7

Mañana por la noche llega uno de nuestros barcos a Deal. —Christopher estaba mirando la calle a través de las cortinas de terciopelo negro que cubrían la ventana de su despacho y con una mano se masajeaba la nuca. Los carruajes circulaban a toda velocidad, como si nadie quisiera quedarse en esa parte de la ciudad ni un segundo más de lo necesario—. ¿Está todo listo?

—Sí —aseguró Philip desde su espalda—. Los carros y los caballos ya están listos en el muelle, así que el transporte empezará de inmediato.

Christopher asintió cansado, la falta de sueño empezaba a pasarle factura. Trabajar hasta la extenuación no lo había ayudado lo más mínimo a superar su actual estado de ánimo, y tampoco la ausencia de Maria.

—He oído decir que la mercancía que llega ahora es impresionante —le dijo Philip con su característica curiosidad que a Christopher tanto le gustaba.

—Sí. Estoy muy satisfecho.

Diluir el alcohol y empaquetar el té de contrabando llevaría su tiempo, pero sus hombres trabajaban rápido y la mercancía estaría circulando en el mercado mucho antes que las de otras bandas contrabandistas de la competencia.

Alguien llamó y pidió permiso para entrar. La puerta se abrió y apareció Sam, con el sombrero entre las manos y apretado contra su torso, un gesto que Christopher sabía que hacía cuando estaba nervioso. Y dado que Sam era uno de los cuatro hombres a los que había asignado que siguieran a Maria, él mismo también se alteró.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Sam hizo una mueca de contrariedad y se pasó una mano por el pelo rojizo.

—Hace dos noches participamos en una escaramuza y…

—¿Ella está bien? —Tensó todos los músculos al recordar el cuerpo de Maria moviéndose debajo del suyo. Era tan pequeña, tan delicada…

—Sí. Tiene dos heridas de cuchillo en el hombro izquierdo. Una es limpia.

Christopher habló todavía más calmado de lo habitual, prueba más que evidente de lo tenso que estaba.

—Lo único que teníais que hacer era mantenerla a salvo. Erais cuatro. ¿Cómo es posible que no lo hayáis hecho?

—¡La atacaron! ¡Y eran muchos más que nosotros!

Christopher miró a Philip.

—Di que preparen el carruaje.

—Ella está aquí —añadió Sam enseguida—. En la ciudad.

—¿Qué? —A Christopher se le aceleró el corazón—. ¿Ha viajado en ese estado?

Sam se mordió el labio y asintió.

Un gruñido salió de lo más profundo del pecho de su jefe.

—Haré que te ensillen el caballo —ofreció Philip a toda prisa.

Christopher no dejó de mirar el rostro acalorado de Sam.

—Tendrías que haberte asegurado de que se quedaba quieta y haber mandado a alguien a buscarme.

—¡Estoy vivo de milagro! —Sam levantó una mano a la defensiva y con la otra estrujó aún más el sombrero—. Cuando la llevamos de vuelta al hostal, ese irlandés se volvió loco. —Se rascó furioso la cabeza—. ¡Asustó a Tim! Te aseguro que temblaba y tú sabes perfectamente que Tim le escupiría al mismísimo diablo.

—¿Quinn no estaba con ella cuando la atacaron?

El otro hombre negó con la cabeza.

Christopher cerró los puños y salió de la habitación a grandes zancadas; Sam tuvo que apartarse para que no lo arrollara. Cruzó el salón y se detuvo ante una puerta del vestíbulo; dentro de la estancia había una docena de sus hombres jugando a las cartas.

—Venid conmigo —les dijo, antes de bajar la escalera que llevaba a la calle.

Ellos se pusieron en pie a toda velocidad y lo siguieron.

Christopher había cogido el abrigo y el sombrero y se los puso al salir. En cuestión de segundos estuvo montado en su caballo mientras los demás corrían por todos lados para seguirlo y obedecer sus órdenes, como hacían siempre.

