Para cualquiera que pasara por allí, los ocupantes de aquel sencillo carruaje y los hombres que cabalgaban a sus flancos eran las únicas personas que estaban en aquel oscuro muelle.
Maria descendió del carruaje y el lacayo que tenía al lado levantó el farolillo para iluminarla y llamar la atención de cualquiera que estuviera por allí cerca. Detrás de ella, en la oscuridad, Christopher estaba saliendo por la trampilla secreta del vehículo. Cada uno se ocuparía de su parte del plan.
—¡Maldita sea, Maria!
La irritante voz de Welton la sobresaltó, pero una lenta sonrisa interna la reconfortó. Se dio la vuelta y lo miró con cierto desdén.
—¿Qué diablos significa todo esto? —masculló su padrastro acercándose a ella con las colas de la levita volando alrededor de sus piernas—. ¿Por qué has elegido este lugar tan teatral para nuestra reunión? ¿Y a qué viene tanta prisa? Estaba ocupado, maldita sea.
—¿Ocupado? ¿Te refieres a tus partidas de cartas y a las putas? —se burló—. Discúlpame si no lamento las molestias.
Welton entró en el círculo de luz que proyectaba el farolillo y, como siempre, a Maria la sorprendió ver lo atractivo y masculino que era. Estaba convencida de que alguien tan horrible por dentro acabaría teniendo algo en su aspecto exterior que delatase su maldad, pero en el caso de Welton, ni la edad ni los remordimientos parecían afectarlo.
—No me siento segura reuniéndome contigo en otro lugar —le dijo y retrocedió cuando él se acercó un poco más, para que Welton se viese obligado a gritar—. Eddington no quería acostarse conmigo, te equivocaste con él. Cree que yo estoy detrás de las muertes de Winter y de Dayton. Soy su principal sospechosa y quiere verme ahorcada por mis supuestos crímenes.
El vizconde soltó una sarta de maldiciones.
—No puede demostrar nada.
—Dice que ha encontrado a una persona que te vincula con el veneno que utilizaste.
—Imposible. A esa mujer la maté con mis propias manos cuando se volvió demasiado avariciosa. Ya no puede hablar, le clavé una daga en el corazón y problema solucionado.
—Sea como sea, Eddington dice que ha encontrado a alguien dispuesto a testificar en mi contra y quiere colgarme.
Welton entrecerró peligrosamente sus ojos verdes.
—Entonces ¿cómo es que estás aquí? ¿Por qué no te ha arrestado?
Maria se rio con amargura.
—Eddington sabía de mi relación con St. John y supongo que puedes imaginarte que le ha ido muy bien disponer de información con la que chantajearme.
—Pues tendrá que desaparecer, igual que Winter y Dayton. —Apretó sus labios perfectos mientras pensaba.
A Maria la fascinó la facilidad con la que el vizconde hablaba de matar a alguien. ¿Por qué había elegido el diablo un cuerpo tan perfecto para manifestarse?
—¿Serás capaz de envenenar a un agente de la Corona? —le preguntó con la voz estrangulada, fingiendo pánico.
Welton se rio.
—Me sorprende que todavía te extrañe. ¿A estas alturas aún no me conoces?
—Al parecer, todavía puede horrorizarme ver lo lejos que eres capaz de llegar. Mataste a Dayton y a Winter para quedarte con su dinero y, aunque detesto tu avaricia, puedo entenderlo. La codicia es un pecado universal. Pero matar a Eddington sencillamente porque te molesta es… bueno, digamos que pensaba que ni siquiera tú caerías tan bajo.
Welton negó con la cabeza.
—Jamás te entenderé. Te he dado títulos y riqueza y ahora estoy pensando en cómo garantizar tu libertad. Y tú sigues siendo la misma desagradecida de siempre.
—¡Dios santo! —exclamó una voz que los sorprendió a ambos—. ¡Esto es excelente!
El sonido de unas pisadas atrajo las miradas de los dos hasta lo que parecían ser dos hombres caminando hacia ellos. Lord Sedgewick y Christopher se colocaron en el pequeño círculo de luz.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Welton, acercándose a Maria.
Pero Christopher lo interceptó y la protegió de cualquier posible ataque.
—Significa que usted ha llegado al final del camino, milord.
Sedgewick se balanceó sobre los talones y sonrió de oreja a oreja.
—No tiene ni idea de lo que significará esto para mi carrera. He capturado al responsable de la muerte de Dayton y de Winter. Ha sido brillante, St. John, absolutamente brillante.
—No puede demostrarlo —dijo Welton mirando a Maria—. Ella testificará que soy inocente de cualquier acusación.
—No haré tal cosa —afirmó Maria, sonriendo—. Sino todo lo contrario. Estoy impaciente por reunirme con lord Eddingon y contarle todo lo que ha sucedido esta noche.
—¿Lord Eddington? —preguntó Sedgewick, frunciendo el cejo—. ¿Qué pinta él en todo esto?
—Pinto que me encargaré de destituirlo de todos sus cargos —contestó Eddington, uniéndose al grupo—. Y ya decidiré luego qué hacer con el bueno de lord Welton y con la confesión que ha hecho de todos sus crímenes delante de tanta gente que le será imposible negarla.
