18

Simon se apoyó en el mullido cabezal y alargó el brazo para coger la copa de vino que había encima de la mesilla de noche. Tenía la piel sudada después de tanto ejercicio, así que no se cubrió con la sábana y dejó que la brisa que se colaba por la ventana lo refrescase.

Bebió unos pequeños sorbos y después miró a la bonita rubia que tenía al lado, con una indolente sonrisa en los labios.

—¿Te apetece una copa, Amy?

—Sí. —La chica se sentó y, al coger la copa, dejó al descubierto unos preciosos pechos.

—Cuéntame más cosas sobre la habitación secreta que hay en la casa de lord Sedgewick —murmuró Simon, observándola entre los párpados.

Amy bebió el delicado vino a grandes tragos y Simon se horrorizó.

—Es donde esconde el licor.

—El licor de contrabando.

—Sí.

—¿Y la entrada está al lado del conducto del carbón?

Ella asintió y los rizos de su melena se balancearon alrededor de su hermoso rostro.

—Así se facilita la entrega. No vas a robarlo, ¿verdad?

—Por supuesto que no —la tranquilizó él—. Sencillamente, me parece una idea brillante y me gustaría copiarla en mi casa.

Mojó un dedo en la copa y después resiguió los labios de ella con el vino. Amy se sonrojó y desvió la vista hacia el pene medio erecto que descansaba en el muslo de él.

—Dentro de un rato volveremos a ocuparnos de esto —murmuró Simon, disimulando una sonrisa por lo fácil que resultaba de distraer a aquella chica.

Ella hizo un mohín.

—¿Cuándo recibe visitas?

—Los martes y los jueves de tres a seis.

Simon sonrió. Cuando terminase con lo que tenía entre manos iría a ver esa habitación secreta y comprobaría si podía oírse algo a través de la pared. En caso de que la respuesta fuese afirmativa, colocaría a un hombre allí cada martes y cada jueves, con la esperanza de descubrir algo más sobre el vizconde. Sedgewick se había acercado a hablar con Maria en el baile de máscaras por algún motivo y él iba a averiguarlo.

Pero antes tenía acabar con lo que estaba haciendo.

Dejó la copa a un lado y miró a Amy con una seductora sonrisa. Ella se estremeció y se tumbó al instante.

«Ah, tengo un trabajo muy duro», pensó Simon, sonriendo para sí.

Y se dispuso a cumplir con él.

Amelia estaba tan contenta por haberle escrito la carta a Maria que volvió a casa como si estuviese flotando. Por primera vez en su vida sentía que estaba haciendo algo de provecho. Ahora tenía un objetivo y había puesto en marcha un plan para conseguirlo. Estaba tan concentrada pensando en sus cosas, que unos brazos volvieron a pillarla desprevenida. Pero esta vez el grito de sorpresa de ella fue amortiguado por una boca cálida y apasionada, que logró convertirlo en un gemido de pasión.

—Colin —suspiró con los ojos cerrados, esbozando una sonrisa.

—Dime que no lo has besado —le pidió él con la voz ronca, mientras le rodeaba la cintura y la espalda con sus fuertes brazos.

—Dime que no estoy soñando —murmuró ella, encantada de estar cerca del hombre que amaba.

—Sería mejor que lo estuvieras —dijo Colin soltándola con un suspiro.

Amelia abrió los ojos y vio que él tenía el cejo fruncido y los sensuales labios apretados.

—¿Por qué estás empeñado en sentirte tan mal por algo tan maravilloso?

Colin sonrió con tristeza.

—Mi dulce Amelia —murmuró, acariciándole la cara. Él llevaba el pelo largo y le caía sobre aquellos ojos que a ella tanto le gustaban—. Porque a veces es mejor no saber lo que te estás perdiendo. Así puedes decirte que no habría sido tan maravilloso como soñabas. Pero cuando lo sabes, resulta más difícil no echarlo de menos.

—¿Tú me echarás de menos? —le preguntó, porque el corazón le dio un vuelco al imaginárselo.

—Niña egoísta.

