Colin silbaba suavemente mientras cepillaba uno de los caballos que solían tirar del carruaje. Sentía el corazón ligero y apesadumbrado al mismo tiempo; era una sensación extraña y no sabía qué hacer con ella.
Era consciente de que suponía una temeridad acercarse a Amelia. Ella era demasiado joven y estaba demasiado por encima de él socialmente. Nunca podrían estar juntos. De ninguna manera. Sus besos robados suponían un peligro para los dos y Colin se sentía como un canalla.
A ella la rescatarían algún día, saldría al mundo y conocería a más hombres como lord Ware. Entonces se acordaría del pasado y del infantil encaprichamiento que sentía ahora y se preguntaría cómo diablos había podido pensar que estaba enamorada del mozo de cuadra.
Lo único que pasaba era que Colin era el único plato que tenía a su alcance y por eso creía que se moría de hambre por él. Pero cuando le sirvieran el banquete entero, él pasaría a ser el puré en medio de los manjares.
—Colin.
Se volvió al oír la voz de su tío y observó cómo aquel hombre tan fuerte entraba en el establo.
—¿Sí, tío?
Pietro se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo gris, como hacía siempre que estaba frustrado. Dejando aparte el diferente contorno de sus cinturas, los dos hombres se parecían mucho. En ambos era innegable su ascendencia gitana, aunque en el caso de Colin estaba más diluida por la sangre de su madre.
—Sé que has estado viéndote con ella en el bosque.
Él se tensó.
—Los guardias me dijeron que se estaba reuniendo con el lord de la finca de al lado y ahora tú has interferido.
—No es verdad. —Colin retomó lo que estaba haciendo—. Ayer se reunió con él.
—¡Te dije que te mantuvieras alejado de ella! —Pietro se acercó. Bastaba con mirarle los hombros para ver que estaba furioso—. Ocúpate de tus necesidades con las chicas del pueblo o con las doncellas.
—Ya lo hago. Ya lo hago. —Respiró hondo y luchó por contener su temperamento—. Sabes que es así.
Y le dolía cada vez que lo hacía; cada mujer que tumbaba debajo de él, sólo servía para aliviar momentáneamente el deseo que sentía, pero para nada más. Su corazón le pertenecía a Amelia desde que era un niño. Su amor por ella había crecido y cambiado, madurado a la misma velocidad que su cuerpo. Por su parte, Amelia no sabía nada de esas cosas, era completamente inocente y sus sentimientos por él eran puros y dulces.
Apoyó la frente en la crin del caballo. Aquella joven lo era todo para él, lo había sido desde el día en que el vizconde Welton contrató a su tío. Pietro accedió a trabajar por mucho menos de lo que cobraban los otros cocheros. Por ese motivo había conservado el trabajo tantos años y por eso el vizconde no lo reemplazaba, como hacía con las institutrices.
Colin jamás olvidaría el día en que Amelia apareció corriendo, con una sonrisa de oreja a oreja, puso sus manos sucias en las de él y dijo:
—Juega conmigo.
Colin provenía de una tribu gitana con muchos niños y le daba miedo estar solo y Amelia resultó ser como doce compañeros de juego en una sola persona. Tenía un gran espíritu aventurero y se mostró dispuesta a aprender todos los juegos que él le enseñó y después empezó a inventarse otros nuevos.
Con el paso del tiempo, Colin empezó a fijarse en ella como un hombre se fija en una mujer y su amistad se convirtió en algo más profundo. Aprendió a amarla. Él no se enamoró de golpe, el sentimiento que Amelia le inspiraba, tenía unas raíces muy profundas que provenían del pasado. Tal vez ella sentía lo mismo, pero ¿cómo podía estar seguro?
Colin tenía experiencia con otras mujeres. Amelia sólo lo tenía a él. Los sentimientos de ella quizá cambiaran cuando tuviera más opciones. Los de él no cambiarían nunca. Colin la amaría toda la vida.
Suspiró agotado. Tampoco importaba lo que Amelia sintiera por él, jamás podría tenerla.
—Ah, chico —le dijo su tío poniéndole una mano en el hombro—. Si la amas, déjala ir. Esa niña tiene el mundo a sus pies. No se lo arrebates.
—Es lo que estoy intentando hacer —dijo él con la voz rota—. Es lo que estoy intentando hacer.
Christopher estaba sentado en una butaca en el salón, con la mirada fija en la copa que sujetaba en la mano. No estaba seguro de qué era lo que estaba sintiendo. Era lo mismo que sintió cuando oyó a Eddington hablando con Maria en Brighton, sólo que ahora la opresión que notaba en el pecho era casi insoportable. Tenía que obligarse a inhalar y a exhalar.
