—¿Puedo decirte todo lo que me gusta de ti, mhuirnín?
Maria negó con la cabeza y esbozó una leve sonrisa. Simon estaba en la tumbona opuesta a la de ella; su espectacular cuerpo iba vestido con seda de color crema, bordada con hilos dorados. Contra el paisaje del fondo, un tranquilo lago y un prado de hierba verde, el fascinante color de sus ojos dejaba sin aliento.
—¿No? —le preguntó seductor—. Está bien. ¿Puedo decirte al menos una cosa? Me gusta cómo ladeas el mentón cuando te pones tu máscara de Viuda de Hielo. Y el remate de este vestido de seda azul con encaje blanco, me parece un toque genial.
La sonrisa de ella se ensanchó. Estaba nerviosa y Simon se había dado cuenta de que no paraba de dar vueltas al parasol para tranquilizarse. Tenía delante el imponente edificio de piedra que era el hogar del conde y de la condesa de Harwick, donde Maria iba a alojarse durante los próximos tres días.
—Es lo que esperan de mí, Simon, querido. Y no puedo defraudar a nuestra anfitriona.
—Por supuesto que no. A mí también me resulta fascinante. Y, dime, ¿cuáles son los planes que tiene la depravada viuda para este fin de semana?
—¿Quién sabe? Todavía es pronto —murmuró ella, deslizando la mirada por el grupo de invitados. Algunos estaban sentados en los bancos, algunas mujeres leían o bordaban y había un grupo de caballeros cerca del prado—. Alguna maldad, supongo. ¿Tal vez un poco de intriga?
—¿Sexo, quizá?
—¡Simon! —lo riñó.
Él levantó las manos a la defensiva, pero sus ojos brillaron con picardía.
—Con otro, quiero decir. Aunque espero que tengas el sentido común de no elegir a St. John.
—¡Oh! ¿Y eso por qué?
—Porque es ordinario, mhuirnín. Rudo, y tú no. Yo tampoco tendría que haberte tocado. Tú eres demasiado delicada para alguien como yo, pero incluso yo soy mejor que él.
Maria desvió la vista hacia su regazo y se miró las manos.
¿Por qué Simon no podía ver la mancha de sus atrocidades?
Él se las cubrió con una de las suyas y le apretó los dedos.
—La sangre que estás buscando está en las manos de Welton.
—Ojalá fuera cierto.
—Lo es —le aseguró Simon, apoyándose en el respaldo.
—Dime cómo sabes que un criminal como St. John iba a ser invitado a un acto como éste.
—Circula el rumor de que el futuro lord Harwick fue malherido durante un fallido intento de secuestro y que su padre acudió a St. John para que se vengara. Al parecer, así lo hizo y Harwick demuestra su gratitud invitándolo a las fiestas que organiza, entre otras cosas.
—Un pacto con el diablo.
—Seguro —convino Simon—. Así que dime qué planes tienes y haré lo posible para ayudarte.
—Hay demasiadas cosas inseguras como para trazar ningún plan con tanta antelación. ¿Por qué ha elegido St. John este lugar para reunirse conmigo? ¿Por qué no mi casa o la suya? —suspiró Maria—. Si no estuviese tan desesperada, no entraría en su juego.
—Piensas mejor bajo presión. Siempre lo has hecho.
—Gracias —le dijo sincera. Las palabras de cariño de Simon la reconfortaron—. Por ahora, lo único que quiero es hablar a solas con él. Con algo de suerte, me dirá al menos cómo piensa beneficiarse de nuestra asociación. Y a partir de ahí seguiremos avanzando.
—Ah, bueno, si eso es lo único que quieres, yo puedo ayudarte. Lo he visto tomar ese camino que hay detrás de ti. Creo que lady Harwick ha mencionado que hay una glorieta en esa dirección. Si quieres ir tras él, me aseguraré de que no os molesta nadie.
—Simon, eres una joya.
—Es todo un detalle que te des cuenta —respondió sonriéndole—. ¿Vas armada?
Ella asintió.
—Bien. Te veré dentro de un rato.
Maria se puso en pie sin prisa, se colocó con cuidado el parasol en el hombro e inició su paseo con absoluta tranquilidad. Al mirar de soslayo, vio a Simon interceptando a una pareja que pretendía seguir el mismo camino que ella. Convencida de que su amigo se ocuparía de todo, como siempre hacía, se concentró en la tarea que tenía por delante.