—Yo lo he pasado muy mal por tu culpa.

Colin cerró los ojos y la besó despacio.

—Dime que no lo has besado.

—¿Acaso no te fías de mí? —Se puso de puntillas y le rozó la punta de la nariz con la suya—. Sólo le he pedido un favor.

—¿Qué favor? —le preguntó él, enfurruñado.

—Le he pedido que le mande una carta a mi hermana en mi nombre.

Colin se quedó petrificado.

—¿Qué? —Movió una mano a su alrededor—. Pero si todo esto es precisamente para mantenerte alejado de ella.

—Necesito conocerla. —Se apartó de él y se cruzó de brazos, decidida.

—No, no lo necesitas. ¡Dios! —masculló Colin, con las manos en las caderas—. Siempre encuentras la manera de meterte en líos.

Con su exótico y atractivo aspecto y su tendencia al mal humor, era perfecto para Amelia. Ella suspiró aún más enamorada. Y su suspiro hizo que él se enfurruñara más.

—No me mires así —protestó Colin.

—¿Así, cómo?

—¡Así! —La señaló.

—Te amo —contestó ella con la adoración propia de una niña que llevaba toda la vida teniéndolo en su corazón—. Sólo sé mirarte así.

Él apretó la mandíbula.

—He echado tanto de menos lo protector que eres conmigo —añadió Amelia en voz baja, entrelazando los dedos.

—No soy protector, lo que pasa es que tú me exasperas —la corrigió Colin.

—Bueno, no te exasperarías tanto si no fueras protector.

Él negó con la cabeza y se apartó de ella para sentarse en un tocón. A su alrededor, los pájaros cantaban suavemente y las hojas que había en el suelo crujían de vez en cuando con la brisa. A lo largo de los años, los dos habían jugado en incontables bosques y en múltiples playas y habían corrido incansables por verdes prados. Y estuvieran donde estuviesen, Amelia siempre se había sentido a salvo porque Colin estaba a su lado.

—¿Por qué no me lo has pedido a mí en vez de a lord Ware?

—Porque espero que Maria me conteste y la carta no puede llegar aquí. Necesitaba que él me ayudase a mandarla y a recibir la respuesta. —Se detuvo en seco al ver que Colin agachaba la cabeza y se la sujetaba entre las manos—. ¿Qué te pasa?

Amelia se arrodilló delante de él, sin importarle lo más mínimo su vestido blanco.

—Cuéntamelo —le pidió, al ver que seguía en silencio.

Colin la miró.

—Siempre habrá cosas que yo no podré darte y que hombres como Ware sí podrán.

—¿Qué cosas? —le preguntó ella—. ¿Vestidos bonitos y lazos para el pelo?

—Caballos, mansiones, sirvientes como yo —soltó él, furioso.

—Ninguna de esas cosas me ha hecho feliz. —Le puso sus pequeñas manos en los hombros y le dio un apasionado beso en los labios—. Excepto un sirviente como tú y sabes perfectamente que yo jamás te he considerado inferior a mí.

—Porque has llevado una vida muy protegida, Amelia. Si llegas a salir al mundo, descubrirás cómo son las cosas en realidad.

—No me importa lo que piense la otra gente, lo único que me importa es que tú me ames.

—Yo no puedo amarte —susurró él, levantando las manos para cogerle las muñecas y apartarla—. No me lo pidas.

—Colin. —De repente se sintió como si ella fuera la mayor de los dos, la que tenía que cuidarlo y protegerlo—. Me rompes el corazón, pero aunque sólo me queden pedazos, tengo amor de sobra para ambos.

Colin soltó una maldición en voz baja, la cogió en brazos y le dijo con besos lo que no quería decirle con palabras.

Maria se relajó en la bañera con los ojos cerrados y apoyó la nuca en el borde redondeado. Esa noche iría a ver a Christopher y le contaría la verdad sobre Amelia y sobre Welton. Y también sobre Eddington, y juntos encontrarían la manera de solucionar sus problemas. Aunque le había llevado varios días tomar esa decisión, en el fondo de su corazón sabía que era la correcta.

