—¿Estás tonta? —Christopher cerró la puerta de un portazo y devoró con la mirada a la tentadora mujer que tenía delante—. ¡No puedes deambular por la casa vestida así!
El camisón, que se pegaba a aquellas curvas que él tanto deseaba, era alarmantemente transparente y dejaba al descubierto los abundantes encantos de Maria: las piernas largas, las caderas redondas, la cintura, los voluptuosos pechos. La sombra que cubría su entrepierna y las areolas oscuras de sus pezones eran tan visibles como a la luz del día.
Apretó los dientes hasta que le rechinaron. A la luz de las velas, la piel morena de Maria brillaba como la seda y se apostaría su fortuna a que tenía el mismo tacto. Sólo de pensar en la joven recorriendo aquel pasillo repleto de dormitorios ocupados por hombres que podrían haberse topado con ella…
—Tú no tendrías que abrir la puerta desnudo —le dijo Maria, con un elegante encogimiento de hombros.
—Estoy en mi dormitorio.
—Yo también —le contestó.
—Pero ¡no lo estabas hace un momento!
—¿Vas a echarme mi pasado en cara? Porque si es así te aseguro que he hecho cosas mucho peores.
—Maldita sea, ¡de eso sólo hace un minuto!
—Sí y hace un minuto tú estabas desnudo en el pasillo.
Maria arqueó una ceja y adoptó su gélida expresión de Viuda de Hielo. Christopher tal vez la habría creído si no le hubiera visto los ojos o si no tuviese su cuerpo tan cerca, desprendiendo tanta sensualidad. Además, ella estaba allí, dispuesta a tener sexo con él.
—La verdad es que creo que lo tuyo es peor —siguió Maria—, al menos yo llevo algo puesto.
Christopher gruñó y, tras sujetarla por los hombros, la acercó a él. Al hacerlo, la tela se desgarró y él se puso todavía más furioso. Fuera lo que fuese lo que ella llevaba puesto, ofrecía tan poca protección ante las manos de un hombre como ante sus ojos.
—¡Esto no puede considerarse ropa! Esto es una tentación y estás tentando a otros hombres con algo que me pertenece.
Maria se quedó boquiabierta.
—¡Bruto! Me has roto el camisón y no dejas de manosearme.
Dio un paso hacia atrás, levantó la mano y lo abofeteó con todas sus fuerzas.
El golpe lo pilló tan desprevenido que apenas pudo reaccionar. Nadie se había atrevido nunca a algo así. Incluso los insensatos que no le temían a la muerte encontraban una manera menos física de provocarlo…
Dudó un segundo sin saber muy bien qué sentía por lo que ella había hecho. El acuciante dolor provocado por su erección le respondió y antes de que su boca pudiese volver a meter la pata y echarlo todo a perder, se abalanzó encima de Maria con tanta fuerza que ambos acabaron en el suelo. Fue un milagro que consiguiera echarse a un lado para no aplastarla.
—¿Qué estás…?
—¡Ay! —Lo único que amortiguó el impacto fue la alfombra y Christopher notó el golpe en todos sus huesos.
—¡Dios santo! —exclamó Maria boca abajo, girando la cabeza para mirarlo atónita—. ¡Estás como una cabra!
La retuvo colocándole un brazo y una pierna encima, mientras Maria forcejeaba deliciosamente debajo de él. Su cuerpo era tan suave como se había imaginado y olía muy bien, un perfume frutal y a flores a partes iguales que prometía inocencia. Una promesa que la apariencia de Maria parecía empecinada en contradecir.
Una parte de Christopher sabía que tenía que decir algo, que debería disculparse por haberle roto el camisón o algo por el estilo para tranquilizarla, pero maldito fuese, lo único que parecía capaz de hacer era gruñir e intentar levantarle la ropa con la rodilla.
Cuando el codo de ella le acertó en las costillas, un gruñido amenazador escapó de la boca de él. Un sonido que aterrorizaba a la mayoría de los mortales y que a Maria la puso furiosa.
—¡No me gruñas! —soltó, forcejando con tanto empeño que Christopher temió no poder sujetarla sin hacerle daño.
Y en ese momento dejó de intentar ser tierno con ella. Sabía que era inútil, que se había convertido en un ser primitivo al que sólo le importaba el deseo que sentía por aquella mujer.
