6

Sabía que iba a irse esta mañana —dijo Thompson, con rostro impasible.

—Sí, lo sabía.

Christopher estaba sentado en una silla de madera, echado hacia atrás y con un brazo colgándole a un costado. No llevaba chaleco ni chaqueta y a pesar de todo seguía teniendo calor. Su cuerpo se moría de ganas de ponerse en marcha, de ir detrás de aquella mujer que se había marchado sin despedirse, de modo que el esfuerzo que estaba haciendo para seguir allí sentado no era en absoluto insignificante.

El ayuda de cámara se movía sigilosamente por el dormitorio, preparando los utensilios para afeitar a su señor.

—¿No le tranquiliza saber que sus hombres la están siguiendo?

Christopher resopló. «Tranquilizar». ¿Era preocupación lo que sentía por Maria? Y si lo era, ¿por qué la sentía cuando sabía que era una mujer perfectamente capaz de cuidarse?

Tal vez estaba preocupado porque Quinn iba con ella.

Apretó los dientes.

«Quinn».

—Angelica, cielo —su voz sonó baja y clara y giró la cabeza para mirar a la mujer que estaba tomando té junto a la ventana—, ¿no averiguaste nada?

Ella negó con la cabeza e hizo un mohín.

—Lo intenté, pero ese hombre… sabe cómo distraerte.

Christopher arqueó una ceja.

—¿Y tú cuántas cosas le contaste? —No conocía a Simon Quinn, pero era evidente que era un hombre que vivía de su astucia.

El modo en que Angelica se sonrojó le hizo soltar una maldición.

—No muchas —contestó ella finalmente—. Sobre todo quería saber por qué estás interesado por lady Winter.

—¿Y qué le dijiste?

—Que tú nunca comentabas tus asuntos privados con nadie, pero que si era verdad que estabas interesado por ella, ibas a tenerla. —Soltó el aliento y, al echarse hacia atrás, reveló las ojeras que tenía, fruto de haber pasado la noche haciendo lo mismo que él.

Al pensar en Maria, suave y entregada al deseo que él le hacía sentir, a Christopher le hirvió la sangre. La espalda y los brazos estaban llenos de sus arañazos y mordiscos en los hombros. Había compartido cama con una gata salvaje y había quedado marcado por el encuentro. En más de un sentido.

—¿Y qué te contestó Quinn? —le preguntó en voz baja.

Angelica hizo una mueca.

—Me dijo que acostarse con ella era sólo una pequeña parte.

Christopher no dejó entrever ninguna reacción a esa frase, pero sintió como si le hubiesen dado un latigazo. Quinn tenía razón. Era él quien vivía con Maria, quien compartía su vida cotidiana, quien tenía su confianza. Christopher sólo le había dado placer durante unas horas.

—Haz el equipaje —le dijo a su examante, que se levantó para obedecer.

—¿Va a ir tras ella? —le preguntó Thompson, apartándose para que Christopher pudiese sentarse en la silla apropiada.

—No. Los hombres que la están siguiendo se ocuparán del asunto. Yo tengo que informarme de todo lo que pueda de ella y para eso tengo que ir a Londres, así que cuanto antes me vaya, antes podré empezar.

Soltó el aliento y tuvo que reconocerse a sí mismo que volvía a desearla. Maria le gustaba de todas las maneras en que las mujeres suelen gustarles a los hombres, pero también de formas en que a él nunca solía gustarle nadie: la admiraba, la respetaba, la veía como una alma gemela. Y por todos esos motivos no podía confiar en ella. En su caso, su único objetivo era sobrevivir, así que también tenía que serlo para Maria.

Y había además ese pequeño detalle de que si quería recuperar su libertad tenía que sacrificarla a ella. Desear a Maria era todo un inconveniente y más teniendo en cuenta que era justo lo contrario de lo que quería la agencia.