Suspiró y se hundió más en el agua caliente. Unas voces masculinas sonaron en el pasillo y oyó que se abría la puerta de su dormitorio y después la del cuarto de baño.

—Has estado fuera todo el día, Simon, querido —murmuró.

Oyó que él arrastraba una silla hasta la bañera y se sentaba pesadamente en ella. Y fue ese suspiro profundo que él exhalaba siempre que tenía que armarse de valor para decirle algo desagradable lo que la asustó. Abrió los ojos y descubrió a un Simon muy serio, carente de la alegría que solía caracterizarlo.

—¿Qué pasa?

Él se inclinó hacia delante, apoyó los antebrazos en los muslos y la miró a los ojos.

—¿Te acuerdas de que te dije que lord Sedgewick tenía un cuarto secreto para guardar el licor? Hoy ha recibido a un visitante cuyas palabras han arrojado mucha luz sobre los asuntos del noble.

Maria se sentó en la bañera para prestarle mayor atención.

—¡Simon, eres un genio!

Pero el piropo no le arrancó la sonrisa que ella esperaba y que tanto le gustaba.

—Maria… —empezó él, pero entonces se puso en pie y se acercó para cogerle la mano que tenía apoyada en la bañera.

Los nervios le encogieron el estómago.

—Dime qué pasa.

—Sedgewick es un agente de la Corona.

—Cielo santo, me había asustado con tanto drama. —Frunció el cejo y repasó mentalmente todas las posibilidades—. Nunca dejarán de investigar los asesinatos de Winter y de Dayton y es normal que yo sea la principal sospechosa.

—Sí, la agencia quiere atraparte. —Simon exhaló sonoramente—. De hecho, tienen tantas ganas de hacerlo que incluso han soltado a un criminal convicto para ello.

—¿Un criminal convicto? —Negó con la cabeza al comprender lo que Simon estaba insinuando—. No…

Sin importarle lo más mínimo su carísimo pantalón, él se puso de rodillas en el suelo para quedar a la altura de los ojos de ella.

—Sedgewick tiene al testigo que declaró en contra de St. John en un hostal en St. George’s Fields. El vizconde le ha ofrecido un trato a St. John: le concederán la libertad si consigue pruebas para colgarte a ti en su lugar. Por eso a Sedgewick no lo sorprendió verlo en el baile de máscaras de los Campion y por eso dio por hecho que tú ibas con el pirata.

Maria se quedó mirando a Simon e intentó encontrar algo en el rostro de su querido amigo que indicase que la estaba engañando. Sería una broma de muy mal gusto, pero lo preferiría a la alternativa: asumir que su amante estaba dispuesto a traicionarla y a verla muerta.

—No, Simon. No.

Nadie podía hacer el amor como se lo había hecho Christopher y mentir al mismo tiempo.

Simon se puso en pie con un único y grácil movimiento y tiró de Maria. La cogió en brazos y los dos se sentaron en el suelo, donde la abrazó cariñosamente. Ella se agarró a él con todas sus fuerzas y lloró lágrimas silenciosas pero abundantes. Estaba mojada y le estropeó la ropa, pero él la acunó y le murmuró palabras de consuelo, la abrazó y le dijo que la quería.

—Creo que él siente algo por mí —dijo Maria con el rostro bañado en lágrimas, oculto contra la garganta de Simon.

—Sería de piedra si no lo sintiera, mhuirnín.

—Me resulta imposible creer lo contrario. —Tembló al tomar aliento—. Esta noche tenía intención de pedirle que me ayudase.

Si todo lo que había sucedido entre los dos formaba parte de un plan para ganarse su confianza, se podía decir que había sido todo un éxito. Maria había estado a punto de revelarle su más preciado secreto, su único punto débil, y todo porque creía en él. Incluso había llegado a la conclusión de que Christopher merecía saberlo, porque él la había perdonado por lo de Eddington a pesar de que ella nunca le había dado ninguna explicación al respecto.

«Eddington».

Se apartó y sujetó las solapas de la chaqueta de Simon con desesperación.

