—Existe la posibilidad de que la hayan vendido como esclava.
Maria se detuvo frente a la chimenea y clavó la mirada en el investigador, y antiguo amante suyo, Simon Quinn. Éste llevaba sólo un batín de seda multicolor abierto en parte y podía ver su torso musculoso y su garganta bronceada. Los ojos, intensamente azules, contrastaban con la piel morena y el pelo negro. Tenía un físico muy irlandés, completamente opuesto al de St. John, y era varios años más joven que éste, pero extremadamente guapo también por derecho propio.
Dejando a un lado su innata sexualidad, Simon parecía inofensivo. Aunque el modo en que siempre observaba lo que tenía alrededor delataba lo peligrosa que era su profesión. A lo largo de su asociación, Simon había incumplido prácticamente la totalidad de las leyes existentes.
Y ella también.
—Es raro que me digas esto precisamente esta noche —murmuró Maria—. Welton me ha insinuado lo mismo antes.
—Eso no augura nada bueno, ¿no crees? —le preguntó él con una voz suave como el satén.
—Las conjeturas no me sirven de nada, Simon. Encuéntrame una prueba y así podremos matar a Welton e ir tras ella.
El fuego ardía en la chimenea a su espalda y le calentaba agradablemente el vestido y la parte de atrás de las piernas, pero por dentro el miedo la había dejado helada. Los pensamientos que plagaban su mente la ponían enferma. ¿Cómo iba a encontrar a Amelia si podía estar en cualquier lugar del mundo?
Simon levantó las cejas.
—Si empezamos a buscarla fuera de Inglaterra, disminuirán las probabilidades de encontrarla.
Maria se acercó la copa a los labios y la vació de un trago para darse fuerzas, antes de volver a depositarla en la mesita. Sus ojos se movían de un lado a otro de la habitación buscando consuelo en las paredes con paneles de madera y las pesadas cortinas verdes. Era un despacho extremadamente masculino y ese aspecto servía a dos propósitos. Uno, tranquilizar los ánimos sombríos y evitar así discusiones estúpidas. Y dos, darle a Maria la sensación que tanto necesitaba de tenerlo todo bajo control. Solía sentirse como un títere en manos de Welton, pero en ese despacho ella estaba al mando.
Se encogió de hombros y volvió a pasear. La falda del vestido se balanceó entre sus tobillos.
—Lo dices como si tuviera algún otro motivo para seguir viviendo.
—Tiene que haber algo más que quieras conseguir, Maria. —Se puso en pie y la intimidó, como todo el mundo, con su altura—. Algo más agradable que la muerte.
—No puedo pensar en nada que no sea encontrar a Amelia.
—Podrías. No te haría más débil desear algo bueno para ti.
Ella entrecerró los ojos y le lanzó una mirada que habría disuadido a prácticamente cualquier hombre. Pero a Simon sólo lo hizo reír. Él había compartido su cama y con ello había adquirido la intimidad de un amante.
Maria suspiró y deslizó la vista hacia el retrato de su primer marido, que colgaba de la pared con una pesada lazada negra. La pintura representaba a un hombre corpulento, de mejillas sonrojadas y brillantes ojos verdes.
—Echo de menos a Dayton —confesó, aminorando la velocidad de sus pasos—, el apoyo que representaba.
El conde de Dayton la había salvado de la perdición absoluta. Él había visto la verdad que escondía el exterior de Welton y el afable viudo la había rescatado pagando un precio exorbitante para tener como segunda esposa a una joven que podría ser su nieta. Bajo su tutela, Maria adquirió todo lo necesario para sobrevivir. Las armas y cómo usarlas eran sólo dos de las muchas lecciones aprendidas.
—Nos encargaremos de vengar su muerte —murmuró Simon—. Te lo prometo.
Maria echó los hombros hacia atrás en un vano intento de aliviar la tensión y se acercó al escritorio para sentarse.
—¿Qué me dices de St. John? ¿Crees que puede serme útil?
—Claro. Con la cantidad de información que posee ese hombre, puede serle útil a cualquiera. Pero si te ha ofrecido su ayuda, señal de que él va a ganar algo a cambio. No es famoso por sus actos de caridad.
Maria agarró con fuerza el extremo de los reposabrazos.