—Tienes que volver —le dijo a Tim, con una voz tan ronca y quebrada que incluso a él lo sorprendió. No se reconocía a sí mismo. Ya no pensaba, ni actuaba, ni hablaba como el hombre que era antes de conocer a Maria—. Es mejor que nadie descubra que te has ido.
Pensó en lo irónico que era que Tim trabajase en casa de la astuta Viuda de Hielo. Ella estaba tan convencida de su éxito, que había dejado que una serpiente entrase en su jardín.
—Sí —contestó Tim, dando media vuelta para irse.
—Si Eddington regresa, quiero conocer todos los detalles de la reunión.
—Por supuesto. No volveré a fallarte.
Christopher asintió, con la mirada todavía fija en la copa.
—Gracias.
Se percató brevemente de que el otro hombre cerraba la puerta del despacho, pero aparte de eso siguió sumido en sus pensamientos. Él siempre se enorgullecía de saber juzgar a las personas, de poder interpretar a la gente sin cometer ningún error. Si hubiese carecido de esa habilidad, hoy no seguiría con vida. Entonces ¿por qué le resultaba imposible convencerse de que Maria no sentía nada por él? Tenía las pruebas delante de sus narices, eran claras e irrefutables y, sin embargo, su corazón seguía creyendo en Maria.
Se rio de sí mismo, levantó la copa para acercársela a los labios y la vació. Allí residía el problema. Su corazón estaba al mando y no su cerebro. Por desgracia, la amaba. Amaba a esa mujer traidora. A esa Jezabel que se ganaba la vida seduciendo a incautos para poder cobrar después una recompensa.
Alguien llamó a la puerta alejándolo de sus melancólicos pensamientos.
—Adelante —dijo en voz alta.
Un segundo más tarde, la fuerza de la costumbre hizo que se pusiera en pie, mientras se le aceleraba el pulso al ver a su amada.
¿Cuánto rato había pasado? Miró el reloj que había en la repisa de la chimenea y vio que habían sido casi dos horas.
Giró la cabeza y quedó cautivo de los ojos de Maria. En ellos vio el placer que él también sintió al verla y luego ella le sonrió seductora. Llevaba una capa con capucha y la tela negra enmarcaba la delicada belleza de su rostro, con aquellos ojos grandes tan oscuros y los carnosos labios rojos.
Christopher tomó aire, después se acercó a ella, deteniéndose a su espalda. Le colocó las manos en los hombros y respiró profundamente. Era tan cálida, una mujer tan sensual.
—Te he echado de menos —le confesó, acercando los dedos a la lazada que le sujetaba la capa.
—¿Siempre me recibirás vestido sólo con pantalones?
«Siempre», como si existiera la posibilidad de que tuvieran un futuro juntos.
—¿Te gustaría? —Soltó el lazo y le apartó la capucha con delicadeza, para dejar después que la prenda cayese al suelo.
—Me gustaría más que estuvieras desnudo —contestó ella.
—A mí también me gustaría que lo estuvieras tú, así que voy a ocuparme enseguida de ello.
Empezó a desnudarla y lo fascinó ver lo fácil que era hacerlo cuando no estaba nervioso. Sus dedos se movían sin ningún problema, desabrochando los botones uno detrás de otro.
—¿Cómo te ha ido el día después de que me fuera? —le preguntó Christopher.
—En soledad. Yo también te he echado de menos.
Las manos de él se detuvieron. Cerró los ojos e inhaló profundamente para intentar contener esa parte de su ser que ardió de esperanza al oír sus palabras. En su mente recordó lo que había sucedido esa tarde, el modo en que ella lo había amado, cómo Maria se había entregado a él totalmente. La manera en que lo miró, entre sorprendida y asustada, cuando se dio cuenta de eso. Cómo se estremeció cuando la tocó y se derritió luego al recibir sus besos.
Lo que sucedió en la cama cuando se desnudaron y se quitaron mucho más que la ropa.
—He hecho que te preparasen un manjar —murmuró Christopher, besándole la cicatriz que le había quedado en el hombro— y te he comprado flores. Quería cortejarte, no tenía intención de empezar la velada en la cama, pero no puedo esperar.
Deslizó las manos por el escote que el vestido tenía en la espalda y las llevó luego hacia delante para tocarle los pechos por encima de la camisola. Descubrió sus pezones erectos y tiró de ellos con los dedos, tal como le gustaba a ella.
Maria echó la cabeza hacia atrás y, con un gemido, la apoyó en el hombro de Christopher.
—Me encantan tus pechos —le susurró él al oído, excitado—. Esta noche te los lameré hasta que llegues al orgasmo con mi pene dentro de ti. ¿Te acuerdas de lo que se siente? ¿De lo mucho que te aprietas a mi alrededor? —Movió las caderas—. Estoy duro como una piedra sólo de pensarlo.