—Sabes que St. John me ha estado vigilando, que sabe que Eddington fue a visitarme a Brighton y que mandó a Tim a investigar quién era Amelia. Si ha hecho todas estas cosas para hacerme daño… Dios santo, he sido una estúpida por confiar en él.

Fue como si volvieran a apuñalarla, pero esta vez en el corazón. ¿St. John también intentaría utilizar a su hermana en su contra?

—Ya he mandado a unos hombres a buscar a ese testigo —la tranquilizó su amigo—. Tú también tendrás algo con que negociar.

—Oh, Simon. —Maria se abrazó a él—. ¿Qué haría yo sin ti?

—Estarías muy bien, mhuirnín. Pero no tengo ninguna intención de que lo descubras. —Apoyó el mentón en la cabeza de ella—. ¿Qué piensas hacer?

—No estoy segura. Supongo que le daré la oportunidad de redimirse —dijo, con un nudo en la garganta—. Tengo intención de preguntarle directamente por qué lo soltaron. Si se niega a decírmelo o esquiva la pregunta, entonces sabré que sólo piensa en sí mismo y en sus intereses, y no en los míos.

—¿Y qué harás entonces?

Maria se secó las lágrimas.

—Entonces, haremos lo que tengamos que hacer. Amelia siempre ha sido y siempre será lo primero.

Christopher entró en su casa silbando y con paso ligero. En toda su vida no podía recordar la última vez que se había sentido tan… feliz. Ni siquiera sabía que él pudiese serlo, por Dios santo. Siempre había creído que ese sentimiento estaba fuera de su alcance.

Le lanzó el sombrero a su mayordomo y después se quitó los guantes, mientras pensaba cómo podía recibir a Maria aquella noche. Mandaría unos hombres a su casa para asegurarse de que llegaba sana y salva, pero ¿qué haría con ella cuando llegase allí?

Le gustaría pasarse horas y horas con Maria en la cama, de eso no cabía ninguna duda, pero también quería cortejarla. Estaba ansioso por seguir explorando aquel mundo tan desconocido para él que era la pareja.

—Hum…

Se exprimió el cerebro para idear algo que ninguno de los pudiese olvidar. Podría pedirle a su cocinera que le preparase una selección de platos con propiedades afrodisíacas. Y encargar flores. Unas que oliesen a algo exótico y que creasen el ambiente adecuado.

Sonrió pícaro. Todo lo que estaba pensando iba dirigido a la parte más sexual de la noche. Era obvio que no sabía nada acerca del romanticismo ni de cómo preparar una velada romántica. Echó los hombros hacia atrás y se planteó dormir una siesta. Tenía que seguir dándole vueltas al tema, pero antes necesitaba recuperar energías.

—St. John.

Christopher giró la cabeza y vio a Philip en la puerta del despacho.

—¿Qué pasa?

—Los hombres que mandaste para averiguar quién era esa joven llamada Amelia han vuelto esta tarde.

Christopher levantó ambas cejas y entró en el despacho, donde se sentó a su escritorio. Frente a él estaban los cuatro hombres a los que les había encargado la misión. Todos estaban cubiertos del polvo del viaje y la satisfacción que desprendían era casi palpable. Fuera lo que fuese lo que habían averiguado, era algo que a él iba a parecerle importante.

—Adelante —les dijo y su cansancio de antes se desvaneció.

Los cuatro se miraron unos a otros y entonces Walter dio un paso adelante. Tenía cuarenta años y el pelo y la barba canosos y llevaba con Christopher desde el principio de su nada respetable carrera. Era uno de los hombres que lo había visto perder la virginidad en aquel callejón mugriento.

—Le dije a Tim que se adelantase para contarte las buenas noticias, pero he oído decir que se ha entretenido un poco en otra parte.

Christopher sonrió.

—Sí, es verdad.

—Bueno, pues espero que no lamentes el retraso. El nombre completo de Amelia es Amelia Benbridge y es hija del vizconde Welton.

¿La hija de Welton?

—Dios santo —susurró Christopher, apoyándose pesadamente en el respaldo de la silla—. Es la hermanastra de lady Winter.