Pero había muchas otras cosas a tener en cuenta además de su lujuria y de las intenciones de la agencia. Quinn no estaba protegiendo a Maria como era debido. Dejar que se reuniera sola con Templeton y permitir que él mismo se acercase a ella había sido muy peligroso.

Apretó los dedos sobre los reposabrazos de la silla al pensar en lo que Maria estaría tramando ahora.

Lo único que consiguió evitar que se levantase fue su fuerza de voluntad; el instinto de seguirla era casi imposible de resistir. Maria llevaba una vida muy peligrosa, algo que a él le hacía rechinar los dientes.

Cerró los ojos cuando Thompson deslizó la navaja por su mejilla. Por desgracia, aunque se estuviese muriendo de ganas de protegerla, la mayor amenaza de Maria era él mismo.

Maria se apoyó en el respaldo de la silla de madera y observó el comedor privado donde estaban. Simon, sentado delante de ella, miró con lascivia a la doncella que antes había flirteado con él. El hostal donde se alojaban desde hacía unos pocos días era confortable y acogedor por varias razones más que la de tener un alegre fuego y unas mullidas alfombras inglesas.

—Ella también está interesada en ti —le dijo Maria a Simon con una sonrisa, cuando la doncella los dejó solos.

—Tal vez —contestó él encogiéndose de hombros—. En otras circunstancias intentaría averiguarlo, pero ahora no podemos perder el tiempo con esas cosas. Estamos cerca, mhuirnín. Puedo sentirlo.

Después de pasarse horas y horas buscando pistas y haciendo preguntas, Simon había logrado dar con un comerciante que conocía a una institutriz recién llegada a la ciudad. Y esa misma tarde habían averiguado dónde trabajaba. Nadie sabía nada de la jovencita a la que se suponía que dicha institutriz iba a darle clases y Maria deseaba con todas sus fuerzas que fuese Amelia. La información que habían recogido a lo largo de las últimas semanas apuntaba que lo era.

—Llevas varios días trabajando sin parar, Simon, querido. Te mereces un respiro.

—¿Y tú cuándo descansarás? —le preguntó él—. ¿Cuándo te tomarás un respiro?

Maria suspiró y dijo:

—Ya me has dado mucho, cariño: tu tiempo, tu energía, tu apoyo. No hace falta que te niegues el placer que puedes sentir con una mujer por mi culpa. Eso no me hará sentir mejor. Al contrario, me sentiré más culpable. A mí me hace feliz verte feliz.

—Mi felicidad está inextricablemente unida a la tuya.

—Entonces serás muy desgraciado. No lo hagas. Sé feliz.

Simon se rio y alargó una mano para cubrir con ella las suyas.

—El otro día me preguntaste si me decías lo suficiente cuánto me aprecias. Ahora voy a preguntártelo yo. ¿Tienes idea de lo ansioso que estoy por recibir tus muestras de afecto? En toda mi vida, tú eres la única persona, hombre o mujer, que quiere sinceramente que yo sea feliz. Todo lo que hago por ti lo hago como muestra de agradecimiento y porque yo también quiero que tú seas feliz.

—Gracias.

Simon era leal y directo, dos cualidades que Maria admiraba y necesitaba desesperadamente. Y entendía muy bien cómo se sentía. Él significaba lo mismo para ella; era la única persona que se preocupaba de verdad por su bienestar.

Él le dio unas palmaditas en las manos y volvió a apoyarse en el respaldo de su silla.

—Los hombres que contratamos en Londres han llegado esta tarde y están vigilando la casa. Mañana aprovecharemos la luz del día e iremos nosotros.

—Estoy de acuerdo, iremos por la mañana. —Maria sonrió de oreja a oreja—. Lo que significa que esta noche eres libre de hacer lo que quieras.

En ese instante, la misma doncella de antes volvió a entrar con una jarra llena. Maria le guiñó un ojo a Simon y éste se rio a pleno pulmón.

