—He recibido una nota de Templeton —murmuró Simon con una mano en la espalda de Maria—. Nos espera en la glorieta después de que el reloj dé las dos. Yo no puedo ir a reunirme con él, mhuirnín. Estaré ocupado con otros menesteres.
—Ya iré yo. ¿Qué crees que querrá decirnos?
Simon se encogió de hombros y aparentó indiferencia, pero tenía la mirada aguda y alerta.
—Supongo que tendrá noticias urgentes sobre tu hermana. De lo contrario no se atrevería a molestarte aquí.
—¿Ampliaste la zona de búsqueda hasta la costa? —Entre las pestañas observó a los presentes en el salón. St. John estaba ocupado encandilando a lady Harwick, pero Maria sabía perfectamente a quién estaba observando.
Podía sentirlo en su piel.
—Sí y por eso andamos cortos de hombres.
—¿Qué más puedo hacer?
Él suspiró y le acarició la espalda con los dedos. Maria apenas podía sentir la caricia por encima de la tela, pero sabía que se la había hecho.
—Mantente alerta. Templeton es un hombre a sueldo. A él no le importáis lo más mínimo ni tú ni tu hermana, sólo le interesa el dinero.
—Siempre tengo mucho cuidado, Simon.
Dio media vuelta y lo miró. Simon era enormemente apuesto. Llevaba una traje de seda gris con un chaleco liso de seda guateada; no había ningún color que pudiese competir con su atractivo masculino. No llevaba peluca y se recogía la melena con una sencilla coleta. Sus ojos azules le devolvieron la mirada, al principio con aburrimiento, pero al ver la intensidad de los de ella los de él se fueron oscureciendo.
—Si haces realidad todo lo que me estás prometiendo con esa mirada, le diré a esa mujer que no la deseo, mhuirnín.
—Todas las mujeres te miran embobadas; ¿por qué se me tiene que negar a mí ese placer?
Sonrió peligrosamente. Simon seguía estando sin pulir, sin domar. Ella lo había sacado literalmente de los bajos fondos con la certeza de que podría follar o matar con absoluta precisión y de que resultaría irresistible a todas las mujeres.
—Nunca te he negado nada. —Simon le cogió una mano y se la acercó a los labios—. Y nunca lo haré.
Ella negó con la cabeza y se rio con suavidad.
—Tú también procura tener mucho cuidado, Simon, querido.
Él le hizo una reverencia y le dijo:
—Soy y siempre seré tu más leal servidor.
Desapareció en cuestión de segundos y poco después lo hizo la acompañante de St. John. El deseo que sentía esa mujer era casi palpable y Maria sabía perfectamente que iba a terminar la noche muy satisfecha.
Volvió la cabeza y vio a St. John acercándose. La reticencia que todavía sentía por lo que iba a hacer Simon desapareció de inmediato y sus sentidos sólo se centraron en el hombre que le provocaba aquel cosquilleo en el estómago. Era más alto que ella, el pelo se le veía aún más rubio y la piel más morena a la luz de las velas. Su chaleco de color crema estaba acabado con un bordado en cadena que resaltaba el verde oscuro de la americana. A diferencia de Simon, el atuendo de St. John había sido diseñado para llamar la atención sobre el impresionante físico de su dueño. Maria volvió a sentir que todas las damas presentes la miraban.
Al llegar frente a ella, St. John le cogió la mano igual que había hecho Simon y le besó la palma, pero la reacción de Maria fue completamente distinta. El pirata no la había tocado con tristeza, ni mucho menos.
—Haré que lo olvides —dijo él con voz ronca, mirándola fijamente. Era tan duro como Simon y era innegable que no tenía escrúpulos, ni siquiera para matar.
Sin embargo, su aspecto no era amablemente seductor como el de su amigo, sino que desprendía pura sexualidad. Maria sabía, como sólo puede saberlo una mujer, que St. John no era de esos hombres que se ríen en la cama y bromean con su amante. Era demasiado intenso para eso.
Se quedó atónita al ver lo profundamente atraída que se sentía hacia la primitiva naturaleza de ese hombre, en especial, tras haber sufrido el trato de lord Winter. Y no sólo atraída, sino llena de una ansia salvaje.
—Vaya… —Recuperó la mano y apartó la vista para fingir una indiferencia que no sentía.
Él se movió y su aroma impregnó el aire. Maria sintió una levísima caricia en el cuello.
