17

Maria gimió suavemente cuando Christopher le dio aquel beso tan sensual, un beso sin prisas y sin urgencia con el que la saboreó como si fuese un manjar delicioso. Deslizó la lengua entre sus labios y después la retiró despacio, lamiéndola profundamente. Mientras, con una mano le tocaba un pecho, se lo acariciaba, le tiraba del pezón con los dedos y la excitaba sin remedio.

Ella se estremeció debajo de él, estaba tan enardecida que no podía estarse quieta, su cuerpo no podía dejar de moverse.

—Maria.

Dios, cómo le gustaba la manera que tenía Christopher de decir su nombre, con tanta pasión que le robaba el aliento.

Pasó las manos por la espina dorsal de él y le acarició la espalda. Tenía los músculos tan duros que no consiguió moverlo cuando intentó acercárselo.

Eso era lo que Maria quería cuando volvió de Brighton, esa pasión tan íntima mezclada con deseo. A diferencia de Simon, Christopher no se había alejado cuando ella se lo había pedido. El pirata la había obligado a admitir la verdad, a aceptarlo a su lado… a aceptar su placer.

Christopher se apartó de repente, tenía la respiración errática y entrecortada y le temblaba todo el cuerpo. Apoyó una mejilla en la de ella y le preguntó emocionado:

—¿Tienes alguna idea de lo que me haces?

La desesperación de su voz llenó los ojos de Maria de lágrimas.

—¿Se parece a lo que me haces tú a mí?

La ardiente boca de Christopher le succionó el cuello de un modo muy erótico.

—Maldita sea, eso espero. No creo que pudiera soportar ser el único que se siente de este modo.

Maria levantó las manos hasta los hombros de él y lo empujó. Christopher se quejó y siguió besándole el cuello, pasándole la lengua por encima del pulso una y otra vez.

—Deja que te haga lo mismo en el pene —le susurró ella al oído.

Él levantó la cabeza y la miró con sus ojos insondables.

—Sí.

Se tumbó de espaldas y la colocó encima de él. Sujetándola con una mano en la nuca, la besó. Un beso duro y rápido para darle las gracias.

El gesto hizo sonreír a Maria, que se deslizó por el cuerpo de Christopher con movimientos lentos y deliberados. Acercó la boca al torso de él y le acarició los pezones, atormentándolo de un modo similar a como él lo había hecho antes. Christopher se tensó, aguantó la respiración y esperó. Maria deslizó la lengua por su pecho y le arrancó un gemido.

—No te entretengas —le suplicó con voz ronca—. Te necesito.

Maria se apiadó y bajó hasta colocarse entre sus muslos, que él tenía ya separados. Sus músculos se contraían en espasmos por culpa de la tensión que intentaba contener. Ella observó los testículos, pesados y apretados contra el cuerpo, ansiosos por seguir sintiendo placer. El pene de Christopher, ancho y duro, se erguía hacia arriba. Maria sopló sobre éste hasta hacerlo temblar y una gota de semen escapó del prepucio.

—Delicioso —suspiró ella, mientras cogía el falo y se lo acercaba a la boca.

Cuanto más próximo estaba a sus labios, más gotas de semen resbalaban por la punta y se deslizaban por la vena que lo recorría. Maria sacó la lengua y la apoyó plana encima de la punta para lamerlo despacio hasta limpiarlo.

—¡Ah! —Christopher cerró los puños encima de la sábana y tensó el cuello. Cayeron más gotas de semen, que recorrieron el pene hasta el valle que había creado ella con los dedos. Christopher la observó con los ojos hambrientos—. Maria —susurró con urgencia.

Ella se tumbó junto a él a la altura de su miembro.

—Ponte de lado —le pidió.

Con los dos de costado, mirándose el uno al otro a pesar de que Maria estaba mucho más cerca de los pies de la cama que Christopher, ella cogió su erección y se la llevó a los labios para poder succionarla. Sujetó las caderas de Christopher para que no se moviese y él soltó una maldición, estremeciéndose con violencia. Maria deslizó la lengua arriba y abajo por la zona más sensible del prepucio. El gemido que escapó de Christopher fue ronco y atormentado y por un instante ella tuvo ganas de llorar. Estaban demasiado unidos emocionalmente, podían hacerse mucho daño el uno al otro. Ella quería darle todo el placer que fuera capaz, quería proporcionarle al menos esa felicidad, en medio de las desdichas que los rodeaban.

Cerró los ojos y succionó la punta del pene y después le pasó la lengua para capturar todas las gotas de semen que lo cubrían profusamente.