Cabalgaron desde St. Giles hasta Mayfair. En el camino, pordioseros y prostitutas se mezclaban con tenderos y paseantes, pero todos lo llamaban y lo saludaban alegremente con el sombrero. Christopher devolvía el saludo tocándose el ala del suyo cuando lo estimaba necesario, pero era un acto reflejo, porque su pensamiento estaba absolutamente centrado en Maria.

Más tarde, cuando supiera que ella estaba bien, ya interrogaría a sus cuatro hombres para enterarse con todo lujo de detalles de lo que había sucedido. Hablaría con ellos y averiguaría quién había cometido el error que había terminado con Maria herida. El castigo sería ejemplar y el resto de sus hombres se enterarían. A esos cuatro jamás volvería a encargarles una misión tan importante.

Tal vez otro en su lugar aplicaría brutales medidas de disciplina, pero un hombre manco era mucho menos útil que uno con las dos manos. Y, por otra parte, castigarlos a perder ese tipo de privilegio les enseñaría la misma clase de lección. Cuando la violencia era necesaria, lo era, pero a Christopher no le hacía falta emplearla para controlar a los hombres que tenía bajo su mando.

Cuando llegaron a casa de lady Winter, desmontó mientras dos de sus hombres retenían a los sorprendidos mozos de cuadra. Para entrar en la casa sólo tuvo que esquivar a un mayordomo indignado, al que le lanzó el sombrero y los guantes antes de subir de dos en dos los escalones que conducían a los dormitorios.

En conjunto, el tiempo que había tardado en llegar a casa de Maria desde que se había enterado de que estaba herida había sido muy breve, pero no lo bastante para él. Abrió la puerta del dormitorio en el mismo instante en que Quinn atravesaba la que comunicaba su habitación con el saloncito de ella.

—¡Te juro por Dios que si pones un pie aquí, te mataré con mis propias manos! —le advirtió el irlandés.

Christopher señaló a Quinn a sus hombres.

—Ocupaos de él —les ordenó y, tras cerrar la puerta, dejó atrás la reyerta que estaba a punto de empezar.

Respiró hondo e inhaló el perfume de Maria hasta impregnarse de él y entonces se sorprendió al darse cuenta de que tenía miedo de dar media vuelta y mirarla. Sólo pensar en ella herida lo alteraba profundamente.

—Dé gracias a Dios de que no pueda darle su merecido, señor St. John.

Christopher sonrió al oír la voz entrecortada de Maria. Sí, estaba débil, pero seguía desafiándolo, como siempre. Se volvió y la vio muy pequeña en medio de aquella enorme cama; su piel morena estaba ahora pálida y fruncía el cejo de dolor. Llevaba un camisón de algodón muy fino con lazadas en los puños y en el cuello. La perversa lady Winter parecía una colegiala.

A él se le retorcieron las entrañas.

—Christopher —la corrigió con voz ronca.

La emoción lo había traicionado y tuvo que aclararse la garganta. Se quitó la chaqueta y aprovechó para intentar recuperar la calma.

—Ponte cómodo —susurró ella, mirándolo irónica.

—Gracias.

Dejó la prenda en el respaldo de una silla y se sentó en la cama, a su lado.

Ella ladeó la cabeza para poder mirarlo a los ojos.

—No tienes buen aspecto.

—¿Ah, no? —Christopher levantó ambas cejas—. Creo que es mejor que el tuyo.

Maria sonrió levemente.

—Tonterías. Tú eres guapo, pero yo lo soy más.

Él sonrió a su vez y le cogió una mano.

—Eso no voy a discutírtelo.

Se oyó un golpe en la habitación de al lado seguido de una maldición y ella hizo una mueca de dolor.

—Espero que te hayas traído hombres de sobra. Simon está de mal humor y te aseguro que lo he visto ocuparse de un pequeño ejército él solo.

—Olvídate de Quinn —le dijo Christopher, serio—. Yo estoy aquí. Piensa en mí.

Maria cerró los ojos y él vio sus párpados recorridos por diminutas venitas violeta.

—Hace días que no hago otra cosa.

Su confesión lo pilló por sorpresa y no supo si creérsela. Lo que lo llevó a preguntarse qué sentiría él si fuera verdad. Frunció el cejo y la miró.