—Mi bonita mentirosa. Se te ha acelerado el corazón. Puedo verlo aquí.
De repente, y sólo con esa caricia, Maria se excitó por completo. Abrió los ojos como platos y lo miró.
La mirada de él era sombría y hambrienta. Territorial.
—Un casto toque basta para que me desees. Imagínate lo que será cuando esté dentro de ti.
Ella tomó aire.
—Eso es lo único que vas a hacer: imaginártelo —replicó y la sorprendió mantener la voz calmada e incluso aparentar desinterés.
Él le ofreció una sonrisa de pura masculinidad.
—Dime que no vas a terminar en mi cama. —Bajó la voz y le pasó de nuevo el dedo por encima del pulso—. Dilo, Maria. Me apasionan los desafíos.
—No terminaré en tu cama. —Sus labios se curvaron en una sonrisa—. Prefiero tener sexo en la mía.
Vio que lo había sorprendido y después fascinado. A St. John le brillaron los ojos y la risa que salió de su garganta fue sincera.
—Puedo conformarme con eso.
—Pero hoy no. —Jugó a ser ambigua. Entonces se inclinó hacia él y le susurró al oído—. Lady Smythe-Gleason te ha estado observando toda la noche, yo probaría suerte con ella. Buenas noches, señor St. John.
Pensar en él con otra mujer la afectaba de un modo similar a cuando se imaginaba a Simon en las mismas circunstancias. Pero en el caso del pirata no le resultó tan fácil hacer a un lado esos pensamientos…
St. John la cogió por el brazo cuando ella intentó apartarse. El calor que sintió en la zona que él estaba tocando era innegable. Y se reflejó en el modo en que la miró.
—Como parte de nuestra inevitable relación profesional, quiero tener el uso exclusivo de tu cuerpo. A cambio, yo te ofreceré lo mismo.
Maria parpadeó atónita.
—¿Disculpa?
Christopher le acarició con el pulgar el interior del codo, la parte que quedaba oculta tras el encaje blanco. Maria sintió la caricia extendiéndose por su brazo hasta llegarle a los pechos y excitarle los pezones. Entonces agradeció la prisión del corsé, porque la prenda ocultó su reacción a los ojos de él.
—Ya me has oído.
—¿Por qué iba a acceder a tal cosa? O, mejor dicho, ¿por qué ibas a hacerlo tú? —Arqueó una ceja.
Él la imitó.
Maria soltó una risa nerviosa e intentó ocultar lo fascinante que le resultaba la idea de poder hacerlo suyo. Era un hombre salvaje, indomable, un lobo con piel de cordero.
—Me haces gracia, Christopher.
—Eso es lo último que te hago. —Dio un paso hacia ella, invadiendo su espacio personal—. Te excito y te intrigo e incluso te asusto. Mi repertorio de diversiones carnales es prácticamente infinito, como descubrirás muy pronto. Pero no te hago gracia. Eso requiere frivolidad, algo que yo jamás tendré.
Ella separó los labios para soltar despacio la respiración.
—Ven a mi dormitorio cuando cambies de opinión —susurró él, dando un paso atrás.
Maria consiguió esbozar una sonrisa y luego, disculpándose, se retiró. Sintió la mirada de Christopher encima de ella mientras se marchaba y sus últimas palabras la acompañaron después de abandonar el salón.
Escabullirse de la mansión sin ser vista era al mismo tiempo más fácil y más difícil de lo que Maria había previsto.
Por un lado, le resultó muy fácil pasar la pierna por encima de la baranda del balcón de su habitación. Por otro, tuvo que descolgarse por las zarzas que trepaban por la pared. Aunque con sus pantalones negros hechos a medida, la cosa fue más una incomodidad que un verdadero desafío. Pese a todo, ese método distaba mucho de ser el más práctico para ir de su habitación al salón, y mucho menos llevando un espadín colgando de la cintura.
Saltó y, al caer al suelo, hizo tanto ruido que se sobresaltó. Miró a su alrededor, oculta entre las sombras, y esperó varios segundos. Cuando estuvo segura de que nadie estaba mirando por la ventana en busca de intrusos, se apartó de la pared de la mansión y se dirigió hacia la glorieta.