Le cogió las muñecas con una mano, se puso encima de ella separándole las piernas y se colocó en medio.
Maria se detuvo un segundo al comprender lo que pretendía hacer y entonces luchó como él antes le había pedido que hiciera: como una gata salvaje. Forcejó e intentó retroceder encima de la alfombra inglesa con el objetivo de llegar a la puerta, pero St. John no se movió ni un milímetro.
—¡Ah, no! ¡No vas a tenerme!
Él resopló e, impaciente, le rompió el camisón, dejando al descubierto su precioso trasero. Esta vez, el sonido que consiguió salir de la garganta de él pareció una disculpa, pero Maria no se sintió impresionada.
—Prefiero meterme en la cama con lord Farsham que contigo.
El comentario le provocó un cachete en el culo, lo que la hizo gritar furiosa. Farsham tenía cuarenta años y se rumoreaba que era impotente, pero nada de eso mitigó la rabia que Christopher sintió al imaginarse a Maria con otro hombre.
En venganza, ella le clavó los dientes en el antebrazo con todas sus fuerzas. Christopher gritó de dolor y notó que una gota de semen se deslizaba por su prepucio. Entonces pasó una mano debajo de su cuerpo para tocarla y descubrió su sexo húmedo y ardiente y listo para él. La miró a la cara y vio que estaba excitada, que sus ojos brillaban de pasión y que tenía la piel sonrojada.
Gracias a Dios, porque estaba a punto de perder el control, el semen ardía en su miembro, impaciente por llenar el interior de Maria con su lujuria.
Ella se quedó quieta un segundo, el único sonido que se oía en la habitación era su respiración entrecortada y la trabajosa de él ahora que la estaba tocando. Deslizó los dedos temblorosos por los labios del sexo de Maria y cerró los ojos. Casi sin pensar, agachó la cabeza y posó los labios en la suave curva de su hombro.
Movió la mano despacio y se apartó de ella con intención de guiar su erección hacia la entrada de su cuerpo.
—Maria.
Por fin una palabra había logrado escapar del nudo de su garganta al sentir cómo el sexo de ella se apretaba alrededor del extremo de su miembro.
Maria gimió y levantó las caderas hacia arriba tanto como le permitió el peso de Christopher, y así modificó el ángulo en que él la estaba penetrando, consiguiendo que lo hiciera un poco más profundamente.
Christopher se quedó sin aliento y soltó despacio el aire entre los dientes. Dios, ardía por dentro, quemaba, era tan exquisita, estaba tan apretada…
—¿Cuánto hace? —le preguntó entre dientes.
Ella movió las caderas, impaciente.
Él le mordió el lóbulo de la oreja.
—¿Cuánto?
—Un año —confesó en voz baja y sin poder respirar—. Pero sigue así y serán dos. ¿Además de olvidarte de las normas de educación también te has olvidado de cómo se hace esto?
—Vas a volverme loco. Terca. Frustrante muchacha. —Subrayó cada palabra con un movimiento de caderas, con lo que se deslizó más dentro de ella, mientras le iba separando los muslos con los suyos.
—Para… ti… milady… —le contestó Maria con la respiración entrecortada.
Entonces Christopher encontró aquel lugar dentro de ella que la hizo gemir de placer y temblar de un modo muy distinto al de antes. De un modo sensual y sin gota de rabia.
—¿Te gusta así? —murmuró él con una sonrisa en los labios. El cambio de actitud de Maria lo había serenado inmensamente. Estar dentro de ella también había ayudado. Allí era donde quería estar desde que la tocó por primera vez en el teatro—. ¿Un poco más?
Apretó las nalgas y se deslizó más adentro. La sensación fue tan intensa que se estremeció encima de ella.
—Maria —suspiró con la cabeza agachada, pegada a la de ella—. Tú…
En el estado en que se encontraba sumido su cerebro, enloquecido por aquella atracción sexual, Christopher no fue capaz de expresar lo que fuera que intentaba decir. En vez de eso, salió de dentro de Maria y gimió al notar que las paredes internas del sexo de ella acariciaban el de él al apartarse.
—Maldito seas —masculló Maria rodando sobre sí misma cuando él se retiró del todo.
