Amelia se despertó al notar una mano tapándole la boca. Se asustó como nunca y empezó a forcejear con su asaltante, mientras intentaba clavarle las uñas en la muñeca.
—¡Para!
Se detuvo al oír la orden. Abrió los ojos con el corazón latiéndole descontrolado y la mente todavía medio aturdida por el sueño y vio a Colin sentado encima de ella.
—Escúchame —siseó él con la mirada fija en la ventana—. Hay unos hombres fuera. Como mínimo son una docena. No sé quiénes son, pero no son los hombres de tu padre.
Amelia giró la cabeza con fuerza para apartar la boca de debajo de su mano.
—¿Qué?
—Los caballos me han despertado cuando han pasado junto al establo. —Colin se apartó un poco y tiró de la sábana, destapándola—. Me he escabullido por la puerta de atrás y he venido a buscarte.
Avergonzada de que la viera en camisón, Amelia volvió a tirar de la sábana, cubriéndose.
Él tiró otra vez.
—¡Vamos! —le dijo con impaciencia.
—Pero ¿qué estás diciendo? —le susurró ella, furiosa.
—¿Confías en mí? —Los ojos negros de Colin brillaron en la oscuridad.
—Por supuesto.
—Entonces haz lo que te digo y guárdate las preguntas para después.
Amelia no tenía ni idea de qué estaba pasando, pero sabía que él no le estaba gastando ninguna broma. Tomó aire y asintió al salir de la cama. La habitación sólo estaba iluminada por la luz de la luna que se colaba a través del cristal de la ventana. Llevaba la melena recogida en una pesada trenza que le caía por la espalda y Colin se la cogió y la deslizó entre los dedos un momento.
—Ponte algo de ropa —le dijo—. Rápido.
Amelia se fue detrás del biombo que tenía en la esquina y se desnudó. Después se puso la camisola y el mismo vestido que había llevado durante el día.
—¡Date prisa!
—No puedo abrocharme los botones de la espalda. Necesito a mi doncella.
La mano de Colin apareció detrás del biombo y la cogió por el codo para tirar de ella hacia la puerta.
—¡Voy descalza!
—No tenemos tiempo —susurró.
Abrió la puerta del dormitorio y miró el pasillo con cautela.
Estaba tan oscuro que Amelia apenas podía ver nada, pero podía oír unas voces masculinas.
—¿Qué está pa…?
Colin se movió a la velocidad del rayo y volvió a cubrirle la boca con un mano, mientras le decía que no con la cabeza.
Asustada, ella tardó unos segundos en comprenderlo. Cuando por fin lo hizo, asintió y no dijo nada más.
Colin salió al pasillo con sigilo, llevando a Amelia de la mano. De algún modo, a pesar de que iba descalza, el suelo de madera crujió cuando lo pisó ella y no cuando lo hicieron las botas de Colin. Los dos se quedaron petrificados. Las voces que habían oído en el piso de abajo también se quedaron en silencio. Fue como si la casa entera estuviese conteniendo el aliento.
Esperando.
Colin se llevó un dedo a los labios para pedirle silencio y acto seguido la cogió y se la echó sobre el hombro, como un saco. Lo que siguió fue muy confuso. Amelia iba colgando cabeza abajo y estaba desorientada. Fue incapaz de discernir cómo podía Colin llevarla de su dormitorio en el segundo piso hasta la planta baja.
Entonces alguien gritó al descubrir que ella no estaba y unas pisadas resonaron encima de ellos. Colin soltó una maldición y echó a correr con todas sus fuerzas. Iba tan rápido que a Amelia le castañeteaban los dientes y su trenza parecía un látigo moviéndose en el aire; de hecho, incluso llegó a tener miedo de hacerle daño a Colin con ella. Rodeó la cintura de él con los brazos y, saliendo de la casa, bajaron los escalones.
Más gritos y Colin corrió más. El ruido de unas espadas entrechocando y los gritos de la señorita Pool resonaron en la noche.
—¡Está allí! —exclamó alguien.
El suelo tembló a su alrededor.
—¡Por aquí!
La voz de Benny fue como música para sus oídos. Colin cambió de dirección. Amelia levantó la cabeza y vio a sus perseguidores y entonces apareció otro grupo de hombres que los interceptaron. A algunos los reconoció, a otros no. La incorporación de ese segundo grupo en la reyerta les dio un tiempo precioso para escapar y pronto dejaron de perseguirlos.
Un segundo más tarde, Amelia volvía a tener los pies en el suelo. Todavía asustada, miró a su alrededor para intentar calmarse y vio a Benny montado en un caballo y a Colin en otro.