Rodeó un gran seto y aceleró el paso, olvidándose de la pantomima de caminar despacio. Para mantener la calma, fue fijándose en varios detalles a lo largo del camino: una pirámide aquí, una estatua allá. Tras unos instantes, descubrió la glorieta y abandonó el camino. Cerró el parasol al llegar al final de la arboleda, recorrió la pequeña construcción por fuera mirando entre las columnas y después se acercó a la entrada trasera.
—¿Me está buscando?
Maria giró sobre sus talones y se encontró con St. John apoyado en un árbol frente al que ella había pasado segundos antes. Al ver su arrogante sonrisa, se recuperó rápido de la sorpresa, que logró ocultar, y le sonrió a su vez.
—No, la verdad es que no.
Consiguió el efecto que deseaba. La sonrisa de él se apagó un poco y su mirada cambió, poniéndose alerta. Maria aprovechó para observarlo bajo la moteada luz del sol. En esa ocasión, St. John cubría su poderoso cuerpo con un traje de terciopelo azul oscuro que hacía juego con sus ojos y resaltaba las vetas doradas de su melena, que llevaba recogida en una coleta. No tenía los ojos tan azules como Simon, pero eran de un color más profundo y oscuro. Eran impresionantes en contraste con la espectacular belleza de su rostro.
—No la creo —la desafió, con aquella voz que resbalaba como seda sobre la piel de ella.
—No me importa.
St. John tenía la apariencia de un ángel; era tan guapo que no parecía real. A cualquier mujer se le derretiría el cerebro al ver los ojos y al oír la voz de aquella etérea criatura masculina.
Porque era decididamente muy masculino a pesar de toda esa perfección.
Las medias blancas se ajustaban a sus firmes pantorrillas y Maria no pudo evitar preguntarse qué clase de actividades habría practicado para tener ese físico. Un físico que a ella le gustaba en Simon, pero en St. John todavía más, porque éste carecía de la suavidad que desprendía el primero.
—Entonces ¿por qué está paseando por el bosque? —le preguntó.
—¿Y usted? —contraatacó ella.
—Yo soy un hombre, yo no paseo.
—Yo tampoco.
—Ya me he fijado —murmuró—. Usted, lady Winter, estaba demasiado ocupada espiando.
—¿Y cómo llama a lo que usted estaba haciendo?
—Tengo una cita con una dama. —Se apartó del árbol con un movimiento peligrosamente elegante y Maria contuvo el impulso de alejarse de él.
—¿Acaso ella es un poco… fría?
La mirada que él le dedicó fue lenta y seductora. Maria la admiró a pesar de que se quedó atónita ante tal atrevimiento. Se notaba el estómago encogido, pero lo disimuló.
—Lo bastante como para tentar a todos los hombres. Pero yo creo que es una fachada.
Maria se rio.
—¿Le ha dado motivos para dudarlo?
St. John se detuvo ante ella. Una suave brisa le llevó a Maria el perfume a bergamota y tabaco que recordaba de la noche que la había abrazado en el teatro.
—Va a reunirse aquí conmigo. Es una mujer inteligente, así que sabe perfectamente qué sucederá si me busca.
—Usted se ha asegurado de que viniera aquí —le dijo con suavidad, ladeando la cabeza para que sus miradas siguieran encontrándose. Estaban tan cerca que Maria pudo ver las arrugas que él tenía alrededor de la boca y de los ojos y que evidenciaban que había llevado una vida mucho más dura de lo que sugería su actual atuendo—. Supongo que se ha dado cuenta de que no he venido sola.
St. John se movió tan rápido que la pilló desprevenida; la sujetó por la cintura con una mano mientras con la otra le agarraba la nuca y la pegaba a él.
—He notado que ya no te lo follas.
El modo posesivo en que la sujetaba y el lenguaje obsceno que utilizó la dejaron muda. Hasta que pudo replicar:
—¿Se ha vuelto loco? —le preguntó sin aliento, prisionera del corsé y con el parasol olvidado encima de las hojas que cubrían el suelo.
Era un día cálido, pero no tanto como para que se le empapase la piel de sudor. Igual que le había sucedido la vez anterior, todas y cada una de sus terminaciones nerviosas se pusieron alerta al notar que sus brazos la rodeaban. La voluminosa falda del vestido le hizo perder el equilibrio y sus torsos se encontraron, pero los metros de tela mantuvieron sus muslos separados. Aunque eso no impidió que Maria supiera que él estaba excitado. No le hacía falta notar su miembro para saber que lo tenía erecto. Podía verlo en sus ojos.
