o extravagancias.

—Sí, eso fue lo que ella dijo.

—Y fue la chica la que la contestó, no la institutriz. ¿Estáis seguros? —Miró de reojo a los cuatro hombres que permanecían de pie a unos metros de distancia.

Los cuatro asintieron.

—¿Por qué no se le ocurrió a ninguno seguir el carruaje? —les preguntó.

Los cuatro se removieron incómodos.

Sam se aclaró la garganta para contestar.

—Nos dijo que fuéramos tras la dama. Y cuando vimos que estaba herida… —Se encogió de hombros al no saber qué más añadir.

Christopher suspiró.

Alguien llamó a la puerta y con un grito dio permiso para entrar. Apareció Philip con semblante muy serio.

—Lord Sedgewick.

—Hazle pasar.

Christopher les hizo una seña a los demás para que se fueran y lord Sedgewick apareció en cuestión de segundos. Alto, pálido y cubierto de encaje, joyas y seda, el lord era el epítome de la cursilería que caracterizaba a tantos miembros de la aristocracia. Que aquel hombre creyera que podía darle órdenes era absurdo, además de ridículo. Y que anduviera detrás de Maria lo ponía furioso. Y Christopher era la clase de hombres a los que no es conveniente poner furioso.

—Milord. —Se puso en pie.

—¿Cómo le está tratando la vida sin grilletes? —le preguntó Sedgewick con una sonrisa burlona.

—Le aconsejo que no se regodee, milord. —Le señaló el sofá verde y esperó a que el vizconde se levantase la cola de la levita antes de sentarse para hacer él lo mismo en el otro extremo—. Su situación es tan precaria como la mía.

—Confío plenamente en mis métodos; aunque son poco ortodoxos siempre me han dado resultado.

—Ha secuestrado a un falso testigo del gobierno y lo está utilizando para extorsionarme y obligarme a cooperar. Si la verdad llegase a salir a la luz, se vería en una situación un tanto… delicada.

Sedgewick le sonrió.

—Soy muy consciente de su popularidad entre el pueblo llano. Pero mi testigo está a salvo. Sea como sea, lo único que tiene que hacer usted para recuperar la libertad es entregarme a lady Winter, tal como se acordó en el indulto condicional que le concedimos. De momento, lo único que tenemos que hacer nosotros es esperar; si consigue cumplir su misión, la tendremos a ella. Si no, lo tendremos a usted. Cualquiera de las dos cosas me parece bien. Y debo decirle que, a juzgar por lo que he visto hoy, la segunda opción es la más probable.

—¿Ah, sí? —Christopher observó al vizconde con los ojos entrecerrados—. Y dígame, si es tan amable, cómo ha llegado a esa conclusión.

—Han pasado dos semanas y su relación con lady Winter apenas ha cambiado. Al parecer, no está progresando.

—Las apariencias engañan.

—Esperaba que dijera eso. Y por ello se me ha ocurrido una prueba que me demuestre que no estamos perdiendo el tiempo. —Sedgewick sonrió—. Lord y lady Campion celebran un baile de máscaras dentro de dos noches. Usted acudirá con lady Winter. Ya me he asegurado de que la inviten.

—Es demasiado pronto —se quejó Christopher.

—Si no se presenta al baile, St. John, volveré personalmente para esposarlo y encerrarlo de nuevo en prisión.

—Le deseo toda la suerte del mundo.

Pero aunque sus palabras fueron una burla, a Christopher la idea no le hacía ninguna gracia.

—Puedo hacer aparecer otro testigo por arte de magia —le dijo el vizconde, tocándose las puntillas de los puños de la camisa—, sólo es cuestión de dinero. Y yo tengo bastante como para encontrar a alguien que no tenga miedo de las represalias.

—Ni usted ni ese testigo pasarían un interrogatorio.

—Pero entonces usted ya estará en la cárcel y sus probabilidades de seguir con vida disminuirán drásticamente. Y después de su muerte a nadie le importará si el testigo era o no de fiar.

Aunque Christopher se mantuvo impasible, se le retorcieron las entrañas de rabia. Maria estaba malherida y con mucho dolor. Le llevaría más de dos días recuperarse. ¿Cómo podía pedirle que lo acompañase a un acto social en ese estado?

—¿Le serviría una carta entre lady Winter y yo como prueba de que tenemos una relación? —le preguntó.

—No. Quiero verlos juntos, en carne y hueso.

—Entonces organice algo para la próxima semana. —También era demasiado pronto, pero al menos Maria tendría más de dos días para recuperarse—. ¿Qué le parece un picnic en el parque?

—¿Acaso estaba usted echándose un farol? —lo provocó Sedgewick—. Y pensar que dije que usted era un hombre muy «peligroso». Bueno, supongo que tengo que equivocarme de vez en cuando. Ahora mismo no voy vestido para devolverlo a Newgate, aunque ya que estoy aquí, me temo que tendré que hacer una excepción.

—¿Cree que puede sacarme de mi propia casa?