—No es sexo. Un hombre con ese aspecto puede tener a la mujer que quiera.
—Muy cierto. Y ya sabemos que le gusta vivir al límite.
Simon se acercó al aparador y, tras servirse una copa, apoyó la cadera en el mueble. Aunque conseguía aparentar que estaba relajado él nunca bajaba la guardia. Y Maria le estaba agradecida por ello.
—Creo que podemos asumir que lo que ha despertado su interés es el fallecimiento de tus dos esposos y la relación que éstos tenían con la agencia.
Maria asintió, pues ella opinaba igual. Lo único que explicaba el acercamiento de St. John era que quisiera utilizarla, igual que Welton, para hacer algo desagradable que requiriese ser una mujer. Pero seguro que él conocía a mujeres dispuestas a llevar a cabo esa tarea con la misma eficacia que ella.
—¿Cómo lo capturaron? Después de tantos años, me cuesta creer que cometiera un error.
—Por lo que he podido averiguar, no cometió ninguno. Encontraron a un informante dispuesto a hablar de él.
—¿Un informante de buena fe? —preguntó Maria en voz baja, recordando los breves instantes que había compartido con el criminal. Desprendía una seguridad en sí mismo que sólo un hombre que no sabía lo que era el miedo podía mostrar. Y también dejaba claro que era alguien a quien sería una estupidez provocar—. ¿O sencillamente uno al que lograron hacer hablar?
—Supongo que fue lo segundo, pero investigaré.
—Sí, hazlo.
Maria deslizó un dedo por una esquina del escritorio. Detuvo la mirada en el líquido ámbar de la copa que Simon tenía en la mano y cuando éste la levantó para beber, se fijó en sus anchos hombros y en sus fuertes brazos.
—Ojalá pudiera serte de más ayuda. —La sinceridad en la voz de Simon era inconfundible.
—¿Conoces a alguna mujer en la que podamos confiar y que pudiera acercarse a Welton?
Simon detuvo la copa a medio camino de su boca y esbozó una sonrisa que le transformó lentamente el rostro.
—Dios, eres una maravilla. Dayton te enseñó bien.
—Eso espero. A Welton le gustan las rubias.
Ojalá su madre lo hubiese sabido.
—Encontraré a la candidata perfecta cuanto antes.
Maria apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.
—¿Mhuirnín?
—¿Sí? —Oyó que él dejaba la copa sobre el aparador y sus pasos seguros cruzando el estudio. Suspiró y se dejó embargar por el bienestar que tanto intentaba negarse.
—Hora de irse a la cama.
Las enormes manos de él cubrieron las de ella en los reposabrazos de la silla y su aroma le llenó la nariz. Sándalo. Puro Simon.
—Tenemos mucho que hacer —protestó Maria entreabriendo los ojos lo suficiente para mirarlo.
—Sea lo que sea, puede esperar a mañana. —Tiró de ella y, cuando la puso en pie, la abrazó—. Ya sabes que no pararé hasta que me hagas caso.
El cuerpo de Maria intentó fundirse con el de Simon, pero cerró los ojos y luchó contra esa necesidad.
No pudo evitar recordar la sensación de tenerlo dentro de ella… una relación a la que había tenido que poner punto final un año atrás. Cuando las caricias de él empezaron a significar mucho más que un alivio físico, Maria terminó el affaire. No podía permitirse el lujo de ser feliz. Sin embargo, Simon se quedó a vivir en su casa. Ella se negaba a amarlo, pero tampoco era capaz de echarlo de allí. Lo adoraba y apreciaba mucho su amistad y sus conocimientos sobre los bajos fondos de la ciudad.
—Conozco tus reglas —dijo él, acariciándole la espalda.
Y no le gustaban, Maria lo sabía perfectamente. El deseo de Simon hacia ella no había disminuido lo más mínimo. Podía sentirlo en ese mismo momento, presionándose contra su estómago. El apetito de un hombre joven.
—Si fuese una mujer mejor, te echaría de mi vida.
Simon suspiró con el rostro escondido en el pelo de ella y la acercó más a él.
—¿Acaso no has aprendido nada de mí en los años que llevamos juntos? No podrías echarme. Te debo la vida.