Y pudo sentirlo en sus labios cuando la besó.
Maria cerró los ojos y se dijo que tenía que fingir que no sentía los labios de aquel hombre sobre los suyos. Suaves, acariciándola con la punta de la lengua. Pero su sabor, oscuro y peligroso, resultó demasiado tentador y se rindió. Separó los labios y él la premió con un ronco gemido de aprobación.
La besó como si tuviera todo el tiempo del mundo. Como si hubiera una cama al lado y pudiera hacer realidad todas las promesas hechas por sus labios. Había algo en el modo en que la tocaba, fuerte y tierno al mismo tiempo, que la afectaba profundamente. St. John se apropiaba de lo que quería a la fuerza, pero lo hacía con tanta ternura que no encajaba con el resto de su persona.
Durante largos momentos, Maria se permitió embriagarse con sus besos y cerró los ojos mientras la besaba. Él le masajeó la nuca con el pulgar, una caricia lenta y rítmica que logró que ella arquease la espalda hacia atrás y que se le encogieran los dedos de los pies. Le dolían los pezones, le temblaban los labios. El nudo del estómago se le aflojaba y se tensaba al mismo tiempo que sus dedos y no tuvo más remedio que aferrarse a la chaqueta de él para ocultarlo.
Entonces recuperó la cordura, destruyendo la ilusión que St. John había creado.
Él se tensó en el preciso instante en que notó la afilada punta de una daga presionándole el muslo. Levantó la cabeza y respiró entrecortadamente.
—Recuérdame que te quite las armas la próxima vez que quiera seducirte.
—Nada de seducirme, Christopher.
Él aflojó los brazos y Maria se apartó.
—Puedo llamarte Christopher, ¿no? La verdad es que ha sido uno de los mejores besos de mi vida. Tal vez incluso el mejor. Esa cosa que haces con la lengua… Pero por desgracia para ti, tengo la costumbre de ocuparme de los negocios antes de pensar en el placer.
Más tarde, cuando estuviera sola, se daría una medalla por haber sonado tan tranquila cuando en realidad le temblaban las piernas. De momento, tenía que negociar con un hombre que era peligroso en más de un sentido.
—Dime qué quieres de mí —inquirió ella.
Su lenta y sensual sonrisa le aceleró el corazón.
—¿Acaso no es obvio?
Tal vez su incapacidad para respirar le impedía pensar con claridad, pero por más que intentaba analizar su situación no lograba entender por qué aquel hombre la afectaba tanto.
—Eso puedes solucionarlo con la mujer que te ha acompañado aquí.
Maria había tenido su buen número de amantes guapos, como por ejemplo Simon. Le gustaban morenos y detestaba a los crápulas y a los hombres arrogantes. No tenía ningún sentido que se sintiese tan atraída por el criminal que tenía delante.
—Intenté sustituirte con ella la otra noche. —La risa de él era muy agradable al oído. A diferencia de Maria, era obvio que reía con frecuencia—. Adoro a Angelica, pero por desgracia no eres tú.
Al imaginarse a aquella belleza morena retorciéndose de placer debajo del dios dorado, tuvo que apretar los dientes. Era una reacción estúpida y sentimental que no quería sentir.
—Tienes un minuto para contarme qué pinto yo en tu venganza —le dijo.
—Te lo diré en la cama.
Ella levantó las cejas.
—¿Pretendes chantajearme para que me acueste contigo? ¿Cuando además eres tú y no yo quien necesita ayuda?
—Tú debes de necesitarme para algo —señaló Christopher con la voz ronca—, de lo contrario, no habrías venido aquí este fin de semana, ni me habrías buscado.
—Tal vez sólo sienta curiosidad —argumentó ella.
—Para eso ya tienes a tus investigadores.
Maria respiró hondo y volvió a guardar la daga en la vaina que llevaba oculta en el bolsillo.
—Estamos en un punto muerto.
—No, tú estás en un punto muerto. Yo estoy dispuesto a seguir adelante y a acostarme contigo.
Ella esbozó una media sonrisa.
—¿Eres consciente de que el sexo normalmente iría al final de las negociaciones, cuando ya supiéramos qué podemos hacer el uno por el otro? Si es que llega, claro.