—Sí. Lo raro es que en ningún pueblo de los alrededores de la casa de Welton habían oído hablar de la chica. Cuando hicimos preguntas sobre ella, todo el mundo nos miró como si fuéramos tontos.

—¿Cómo la habéis encontrado?

—El vicario tenía su certificado de nacimiento.

—Buen trabajo —los felicitó Christopher, a pesar de que no podía dejar de mover nervioso la pierna. A Maria la habían apuñalado cuando intentaba hablar con su hermana. Era evidente que las mantenían separadas por la fuerza—. Tengo que encontrarla.

—Ah, bueno, ya la hemos encontrado.

Él miró atónito el rostro resplandeciente de satisfacción de Walter.

—En un hostal, Peter llamó la atención de una chica muy guapa. Mientras estaba hablando con ella, intentando meterse bajo sus faldas, la joven le dijo que la habían contratado como doncella de la hija de un vizconde. Y el vizconde que describió se parecía mucho a Welton. Así que la seguimos hasta Lincolnshire y descubrimos que la dama a la que tiene que servir se llama Amelia Benbridge.

—¡Excelente!

—Fue un golpe de suerte —reconoció Walter—, pero también vale, ¿no?

—Por supuesto que vale. Peter no está aquí —señaló Christopher—. Deduzco que lo habéis dejado allí para vigilar a la chica. Bien hecho. —Miró a Philip, que seguía en la puerta—. Ve a buscar a Sam.

Tamborileó con los dedos sobre la mesa del escritorio.

—¿Welton fue quien contrató a la chica?

—Eso fue lo que nos dijo ella.

Christopher soltó el aliento y repasó mentalmente la información que tenía. El vizconde tenía a Amelia. Maria quería a Amelia. Welton sufragaba los gastos de Maria y la presentaba a hombres como Eddington. Christopher todavía no tenía ni idea de por qué éste le pagaba a Maria, pero estaba seguro de que no era a cambio de favores sexuales. Empezó a formarse una imagen en la mente, pero todavía estaba demasiado difuminada como para que tuviese sentido.

Sam entró en el despacho.

—Mañana irás con Walter y los demás a Lincolnshire —le dijo Christopher—. Hay allí una chica. Necesito saber si es la misma con la que intentó hablar lady Winter. Si lo es, escríbeme, pero quedaos cerca de ella. Seguidla si es necesario. Quiero saber dónde está en todo momento.

—Por supuesto.

La convicción con que Sam apretó la mandíbula le dijo a Christopher que el hombre haría todo lo que fuera necesario para redimirse, igual que estaba haciendo Tim.

—Id a refrescaros —les dijo entonces a los demás—. Relajaros un poco esta noche. Echad un polvo. Recibiréis una recompensa por vuestro trabajo.

—Gracias —dijeron todos al unísono, con una sonrisa.

Christopher los despidió y se tomó un segundo para ordenar sus pensamientos antes de levantarse y subir a su dormitorio.

Maria sabía que él disponía de los medios necesarios para ayudarla. Y ahora que por fin habían derribado sus mutuas defensas, ¿le contaría sus secretos? Esperaba que así lo hiciera.

Con ese objetivo en mente, empezó a hacer planes para esa noche. Ahora tenía otro tipo de seducción prevista. Christopher quería conquistar el corazón de Maria hasta el último y oscuro rincón.

¿Confiaría ella en él lo suficiente como para entregárselo?

—El conde de Eddington pregunta si está usted en casa.

Maria miró al mayordomo a través del reflejo del espejo. El hombre mantenía el rostro tan impasible como el suyo, aunque ella por dentro era un cúmulo de dolor y confusión. Al final asintió.

El sirviente le hizo una reverencia y se retiró.

Sarah siguió arreglándole el pelo a Maria, colocándole perlas y flores entre el recogido, pero cuando llamaron a la puerta y apareció Eddington, la doncella le hizo una reverencia y se retiró.

—Lady Winter —la saludó el conde, entrando en el vestidor—. Es usted, como siempre, una visión incomparable.