—¡Amelia! —Colin le tendió una mano mientras con la otra sujetaba las riendas con destreza. Cuando se la cogió, él tiró de ella hasta tumbarla boca abajo en su regazo. Los poderosos muslos de Colin se flexionaron debajo de Amelia cuando espoleó al animal y salieron galopando en mitad de la noche.
Ella se sujetó como si le fuera la vida en ello, a pesar de que el estómago se le revolvía con cada bache. Pero la huida no duró demasiado. Justo cuando iban a llegar al camino, se oyó un disparo que resonó en la oscuridad. Colin se tensó y gimió y Amelia gritó al sentir que su mundo se desmoronaba.
Resbaló del animal hasta estrellarse contra el suelo.
Y luego nada.
Christopher se despertó rodeado de calor y suavidad. El olor a sexo y a Maria impregnaba tanto el aire como las sábanas que los tapaban. Ella lo estaba abrazando, tenía una pierna entre las de él, un brazo encima de su torso y los pechos pegados al costado. Christopher alargó un brazo y colocó bien la sábana que cubría su erección matutina.
Las únicas palabras que habían intercambiado a lo largo de la noche habían sido palabras de amor, de sexo. No habían mencionado el dolor, ni la traición, ni tampoco las mentiras. Formaba parte de la naturaleza de él evitar a toda costa las situaciones desagradables y como los dos se parecían tanto, sabía que a Maria le pasaba lo mismo. Pero los dos habían accedido tácitamente a decirse con sus cuerpos lo que no podían decirse con palabras.
Giró la cabeza y le dio un beso en la frente. Ella murmuró dormida y se acurrucó más en sus brazos. Un gatito haciendo lo mismo no habría sido más adorable.
Christopher le deslizó la mano que tenía libre por el pelo y empezó a trazar un plan. Sólo había una manera de saber si Maria le era leal. Tenía que ponerla a prueba, poner al alcance de su mano la posibilidad de traicionarlo y ver si ella la aprovechaba.
Maria le besó el torso con suavidad.
Él la miró a los ojos.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó ella en voz baja.
—En ti.
Por desgracia, se había hecho ya de día y el recelo podía palparse entre los dos.
—Christopher…
Esperó a que Maria le dijese algo más, pero fue como si hubiese cambiado de opinión.
—¿Qué pasa?
—Me gustaría que no hubiese secretos entre nosotros. —Le acarició el torso—. Me dijiste que me dirías cualquier cosa que quisiera saber.
—Y lo haré. —Miró el reflejo de los dos en el espejo y supo que quería despertarse así cada mañana—. Te suplico que vengas conmigo esta noche. Soy un bruto y te he estropeado ya dos vestidos, y me temo que no podré seguir viviendo si no me dejas que te compense.
—¿Ah, sí?
Se incorporó a su lado y su melena negra la cubrió como un manto de seda. Christopher sonrió al recordar que la noche que la vio en el teatro pensó que era una mujer demasiado vanidosa como para disfrutar de un buen polvo. Qué equivocado estaba.
Deseó no equivocarse también al creer que estaba enamorada de él. Esa noche sabría la verdad.
—Tengo un almacén en la ciudad, donde guardo mis mercancías —le dijo—. Me gustaría llevarte allí. Tengo varias sedas de París que quisiera enseñarte. Puedes elegir las que más te gusten y así podré regalarte unos vestidos nuevos para compensarte por los que te he roto.
Ella mantuvo el rostro impasible.
—¿Y cuándo contestarás a mis preguntas?
Christopher fingió suspirar exasperado.
—Se supone que tienes que quedarte impresionada por mi generosidad, pero tú lo que quieres es meterte en mi cerebro.
—Tal vez tu cerebro me resulte más impresionante que unos vestidos nuevos —replicó ella, coqueta—. Acabo de hacerte un cumplido.
—Está bien, si conseguimos superar esta noche sin meternos en otro lío, te prometo que me pondré en tus manos y que te contaré todos mis secretos.
Y lo haría. Si Maria no lo traicionaba, esa misma noche le entregaría su corazón y tal vez, si tenía mucha suerte, pudiese despertarse el resto de su vida contemplando la imagen que había visto esa mañana.
Maria sabía que no era una coincidencia que lord Eddington apareciese en su casa una hora después de su llegada. El conde la estaba espiando y tenía hombres que la seguían a todas partes. La estaba volviendo loca.
—Lo recibiré —le dijo a su mayordomo, cuando éste la avisó de la llegada del noble.
Poco después, Eddington entró en su salón privado, con una sonrisa de satisfacción que a Maria le resultó como mínimo alarmante. Sin embargo, fingió no darse cuenta y le sonrió con normalidad.
—Buenas tardes, milord.
—Querida —murmuró él, cogiéndole una mano para besarle los nudillos.