Lo fulminó con la mirada, con el semblante demudado por la frustración y la rabia.
Pero por raro que pareciera, tener frente a él a una mujer furiosa no hizo que Christopher quisiera perderla de vista. Sino todo lo contrario.
A Maria no la intimidaba y ella no intentaba esconder que era… su igual. Sus reacciones lo excitaban enormemente y lo único que quería hacer era separarle las piernas y penetrarla con su miembro. Una y otra vez.
—Aquí no —gruñó él, poniéndose en pie y levantándola.
Cuando Maria tropezó, Christopher la cogió en brazos y se la colocó encima del hombro.
—¡Bruto!
—Bruja. —Le dio otro cachete en las nalgas, pero entonces, incapaz de evitarlo, se las acarició.
—¡Cobarde! Atrévete a luchar conmigo cara a cara. Siempre me atacas por la espalda.
Christopher sonrió. Le encantaba oír su voz y que lo retase. Abandonó el salón que precedía al dormitorio, cruzó la estancia y lanzó a Maria encima de la cama.
Ella rebotó y le dio una patada, luego lo abofeteó y lo maldijo mil veces. Nada de eso impidió que le quitase el desgarrado camisón, lanzándolo al suelo.
—Te follaré cara a cara, mi apasionada gata salvaje —susurró con voz ronca, atrapándola contra el colchón con su poderoso cuerpo—. Por eso teníamos que cambiar de sitio. Esto nos llevará su tiempo y no quiero que te lastimes las rodillas ni tus preciosos pechos.
Maria le clavó las uñas en el dorso de la mano cuando él entrelazó los dedos con los suyos. Con un decidido movimiento de rodilla, le separó los muslos y la penetró. El sonido que salió de la garganta de Christopher cuando se hundió dentro de ella fue ronco y visceral. Sorprendido por esa reacción tan intensa, agachó la cabeza y con los labios buscó los pechos desnudos de Maria para succionarle el pezón.
—¡Sí! —gritó ella, moviéndose enloquecida debajo de él.
—Deja de moverte así —la riñó él, levantando la cabeza para mirar sus ojos negros—. Me dejarás exhausto antes de que pueda poseerte como es debido.
Maria levantó furiosa las caderas.
—Muévete, maldito seas.
Christopher se rio y su risa invadió el espacio tan íntimo que se había creado entre sus cabezas.
Ella parpadeó perpleja y se quedó inmóvil, mirándolo.
—Hazlo otra vez —le pidió.
Christopher arqueó una ceja y apretó su miembro dentro de ella. El suspiro que salió de los labios de Maria le hizo subir los testículos.
—Puedo reír o puedo follar, pero no puedo hacer las dos cosas al mismo tiempo. ¿Cuál quieres que haga primero?
La tensión sexual que se apoderó del cuerpo de Maria fue incluso palpable.
—Me alegro —murmuró él, lamiéndole el labio inferior—, yo habría elegido lo mismo.
Entonces empezó a moverse, colocando las manos de los dos, que seguían entrelazadas, a la altura de los hombros de ella. Se apoyó en sus codos, levantó las caderas y luego las bajó despacio. Su miembro se retiró de su cuerpo y volvió a entrar despacio. Maria gimió de placer y él le acarició la mejilla con la suya.
—Dilo —susurró Christopher con los labios pegados a la frente de ella—. Dime lo mucho que te gusta.
Maria giró la cabeza y le mordió el lóbulo de la oreja con fuerza.
—¡Dime lo mucho que te gusta a ti, si es que alguna vez empiezas a moverte!
Christopher gimió y aceleró el ritmo, consciente de que estaba a apenas unos segundos de tener un orgasmo de proporciones épicas. No podía ser de otra manera. Y era por ella, por culpa de su maldita boca y de aquel temperamento que lo volvía loco. Pero tenía intención de mantener esa boca ocupada con cosas mucho más agradables. Más tarde. Ahora estaba tan condenadamente excitado que le dolía el pene y los testículos, tenía la piel cubierta de sudor y le costaba respirar cada vez que entraba y salía con fuerza del cuerpo de ella. Y todo porque quería que a Maria le gustase, algo que nunca lo había preocupado antes con ninguna de sus parejas y que sin embargo ahora era su máxima motivación.