—Dios —siseó él, sujetándole la cabeza con las manos para mantenerla quieta, al tiempo que levantaba las caderas.

Maria le cogió los testículos y los hizo rodar con cuidado. Las manos de Christopher la apretaron hasta hacerle daño y a ella se le erizaron los pezones y notó que su sexo se humedecía de deseo.

Succionó con fuerza y apretó la boca tanto como pudo hasta hacerlo estremecer.

—Sí… Maria…

Ella se entregó a él igual que había hecho Christopher al ir allí a buscarla. Sólo movía la boca, manteniendo el resto del cuerpo completamente inmóvil, y dejó que fuese él quien marcase el ritmo. Christopher siguió gimiendo, gritando y temblando y las palabras que salían de su garganta eran cada vez más guturales, a medida que aumentaba también el fervor con que penetraba la boca de Maria.

Pronto los labios de ella estuvieron húmedos de semen y de saliva y el pene de él siguió creciendo en el interior de su boca. Christopher soltó una maldición y se apartó; la tensión que dominaba su cuerpo evidenció lo poco que le faltaba para llegar al final. Volvió a entrar profundamente dentro de la boca de Maria y entonces se quedó petrificado y gritó al alcanzar el orgasmo y perder la cordura.

El sabor salado y ardiente del semen llenó la boca de ella, que siguió lamiéndolo, succionándolo, masturbándolo y apretándole los testículos con fuerza. Christopher intentó apartarse, huir, pero Maria lo retuvo cautivo y lo poseyó, lo obligó a rendirse y le hizo farfullar incoherencias.

—No… Maria… Dios… santo… sí… no… más… no… más… —Hasta que por fin susurró una súplica—: No pares…

Lo dejó seco, no dejó de mover las manos ni la boca hasta que a Christopher le desapareció por completo aquella dolorosa erección y su pene se suavizó despacio encima de su lengua.

—Por favor —le suplicó él dejando caer las manos, inertes, a ambos costados del cuerpo, visiblemente exhausto—. No puedo más.

Maria lo dejó ir y se lamió los labios. Su cuerpo se quejó por el deseo que corría por sus venas, pero al mismo tiempo se sentía profundamente satisfecha.

Christopher la estaba observando con los ojos desenfocados y con la cara sonrojada y cubierta de sudor.

—Ven aquí —le pidió con voz ronca y los brazos abiertos.

Maria se arrastró por el colchón hasta su lado y apoyó la mejilla encima del corazón acelerado de él. Cerró los ojos y respiró hondo. La respiración de Christopher se fue relajando y perdiendo intensidad hasta que se quedó dormido. Ella estaba a punto de hacer lo mismo cuando notó que él le levantaba la camisola y que el aire le rozaba las piernas.

Giró la cabeza y lo descubrió mirándola. Una vez más, volvía a ser el hombre controlador y decidido que ella conocía.

—¿Christopher? —dijo Maria en voz baja, temblando al sentir que le colocaba una mano ardiente encima del muslo.

Él la tumbó de espaldas y apoyó la cara en una mano mientras deslizaba la otra entre las piernas de ella.

—Ábrelas —le dijo con voz ronca.

—No tienes que…

—Ábrelas. —La presión de su mano se hizo más insistente.

Excitada sólo por verlo tan decidido, Maria separó las piernas y gimió de placer cuando Christopher deslizó los dedos por los rizos de su pubis.

—Eres tan perfecta —murmuró, separándole los labios del sexo—. Te has excitado al darme placer con la boca.

Sus largos dedos se deslizaron con cuidado por su clítoris y lograron que la vagina se le apretase de deseo.

—Y tus pezones. —Agachó la cabeza y le rodeó la punta de uno con el calor de su boca, tirando de él y succionando con movimientos rítmicos. Le soltó el pecho y sopló encima de la zona que había dejado húmeda, para dejarla erecta y hacer gemir a Maria—. Eres deliciosa y muy sensible y tienes una vagina —deslizó dos dedos dentro— que me succiona hasta lo más hondo.

A Maria empezó a costarle respirar y Christopher movió los dedos hacia dentro y hacia fuera del sexo de ella, sin dejar de mirar cómo el placer se reflejaba en su rostro.

—Pero a pesar de lo mucho que adoro el aspecto exterior de mi preciosa y seductora española —movió los labios encima de los de ella, robándole el aliento mientras la masturbaba con los dedos—, lo que me ata a ella es lo profundamente que me complementa.

—Christopher —susurró Maria con el corazón en la garganta.

No podía respirar, se sentía como si estuviese cayendo al vacío y no pudiera parar aunque quisiera.