—¿Has pensado en mí?

Sin dudar ni un segundo, Christopher levantó una mano y le apartó el pelo de la cara para colocárselo detrás de las orejas. Después le acarició las sedosas mejillas con la yema de los dedos. La ternura que sintió lo dejó atónito. De repente tuvo ganas de levantarse, marcharse de allí y volver a su casa y a todo lo que conocía y controlaba.

—¿Lo he dicho en voz alta? —murmuró Maria, tropezándose con las palabras—. Qué tonta. No me hagas caso. Es el láudano, seguro.

Que ella retirase su confesión obligó a Christopher a volver a su lado e inclinarse hacia delante. Se detuvo cuando sus labios quedaron a escasos milímetros de los de ella; el perfume de la piel de Maria era tan intenso que él sintió una presión en la entrepierna.

—Hazlo —susurró ella, retándolo a pesar del estado en que se encontraba.

Christopher sonrió al oír que lo presionaba y le rozó los labios con los suyos. Sintió una profunda satisfacción al pensar que quizá él pudiese aliviar el dolor que ella sufría.

—Estoy esperando a que lo hagas tú —murmuró.

Maria dudó sólo un segundo y después movió ligeramente la cabeza y eliminó la corta distancia que los separaba hasta tocarle los labios con los suyos. Fue un beso tan suave, tan inocente, que Christopher se quedó petrificado y el corazón pasó de latirle con normalidad a estar a punto de tener un infarto.

Incapaz de resistirse, deslizó la lengua por la comisura de la boca de ella y notó el sabor del opio, del brandy y el suyo propio. Delicioso. Maria suspiró y entreabrió la boca para dejar entrar su inquisitiva lengua al mismo tiempo que aferraba con una mano la de él. Y cuando fue la lengua de ella la que buscó la de Christopher, éste gimió de placer.

Aun estando indefensa podía desarmarlo por completo.

Entonces, Maria movió la mano que tenía libre hasta la entrepierna de él y le acarició la erección por encima de la tela. Christopher se estremeció violentamente al sentirla y dejó escapar una maldición entre los dientes.

Maria gimió de dolor, porque, al moverse Christopher, le dolió la herida.

—Maria, lo siento —se disculpó él de inmediato, llevándose la mano de ella a los labios—. ¿Por qué me tocas de esta manera si sabes que no podrás llegar hasta el final?

Maria tardó unos segundos en responder y cerró los ojos para recuperarse del dolor que le había causado sin querer.

—Tú no me has dicho si has pensado en mí durante nuestra separación y quiero saberlo.

Un objeto de cristal se rompió en la habitación de al lado y alguien muy pesado fue a parar contra la pared. Quinn gritó y otro hombre le contestó.

—¿Acaso mi asalto de hoy no es prueba suficiente de mi deseo de estar contigo? —refunfuñó Christopher a regañadientes.

Ella abrió los párpados y dejó al descubierto unos ojos que hablaban de una desolación mucho mayor que la provocada por cualquier herida. En ellos, Christopher vio una desesperanza profunda y sombría.

—Los asaltos buscan derrotar a un enemigo —se limitó a decirle Maria—. Aunque supongo que es halagador que hayas tardado tan poco.

—¿Y el beso? —le preguntó él—. ¿Qué crees que significa el beso de antes?

—Dímelo tú.

Christopher se quedó mirándola con el torso subiéndole y bajándole agitado. Su falta de autocontrol lo frustraba. Se puso en pie y empezó a pasear de un lado a otro, algo que él nunca hacía.

—¿Quieres un poco de agua? —le preguntó luego a Maria.

—No. Vete.

Christopher se detuvo en seco.

—¿Disculpa?

—Ya me has oído. —Maria giró la cabeza y apoyó la mejilla en la almohada—. Vete.

Aliviado por poder cumplir el deseo que él mismo había sentido antes, fue a coger su chaqueta. No necesitaba para nada aquello; él no era de la clase de hombres que quieren conquistar a una mujer. A él una mujer lo quería o no lo quería. Y punto.