—Exageras —lo riñó Maria al recordar la primera vez que lo había visto en aquel callejón, enfrentándose él solo a una docena de hombres.
Simon les plantó cara con una ferocidad que la asustó y la excitó al mismo tiempo. Casi siguió adelante sin pararse, pues aquella noche iba tras una nueva pista sobre Amelia que prometía más que las anteriores, pero su conciencia no le permitió ignorar una lucha tan desigual.
Armada con una espada y una pistola, y rodeada por varios de sus hombres, Maria consiguió intimidar lo bastante a los atacantes para que se fueran. Simon, malherido y perdiendo mucha sangre, se acercó a ella furioso y se le encaró. Según él, no necesitaba que lo rescatase.
Y entonces se desmayó a sus pies.
En principio, Maria sólo había tenido intención de limpiarle la heridas para así tranquilizar su conciencia, pero cuando Simon salió de la bañera y vio lo viril y magnífico que era decidió quedárselo.
Ahora, en su estudio, Simon retrocedió un paso y sonrió como si hubiese adivinado sus pensamientos.
—Volvería a enfrentarme a una docena de hombres, a cientos, si con ello pudiese volver a tu cama.
Maria negó con la cabeza.
—Eres incorregible y estás demasiado excitado.
—Es imposible estar demasiado excitado —le dijo él, riéndose, mientras la guiaba hacia la puerta con una mano en la espalda—. No vas a distraerme, quiero que te vayas a la cama. Tienes que descansar y soñar cosas bonitas.
—¿Acaso tú no has aprendido nada sobre mí? —le preguntó Maria cuando llegaron al pasillo y subieron la escalera—. No quiero soñar, eso sólo sirve para que me despierte deprimida.
—Un día todo se arreglará —le dijo Simon en voz baja—. Te lo prometo.
Ella bostezó y se quedó perpleja al ver que él la cogía en brazos y la metía en la cama. Simon le dio un suave beso en la frente antes de irse. Y cuando Maria oyó el suave clic de la puerta que comunicaba ambos dormitorios, consiguió relajarse.
Pero fue otro par de ojos azules el que apareció en sus sueños.
—Buenas noches, señor.
Christopher respondió al saludo de su mayordomo con un asentimiento de cabeza. Del salón que tenía a la izquierda salían unas risas que llegaban hasta el vestíbulo, donde estaba él.
—Dígale a Philip que venga a verme de inmediato —le ordenó al hombre al entregarle el sombrero y los guantes.
—Sí, señor.
Se dirigió a la escalera, dejando atrás el escandaloso grupo que formaban sus hombres y sus acompañantes. Lo llamaron y Christopher se detuvo un momento en el peldaño para recorrer con la mirada aquella gente que para él eran su familia. Estaban celebrando que lo hubiesen puesto en libertad —tenía la suerte del diablo, decían— pero el trabajo lo estaba esperando. Tenía mucho que hacer si quería asegurarse de seguir disfrutando de forma permanente de dicha libertad.
—Pasadlo bien —les dijo, antes de subir la escalera entre los gritos de protesta que lo siguieron hasta el segundo piso.
Entró en sus aposentos y dejó que su ayuda de cámara empezase a desnudarlo. Le estaba quitando el chaleco cuando el joven al que esperaba llamó suavemente a su puerta y entró.
—¿Qué has averiguado? —le preguntó Christopher sin preámbulos.
—Tanto como cabe esperar en un solo día.
Philip se tiró del pañuelo que llevaba al cuello y empezó a pasear de un lado a otro. Su chaqueta y sus pantalones verdes contrastaban con el estampado que cubría las paredes.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no te toques la ropa? —lo riñó Christopher—. Es un signo de debilidad y te delata, así que alguien podría explotarlo.
—Lo siento. —El joven se puso bien las gafas y tosió.
—No hace falta que te disculpes, limítate a corregirlo. Ponte recto, nada de encoger los hombros, y mírame a los ojos de igual a igual.
—Pero ¡es que yo no soy tu igual! —se quejó Philip, deteniéndose a medio paso.
Ahora sí que recordaba al niño de cinco años que había aparecido mal alimentado y apaleado en la puerta de la casa de Christopher.