—Discúlpame —dijo entonces Maria, fingiendo un bostezo—, creo que voy a retirarme. Estoy agotada.

Simon se puso en pie y rodeó la mesa para apartarle la silla y, tras cogerle una mano, se la llevó a los labios. Sus ojos azules brillaban divertidos cuando le deseó buenas noches. Feliz porque sabía que él iba a pasar una velada agradable, Maria se dirigió a sus aposentos, donde la esperaba Sarah para ayudarla a cambiarse.

Aunque estaba contenta por Simon, no contar con su compañía tenía sus desventajas; por ejemplo, ya nadie le impedía recordar la voz ronca y el musculoso cuerpo que la había hecho experimentar tanto placer en contra de su voluntad.

Y lo mucho que le había gustado.

Era ridículo lo a menudo que pensaba en St. John. Se dijo que sólo era por culpa del largo período de abstinencia; de lo que se acordaba era del acto sexual en sí, no de su pareja.

—Gracias, Sarah —murmuró cuando la doncella terminó de cepillarle el pelo.

Tras una leve reverencia, la otra mujer se dispuso a marcharse, pero un golpe en la puerta se lo impidió. Maria levantó una mano para indicarle que no abriera y fue a buscar la daga que tenía encima de la mesilla de noche. Sólo entonces le hizo una señal a Sarah.

—¿Sí? —preguntó ésta.

Un hombre dijo algo y Maria reconoció la voz como la de uno de los que había contratado. Se relajó de inmediato y bajó el arma.

—Ve a ver qué quiere.

Sarah salió al pasillo y volvió unos segundos más tarde.

—Era John, mi señora. Dice que usted y el señor Quinn tendrían que ir con él; al parecer hay actividad en la casa y teme que el objetivo vaya a escapar.

—Dios santo. —A Maria se le paró el corazón—. Ve abajo y mira a ver si encuentras al señor Quinn. Lo dudo, pero vale la pena intentarlo.

Después de que Sarah se fuera, ella se acercó al baúl que tenía a los pies de la cama y volvió a cambiarse de ropa. Los pensamientos acudieron en tropel a su mente y se dedicó a sopesar las distintas posibilidades y a planear posibles soluciones a las mismas. Sólo tenía doce hombres a su disposición y a la mayoría tendría que ordenarles que vigilasen el perímetro. Como mucho, podía mantener a dos con ella para que la protegieran.

Se oyó un suave golpe en la puerta que se abrió al instante y Sarah apareció en el umbral, negando con la cabeza.

—El señor Quinn no está abajo. ¿Quiere que vaya a su dormitorio?

—No. —Maria se abrochó el cinturón del que colgaba la daga—. Pero cuando me haya ido, puedes ir a informar a su ayuda de cámara.

Vestida de nuevo con pantalones y botas y con el pelo escondido bajo el pañuelo y el gorro, Maria podía pasar por un chico. El disfraz servía para evitar que si alguien la veía empezara a hablar de la misteriosa dama que salía a cabalgar sola de noche.

Sonrió a su doncella para tranquilizarla y salió al pasillo donde John la estaba esperando. Juntos abandonaron el hostal por la escalera trasera y montaron en sus caballos, que ya estaban a punto para partir.

La puerta de servicio de la mansión de Maria en Londres se abrió y Christopher entró en silencio en la cocina. Uno de sus hombres estaba aguardando allí; había conseguido incorporarse al servicio de lady Winter como lacayo. Si Maria hubiese estado en casa, seguro que no lo habría contratado, pero llevaba casi dos semanas fuera. Christopher había logrado que tres de los lacayos de ella cambiasen de empleo ofreciéndoles puestos mejor pagados en otras casas y el ama de llaves se había visto obligada a contratar a alguien sin la supervisión de su señora.

Con un asentimiento de cabeza, Christopher le agradeció al hombre el trabajo realizado y luego cogió la vela que le ofrecía y subió la escalera del servicio hasta el piso de arriba. El interior de la casa estaba muy bien amueblado, las alfombras eran mullidas y de preciosos colores y las habitaciones tenían lámparas muy bonitas, ahora apagadas.