Ella lo observó con detenimiento, pero no vio nada fuera de lugar en su impecable aspecto.
—Cuénteme algo interesante —le dijo él.
—Ojalá tuviera algo interesante que contarle —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Por desgracia, St. John es mucho menos hablador de lo que creía.
—Vaya. —Se levantó las colas de la levita y se sentó relajado en un sofá—. No me había dicho que tuviese usted una hermana.
Maria se quedó helada y se le detuvo el corazón un segundo antes de ponérsele a latir descontrolado.
—¿Disculpe?
—He dicho que no sabía que tuviera una hermana.
Incapaz de seguir sentada, se puso en pie.
—¿Qué sabe de ella?
—Lamentablemente muy poco. Ni siquiera sé su nombre. —Endureció la mirada—. Pero sé dónde está y, si es necesario, puedo mandar a unos hombres a buscarla.
Algo se activó dentro de Maria, volviéndola cortante.
—Se está adentrando en un terreno muy peligroso, milord.
Poniéndose él también en pie, se acercó a ella.
—Deme algo —le ordenó—. Lo que sea y su hermana estará a salvo.
—Su palabra no me basta para tranquilizarme. —Mantuvo la cabeza bien alta sólo gracias a la rabia. En realidad, le costaba tanto respirar del miedo que tenía que pensó que iba a desmayarse—. Quiero verla con mis propios ojos.
—Si cumple con su parte del trato, su hermana estará bien y no sabrá nada de todo esto.
—¡La quiero aquí conmigo! —Cerró los puños de impotencia. Amelia…—. Tráigame a mi hermana y entonces le daré lo que tanto desea, lo juro.
—Usted ya me ha prometido… —Eddington se detuvo y entrecerró los ojos—. Hay algo más, ¿verdad? Su petición obedece a algo más que la desconfianza.
A Maria se le encogió el estómago, pero arqueó una ceja en señal de desdén.
El conde la sujetó por el mentón y la examinó de cerca.
—Sospecho que ni usted misma lo sabe —murmuró pensativo—. ¿Cuántos secretos tiene, lady Winter?
Ella se apartó para que la soltase.
—¿Conoce dónde está mi hermana sí o no?
—Dios santo… —Eddington silbó y se sentó pesadamente en la butaca—. No tengo ni idea de lo que está sucediendo en su vida, pero dejémonos de mentiras durante un segundo. —Le señaló el sofá opuesto y dijo—: Siéntese.
Maria sólo obedeció porque le temblaban mucho las piernas y no sabía si podrían seguir sosteniéndola.
—¿Welton sabe dónde está su hija?
Ella asintió.
—Es él quien la mantiene encerrada.
—Pero usted no sabe dónde está. —Abrió los ojos al comprender la situación—. ¿Es eso lo que utiliza su padrastro para obligarla a hacer lo que él quiere?
Maria no dijo nada.
—Yo puedo ayudarla a cambio de que usted me ayude a mí. —Bajó la voz y apoyó los antebrazos en los muslos—. Yo sé dónde está su hermana, pero necesito saber algo sobre St. John para poder capturarlo. Los dos podemos salir ganando.
—Usted quiere utilizarla a ella para obligarme a hacer algo, igual que Welton. —Abrió y cerró las manos en su regazo—. Si le sucede algo a mi hermana, lo pagará muy caro. Se lo juro.
—Maria. —Era la primera vez que el conde la llamaba por su nombre y la familiaridad la pilló desprevenida, como era probablemente su intención—. Tu situación es insostenible. Y lo sabes. Yo puedo lograr mi objetivo sin tu ayuda. Acepta mis condiciones. Son más que justas.
—Nada de lo que usted me propone es justo, milord. Nada.
—Es mejor que confíes en mí que en St. John.
—Usted no lo conoce.
—Ni tú tampoco —replicó—. Yo no soy el único que sabe dónde está lady Amelia. St. John también lo sabe.
Maria le sonrió.
—Vaya a contarle sus mentiras a alguien más crédulo que yo.
—¿Cómo crees que la he encontrado? Mandé a varios agentes a investigar a Welton para averiguar qué clase de relación tenía contigo. Pero los hombres de St. John nos llevaban ventaja y ya habían empezado a hacer preguntas por el pueblo. Fueron ellos los que encontraron a tu hermana. Mis agentes sencillamente los siguieron.
Maria frunció el cejo y analizó lo que había sucedido durante los últimos días.
—Maldición. —El conde cerró los puños—. Creía que ibas a ser una rival digna de St. John, pero veo que a ti también te ha engañado.
—No puede lanzar una acusación como ésa y esperar que me la crea con los ojos cerrados. Que dude de usted no implica que crea a St. John ni que éste cuente con mi simpatía o mi lealtad. Lo único que implica es que, en mi opinión, usted y St. John se parecen mucho y no sé con cuál quedarme. ¿Malo conocido o malo por conocer?