—He venido preparado. Fuera hay un buen número de soldados esperándome y en el callejón que da al muelle un par de detectives.

Que aquel vizconde creyese que podía entrar en su casa y llevárselo por la fuerza hizo sonreír a Christopher. Y se le ocurrió una idea. Tal como él mismo había dicho antes, las apariencias engañan. Tal vez si Angelica se ponía una máscara pudiera hacerse pasar por Maria. Valía la pena intentarlo.

—Lady Winter y yo lo veremos en el baile de máscaras de los Campion dentro de dos días, milord.

—Fantástico. —Sedgewick se frotó las manos—. Estoy impaciente.

—Voy a matarlo, te lo juro.

Ver a Simon pasearse de un lado a otro del dormitorio le estaba dando dolor de cabeza, así que Maria cerró los ojos. La verdad era que también se sentía culpable por cómo lo habían tratado los hombres de St. John, lo que hacía que la cabeza le doliese todavía más. Simon tenía un ojo y el labio superior hinchados y le habían dado una buena paliza.

—De momento lo necesito, Simon, querido. O al menos la información que él pueda darme.

—Esta noche me reuniré con el chico que hemos metido en su casa. Lo han contratado como mozo del establo, pero ha conseguido encandilar a una de las doncellas. Confío en que pueda contarme algo interesante.

—No sé por qué pero lo dudo —sentenció ella.

Maria no podía imaginarse a ningún miembro del servicio de St. John con la lengua suelta.

Simon masculló una maldición en gaélico.

—Porque eres lista. Todos los sirvientes de St. John tienen que llevar como mínimo dos años trabajando para él para tener acceso a la casa principal. Es uno de los métodos que utiliza para asegurarse de la lealtad de sus secuaces. Cualquiera que pretenda entrar en su vivienda por otros motivos, como es nuestro caso, descubre que la espera es demasiado larga y desiste. Además, también he oído decir que St. John cuida tan bien de sus empleados que éstos delatan a cualquiera que se acerca a ellos con malas intenciones.

—No me extraña que tenga tanto éxito.

—No me pidas que lo admire, Maria. Estoy a punto de perder la poca paciencia que me queda.

Ella se movió un poco en busca de una postura más cómoda y gimió de dolor cuando se apoyó en el costado izquierdo.

Mhuirnín.

En cuestión de segundos, unas fuertes manos la sujetaron con el mayor cuidado posible.

—Gracias —susurró Maria.

Unos labios firmes se posaron en los suyos un segundo. Ella abrió los ojos y se le encogió el corazón al ver la preocupación que llenaba los preciosos ojos de Simon.

—Me duele verte así —murmuró él, acercándose hasta que un mechón de su pelo negro la rozó.

—Pronto me pondré bien —le aseguró ella—. Con algo de suerte, será antes de que Welton vuelva a visitarme. Espero que después de encontrarse ayer aquí con St. John haya decidido mantenerse alejado y tenga tiempo de curarme como es debido.

Simon se apartó y se sentó en la silla que había más cerca. En la mesilla que tenía delante había una bandeja de plata con el correo. Empezó a abrirlo y masculló, como hacía siempre que estaba alterado.

—Hay una carta de Welton —dijo al cabo de un rato.

Maria, que casi se había quedado dormida, parpadeó.

—¿Qué dice?

—Un segundo. —Oyó el sonido de una hoja de papel al desplegarse—. Dice que quiere presentarte a alguien. Mañana por la noche en el baile de máscaras de los Campion.

—Dios santo —suspiró al notar que se le revolvía el estómago—. Tengo que rechazar la invitación. No puedo ir en este estado.

—Por supuesto que no.

—Dile a mi secretario que escriba una respuesta. Dile que ya estoy comprometida para esa noche y que St. John no sería bien recibido en esa clase de evento.

—Me ocuparé de ello personalmente. Descansa y no te preocupes.

Maria asintió y cerró los ojos. Poco después ya estaba dormida.

Se despertó al cabo de un rato, al oler la cena. Giró la cabeza y al mirar por la ventana vio que había oscurecido.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Simon desde la silla de al lado de la cama, donde estaba sentado. Dejó el libro que estaba leyendo en el suelo y apoyó los antebrazos en las rodillas.

—Tengo sed —contestó ella.

Él se puso en pie y dio media vuelta, con lo que su batín negro osciló alrededor de sus tobillos. Volvió unos pocos segundos más tarde con un vaso de agua. Sostuvo la cabeza de Maria y le acercó el vaso a los labios; ella bebió con ganas. Cuando se terminó el agua, Simon volvió a sentarse e hizo rodar el vaso entre las palmas de las manos. Sus piernas desnudas aparecían entre los dos extremos del batín.

—¿Qué pasa? —le preguntó Maria, al verlo preocupado.

Simon apretó los labios antes de responder.

—Welton ha contestado.

Maria hizo una mueca de contrariedad al recordar la invitación de su padrastro.

—No acepta un «no» como respuesta —dijo.

Simon negó con la cabeza, resignado.