La noche estaba serena y silenciosa, soplaba el viento, pero no hacía frío. Había una luna llena perfecta para el encuentro clandestino de dos amantes. Que ella fuese vestida como un hombre y se dirigiese a reunirse con un habitante de los bajos fondos era sencillamente una característica de su vida. Ella no tenía tiempo para ser feliz ni para estar tranquila. Y aunque lo tuviera tampoco podría disfrutarlo sabiendo que Amelia estaba sola y asustada en alguna parte.
Igual que esa mañana, Maria se movió de árbol en árbol y rodeó la glorieta escudriñando la oscuridad. Las copas de los árboles dejaban pasar los suficientes rayos de luna como para que pudiera ver el interior de la construcción. Se paró y contuvo la respiración. Se le erizó el vello de la nuca en señal de advertencia.
Se volvió con el espadín desenfundado antes de que una ramita se quebrase. Vio a un hombre observándola con fría intensidad a pocos metros de distancia. A oscuras apenas podía verlo, pero sí distinguió que era más bajito que Simon o que Christopher, y tan delgado que parecía esquelético.
—¿Dónde está Quinn? —le preguntó el hombre.
—Esta noche hablarás conmigo. —Había tanto acero en la voz de Maria como en su arma.
Él resopló y se volvió para irse.
—¿Quién crees que te paga? —murmuró ella.
Templeton se detuvo. Pasó un largo rato durante el cual Maria prácticamente podía oírlo sopesar sus opciones, y entonces se dio la vuelta. El tipo silbó bajito y se apoyó en el tronco de un árbol con las manos en los bolsillos.
Maria abrió la boca para hablar, pero entonces notó que los ojos de él se movían como si hubiese visto algo detrás de ella. El rostro de preocupación de Templeton la alertó y vio un leve movimiento con el rabillo del ojo. Se puso en guardia y saltó justo a tiempo de evitar que la atravesase la espada de un segundo hombre.
Maria se recuperó al instante y desenvainó, el ruido del acero al entrechocar en el aire resonó en la noche. Ella apretó la mandíbula al ver lo corpulento que era su adversario. Gracias a sus esfuerzos y a la generosidad de Dayton, Maria era una gran espadachina, pero aun así se le aceleró el corazón.
«Por desgracia eres tú la que va a tener que vivir siempre al filo de una espada —le había dicho Dayton una vez—, así que más te vale ser la mejor manejándola».
¡Cuánto lo echaba de menos!
Como siempre que pensaba en Dayton, Maria se concentró mejor en lo que hacía y empezó a luchar con tanto afán que su oponente, a pesar de lo grande que era, maldijo y no tuvo más remedio que retroceder. Ella levantó el brazo y lo atacó veloz como el rayo. Ocupó una posición que le permitió ver que Templeton la miraba con avidez. Maria era pequeña y rápida, pero eso no le impidió tropezar con la raíz de un árbol. Gritó asustada al precipitarse hacia el suelo y los ojos de su contrincante brillaron victoriosos al ver que llevaba ventaja.
—Tranquilo ahora, Harry —exclamó Templeton.
Al caer al suelo, Maria rodó sobre sí misma justo a tiempo de esquivar la espada del tal Harry, que se clavó en la tierra. Ella levantó la suya y le atravesó el muslo. El hombre gritó de rabia como un oso herido cuando, de repente, una figura vestida de blanco se lanzó encima de él y lo tiró al suelo. Los dos cuerpos rodaron brevemente, se oyeron unos gritos de dolor y luego se quedaron quietos.
Al final, la figura vestida de blanco se puso en pie y soltó la empuñadura de la daga que había clavado en el torso del hombre.
La luz de la luna iluminó su pelo rubio y cuando se volvió hacia Maria la miró desconcertado. A continuación, Christopher St. John se acercó a Templeton, que seguía inmóvil cerca de él.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó con voz amenazadoramente calmada.
—Sí. St. John. —El hombre retrocedió cauteloso—. A la señorita no le ha pasado nada.
—No gracias a ti. —Se movió tan rápido como antes (si Maria hubiese parpadeado no lo habría visto) y atravesó el hombro de Templeton con una daga, clavándolo en el árbol con ella.
Lo que siguió después fue horrible de presenciar. St. John habló en voz baja, casi inaudible, mientras retorcía la hoja en la herida. El hombre esquelético se doblaba de dolor mientras lloraba y gemía las respuestas a las preguntas que el pirata le hacía.
En contra de su voluntad, la mirada de Maria fue de los anchos hombros de Christopher al hombre muerto que yacía a pocos metros. Luchó para contener las náuseas y se repitió la letanía de siempre para absolverse de toda culpa: había tenido que hacerlo para protegerse. A ella y a Amelia.