Ella aceptó la lujuria de Christopher y se la devolvió en la misma medida; le rodeó las caderas con las piernas y movió los muslos con igual fervor. Tenía los pezones erectos y cada vez que él se los acariciaba con el torso, ambos gemían. Maria no dejaba de susurrarle cosas al oído, cosas escandalosas, cosas sexuales, provocaciones e insultos que lo llevaron al límite de la cordura.
Christopher se movió encima de ella, la penetró hasta tocarla con los testículos y meneó las caderas sin dejar de mirarla. Observó sus pupilas dilatadas, sus labios entreabiertos, su cuello arqueado cuando él hacía un movimiento circular con la pelvis y le rozaba el clítoris. La contempló mientras alcanzaba el orgasmo con él moviéndose dentro de ella. Vio que se le oscurecían los ojos y que se aflojaba la tensión que siempre tenía en la comisura de los labios.
La palabra «hermosa» no servía para describirla. Maria era mucho más que eso, era tan espectacular que Christopher se quedó embobado mirándola incluso cuando él estaba a punto de alcanzar el orgasmo. Sintió que la vagina de ella temblaba alrededor de su miembro, que lo apretaba, que lo succionaba atrapándolo en su interior… y no pudo seguir conteniéndose.
La presión empezó entre sus hombros y fue descendiendo por su espalda hasta llegar a los testículos, donde encendió su miembro haciéndolo eyacular como nunca antes lo había hecho. Christopher no sabía cómo había sido capaz de no gritar de placer al terminar. Lo único que sabía era que Maria lo estaba abrazando con ternura, que sus diminutas manos le estaban acariciando las nalgas y que la voz ronca de ella lo acunaba y lo anclaba en la tierra después de ese orgasmo.
Y que lo besó. Maria le dio un beso suave como una pluma en el cuello.
Perdido en medio de su violento clímax, Christopher todavía sintió ese beso.
Maria se quedó mirando las sombras del dosel que había encima de ellos y se movió nerviosa. Christopher hizo lo mismo a unos centímetros de distancia. El silencio de los dos se alargó hasta ser incómodo. Si estuviese en la cama con Simon, éste serviría unas copas de vino y le contaría alguna anécdota para hacerla reír. Con Christopher sólo había esa maldita tensión. Y el incesante estremecimiento que le recorría todo el cuerpo.
Suspiró y repasó los eventos de aquella noche.
La risa de Christopher la había pillado desprevenida. Le había parecido un sonido maravilloso y había sido delicioso sentirlo vibrar encima de ella. Esa risa le había transformado por completo las facciones, haciendo que a ella casi se le detuviese el corazón. En conjunto, el encuentro había sido… intenso, tal como Maria había supuesto que sería el sexo con él. Su lado peligroso la excitaba, la hacía ser atrevida, la impulsaba a retarlo y a hacerle perder la calma. Era muy emocionante llevar al límite a un hombre con tanto control sobre sí mismo. Christopher follaba con tanta pasión, con tanta fuerza; su cuerpo estaba hecho para el placer.
Maria se estremeció de deseo y al girar la cabeza lo descubrió mirándola. Christopher enarcó una ceja y tiró de ella para acercarla a él.
Era bonito que la abrazase así, con sus piernas enredadas con las de ella, mucho menos largas, y sentir sus musculosos brazos alrededor del torso. Restos de sudor pegaban la piel de uno a la del otro. Maria cerró los ojos e inhaló el aroma de Christopher, que había aumentado de intensidad por el esfuerzo físico. Era obvio que él no estaba acostumbrado a ser cariñoso; movía las manos con vacilación, como si no supiera muy bien qué hacer con ellas.
—¿Estás dolorida? —le preguntó con ternura.
—Podemos tener sexo de nuevo, si quieres. O puedo volver a mi dormitorio, si me prestas un batín.
Él la abrazó con más fuerza.
—Quédate.
Casi había amanecido. Maria tendría que irse pronto, del dormitorio de Christopher y de la mansión. Dover y la posibilidad de encontrar a Amelia la estaban reclamando. El optimismo era un lujo, pero si perdía la esperanza no podría continuar adelante.