Christopher se quedó petrificado al ver que la acuciante fascinación que sentía por la Viuda de Hielo estaba aumentando hasta resultar dolorosa. Físicamente era como mirar a su polo opuesto. Él era rubio, ella morena. Él era alto, ella bajita. Él era duro, ella suave. Pero sus cerebros eran tan parecidos que apenas podía creerlo. Había anticipado que ella rodearía la glorieta como una tigresa buscando a su presa, porque eso era exactamente lo que él habría hecho. Y el cuchillo…
… bueno, también habría estado preparado para eso si ella no se hubiese derretido en sus brazos.
Lo que Christopher no había previsto era que iba a besarla. No hasta que ella le restregó a su amante por las narices, aunque le había bastado con verlos juntos para saber que ya no se acostaban. Christopher tenía la intención de empezar despacio. Quería acercarse a ella, no asustarla.
Pero era evidente que aquella mujer no se asustaba con facilidad. Maria le sostuvo la mirada y levantó una ceja a modo de pregunta.
—Se te ha acabado el tiempo.
Entonces se agachó para coger el parasol y retomó el camino de regreso a la mansión.
Él se quedó mirándola mientras se debatía entre ir tras ella o quedarse donde estaba. Al final decidió que observarla caminar era un premio en sí mismo, así que se apoyó en un árbol y esperó hasta que su vestido de seda azul desapareció en el horizonte. Sólo pensar en lo mucho que disfrutaría con ella, hacía que casi fuera soportable la espera.
Casi.
Maria se tomó su tiempo para volver con el resto de los invitados. Cuando St. John no hizo nada para seguir con la conversación, supo que tampoco iba a ir tras ella.
Él había ido a su encuentro en el teatro. Maria al suyo en esa fiesta. El próximo movimiento le tocaba a él. Se preguntó cuál sería. Tal vez esperase sin hacer nada hasta que la curiosidad de ella la llevase a actuar. De ser así, más le valía esperar sentado.
Cuando apareció por la esquina de la casa, Simon la vio y se dirigió hacia ella a grandes zancadas, tomándola por el codo antes de que alcanzase el lago.
—¿Y bien? —le preguntó.
—Quiere sexo. Eso es lo único que sé de momento.
Simon resopló.
—Eso ya lo sabíamos antes de que fueras a reunirte con él.
—¡No lo sabíamos!
—Está bien, no lo sabíamos. Yo lo sabía antes de que fueras a reunirte con él. —Simon soltó el aliento y se detuvo—. Más nos vale que el hombre que mandamos a su casa vuelva con alguna pista con la que podamos trabajar.
—Eso sería excelente —convino ella.
—Me gustaría poder decir que ese pirata es tonto, pero no es verdad. Es inteligente y creativo y ha contado también conmigo.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Maria apartando el parasol para mirarlo; entonces se fijó en que Simon estaba furioso y le costaba respirar.
—La mujer que lo acompaña está aquí para mi uso personal, no para el suyo. Ella misma me lo ha dejado claro mientras tú no estabas.
—Oh. —Qué raro que esa noticia la hiciera sonreír.
—¡Te gusta St. John! —la acusó él.
—Me gusta cómo piensa, Simon, querido. —Tiró de sus brazos entrelazados y lo guio hasta la orilla del lago.
Dejó vagar la vista por el agua que fluía plácidamente bajo un puente.
—Es muy observador. Me ha dicho que sabe que tú y yo ya no nos acostamos.
—Eso podemos solucionarlo muy fácilmente —murmuró Simon en voz baja.
A pesar de que a Maria se le hizo un nudo en la garganta, tragó saliva para poder hablar.
—O puedes aceptar la oferta de esa mujer y acostarte con ella para ver qué averiguas.
Simon volvió a detenerse y la miró indignado.
—¿Ahora también eres una alcahueta?
—Esa mujer te gusta —replicó Maria—. Lo sé.
—Me gustan ciertas partes de ella —la corrigió Simon—. Maldita sea, ¿acaso no sientes nada por mí? ¿Cómo puedes sugerirme tal cosa sin ni siquiera parpadear?
—¿Es que no sabes que si pudiera te retendría a mi lado para siempre? Si fuese otra mujer, Simon Quinn, te encerraría lejos de todo y te tendría para mí sola. Pero no soy esa mujer y tú no eres un eunuco, así que no te hagas el amante despechado ni me conviertas a mí en una villana. Este es un título que me he ganado por derecho propio. No necesito que me ayudes a conservarlo.