—Prefiere que vayas sola al baile de máscaras.

Maria se echó a llorar, desesperada. La herida le dolía muchísimo, estaba muy desanimada y lo único que quería era que la dejasen en paz. Simon subió a la cama y se tumbó a su lado para acurrucarla con cuidado entre sus brazos. Ella lloró hasta que no pudo más y entonces siguió sollozando sin lágrimas.

Y Simon no dejó de abrazarla en todo el rato, murmurándole palabras de consuelo, apoyando la mejilla en la de ella y acompañándola en su dolor. Hasta que a Maria no le quedó nada, ninguna esperanza. Hasta que se quedó vacía.

Pero el vacío era en sí mismo reconfortante.

—Me muero de ganas de que a Welton le den su merecido —afirmó Simon con vehemencia—. Matarlo me produciría un gran placer.

—Todo llegará. ¿Me ayudas a elegir un vestido que me tape el hombro y el cuello?

Simon exhaló, resignado.

—Me ocuparé de todo, mhuirnín.

Maria suspiró y, mentalmente, empezó a recuperar la esperanza que había perdido.

Welton no iba a derrotarla. Ella no iba a darle ese gusto.

—¿Te gusta más éste? —le preguntó Angelica, dando una vuelta sobre sí misma para hacer ondear el vestido de tafetán plateado.

—Estate quieta —la riñó Christopher, observando el vestido y la silueta de la mujer que lo llevaba, para ver si todo encajaba.

Angelica era un poco más alta que Maria y no tenía tantas curvas, pero con la preparación adecuada podían ocultar esas diferencias. Aquel vestido lo disimulaba mucho mejor que los anteriores que se había probado. El color resaltaba el tono moreno de su piel, un rasgo que a Christopher tanto le gustaba en Maria, y el corpiño le apretaba los pechos de un modo que hacía que le resaltasen. Con el peinado adecuado y con una máscara que le ocultase el rostro por completo, tal vez lograra hacerla pasar por ella.

—No puedes hablar —le advirtió Christopher—. Te digan lo que te digan y te hable quien te hable. —La voz de Angelica nunca podría confundirse con la de Maria, y tampoco su risa—. Y no te rías. Es un baile de máscaras. Tienes que ser misteriosa.

Ella asintió.

—Nada de hablar ni de reír.

—Te recompensaré por esto, querida —le prometió Christopher con ternura—. Te estoy muy agradecido por la ayuda.

—Ya sabes que haría cualquier cosa por ti. Tú me has dado un hogar y una familia. Te debo la vida.

Christopher movió la mano para quitarle importancia al comentario, que lo hacía sentirse muy incómodo. Él nunca sabía qué decir cuando la gente le daba las gracias; en realidad, prefería que no lo hicieran.

—Tú me has sido de mucha ayuda. No tienes que agradecerme nada.

Angelica sonrió y se acercó a él bailando, le cogió una mano y se la besó.

—Entonces ¿qué, nos quedamos con este vestido?

Christopher asintió.

—Sí. Estás guapísima.

La sonrisa de ella se ensanchó y fue a cambiarse.

—Yo no sé si me atrevería a llevar a cabo un plan tan descabellado —le dijo Philip, sentado en un sillón junto al fuego.

—Ahora mismo no nos conviene llevarle la contraria a Sedgewick —le explicó Christopher, encendiendo un puro con una cerilla—. Hasta que sepa cuál va a ser mi próximo movimiento, es mejor que siga creyendo que él está al mando. Así se sentirá más tranquilo y se relajará, y tal vez me dé tiempo a pensar cómo librarnos definitivamente de su presencia.

—Yo sólo he visto a lady Winter de pasada, pero he oído decir que es excepcional. Es muy difícil hacer una réplica de algo incomparable.

Christopher asintió y durante un segundo se quedó mirando la luz del fuego, reflejada en las gafas de Philip. El joven se había cortado el pelo aquella misma mañana, a pesar de que ese tipo de peinado ya no estaba de moda. Lo hacía parecer más joven de los dieciocho años que tenía.

—Muy difícil, pero es innegable que Maria está demasiado enferma como para acudir a ese baile. Ahora mismo, su salud es mucho más importante que mis propias necesidades. Si Sedgewick se da cuenta del engaño, ya me inventaré algo. Es innegable que Maria y yo somos… —Dio una calada y luego soltó el humo—. Lo que sea que seamos. Maldita sea, ella no me negaría si alguien se lo preguntase.

—Espero que tu plan salga bien y que nadie se dé cuenta de las diferencias que existen entre las dos mujeres.

—La manera más fácil de distinguir un copia del original es comparándolos y Maria ha estado fuera de la ciudad dos semanas. Además, los invitados tendrán que fiarse de su memoria, porque esta noche ella estará en la cama. Angelica y yo nos aseguraremos de que Sedgewick nos vea y nos iremos de allí cuanto antes.

Philip levantó su copa de brandy.

—Para que tu plan sea todo un éxito.

Christopher sonrió.

—Suelen serlo.