—Christopher. —Había algo triste y resignado en el modo en que pronunció su nombre y el aire se impregnó de melancolía.
Impaciente por llegar al quid de la cuestión, él tiró del vestido, lo que provocó que un montón de botones forrados de tela salieran volando por todos lados.
—Por tu culpa me quedaré sin vestidos que ponerme —le dijo ella sin aliento, revelando con eso lo mucho que deseaba que la poseyera.
Christopher ya lo sabía, incluso sospechaba que el motivo por el que se había aburrido de Quinn era porque éste se había rendido muy fácilmente cuando ella lo echó de su lado. Tal vez el irlandés habría sido más insistente si Christopher no hubiese aparecido en escena.
Al pensar en eso, su impaciencia aumentó y acabó de quitarle la ropa con más violencia. La tela de la camisola siseó al desgarrarse y entonces le dio la vuelta a Maria y la cogió en brazos. Apretó los pechos desnudos de ella contra su torso, también al descubierto. La levantó del suelo y aceptó los labios que ella le ofrecía para besarla apasionadamente.
Maria le sujetó el rostro entre sus pequeñas manos y sus labios se movieron frenéticos contra los de él. Desesperación, Christopher podía saborearla y sentirla en su propia sangre.
Casi corrió hacia la cama, tan rápidos fueron sus pasos. La dejó sobre el lecho y se quitó furioso los pantalones.
—Separa las piernas.
Ella lo miró con recelo y Christopher supo por qué. Esta vez él no le estaba dando la posibilidad de esconderse.
Se desprendió de la única prenda de ropa que le quedaba en el cuerpo y se subió desnudo a la cama con ella. Le colocó las manos en las rodillas y le separó las piernas. Ella intentó resistirse, pero él no se lo permitió, sujetándola por las caderas para poder devorarle el sexo con la boca.
—No —exclamó Maria tirándole del pelo—. Así no…
Christopher posó las manos sobre el triángulo de rizos negros y separó sus labios vaginales dejando al descubierto la carne rosada que protegía su clítoris. Con la punta de la lengua se lo acarició, lo lamió, le pidió que saliera a jugar. En cuanto emergió, lo rodeó con los labios y succionó con suavidad.
Maria gimió y se arqueó sin dejar de suplicarle que parase, que la poseyera con el pene, porque así podría recomponerse y ser menos vulnerable. Esa última parte no la dijo, por supuesto, pero Christopher lo sabía.
Igual que supo el instante exacto en que Maria abrió los ojos y vio el espejo que él tenía encima de la cama, porque suspiró sorprendida y se tensó.
—¿Te gustan las vistas? —le preguntó, antes de volver a lamerla.
Ella se quedó mirando el reflejo de la sensual imagen de la cabeza dorada de Christopher entre sus piernas y lo que vio la destrozó. Tenía la mirada perdida y estaba cubierta de sudor, no se parecía en nada a la mujer decidida que había visto en su propio espejo antes de salir de su casa. La que veía ahora estaba perdida en el placer que le estaba dando aquel hombre al que deseaba con una desesperación casi animal. Quería a ese hombre que sólo se le había acercado para meterla en la cárcel y recuperar a cambio su libertad.
Eso podría perdonárselo, al fin y al cabo, ella también se le había acercado con segundas intenciones. Maria sabía que mucha gente dependía de Christopher para salir adelante y para ganarse la vida y que probablemente él había pensado en ellos cuando decidió aceptar el trato. No lo habría hecho sólo para salvarse él.
Y sabía todo eso porque le entendía, sabía qué clase de hombre era, el que una vez había querido a un hermano igual que ella quería a Amelia. Pero la realidad era que los motivos de Christopher no habían cambiado y que el hombre que tenía ahora entre las piernas era el mismo que quería verla muerta.
—Maria.
Cerró los ojos al notar que se movía. Christopher le dio un beso en el clítoris y después se tumbó a su lado.
—Tú no eres nada tímida —murmuró—, pero has perdido el deseo al verme haciéndote el amor. —Colocó una mano en su cadera y la tumbó de lado para presionar su erección contra el estómago de ella—. ¿Te ha parecido demasiado íntimo?
Maria abrió los ojos y lo miró, fijándose en que los azules de Christopher brillaban de ternura y de deseo.
—¿Me estabas «haciendo el amor»? —le preguntó con la voz rota—. ¿O lo único que existe entre tú y yo es buen sexo?
—Dímelo tú.
Se quedaron mirándose el uno al otro y Maria sintió como si esa pregunta fuese una tercera persona que estuviese en la cama con ellos dos.
—Ojalá lo supiera.
—Pues averigüémoslo juntos —sugirió él, levantándole un muslo para separarle las piernas y deslizar la punta de su miembro erecto hacia su sexo—. Acéptame dentro de ti —le pidió—. Déjame entrar.