Él le acarició la espalda con una mano y Maria se arqueó; su gesto dejó al descubierto la erección que crecía de nuevo encima del muslo de ella. El deseo, ahora más lánguido que la primera vez, corrió por las venas de Maria. Le pesaron los pechos y se le apretaron los pezones al rozar la piel de Christopher.
—Mmm… —ronroneó éste, colocándola encima de él.
Maria se quedó mirando a su ángel caído. El destino le había regalado un exterior hecho en el cielo y el interior de un depredador. Pasó las manos por su dorado pelo y él entrecerró los ojos de placer, mientras las pupilas se le dilataban de deseo.
—Normalmente, los hombres rubios no me parecen atractivos —dijo Maria casi para sí misma.
Christopher se rio y ella sintió un calorcito en el estómago.
—Me alegro de que tu cuerpo no esté de acuerdo contigo.
Maria resopló y se sentó en la cama.
—A mí no me gustan las mujeres con mal genio —la sonrisa de él se ensanchó—, pero tú me gustas, Dios sabe por qué.
Su elogio, aunque disfrazado, satisfizo a Maria. En la distancia, oyó que un reloj marcaba las horas.
La sonrisa de Christopher se desvaneció.
—Es una lástima que no estemos en casa —le dijo, mirándola intensamente con sus ojos como zafiros—. No me gusta tener que apresurarme.
Maria se encogió de hombros, negándose a confesar que a ella le pasaba lo mismo. Ninguno de los dos estaba preparado para hablar de lo que sentía por el otro, pero era evidente que entre ellos había algo muy intenso, y sabían que iban a echarlo de menos.
Levantó las caderas y descubrió la fuerte erección de él contra su sexo, que empezó a deslizar por encima de su pene, todavía húmedo del orgasmo que acababa de tener. Christopher le colocó sus enormes manos en las caderas y la urgió a repetir el movimiento. Ella lo hizo y después se detuvo.
Él no dejó de mirarla ni un segundo. Lo hacía con una intensidad sin igual y Maria todavía no sabía si eso le gustaba, así que metió una mano entre los dos y guió la erección de Christopher hacia su cuerpo, para ver si así dejaba de pensar.
Él soltó el aire entre los dientes y se tensó a modo de respuesta. Maria sintió la misma brutal reacción. Hacía mucho de la última vez que había tenido relaciones sexuales, demasiado. Y aquél era un hombre muy bien dotado, su miembro la poseía hasta lo más hondo y la apretaba de un modo delicioso. Tembló alrededor de su erección y el temblor se extendió por todo su cuerpo.
—Maldita sea —masculló él, también temblando y excitándose más dentro de ella—. ¿Cómo pude pensar que eras fría?
Intrigada por la pregunta, Maria se detuvo milímetros antes de que los labios de su sexo llegasen al nacimiento del pene de Christopher.
A él le tembló violentamente un músculo de la mandíbula.
—Tu vagina me está quemando, se muere por mí. Me succiona el miembro. Es una sensación increíble.
Maria sonrió y terminó de descender hasta que su erección quedó completamente dentro de ella. En ese instante supo que lo tenía atrapado. Seguiría deseándola cuando no estuviera y a ella esa impaciencia le resultaría muy útil. Satisfecha consigo misma, se inclinó hacia él hasta que sus labios quedaron encima de los suyos.
—¿Puedo besarte? —le preguntó.
Christopher levantó la cabeza y la poseyó con la boca, deslizó la lengua con fuerza entre sus labios e inició un rítmico movimiento lamiéndola, acariciándola, que la hizo estremecer.
—Sí —susurró excitado, con la respiración entrecortada y recorriéndole la espalda con las manos—. Hazme todo lo que quieras.
Maria se incorporó un poco para recuperar el equilibrio y suspiró sorprendida al notar que él le atrapaba un pezón con los labios. Christopher empezó a succionar y ella cerró los ojos. Se excitó más, se humedeció más y tuvo que apoyar las palmas de las manos a ambos lados de los hombros de él. Christopher le succionó el pezón con movimientos lánguidos que le apretaban la vagina alrededor de su pene. Luego flexionó las caderas y Maria gimió de un modo muy primitivo.