—Todavía no sé cómo me siento respecto a que tus hombres me siguieran —murmuró Maria.

Christopher detuvo la mano encima de la chaqueta.

—¿Agradecida? —le sugirió.

Ella hizo un gesto en dirección a la puerta para que se fuera.

Eso enfureció a Christopher. Él había esperado impaciente que volviera y ahora ella lo echaba de allí sólo porque no le decía las cursiladas que quería oír.

—He pensado en ti —confesó enfadado.

Maria no abrió los ojos, pero enarcó una ceja. Sólo ella podía dotar ese gesto de tanto desdén.

Y porque Christopher se sentía como si le hubiese revelado algo que no quería contarle, le dijo:

—Pensaba que cuando volvieras podríamos pasarnos un día o dos en la cama, aunque en mi imaginación hacíamos mucho más de lo que tú puedes hacer ahora.

Ella le sonrió como si pudiera leerle el pensamiento y supiera por qué él tenía que dirigir la conversación hacia el aspecto físico de su relación y nada más.

—¿Cuántas veces?

—¿El sexo? Tantas como pudiera.

Maria se rio suavemente.

—¿Cuántas veces has pensado en mí?

—Demasiadas —reconoció gruñón.

—¿Y estaba desnuda?

—Casi todo el tiempo.

—Ah, bueno.

—¿Y cuántas veces estaba yo desnudo en tus pensamientos? —le preguntó él con voz ronca y excitándose de nuevo.

—Todo el tiempo. Al parecer, soy más pervertida que tú.

—A mí me parece que, en lo que a perversión se refiere, estamos muy igualados.

Maria abrió un ojo y lo miró.

—Vaya…

Christopher dejó la chaqueta y volvió a su lado.

—¿Quién es esa institutriz que buscas a toda costa? —Se sentó de nuevo sobre la colcha de terciopelo rojo y volvió a cogerle la mano. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía las uñas muy cortas. Unas uñas que en una ocasión a él le habían arañado la espalda. Le pasó el pulgar por los extremos.

—No es a ella a quien busco.

—Oh. —Christopher levantó la vista para mirarla a la cara. Aunque estaba pálida, seguía pareciéndole muy hermosa. Él conocía a mujeres muy guapas, pero en aquellos momentos no podía imaginarse a ninguna capaz de soportar el dolor que estaba sintiendo Maria—. Entonces ¿a quién buscas?

—¿No has interrogado a tus hombres?

—No he tenido tiempo.

—Ahora sí que me siento halagada —dijo con voz ronca y una sonrisa que golpeó a Christopher como si le hubiese dado un puñetazo.

¿La había visto sonreír alguna vez antes de ese día? No podía recordarlo.

—Te estoy interrogando a ti.

—Estás muy guapo con este color, el marrón te favorece. —Volvió a tocarle el muslo y a acariciarlo por encima del pantalón. Los músculos de Christopher se tensaron bajo sus dedos—. Vistes muy bien.

—Estoy más guapo desnudo —contestó él.

—Ojalá pudiera decir lo mismo. Por desgracia, ahora tengo unos cuantos agujeros.

—Maria… —Habló en voz baja y con sinceridad, apretándole la mano—. Deja que te ayude.

Ella lo miró a los ojos.

—¿Por qué?

«Porque tengo que traicionarte. Porque necesito redimirme antes de hacerte daño».

—Porque puedo hacerlo.

—¿Por qué quieres ayudarme, Christopher? ¿Qué ganas tú con eso?

—¿Acaso tengo que ganar algo?

—Sí, creo que sí —respondió ella, haciendo una mueca de dolor al oír que crujía la puerta de Simon.

—¡Maria! —gritó éste a través de la madera y el grito fue seguido de un quejido y un golpe seco.

Christopher tenía que reconocer que estaba impresionado con la perseverancia del irlandés.

—No van a hacerle daño, ¿verdad? —le preguntó Maria, preocupada—. Una cosa es que jueguen un poco con él, pero no toleraré que lleguen a más.

Que se preocupara por otro hombre le resultó irritante.