Y se alejó de él.
—Mhuirnín… —la llamó, siguiéndola.
Ella lo ignoró.
—Estás dando un espectáculo —dijo Simon a su espalda.
Maria se volvió de golpe, la falda revoloteó a su alrededor y él tuvo que retroceder.
—Para eso estoy aquí, para dar un espectáculo y entretener a los invitados.
—Estás tan alterada por su culpa —siseó Simon con sus ojos azules muy abiertos—. Por Dios, mírate.
—¿Qué tiene que ver esto con St. John?
—Ojalá lo supiera. Lo habría hecho yo hace mucho tiempo, antes de que me apartases de tu lado.
Maria se quedó sin aliento.
—Tú no me amas de esa manera, ¿no?
—Sí que te amo, mhuirnín —contestó Simon sonriendo con picardía—, pero no de esa manera. Estuve cerca una vez, más cerca de lo que he estado nunca, tal vez de lo que jamás volveré a estarlo con nadie.
La única lágrima que brilló en las pestañas de Maria fue su respuesta. Lo que podría haber existido entre ellos dos había sido una víctima más de las maquinaciones de Welton. Otra muerte que le haría pagar.
—No tendría que haberte sugerido que te acostases con esa mujer. No sé qué me ha impulsado a hacerlo.
—Yo tampoco —reconoció él, cogiéndola de nuevo del brazo—. Se supone que me conoces lo suficiente como para adivinar que ya he concertado una cita con ella para esta misma noche.
—¿Esta misma…? ¡Oh! —Maria le dio una patada y soltó una maldición—. Entonces ¿por qué me has atormentado?
—Soy un hombre y tengo el ego propio de mi especie. Quería saber que pensar en mí con otra mujer te duele, aunque sea sólo un poco. A mí me duele imaginarte con otro hombre.
Maria tal vez le habría creído si Simon hubiese contenido la risa.
Esa vez, cuando se apartó de él, no se detuvo.
—Ahora mismo no me caes muy simpático.
—¡Me adoras! —gritó él—. Igual que yo a ti.
Si las miradas matasen, la que le lanzó Maria en ese instante lo habría mandado a la tumba.
Después de la cena, Christopher se apoyó en la pared que había junto al ventanal que daba al camino de la entrada. No podía apartar la mirada de la mujer menuda y voluptuosa, envuelta en la cantidad exacta de seda de color melocotón. La luz de las velas acariciaba la curva de sus senos y hacía que temblase su erección. Lady Winter le devolvió la mirada, tan atrevida como siempre.
A Christopher le hirvió la sangre con la certeza de que pronto la poseería. Ya había dejado de intentar buscarle sentido al incontrolable deseo que sentía de acostarse con ella. Sencillamente lo necesitaba y si no lo hacía pronto y se relajaba, no podría ocuparse de sus asuntos como debía.
Era muy consciente de que el sexo no implicaba necesariamente que Maria fuese a desvelarle lo que necesitaba saber sobre Welton, sus difuntos esposos y su relación con la agencia. Ella se parecía mucho a él. Una serie de orgasmos no harían que sintiese el impulso de contarle sus secretos. Y él quería sus secretos. Los necesitaba.
Los agentes de la marina británica de su majestad eran una espina que tenía clavada en el costado desde hacía mucho tiempo. Lo seguían sin descanso, lo espiaban a todas horas y se apropiaban de sus mercancías con la suficiente frecuencia como para que le resultase molesto. Tal vez Maria se había casado con aquellos dos hombres sencillamente porque tenían dinero, pero también podía haberlo hecho porque ambos estaban relacionados asimismo con la agencia y, si ése era el caso, él quería saber por qué.
La mansión de Harwick era el enclave perfecto para esa misión. Para empezar, él era bien recibido. En segundo lugar, allí no tenían más remedio que vivir bajo el mismo techo. Y por último, pero no por ello menos importante, en la casa de Maria no había nadie excepto sus sirvientes. Si lo planeaban con cuidado, uno de sus hombres podía entrar a formar parte del servicio y así ella no podría volver a escabullirse sin que él lo supiera.
Levantó la copa en su dirección para brindar en silencio y ella le sonrió como hacían las mujeres, con misterio.
«Que gane el mejor».