«Él o yo. Su vida o la mía. Su vida o la mía».
Nunca servía de nada, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Si dedicaba demasiado tiempo a pensar en lo bajo que había caído, sufriría otro ataque de melancolía y sabía por experiencia que le llevaría semanas recuperarse.
—Volverás a dejar esta zona como estaba —le dijo St. John a Templeton al apartarse y arrancarle la daga. El otro hombre cayó de rodillas al suelo—. Cuando salga el sol, este sitio estará inmaculado, como si no hubiera pasado nada. ¿Entendido?
—Soy muy meticuloso en mi trabajo —contestó Templeton entre dientes.
Entonces, Christopher centró toda su atención en Maria, se le acercó y la cogió del codo para apartarla de allí.
—Tengo que hablar con él —protestó ella.
—Contrataron una institutriz y la mandaron a Dover.
Maria se tensó y él, siendo tan perceptivo como era, se dio cuenta.
—No ha dicho nada más —le aseguró. A pesar de que tenía la voz calmada, se notaba una fuerte tensión bajo la fachada—. Por qué necesitas esa información sigue siendo un secreto bien guardado. Es muy inteligente de tu parte mantener oculto el motivo de tu investigación. Así él no tiene nada con lo que chantajearte.
—No soy tonta. —Le dedicó una fría mirada de reojo y se le erizó el vello. Christopher se estaba conteniendo… pero a duras penas—. Tenía la situación completamente bajo control.
—No sé si «completamente» es la palabra que yo utilizaría, pero estoy de acuerdo, te estaba yendo bastante bien sin mi ayuda. Achaca mi intervención a un súbito e inexplicable ataque de caballerosidad.
La verdad era que, aunque no se lo reconoció, Maria había sentido un profundo alivio al verlo aparecer, y una emoción más tierna de lo que esperaba. Al principio no entendió a qué se debía ese cambio de actitud hacia él, pero entonces se dio cuenta de que, desde Dayton, era la primera vez que alguien la salvaba.
—¿Por qué estabas aquí? —le preguntó, viendo que habían abandonado ya la protección de los árboles y que él estaba a medio vestir; llevaba sólo la camisa, los pantalones, las medias y los zapatos. Tenía sangre en la camisa y en las manos, un signo externo de su tendencia al salvajismo.
—Te he seguido.
—¿Cómo es posible? —le preguntó atónita.
—Cuando tu doncella se ha marchado, he entrado en tus aposentos a buscarte. Al ver que no estabas, no me ha resultado difícil deducir por dónde habías escapado, puesto que yo llevaba todo ese rato vigilando la puerta. He mirado por el balcón y he visto hacia dónde te dirigías.
Maria se detuvo tan de repente que levantó un poco de polvo de la grava.
—¿Has entrado en mis aposentos? ¿Medio vestido?
Él la miró y deslizó despacio los ojos por su cuerpo, haciéndola entrar en calor de inmediato. Como si no acabase de pasar nada raro, sacó un pañuelo del bolsillo y empezó a limpiarse la sangre de las manos.
—Por extraño que parezca, me excitas más ahora vestida como un hombre que cuando te imaginé desnuda en tu cama.
Cuando sus ojos se encontraron, Maria vio una oscuridad en los de él que ni siquiera la luz de la luna podía ocultar. El modo en que apretaba los labios contradecía su postura relajada y la intensidad de su mirada la hizo estremecer. A Maria se le dilataron las fosas nasales y se le aceleró el corazón en el preciso instante en que se despertaba su instinto de supervivencia, que le pedía a gritos que saliese huyendo de aquel depredador.
«Corre. Quiere cazarte».
—Ya te dije que no estaba disponible —le repitió, rodeando con los dedos la empuñadura de su espada—. No soy famosa por lo bien que me tomo que se entrometan en mis asuntos.
—¿Lo dices por tus pobres maridos?
Maria echó a andar rápidamente hacia la mansión.
—No tendrías que haber ido tú sola y no tendrías que haber organizado un encuentro ahí.
—Y tú no tendrías que reñirme.
Christopher la cogió del brazo y la acercó a él. Cuando Maria intentó desenvainar la espada, le colocó una mano encima de la suya y se la puso sobre el corazón. Latía tan rápido como el de ella y ese gesto fue toda una confesión, una revelación. Le estaba diciendo que no estaba hecho de piedra, como creía todo el mundo. Le cogió después la otra mano y, sujetándola por la muñeca, se la colocó a la espalda de ella para retenerla.