—Lo único que te pido a cambio es lo que te dije aquella noche: uso exclusivo —le dijo Christopher—. No quiero que me evites. Quiero poder venir a buscarte siempre que lo desee, no al cabo de dos semanas y cuando estás demasiado malherida como para hacerme caso.

—Tal vez a mí me convenga más rechazar tu oferta y ocuparme sola de mis asuntos.

Él resopló.

—Tal vez te creería si no me hubieras dicho que has estado pensando en mí.

—No seré la amante de ningún hombre.

—Yo te ofrezco lo mismo a cambio. Vendré a verte siempre que me lo pidas. ¿Sirve eso para que veas mi propuesta con mejores ojos?

Maria le acarició la palma de la mano. Fue una caricia inocente y ella la había hecho sin pensar. Tenía la cabeza en otra parte y se mordía el labio inferior. Christopher levantó la mano que tenía libre y se lo acarició con el pulgar.

—Cuando nos conocimos en el teatro, mencionaste una agencia —le recordó ella, rozándole la piel con su aliento.

—La agencia. —Christopher luchó contra sí mismo para no pedirle que se callase, que no le dijese nada que pudiese utilizar contra ella.

—¿Ése es el verdadero motivo que se esconde detrás de tu propuesta? —Giró la cabeza para estudiar su reacción—. ¿Porque me necesitas para algo más que para calentarte la cama?

—En parte. —Dejó de acariciarle el labio y le pasó el pulgar por la mejilla—. Te deseo, Maria. Y quiero ayudarte.

Ella cerró los ojos y suspiró.

—Estoy cansada, Christopher. Ha sido muy duro viajar en este estado. Consideraré tu propuesta más tarde.

—Entonces ¿por qué has vuelto? —Tenía el presentimiento de que el desánimo de Maria no era sólo culpa de la herida. Parecía desalentada y muy melancólica.

Ella abrió los ojos y parpadeó, apretándole la mano, atemorizada.

—Welton no… no está al corriente de mis viajes. Si de verdad quieres ayudarme, hay algo que sí puedes hacer.

—¿De qué se trata?

—¿Dónde estabas hace dos noches, cuando me hirieron?

Christopher estaba con Emaline, en Stewart’s, intentando convencerse de que tanto servía una mujer como otra, pero prefería morir antes que decírselo a Maria. La miró con el cejo fruncido.

—¿La gente sabe dónde estabas? —cambió ella la pregunta.

Christopher se vio embargado por un profundo sentimiento de culpabilidad y otro que no logró identificar.

—No —masculló con voz ronca.

—Si te lo preguntan, ¿te importaría decir que estabas conmigo?

—Oh… tal vez. Seguro que puedes persuadirme.

—Si estabas con otra mujer, no quiero persuadirte de nada. Ya me buscaré otra coartada.

—¿Estás celosa? —sonrió y lo reconfortó que pudiera estarlo.

—¿Debería estarlo? —Maria negó con la cabeza—. Sería un error. Los hombres no soportan a las mujeres celosas.

—Cierto.

Christopher le dio un casto beso en los labios y luego profundizó en el mismo al ver que ella no se apartaba, sino que temblaba y le daba acceso a su boca. La lengua de él se deslizó en su interior, haciéndole hervir la sangre ante su respuesta. Aunque estaba herida y sentía mucho dolor, Maria seguía aceptando sus caricias como si le resultara imposible resistirse.

Él susurró pegado a sus labios:

—Pero a este hombre le gusta mucho que una mujer llamada Maria esté celosa.

Alguien llamó a la puerta que daba al pasillo, obligándolos a separarse.

—Tú descansa —le ordenó Christopher cuando ella fue a contestar—. Voy a ver quién es.

Se puso en pie y se acercó a la puerta y, al abrirla, se encontró con la cara preocupada de Tom.

—Lord Welton está en el vestíbulo —le dijo éste—. Philip me ha dicho que bajes.

Christopher se puso alerta de inmediato. Mantuvo el semblante impasible, pero en su mente sopesó millones de posibilidades. Asintió y volvió a entrar en el dormitorio para coger la chaqueta.