Empezaron a encenderse farolillos a su alrededor y fue apareciendo un impresionante número de individuos: policías, soldados y los hombres de St. John.
Resumiendo, fue perfecto. Las amenazas de los tres hombres se eliminaron entre sí. Eddington impidió que Sedgewick pudiese hacerle algo a St. John y Sedgewick que Welton pudiese seguir utilizando a Maria.
—Dios santo —exclamó Welton. Giró el rostro deformado por la rabia hacia Maria. Por fin tenía el aspecto del monstruo que era en realidad—. Vas a arreglar todo esto o te juro que no volverás a verla nunca más. Nunca.
—Sé dónde está —se limitó a decir ella—. Ya no tienes nada con lo que hacerme daño, ni a mí ni a ella. Te encerrarán en la cárcel y yo cuidaré de mi hermana. Como tendría que haber hecho todos estos años.
—Tengo socios —siseó—. Jamás estarás a salvo.
Christopher entrecerró los ojos.
—Siempre estará a salvo —masculló en voz baja—. Siempre.
Maria sonrió.
—Espero que Dios no se apiade de su alma, milord.
Eddington observó cómo un detective de Scotland Yard le ponía los grilletes a Welton y cómo a Sedgewick se lo llevaban dos de sus agentes. El muelle se fue vaciando y al final sólo quedó el carruaje de él y el de St. John. Eddington se cogió las manos a la espalda y suspiró, profundamente satisfecho. Después de esa noche, seguro que le darían el cargo vacante de comandante que tanto había anhelado Sedgewick.
Tan sumido estaba en sus pensamientos que no oyó las pisadas hasta que la punta de una daga atravesó la parte trasera de su abrigo, pinchándole la espalda.
Se quedó quieto.
—¿Qué significa esto?
—Va a tener el honor de ser mi invitado, milord —murmuró lady Winter—, hasta que mi hermana esté sana y salva a mi lado.
—Tiene que ser una broma.
—No la subestime —le dijo St. John—; he sentido el acero de esa daga en mi piel más veces de las que me atrevo a confesar.
—Podría gritar y pedir ayuda —dijo Eddington.
—Eso sería hacer trampa, milord —señaló Maria.
Se oyó un quejido, seguido por unos cuantos más. Eddington volvió la cabeza y vio a su cochero, a sus lacayos y a sus hombres peleándose a puñetazo limpio con el que parecía ser un único irlandés. Y el irlandés iba ganando.
—¡Dios santo! —exclamó, observando la pelea fascinado—. En toda mi vida había visto a un púgil tan hábil.
El conde estaba tan absorto en el combate, que no se quejó cuando le ataron las manos a la espalda.
—Vamos, venga conmigo —le dijo Maria después de maniatarlo y sin dejar de amenazarlo con la daga por si acaso.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Eddington cuando los empleados de St. John apartaron a los que el irlandés había derribado.
No hacía falta decir que ninguno se resistió.
Más tarde, Eddington tuvo una alegría cuando el irlandés entró en el dormitorio que le habían asignado en casa de lady Winter, con dos copas de brandy. En cuanto a prisiones se refería, aquella casa era la mejor en la que había estado. Su «celda» estaba decorada con tonos marfil y dorado y tenía sofás de piel frente a una chimenea de mármol, además de una cama con dosel y sábanas florales, bordadas también en tonos dorados.
—Ya casi ha amanecido, milord —le dijo el irlandés—, pero confiaba en que le apeteciese tomarse una última copa conmigo. —Esbozó una sonrisa irónica—. Lady Winter y St. John ya se han retirado.
—Por supuesto. —Eddington estudió al hombre mientras cogía la copa que éste le ofrecía—. Usted es el amante del que tanto he oído hablar.
—Simon Quinn, a su servicio.
Se sentó en una de las butacas que había frente a la chimenea y sujetó su copa entre las dos manos, como si no le doliese nada después de la pelea de antes. Lanzó al conde una mirada que habría podido congelar el agua hirviendo.
—Antes de que piense que esto es una visita de cortesía, milord, creo que tengo la obligación de advertirle que si la hermana de lady Winter sufre el más mínimo rasguño, le daré una paliza de la que no se recuperará jamás.
—Dios. —Eddington se quedó atónito—. Ha conseguido asustarme.
—Excelente.
El conde se bebió la copa de un trago.
—Mire, Quinn, a juzgar por las apariencias, usted… acaba de quedarse sin trabajo.
—Sí, eso parece.
—Tengo una proposición que hacerle.
Simon arqueó una ceja.
—Escúcheme —le dijo Eddington—, cuando este asunto de la hermana esté resuelto, asumiré un cargo con mucho poder. Un hombre con sus habilidades podría serme muy útil, y trabajar dentro de la ley tiene sus ventajas. —Estudió al irlandés para ver si su oferta era bien recibida.
—¿Qué tal son los sueldos?
—Dígame usted cuánto quiere cobrar.
—Vaya… le escucho.
—Excelente. Esto es lo que he pensado…