—No, no lo eres —reconoció éste, moviéndose para facilitar el cambio de ropa—, pero tienes que intentar mirarme como si lo fueras. El respeto hay que ganarlo, aquí y en todas partes. Nadie te respetará únicamente por ser amable y educado. De hecho, hay muchos idiotas que han triunfado sólo porque han actuado como si se merecieran ese respeto por derecho.
—Sí, señor. —Philip echó los hombros hacia atrás e irguió la barbilla.
Christopher sonrió. El chico se convertiría en todo un hombre. Un hombre que podría sentirse orgulloso de sí mismo y sobrevivir a todo lo que el destino le pusiera por delante.
—Excelente. Ahora habla.
—Lady Winter tiene veintiséis años y se ha quedado viuda dos veces. Ninguno de sus esposos llegó a pasar más de dos años en su cama.
Christopher negó con la cabeza.
—¿Te importaría empezar a decirme algo que no sepa y seguir en esa línea?
Philip se sonrojó.
—No te sonrojes. Sólo ten presente que el tiempo es oro y que quieres que los demás consideren que el tuyo tiene mucho valor. Siempre deberías empezar por la información más valiosa, la más susceptible de captar el interés de tu audiencia. Y seguir a partir de ahí.
Philip respiró hondo y soltó:
—Tiene a su amante viviendo en su casa.
—Bueno… —Christopher se detuvo al imaginar a una lady Winter cariñosa, una mujer apasionada y saciada tras hacer el amor. Se recuperó de su sorpresa cuando su ayuda de cámara le tiró de la cintura. Al desabrocharle los botones del pantalón, se aclaró la garganta—. Así está mejor.
—¡Oh, genial! No he podido averiguar mucho más, excepto que tiene acento irlandés, pero puedo asegurarte que vive con ella desde la muerte de lord Winter, hace dos años.
«Dos años».
—Y también hay algo muy curioso relacionado con su padrastro, lord Welton.
—¿Curioso? —preguntó Christopher.
—Sí, el sirviente con el que hablé me dijo que la visitaba con frecuencia. Y me pareció raro.
—Tal vez sea porque tu relación con tu padrastro está muy lejos de ser perfecta.
—Tal vez.
Christopher deslizó los brazos por las mangas del batín que le sujetaba el criado.
—Thompson, dígales a Beth y a Angelica que vengan.
El ayuda de cámara le hizo una leve reverencia y partió a cumplir sus órdenes. Christopher salió del dormitorio y entró en el pequeño salón anexo.
—¿Qué sabemos de sus finanzas? —preguntó por encima del hombro.
—No demasiado de momento —contestó Philip, siguiéndolo—, pero lo averiguaré mañana por la mañana. La mujer parece tener dinero, así que siento curiosidad por saber por qué quiere ganar más de una manera tan desagradable.
—¿Y has encontrado pruebas que te permitan llegar a la conclusión de que es culpable?
—Eh… no.
—No me sirven de nada las conjeturas, Philip. Necesito pruebas.
—Sí, señor.
«Dos años». Eso demostraba que era capaz de tener sentimientos. Una mujer no le entregaba su cuerpo a un hombre durante tanto tiempo sin sentir como mínimo algo de afecto.
—Háblame de Welton.
—Es un despilfarrador que se pasa la gran mayoría de las horas que está despierto jugando o acostándose con prostitutas.
—¿Dónde?
—En White’s y en Bernadette’s.
—¿Preferencias?
—El póquer y las rubias.
—Muy bien —le sonrió Christopher—. Me alegra ver lo que has averiguado en unas pocas horas.
—Tu vida depende de ello —contestó Philip—. Si yo estuviera en tu lugar, habría mandado a alguien con más experiencia.
—Estás listo para esto.
—Eso es cuestionable, pero en cualquier caso, gracias.
Christopher le quitó importancia al comentario con un gesto de la mano y se acercó al aparador para tomar un vaso de agua.
—¿De qué me servirías si siempre fueses un novato?
—Sí, tu plan siempre ha sido explotarme —replicó Philip, apoyándose en la estantería—. No puedes correr el riesgo de que se sepa que tuviste un ataque de bondad al salvarme. Varios ataques, una enfermedad crónica a decir verdad, teniendo en cuenta que nos has salvado a todos los que estamos aquí.