—¿Qué pasa? —le preguntó Maria, inquieta—. ¿Simon está bien?

Christopher tardó unos segundos en dar una respuesta a esa pregunta.

—Iré a ver, pero antes dime una cosa: si yo estuviese en su lugar, ¿también te preocuparías tanto por mí?

—¿Estás celoso?

—¿Debería estarlo?

—Sí. Y espero que te mueras de celos.

La carcajada que él soltó fue en parte de humor y en parte de rabia contra sí mismo por estar tan enamorado de una belleza famosa por los amantes que había tenido. Pero cuando Maria le sonrió, Christopher se resignó y rezó para que ese enamoramiento se le pasara.

—Dame un segundo para ocuparme de un asunto inesperado, mi preciosa salvaje —murmuró, poniéndose la chaqueta—. Después hablaremos un poco más sobre los términos de nuestro acuerdo. Y también iré a ver cómo está Quinn.

Maria asintió y Christopher se dirigió hacia el saloncito para salir del dormitorio. Se detuvo en el umbral y observó los muebles destrozados y al irlandés maniatado y amordazado, en una silla en una esquina. Forcejaba violentamente y farfullaba furioso por debajo de la mordaza. Se puso en pie al ver a Christopher e hicieron falta dos hombres para que volviese a sentarse.

—Sed amables con él, chicos —les dijo sarcástico, al ver la media docena de hombres que estaban tumbados en el suelo, quejándose de dolor—. La dama insiste, aunque al parecer no tiene de qué preocuparse.

Christopher consiguió contener la risa hasta que llegó a la escalera, donde le dio rienda suelta. Por suerte, el piso de abajo estaba en mucho mejor estado que aquél.

Philip fue a su encuentro en el rellano.

—Le he dicho al ama de llaves que fuese a hablar con lord Welton, que espera en la salita —le explicó el joven, acompañándolo al despacho, donde los aguardaba la mujer—. Le ha dicho que la señora está indispuesta, pero al parecer la noticia no ha sido del agrado de nuestro visitante y ella me ha pedido que te llame.

Christopher se volvió y vio a la mujer, que se erguía orgullosa frente a la ventana.

—¿Qué puedo hacer por usted, señora…?

—Fitzhugh —contestó ella, levantando el mentón. Algunas canas se le habían rizado en las sienes con la humedad y tenía el rostro surcado por las arrugas propias de su edad, pero seguía siendo hermosa—. Lord Welton me ha preguntado si la señora está enferma o malherida. Ese hombre no me gusta nada, señor St. John. Siempre está espiando.

—Comprendo. Usted no quiere que se entere del estado real de su señora.

La mujer asintió, retorciendo una punta del delantal.

—La señora nos dio instrucciones muy precisas.

—Entonces dígale que se vaya.

—No puedo, señor. Él se ocupa de pagar las facturas.

Christopher se detuvo un segundo y su teoría de que allí pasaba algo raro fue tomando forma. Maria debería poder gestionar por sí misma su fortuna y no tener que depender de la generosidad de su padrastro. Miró de reojo a Philip y el joven asintió al comprender el mensaje. Iba a investigar a fondo.

—¿Tiene alguna sugerencia? —le preguntó Christopher a la señora Fitzhugh, centrando de nuevo su atención en ella y observándola con detenimiento.

—Le he dicho que usted iba a venir hoy de visita. Que lo estábamos esperando y que lady Winter está indispuesta.

—Oh… entiendo. Pues supongo que tendré que llegar a la hora prevista, ¿no le parece?

—Sí, será mejor que no llegue tarde —convino ella.

—Por supuesto que no. Acompáñeme a la salita, señora Fitzhugh, si es usted tan amable.

El ama de llaves se apresuró a hacerlo y Christopher arqueó una ceja en dirección a Philip.

—Ve a buscar a Beth. Dile que quiero hablar con ella esta noche.

—Así lo haré.

Christopher salió del despacho y se dirigió al vestíbulo caminando detrás de la señora Fitzhugh como si acabase de llegar a la mansión.

Fingió sorprenderse al ver en la salita a otro visitante.

—Buenas tardes, milord.