El resultado era un abrazo de lo más íntimo. Maria tenía el torso pegado al de él, la nariz en el hueco de su garganta. Durante un segundo se planteó la posibilidad de forcejear, pero decidió que no le daría esa satisfacción. Además, era maravilloso que la estuviese abrazando, después de lo que había pasado. Ella casi nunca se permitía esa clase de consuelo.
—Tengo intención de besarte —murmuró él—. Retenerte así es un mal necesario, porque cada vez que te beso sacas una arma y no tengo ganas de que me pinches con nada. Además, el tamaño de tus armas va en aumento con cada beso.
—Si crees que las únicas armas que tengo son las que llevo encima —contraatacó ella en voz baja—, estás muy equivocado.
—Resístete —le pidió él, susurrando desde lo más profundo de su garganta y mirándola a los ojos sin ocultar su desafío—. Oblígame a poseerte entre patadas y arañazos.
Christopher St. John era implacable, decidido. Maria podía sentir el deseo y la pasión que hervía en su interior y que la iba envolviendo igual que sus brazos.
Había matado a un hombre por ella.
Y era evidente que eso había sacado el demonio que llevaba dentro.
Se quedó mirando el atractivo y fiero rostro del pirata y entonces comprendió lo que estaba pasando. Christopher había peleado por ella y ahora ella era su premio. La recorrió un escalofrío y él esbozó una sonrisa puramente sexual.
El calor se extendió por la piel de Maria hasta penetrar en su sangre. Una sangre que había estado helada desde que su madre exhaló su último aliento.
¿Estaba loca si deseaba a ese hombre porque había matado por ella? ¿Welton la había convertido en una aberración que se excitaba al sentir que un hombre la protegía de esa manera?
Christopher la envolvió con su enorme cuerpo y el aroma de su piel la invadió.
—Uso exclusivo —le advirtió él de nuevo, antes de besarla.
Lo hizo con fuerza y profundamente. Un beso posesivo y exigente. La obligó a echar la cabeza hacia atrás para que perdiese el equilibrio y no pudiese hacer nada para rechazarlo.
Excepto una cosa.
Maria le mordió el labio inferior. Él se quejó y soltó una maldición sin apartarse de su boca.
—Maldita sea —dijo con voz ronca—, nunca me habría imaginado que desearía tanto a una mujer tan versada en el modo de pensar masculino, pero es innegable que te deseo mucho más de lo que recuerdo haber deseado a ninguna otra.
—Esta noche no puedes tenerme. No estoy de humor.
—Puedo hacer que lo estés.
Christopher movió las caderas contra las ella, poniendo de manifiesto su impresionante erección. El sexo de Maria respondió hasta causarle un dolor casi insoportable.
—Hazlo —lo retó, consciente de que él jamás la tomaría por la fuerza, aunque al final ella terminase por disfrutarlo. Y estaba segura de que lo disfrutaría.
Christopher necesitaba que se le entregase, que se rindiese a él. Lo sabía como sólo puede saberlo una mujer. O tal vez como sólo podía saberlo una mujer que pensara como él.
Christopher apretó la mandíbula y los cambió ligeramente de postura. Cogió la mano de Maria que se había colocado sobre el corazón y la llevó a la espalda de ella junto con la otra. Entonces tiró del pañuelo que Maria llevaba en la cabeza para recogerse el pelo.
Ella se quejó de dolor y él aprovechó para poseer sus labios con una sensualidad que no había demostrado antes. Deslizó la lengua hasta lo más profundo, lento, despacio. No empujó sin más, sino que acarició el interior de su boca con movimientos rítmicos. A Maria le temblaron las rodillas y se derrumbó hasta el punto de que él era lo único que le impedía caer al suelo. Christopher la apretó aún más contra su cuerpo y pasó su poderosa erección por su suave estómago. Ella notó que su entrepierna se humedecía. Estaba lista.
Gimió y descubrió que le resultaba imposible estarse quieta ante un hombre como él, tan arrebatadoramente atractivo además.
Christopher no reaccionó como ella esperaba a su gemido. La levantó en brazos para poder colocarla firmemente en el suelo y acompañarla luego hasta la enredadera; cuando comprobó que había recuperado el equilibrio, se fue de allí mascullando enfadado.