¿Era posible conocer el carácter de un hombre a través del sexo?
—Dime qué le pasó al testigo que iba a declarar en tu contra —susurró Maria.
—¿Quién quiere saberlo? —replicó él.
Ella se quedó sin aliento y le costó respirar.
—Christopher…
¿Él lo sabía? ¿Era posible que lo supiera? Seguro que si Christopher estuviese enterado de lo que ella estaba tramando no la tocaría de esa manera, ¿no?
—Déjame entrar dentro de ti, Maria —volvió a pedirle, presionando la entrada de su cuerpo con el pene—. Hazme el amor y te daré todas respuestas que buscas.
Ella colocó una pierna por encima de la cadera de él y movió una mano para dirigir su erección. Su mano tembló, igual que su respiración, y se estremeció. Rodeó el miembro de Christopher con los dedos y alteró el ángulo para que pudiese penetrarla. Él lo hizo y separó los labios de su sexo un poco más, haciendo que ella echase el cuello hacia atrás de placer.
—Más —murmuró Christopher—. Quiero estar por completo dentro de ti. Tan hondo como pueda llegar.
Maria se le acercó y dejó que su miembro entrase en su cálido interior. Gimió al notar lo grande que era y lo mucho que le gustaba.
Christopher le sujetó el mentón y la hizo levantar la cabeza.
—Míranos.
Maria tenía miedo de hacerlo, pero al mismo tiempo fue incapaz de reprimir el deseo de verlos a los dos juntos, así que fijó su mirada desenfocada por la pasión en el reflejo del espejo. El enorme y musculoso cuerpo de Christopher la engullía, la parte superior de la cabeza de ella aparecía bajo el mentón de él y sus pies apenas llegaban a la mitad de sus pantorrillas. La piel del torso y de los brazos de Christopher estaba bronceada por el sol y parecía muy oscura al lado de la de ella, que en raras ocasiones recibía el beso del astro solar. El pelo dorado de él parecía aún más claro comparado con su melena negra. Sus físicos eran completamente opuestos y sin embargo su interior era idéntico.
Eran la pareja perfecta.
—¿Lo ves? —susurró él, obligándola a mirarlo a los ojos en su reflejo.
Juntos observaron cómo su erección desaparecía dentro de ella. A Maria le pesaban los párpados por aquel adictivo placer, pero se negó a volver a cerrarlos. Christopher se retiró y dejó que viese su miembro empapado y resplandeciente de los fluidos de ella y entonces apretó los glúteos y volvió a penetrarla.
Maria apartó la vista del espejo para fijarla en él, en su rostro perfecto que ahora resplandecía de lujuria. Y cuando Christopher volvió a deslizarse dentro de ella, su semblante reflejó el placer que sentía. Y cuando Maria se miró a sí misma, vio que el suyo reflejaba lo mismo.
—Y ahora dime —susurró él, con aquella voz tan ronca que ella tanto adoraba—, ¿estamos haciendo el amor?
Gimió cuando Christopher acompasó los movimientos de sus pelvis a la perfección.
—Dímelo, Maria. —Clavó sus ojos en los de ella a través del espejo—. Yo te estoy haciendo el amor. ¿Tú me estás haciendo el amor? —Salió de su interior y volvió a entrar. Más fuerte. Más adentro—. ¿O para ti esto es sólo sexo?
¿De verdad era tan buen actor? ¿De verdad podía engañarla tanto y fingir aquella entrega tan íntima?
Por mucho que intentaba reconciliar la información que tenía con el hombre que estaba entre sus brazos, no podía.
Maria le rodeó el cuello y apoyó la mejilla en la suya. Y fue entonces cuando notó las lágrimas en la piel. Le resultó imposible discernir si eran de él o de ella.
—Es más que sexo —susurró y observó en el espejo cómo una emoción dulce y posesiva transformaba el rostro de Christopher.
Él la abrazó con todas sus fuerzas y empezó a poseerla en serio, moviendo las caderas para dirigir su miembro y penetrarla con absoluta precisión. Ella también lo poseyó con el mismo fervor, sin apartar la vista del erótico reflejo, observando sus cuerpos entrelazados, la erección de él entrando y saliendo de ella tan rápido que se veía incluso borrosa.
Maria separó los labios en un silencioso grito y su cuerpo se tensó al alcanzar un orgasmo devastador. Christopher gimió y la acarició mientras ella se convulsionaba, le susurró palabras sexuales y cariñosas al oído, mientras Maria creía que iba a morir en medio de aquel clímax. Y sólo cuando ella se relajó en sus brazos, él se permitió eyacular y terminar; su miembro tembló dentro de ella, llenándola, inundándola de su esencia.
Con la respiración entrecortada, la besó apasionadamente y compartieron el aire que tenían en los pulmones.
Y se convirtieron en un único ser.