Aquella mansión desprendía riqueza por todos sus poros. La fortuna que había heredado de sus dos maridos, permitía a Maria vivir con opulencia.

Christopher había investigado esos matrimonios porque sentía mucha curiosidad por ver qué tipo de maridos había elegido. El anciano lord Dayton se retiró a vivir en el campo con ella y se quedaron allí durante el breve tiempo que duró su matrimonio. Lord Winter, más joven que el primero, la instaló en cambio en la ciudad y presumió de esposa con descaro. Fue la muerte de éste la que hizo sospechar de la de Dayton. Winter estaba en su mejor momento, un hombre fornido y gran deportista, con unas enormes ganas de vivir. Que un caballero tan fuerte pudiese enfermar y morir era casi inconcebible.

Christopher apretó los dientes al pensar en Maria perteneciendo a otro hombre y, con rabia, intentó alejar esa idea de la mente.

Habían pasado casi dos semanas desde la noche en que estuvieron juntos y todavía era incapaz de estar unas horas sin pensar en ella. Había recibido un informe detallado sobre dónde se hallaba la institutriz, pero seguía sin saber por qué Maria quería encontrarla. ¿Quién era esa mujer para que ella hubiese recurrido incluso a un tipo de la calaña de Templeton para buscarla?

Abrió la primera puerta y siguió adelante. Memorizó el interior de la casa y la distribución de las habitaciones. No le sentó nada bien descubrir que la de Quinn era contigua a la de Maria. Eso ponía de manifiesto lo unida que se sentía a ese hombre y el papel tan importante que jugaba él en aquella casa.

Sabía que Simon y Maria ya no eran amantes. Ella había reconocido que hacía un año de su última relación sexual, y lo apretada que estaba lo demostraba. Sin embargo, Quinn le molestaba y lo peor de todo era que no entendía por qué.

Inspeccionó la habitación del hombre, abrió los cajones y el armario y su humor empeoró. La proliferación de armas, cartas escritas en clave y un cajón lleno de disfraces, hablaban de alguien que no era sólo el amante de ella que todos creían.

Abandonó la estancia por la puerta que comunicaba con los aposentos de Maria, cruzó el saloncito sin detenerse y fue directamente al dormitorio de ella. De inmediato percibió su perfume, que impregnaba el aire de suaves tonos afrutados, y su pene se movió y extendió un poco.

Soltó una maldición por lo bajo. No tenía erecciones inoportunas desde su juventud. Claro que, en esa época, sus parejas de cama dejaban mucho que desear, igual que las que había tenido durante las últimas semanas.

Ninguna de las mujeres que se alojaban en su casa había logrado darle el placer que había sentido con Maria. Un placer que ahora necesitaba con todo su ser. Había visitado Stewart’s dos veces y ni la deliciosa Emaline Stewart había podido ayudarlo. Tres de las chicas más solicitadas del local estuvieron con él hasta el amanecer durante dos noches seguidas. Christopher acabó exhausto y cansado, pero ni mucho menos satisfecho. Él quería una mujer que se lo pusiera difícil, una mujer con la que se lo tuviese ganar, y en toda su vida sólo había conocido a una así.

Levantó el brazo para ampliar el alcance de la luz de la vela y giró sobre los talones para admirar las distintas tonalidades de azul que decoraban el dormitorio de Maria. Extrañamente, comparada con el resto de la casa, aquella habitación era muy sobria. No había ningún adorno en las paredes adamascadas, exceptuando el retrato de una pareja, colgado encima de la repisa de la chimenea.

Christopher se acercó en silencio, entrecerró los ojos y observó el retrato; con toda seguridad debían de ser los padres de Maria. El parecido era tal que era imposible equivocarse. Le resultó raro que tuviese el cuadro allí. ¿Por qué? En un lugar donde sólo ella podía verlo.