Christopher sorbió por la nariz y se bebió el agua.
—Por favor, contrólate y no vayas hablando bien de mí por ahí. Sería de muy mala educación que me hicieras quedar mal.
Philip cometió la temeridad de poner los ojos en blanco.
—Tu pésima y terrorífica reputación está intacta. Te la has ganado a pulso y has demostrado infinidad de veces que es cierta. Recoger a unos cuantos huérfanos apaleados no hará reflotar los barcos que has hundido, ni devolverá las mercancías que has robado y tampoco resucitará a los estúpidos que se interpusieron en tu camino. No tienes de qué preocuparte. Mi gratitud no perjudicará tu infame reputación.
—Eres un bastardo muy quisquilloso.
El joven sonrió y una llamada en la puerta interrumpió la conversación.
—Adelante —dijo Christopher, inclinando levemente la cabeza para darle la bienvenida a la escultural rubia y a la bajita pero sensual morena—. Ah, perfecto. Os necesito a las dos.
—Te hemos echado de menos —dijo Beth con una seductora sacudida de melena.
Angelica le guiñó un ojo. Ésta era la más silenciosa de la dos, excepto cuando echaba un polvo. Entonces maldecía como un marino.
—Una pregunta —intervino Philip con el cejo fruncido—, ¿cómo sabes que a Welton no le gustan las pelirrojas?
—¿Cómo sabes tú que no las he mandado llamar para mí? —preguntó a su vez Christopher.
—Porque yo también estoy aquí y porque estás muy concentrado. Tú nunca mezclas los negocios con el placer.
—Tal vez el placer sea el negocio, joven Philip.
Éste entrecerró los ojos grises detrás de las gafas, un gesto que manifestaba que estaba analizando la situación. Había sido esa tendencia a calibrarlo todo lo primero que había llamado la atención de Christopher. No podía permitir que aquella mente tan privilegiada se echase a perder.
Dejó el vaso y se sentó en la butaca más cercana.
—Señoritas, tengo que pediros una cosa.
—Lo que quieras —ronroneó Angelica—, ya sabes que lo haremos.
—Gracias —contestó él, consciente de que accederían a hacer cualquier cosa que les pidiera.
La lealtad era un camino de doble sentido en su casa. Él lucharía hasta la muerte por proteger a aquellas personas y ellos a cambio le ofrecían lo mismo.
—Mañana vendrá la modista para tomaros medidas y haceros vestidos nuevos. —El brillo que apareció en los ojos de ellas lo hizo sonreír—. Beth, tú te convertirás en la confidente de lord Welton.
La rubia asintió y el movimiento hizo que sus más que generosos pechos temblasen bajo el vestido azul que llevaba.
—Tú, mi belleza de ojos negros, servirás como distracción cuando haga falta.
Christopher todavía no sabía si lo que atraía al amante de lady Winter era la fortuna de la dama, su belleza, o ambas cosas. Como no quería dejar nada al azar, confió en que, llegado el momento, las exóticas facciones de Angelica, junto con su estudiada apariencia envuelta en misterio, consiguieran atraer la atención de su rival. Angelica no era tan refinada como la viuda, pero tenía unas curvas de infarto y ascendencia española. En una habitación a oscuras, podía pasar perfectamente por ella.
Se frotó la diminuta herida que le había dejado el anillo de lady Winter en la muñeca y descubrió que tenía muchas ganas de estar en compañía de la famosa seductora. Era todo un misterio. Frágil en apariencia, pero de temperamento fiero. Christopher supo sin lugar a duda que su vida iba a ser mucho más interesante a partir de entonces. Era casi deprimente que tuviese que esperar unos días para volver a verla.
Su cuerpo se quejaba por la falta de compañía femenina. Había pasado varias semanas en prisión. Seguro que por eso estaba tan interesado sexualmente en la Viuda de Hielo. Ella sólo era el objetivo de una misión. Nada más.
Sin embargo, cuando se dispuso a despedir a sus acompañantes, dijo:
—Tú no, Angelica. Quiero que te quedes.
Ella se lamió los labios.
—Cierra la puerta, amor. Y apaga las lámparas.
Christopher suspiró al desaparecer la luz. No era lady Winter, pero en una habitación a oscuras podía pasar por ella.