—Así es como empezaremos el día. —La voz ronca de él era casi como una caricia táctil sobre su piel sudada—. No te muevas. Te llevaré al orgasmo lamiéndote los pechos y tu sexo me apretará y me hará lo mismo.
Si hubiese podido hablar, le habría dicho que era imposible, pero él al final le habría demostrado que se equivocaba. Tenía unos labios mágicos, que rodearon su pecho, con su lengua deslizándose arriba y abajo del pezón. Primero uno y después el otro. La fue acariciando con sus ásperas manos a medida que ella iba excitándose y perdiendo el control. El cuerpo de Maria se movía desesperado en busca del orgasmo.
Y cuando lo alcanzó, él la siguió, la vagina de ella se apretó alrededor de su erección y lo hizo eyacular y, al llenarla de su esencia, un grito gutural salió de la garganta de Christopher. Maria se tensó, prisionera del placer más brutal que había conocido nunca.
Christopher la abrazó con sus fuertes brazos y la pegó a él tras darle un beso en la frente. Se quedó dormido de ese modo y, a pesar de que estaba inconsciente, no la soltó.
Maria suspiró aliviada al entrar en sus aposentos. No la había visto nadie, un milagro que había conseguido escondiéndose de las laboriosas doncellas en los huecos de las puertas.
En otra parte de la mansión, Christopher seguía durmiendo. Había fruncido el cejo cuando ella se apartó, pero no se había despertado.
Maria cerró la puerta del pasillo y atravesó el saloncito que precedía al dormitorio. Se detuvo en seco al ver la impresionante figura que le bloqueaba el paso.
—Mhuirnín.
Simon se apoyó en el dintel; llevaba unos pantalones rojizos a juego con la chaqueta, que le favorecían muchísimo. Cruzó un tobillo sobre el otro, pero la pose en apariencia despreocupada no logró ocultar la tensión de sus hombros.
—Me has asustado —lo riñó, poniéndose una mano encima del corazón.
Simon la miró despacio desde la cabeza hasta los pies descalzos. El batín de Christopher la engullía, así que su amigo no podía ver nada, pero ella estaba segura de que le resultaría imposible ocultar lo que había vivido esa noche.
—Te has acostado con él —señaló Simon. Se apartó de la puerta para dirigirse hacia ella con aquel caminar suyo tan seductor. Le sujetó el rostro con ambas manos—: No confío en él. Así que ahora tampoco confío en ti.
—No digas eso.
—Eso es más fácil de decir que de hacer. Las mujeres soléis mezclar los sentimientos con el sexo y eso me preocupa.
—Aparte de contigo, yo nunca he tenido esa clase de problema.
—Me siento halagado —contestó Simon, esbozando una media sonrisa.
—No es verdad, lo dices porque eres un arrogante —señaló ella.
—Es cierto. —La media sonrisa se ensanchó del todo.
Maria negó con la cabeza y bostezó.
—Necesito dormir un rato. Partiremos en cuanto me haya bañado. Creo que ya dormiré en el carruaje.
—Dover. Me lo ha dicho Sarah. —Simon le dio un beso en la frente—. Tu doncella ya casi ha terminado con las maletas y mis cosas ya están cargadas en el carruaje.
—No tardaré mucho.
El olor de Christopher se le había pegado a la piel y la hacía estremecer. Christopher había matado a un hombre por ella, le había hecho el amor apasionadamente y la había abrazado con ternura… Las múltiples facetas de ese hombre la habían pillado por sorpresa y la obligaban a replantearse la anterior imagen que tenía del pirata.
Simon dio un paso hacia atrás y se acercó al aparador para servirse un vaso de agua.
—Te pido que te des prisa, mhuirnín. Lo último que necesitamos ahora es una desagradable escena.
Maria caminó decidida hacia la puerta del dormitorio, pero se detuvo en el umbral.
—¿Simon?
Él levantó las cejas al oírla.
—No suelo decirte lo mucho que aprecio que estés conmigo.
—Me quieres —contestó él con una sonrisa—, pero no hace falta que me lo digas. Lo sé. —Se bebió el agua y se sirvió un poco más—. Aunque puedes decírmelo tantas veces como desees. Mi ego será capaz de soportarlo.
Riendo, Maria cerró la puerta.