Una idea empezó a formarse en su mente. Maria tenía el retrato de su verdadero padre muy cerca y sin embargo se decía que su padrastro, lord Welton, y ella estaban muy unidos. Christopher conocía a Welton, que carecía de la calidez que desprendían los ojos del padre de Maria. Esos dos hombres no se parecían en nada.

—¿Cuáles son tus secretos? —preguntó, antes de dar media vuelta e investigar por la habitación adyacente.

Cualquiera de los hombres de Christopher habría podido llevar a cabo esa misión, pero cambió de idea al pensar que uno de sus secuaces tocaría la ropa interior o los objetos personales de Maria.

Ella era su igual y la trataría con el respeto que se merecía. Él se ocuparía personalmente de todo lo que se refiriese a Maria. Era el mayor cumplido que podía hacerle.

Después de atar los caballos a una desvencijada valla, Maria y los dos hombres que la acompañaban se alejaron de los animales como sombras en la oscuridad. Iban vestidos de negro, lo que hacía que incluso un hombre del tamaño de John fuese difícil de distinguir.

Tom señaló hacia la izquierda y giró hacia allí, su cuerpo menudo se confundía perfectamente con la silueta de los arbustos. Maria fue detrás de él y John se colocó el último. La única luz que los guiaba era la de la luna y caminaron despacio hacia la casa.

A Maria se le aceleraba el corazón con cada paso que daba y sus nervios y su impaciencia hacían que le costara respirar. El viento era más bien frío, pero ella se notaba la piel empapada de sudor. Tenía muchas ganas de ver a su hermana, aunque al mismo tiempo no dejaba de decirse que no podía hacerse ilusiones. A pesar de la decepción que la embargaba y aumentaba cada vez que llegaban a una pista inútil o que no encontraban a Amelia, deseaba tan desesperadamente hallarla por fin que incluso le dolía el corazón.

La casa era sencilla y el jardín estaba abandonado pero en conjunto la finca tenía cierto encanto. Estaba recién pintada, la habían restaurado y el camino se veía limpio, lo que demostraba que era una propiedad bien atendida, pese a la aparente falta de sirvientes. Había un libro en un banco de mármol, por lo que se podía deducir que sus habitantes disfrutaban del aire libre.

La idea hizo que a Maria se le formase un nudo en la garganta. Se moría de ganas de vivir la clase de vida, libre de miedos y de preocupaciones, que insinuaba aquel entorno.

Empezó a imaginar que se encontraba con su hermana y que las dos lloraban de alegría, pero entonces John le puso una de sus fuertes manos en el hombro y la empujó hacia el suelo. Sorprendida, pero con la suficiente experiencia como para permanecer callada, Maria se puso de rodillas y miró al hombre a los ojos. Él señaló hacia un lado con el mentón y cuando sus ojos siguieron su indicación, vio que alguien sacaba cuatro caballos del establo y los preparaba para tirar de un carruaje.

—Necesitamos nuestros caballos —susurró, con la mirada fija en los mozos del establo.

Tom se puso en pie y fue corriendo en busca de sus monturas.

El pánico se apoderó de Maria; las palmas de las manos le sudaban tanto que tuvo que secárselas en las perneras de los pantalones. Con la de salteadores que poblaban los caminos, nadie viajaba de noche. Allí estaba sucediendo algo raro.

En cuestión de segundos, aparecieron dos siluetas cubiertas por sendos abrigos; eran tan pequeñas que tenían que ser mujeres. A Maria le dio un vuelco el corazón y deseó con todas sus fuerzas que la más menuda de ellas la mirase para poder ver si era Amelia.

«Mírame. Mírame».

La joven de la capucha se volvió hacia ella, pero la tela le ocultaba el rostro. Con sólo la luz de las antorchas de la entrada iluminándola, Maria no pudo reconocerla. Le cayó una lágrima, y luego otra, quemándole la mejilla.