Maria se agachó y apoyó las manos en las rodillas para intentar recuperar el aliento. Cerró los ojos mientras procuraba recomponerse. Todas y cada una de las partes de su cuerpo vibraban de tensión sensual no resuelta. El poderoso deseo que sentía, y también la soledad, estuvieron a punto de hacerle tragar el orgullo e ir tras él. Existían multitud de razones por las que anhelaba a aquel hombre y ninguna tenía que ver con Welton, pero también sabía que a veces hacer esperar a quien te desea es mucho más eficaz que entregarse a él la primera noche.
Soltó el aire muy despacio y trepó por la enredadera hasta su balcón, intentando hacer el menor ruido posible. Empezó a desnudarse y analizó los motivos por los que debería negarse a la petición de St. John y aquellos por los que debería aceptar. Alguien llamó en ese momento a su puerta y Maria se tensó hasta que se dio cuenta de que la llamada no provenía del pasillo.
Abrió la puerta de la habitación de al lado y su doncella entró con su habitual eficacia para recoger la ropa sucia. La había contratado Dayton y Sarah había demostrado ser la discreción en persona, además de saber limpiar tanto las manchas de sangre como las de vino.
—Nos iremos a Dover por la mañana —le dijo Maria, centrando sus pensamientos en el viaje. Aunque St. John le había dicho muy poco, ella había entendido el mensaje.
Sarah asintió, ya estaba acostumbrada a preparar el equipaje con poca antelación. Ayudó a Maria a ponerse el camisón y se fue.
Ella se acercó a la cama y se detuvo ante el embozo abierto. Se imaginó qué estaría haciendo Simon en aquel instante; estaría riéndose en la cama, desnudo, magnífico, dándose un revolcón mientras sonsacaba información a su pareja sin que ésta se enterase de su perfidia.
Suspiró y envidió esa clase de intimidad. Aunque fuera sólo física, era mucho más de lo que ella había tenido en un año. La búsqueda de Amelia competía con su obligación de estar siempre disponible para Welton y al final no le quedaba tiempo para atender a sus necesidades.
«Welton». Maldito fuese. Su padrastro quería que ella hiciese lo mismo que estaba haciendo ahora Simon, pero con St John; quería que sedujera al pirata, que se ganase su confianza y que descubriese sus secretos.
Maria no tenía ni idea de cuánto tiempo iba a estar en Dover. Como mucho, dos semanas, porque, si no, despertaría las sospechas de Welton. Pero para un hombre como St. John una semana sin verla podía ser demasiado. Podía fijarse en otra mujer y entonces ella tendría que esperar a que ese romance siguiera su curso. Y aun así, corría el riesgo de que él perdiera el interés y cuando eso sucedía, Maria sabía por propia experiencia que no podía recuperarse. Tenía que conseguir que Christopher pasase de desearla con desesperación a estar absolutamente fascinado con ella, y sólo tenía unas horas para lograrlo.
Diciéndose a sí misma que únicamente lo hacía porque no tenía más remedio, abrió la puerta y miró a ambos lados del pasillo. Lo recorrió sigilosamente hasta llegar a las aposentos que antes había averiguado que eran los de St. John. Se detuvo en la puerta vestida sólo con su camisón y levantó la mano para llamar… pero la detuvo en el aire. Maldita fuera. Volvía a sentir como si estuviese metiéndose en la boca del lobo.
La puerta se abrió de repente y se encontró con el infame pirata completa y magníficamente desnudo. Su piel y su melena dorada resplandecían a la luz de las velas, que resaltaba a la perfección todos los músculos de su cuerpo. Llenaba el vano de la puerta con su físico y su fuerza y su aroma saturó los sentidos de ella y la hizo vibrar de deseo.
—Te follaré en el pasillo si quieres —murmuró—, pero estarás más cómoda en la cama.
Maria parpadeó atónita y al bajar la vista descubrió otras cosas que codiciaba. Intentó decir algo mordaz, pero la lengua se le pegó al paladar. Lo deseaba entero, lo quería todo de él, lo que veía y lo que no.
Christopher también la recorrió con los ojos del mismo modo. Los de él se oscurecieron y algo parecido a un ronroneo salió de su musculoso torso.
Antes de que Maria recuperase la capacidad de razonar, él le cogió la mano que todavía tenía en alto y tiró de ella hacia el interior de su dormitorio.