Eddington siempre se tomaba confianzas y Maria no sabía si eso le acababa de gustar. Iba impecablemente vestido, con un traje de color vino y el pelo negro recogido en una cola que le caía por la espalda. Le tendió una mano, que él besó y después el hombre se sentó en un pequeño taburete que había cerca del tocador.

—Cuénteme algo —le pidió, observándola intensamente con los ojos entrecerrados.

—Ojalá tuviera alguna información que darle —murmuró Maria, negándose a contarle lo que había averiguado sobre Sedgewick hasta que supiera si Christopher sentía o no algo por ella.

El conde suspiró como si ella lo hubiese decepcionado y abrió la cajita de rapé que llevaba. Cogió la mano a Maria, colocó una pizca de polvo encima de la muñeca de ella e inhaló.

—Está preocupada por algo —advirtió, mirando con suspicacia el rápido latido de sus venas.

—Mi doncella no consigue hacerme el peinado que quiero.

—Vaya. —Le pasó el pulgar por la muñeca—. ¿Qué planes tiene para esta noche? ¿Todavía está de vacaciones?

Maria apartó la mano de golpe.

—No. Esta noche tengo una cita con un criminal de mucho renombre.

—Fantástico. —Eddington sonrió satisfecho.

A pesar de que Maria era inmune a los encantos del noble, no le pasó por alto lo atractivo que era. Ni que era un espía. Una combinación deliciosa si a una le gustaban los héroes libertinos.

—¿Tiene intención de preguntarle directamente a St. John cómo consiguió que lo soltasen? —preguntó como si nada—. ¿O pretende obtener la información que necesito recurriendo a otras tácticas?

—Si le revelara mis secretos, ¿qué valor tendría entonces yo para usted?

—Cierto. —Eddington se puso en pie y levantó la tapa del joyero de Maria. Eligió un pequeño parche de color negro en forma de diamante y se lo colocó a ella en el borde exterior de un ojo—. A la agencia le iría muy bien tener a su servicio a una mujer con sus habilidades. Debería considerarlo.

—Y usted debería irse, para que yo pueda terminar de arreglarme y salir a cumplir con la misión que me ha encargado.

El conde se levantó, se colocó detrás de ella y le puso las manos en los hombros.

—Debería pensárselo dos veces. Es una propuesta formal y completamente sincera.

Maria lo miró a los ojos a través del espejo.

—Yo todo me lo pienso dos veces, milord. En especial las propuestas que me hacen los hombres que pueden beneficiarse de mi caída.

Eddington sonrió.

—Usted nunca confía en nadie, ¿no?

—Por desgracia —se miró a sí misma en el espejo—, he aprendido a no hacerlo.

Tim arrinconó la sensual y robusta figura de Sarah contra la pared del salón, la sujetó por las nalgas con una mano y la movió contra su miembro erecto. Sólo podía pensar en tocarla… hasta que oyó a lady Winter hablando con lord Eddington en la habitación de al lado.

Tim cerró los ojos y apoyó la frente en la pared, unos centímetros por encima de la cabeza de Sarah, que era mucho más baja que él. Al gigante le dolió mucho descubrir esa traición. Había llegado a encariñarse con lady Winter y había empezado a respetarla; confiaba en que su relación con St. John durase indefinidamente. Los dos tenían un brillo especial en los ojos desde que estaban juntos y St. John nunca había sido tan feliz como cuando estaba en compañía de aquella dama.

—El conde ya se ha ido —masculló, apartándose—. Seguro que lady Winter te necesita.

—¿Vendrás a mi habitación más tarde? —le preguntó Sarah sin aliento.

—Lo intentaré. Vamos, vete. —La hizo girar y le pellizcó el culo antes de que ella se dirigiese hacia la puerta que tenía al lado.

Tim esperó hasta que la oyó echar el cerrojo y entonces salió del salón.

El tiempo era de vital importancia.

Tenía que darse prisa, todavía podía avisar a St. John sobre las verdaderas intenciones de lady Winter y volver a la casa sin que nadie se diese cuenta.