—Amelia —dijo la mujer más alta, lo bastante alto como para que el viento llevase su voz hasta el otro extremo del prado—, date prisa.

Maria se quedó petrificada, el corazón se le detuvo, le quemaron los pulmones y la sangre rugió en sus oídos. «Amelia». La tenía tan cerca. Lo más cerca que había estado de ella en todos esos años. No iba a volver a perderla.

Se puso en pie y sus músculos se tensaron cuando echó a correr.

—¡John!

—Sí, lo he oído. —La espada del hombre silbó al liberarla de su funda—. Vamos a buscarla.

—Mira qué tenemos aquí.

La voz que se oyó a sus espaldas los sorprendió a ambos y, cuando se volvieron, se encontraron con un grupo de siete hombres armados que salían del bosque.

—Un gallo grande y una gallina pequeña —se rio uno de ellos, con el pelo tan grasiento que brillaba bajo la luz de la luna—. A por ellos, muchachos.

Maria apenas tuvo tiempo de desenvainar antes de que el grupo se lanzase encima de ellos. A pesar de que los superaban en número, John les plantó cara sin dudar un segundo. El entrechocar de las espadas resultaba ensordecedor en medio del silencio de la noche. Sus contrincantes gritaban y se reían, convencidos de que tenían la victoria asegurada. Pero ellos estaban allí por dinero y para pasarlo bien, mientras que Maria luchaba por algo precioso.

Atacó a dos hombres a la vez, sus pasos no eran tan firmes como de costumbre por culpa del terreno desigual y no veía bien a causa de la oscuridad.

Y no podía dejar de pensar en el carruaje que tenía a su espalda, en contar el tiempo que tardarían en cargar el equipaje. Seguro que desde la casa podían oír el sonido de las espadas y que estaban dándose más prisa por partir. Si no podía escabullirse de la lucha cuanto antes, volvería a perder a Amelia.

De repente, otro grupo de hombres armados se unió a la reyerta, pero no para luchar contra ella, sino para ayudarla. Maria no tenía ni idea de quiénes eran, pero se sintió agradecida de poder escapar. Saltó para apartarse de su contrincante y salió corriendo de allí en dirección al carruaje.

—¡Amelia! —gritó, tropezando con una raíz, sin llegar a perder el equilibrio—. ¡Amelia, espera!

La joven menuda se detuvo y con una mano se quitó la capucha, dejando al descubierto una melena oscura y unos ojos verde claro. No era la niña que Maria recordaba, pero seguía siendo Amelia.

—¿Maria?

Su hermana empezó a forcejear con la mujer que la acompañaba, pero ésta la metió a la fuerza en el carruaje.

—¡Amelia!

Ésta cayó al suelo del vehículo, enredada en su falda.

Maria corrió más rápido, recurriendo a las últimas y escasas fuerzas que le quedaban. El camino donde se encontraba el carruaje estaba sólo a unos metros de distancia, pero de repente algo la golpeó por la espalda y la derribó al suelo.

Atrapada bajo el peso de un hombre, con su espada lejos de ella, no podía respirar y el aire entraba y salía con dificultad de sus pulmones. Clavó las uñas en el suelo, rompiéndoselas, sin dejar de mirar a Amelia, que seguía luchando.

—¡Maria!

Desesperada, ésta dio una patada al hombre cuyas piernas estaban enredadas con las de ella y entonces un dolor como no había sentido nunca le atravesó el hombro. Notó cómo una hoja afilada se deslizaba no una vez, sino dos veces en su cuerpo.

Luego, gracias a Dios, el hombre se apartó de encima de ella y Maria pronunció el nombre de su hermana una vez más, intentando levantarse, pero vio que el arma que la había herido la mantenía clavada al suelo. El dolor que sentía cada vez que trataba de moverse era insoportable.

Sintió un momento de agonía. Y después nada.