—Sé razonable —intentó convencerla él—. Yo lucho por el bien de Inglaterra. St. John sólo lucha por sí mismo. Eso tendría que darme algunos puntos de ventaja.
Ella esbozó una mueca de desdén.
—Maria, seguro que puedes decirme algo que pueda utilizar para implicar a St. John en alguna actividad ilegal, o alguna pista sobre dónde se encuentra ese testigo. ¿Has visto a alguien en su casa, o te ha hablado él de alguien? Piénsalo bien. La vida de tu hermana depende de ello.
Estaba cansada y harta de todo aquello y sabía que tenía que poner punto final a aquella relación triangular. No podía seguir así. Era demasiado agotador y ella necesitaba toda su energía para salvar a Amelia y llevarla de vuelta a casa.
—Esta noche me ha pedido que lo acompañe a un sitio —susurró—. Dice que es donde guarda parte de su contrabando.
—¿Te llevará allí?
Maria asintió.
—Pero yo que usted no lo arrestaría por contrabando; iniciaría una revolución. El pueblo siempre lo ha defendido.
—Deje que yo me preocupe de eso —le dijo Eddington, ansioso—. Tú ocúpate de enseñarme el camino.
Christopher soltó una maldición.
—¿Estás seguro de que ha dicho eso, que ha ordenado la captura de Amelia?
—Sí —afirmó Tim—. Estaban hablando en voz baja, pero lo he oído perfectamente. Ahora mismo están esperando recibir noticias. Eddington no le ha dicho nada más a lady Winter. Sólo que estaba vigilando a su hermana, no que fuese a secuestrarla.
—Confiemos en que Walter, Sam y los demás se los hayan quitado de encima —comentó Philip.
—La confianza es algo muy frágil como para basar en ella nuestras esperanzas —apuntó Christopher—; será mejor que seamos cautos y que asumamos que Eddington se ha salido con la suya y tiene a Amelia.
—Entonces ¿qué vas a hacer? —preguntó Philip, mirándolo preocupado desde detrás de las gafas.
Christopher se frotó la nuca y apoyó la cadera en la parte delantera del escritorio.
—Me ofreceré al conde a cambio de Amelia.
—¡Dios santo, no! —gritó Tim—. Lady Winter tiene intención de traicionarlo a usted.
—¿Qué otra opción le queda? —la defendió Christopher.
—Eddington es un agente de la Corona —apuntó Philip—, dudo que le haga daño a la joven.
—Yo también lo dudo. Pero la ley lo obliga a devolver la niña a lord Welton y creo que lo hará si Maria no lo ayuda a conseguir lo que quiere. —Miró a Tim—. Vuelve a casa de lady Winter y acompáñala esta noche cuando venga a verme.
—¿Va a sacrificarse por ella cuando ella no está dispuesta a hacer lo mismo por usted? —le preguntó Tim, visiblemente enfadado.
Christopher le sonrió con tristeza. ¿Cómo podía explicárselo? ¿Cómo podía encontrar las palabras para hacerle entender que para él hacer feliz a Maria era más importante que serlo él? Sí, podía enfrentarse a ella y decirle que sabía lo de Eddington, pero entonces, ¿qué? Él no podría seguir viviendo, sabiendo que la había lanzado a los lobos, que la había dejado a merced de hombres como Welton y Eddington, u otros como Sedgewick, que sólo querían hacerle daño.
—Philip y mi abogado están al corriente de mis asuntos y os explicarán las medidas que he tomado para ocuparme de todos vosotros en caso de me sucediera algo.
—¡Eso no me importa! —rugió Tim—. ¡Lo que me importa es usted!
—Gracias, amigo mío. —Christopher le sonrió—. Eso significa mucho para mí.
—No. —Tim negó con la cabeza—. Está tonto. Ha perdido la cabeza por esa mujer. Jamás pensé que llegaría a verlo.
—Tú mismo has dicho que lady Winter se negó a darle la información a Eddington hasta que éste la amenazó con su hermana. Yo no la culpo. Si quiere recuperar a la joven algún día, no tiene elección.
—Podría elegirlo a usted —masculló Tim.
Christopher ocultó su dolor y les pidió que lo dejaran solo.
—Marchaos. Tengo que ocuparme de unos asuntos.
Los hombres se fueron de mala gana y Christopher se sentó en la silla de su escritorio y soltó el aliento. ¿Quién habría dicho que su relación con Maria iba a acabar así?
Pero a pesar de ese final, no consiguió arrepentirse de haber estado con ella. Había sido feliz durante un tiempo.
Y a cambio de eso, pagaría contento el precio que hiciera falta.