Lord Welton estaba sirviéndose una copa y se detuvo para mirarlo. En sus ojos de color esmeralda brilló una extraña satisfacción, pero se apresuró a ocultarla.

—Señor St. John.

—Una tarde muy agradable para ir de visita, milord —le dijo Christopher, mientras examinaba con atención al otro hombre.

Aunque se rumoreaba que llevaba una vida de excesos, el vizconde era la viva imagen de la salud y la vitalidad, con aquel lustroso cabello negro y los ojos tan verdes. Tenía la apariencia de un hombre sin preocupaciones y seguro del lugar que ocupaba en el mundo.

—Sí, estoy de acuerdo. —La nuez de lord Welton se movió ostentosamente al tragar antes de añadir—: Aunque he oído decir que mi hijastra está enferma.

—¿Ah, sí? Estaba muy bien cuando la vi hace dos noches. —Christopher suspiró y fingió llevarse una gran decepción—. En ese caso seguramente anulará la cita que teníamos esta tarde. Estoy desolado.

—¿Dice que se vieron hace dos noches? —le preguntó Welton, frunciendo el cejo con desconfianza.

—Sí. Nos conocimos por casualidad durante la fiesta de fin de semana que organizaron lord y lady Harwick y lady Winter tuvo la amabilidad de aceptar mi invitación para ir a cenar —explicó Christopher, con tono de satisfacción masculina.

La sutil insinuación no le pasó desapercibida a lord Welton, que sonrió con descaro.

—Ah, bueno, entonces los rumores no son ciertos. —Vació el contenido de su copa y la dejó en la mesilla más cercana antes de ponerse en pie—. Dele mis recuerdos a lady Winter, si es tan amable. No quiero inmiscuirme en su cita.

—Que tenga un buen día, milord —le deseó él con una leve reverencia.

—Lo está siendo —sonrió Welton.

Christopher esperó a que se cerrase la puerta principal tras la partida del vizconde y entonces volvió al despacho.

—Encárgate de que lo sigan —le ordenó a Philip.

Y después subió a ver a Maria.

Robert Sheffield, vizconde Welton, descendió los pocos peldaños que conducían a la calle y se detuvo un instante a observar la casa que tenía a sus espaldas.

Algo iba mal.

A pesar de que las pruebas parecían demostrar lo contrario —la institutriz le había jurado que no conocía a los asaltantes y St. John acababa de decirle que estaba con Maria la noche del ataque—, su instinto le indicaba que se mantuviese alerta.

¿Quién podía estar interesado en Amelia aparte de Maria? ¿Quién se atrevería a desafiarlo de esa manera? No había creído a la joven cuando ésta le juró que no conocía a los asaltantes, pero la institutriz había corroborado la historia y ella no tenía ningún motivo por mentirle al hombre que pagaba su salario.

Se detuvo antes de subir al carruaje y le dijo al conductor:

—Lléveme a White’s.

Se subió al vehículo y se apoyó en el respaldo del asiento para analizar las distintas alternativas. Maria podía haber enviado a aquellos hombres a buscar a Amelia mientras ella se reunía con St. John, pero ¿de dónde había sacado el dinero para pagarles?

Se frotó el puente de la nariz para mantener alejado el dolor de cabeza que empezaba a sentir. Todo aquel tira y afloja era ridículo. Aquella malcriada tendría que estarle agradecida. La había rescatado de malvivir en el campo y se había ocupado de casarla con hombres ricos. Tanto su casa como su envidiado vestuario se los debía enteramente a él, ¿y acaso le había dado alguna vez las gracias?

No; por tanto, Maria seguía siendo su principal sospechosa, pero él no era ningún tonto. No podía pasar por alto la posibilidad de que existiese alguien más que quisiera vengarse, alguien que supiera que su fortuna dependía de Amelia. Odiaba tener que malgastar su dinero en algo tan inútil como una investigación, pero no le quedaba más remedio.

Suspiró y dedujo que iba a necesitar más dinero si quería mantener su actual modo de vida. Lo que significaba que tenía que buscarle un pretendiente muy rico a Maria.