—Sí. —Movió los labios encima de los de ella. Estaba muy, muy cerca—. Sorprendente, ¿no?

Maria se sujetó del cubrecama y levantó las caderas al mismo ritmo con que él movía los dedos dentro de su sexo. Estaba húmeda, excitada y podía notar cómo su cuerpo succionaba los dedos de Christopher y se negaba a soltarlos.

—Estás tan apretada y me deseas tanto —murmuró él—. Si no me hubieras arrebatado hasta la última gota…

—Después —gimió ella, cerrando los ojos.

—Después —le prometió él con aquella voz tan ronca que sólo utilizaba en el dormitorio—. Ahora mírame cuando te corras. Quiero ver lo mucho que te gusta que te dé placer así.

Maria se obligó a abrir los ojos y se quedó aturdida al ver la ternura que brillaba en los de Christopher. Estaba despeinado y el sentimiento también se reflejaba en su rostro. Maria se tocó los pechos y se los masajeó para aliviar su tormento.

Él hundió los dedos más adentro y después los retiró. La penetró y volvió a salir. Dentro, fuera.

—Por favor —susurró ella, cayendo.

—Estamos hambrientos el uno del otro.

La besó, un beso dulce en claro contraste con los movimientos frenéticos de sus dedos. Levantó la cabeza y le puso el pulgar encima del clítoris; empezó a dibujar círculos sobre él mientras observaba cómo Maria alcanzaba el orgasmo y gritaba su nombre. La miró mientras se estremecía con tanta violencia que su vagina se convulsionaba alrededor de sus dedos. La miró caer por el precipicio.

Y entonces la cogió. La abrazó. La acurrucó a su lado.

Y se durmió.

Amelia saltó corriendo la valla y se dirigió decidida hacia el riachuelo. Ware la estaba esperando, mirando el agua con las manos entrelazadas a la espalda.

—Lo siento —se disculpó ella sin aliento, al detenerse junto a él.

Ware se volvió despacio y la recorrió de la cabeza a los pies con la mirada.

—Ayer no viniste —le dijo.

Amelia se sonrojó al recordar los besos desesperados de Colin y se le aceleró el corazón.

—No pude. Me siento fatal.

—No lo parece, te brillan los ojos y estás contenta.

Como ella no sabía qué decir, se encogió de hombros.

Ware esperó un segundo y después le tendió la mano.

—¿Vas a contarme por qué estás tan resplandeciente?

—Probablemente no.

Él se rio y le guiñó un ojo, un gesto tan propio de su amistad que Amelia se relajó al instante. La preocupaba que su relación hubiese cambiado y ahora se sintiesen incómodos y dio gracias de que no fuera así.

Pasearon por la orilla hasta llegar al lugar adonde habían ido de picnic y vio que de nuevo había una manta esperándolos en el suelo. El riachuelo corría sobre las piedras del río con una melodía deliciosa. El aire olía a hierba fresca y a flores y la luz del sol acarició la piel de Amelia.

—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó ella con una tímida sonrisa cuando se sentaron en el suelo y se alisó nerviosa la falda.

—Un poco decepcionado —confesó él, quitándose la chaqueta de color mostaza—, pero no estoy enfadado. Resulta imposible enfadarse contigo.

—Hay gente que no tiene ningún problema en conseguirlo.

—Pues peor para ellos. Es mucho mejor que estés contenta. —Se tumbó de lado en la manta y apoyó la cabeza en una mano.

—Si te pido un favor ¿intentarás hacerlo? —le preguntó ella.

—Por supuesto —murmuró él, observándola.

Ware siempre estaba observándola. A veces, incluso cuando no la estaba mirando, Amelia se sentía como si la estuviese examinando. Al parecer, le resultaba muy interesante, a pesar de que para ella el motivo de dicha fascinación seguía siendo un misterio.

Sacó de su ridículo la carta que le había escrito a Maria.

—Me gustaría que mandases esta carta por mí, pero me temo que no sé la dirección. La reputación de la destinataria es muy conocida, así que no te será difícil averiguarla. Y, ¿te importaría mucho que ella contestase a tu dirección?

Ware cogió la carta y miró lo que Amelia había escrito en el sobre.

—La famosa lady Winter. —Levantó la vista hacia ella con una ceja en alto—. Lo haré a cambio de unas cuantas respuestas.

Amelia asintió.

—Por supuesto. Cualquiera sentiría curiosidad después de una petición así.

—Primero, ¿por qué me pides que mande yo la carta y no lo haces tú directamente?

—Tengo prohibido mantener cualquier tipo de correspondencia —le explicó—. Pero aun en el caso de que quisiera preguntárselo a lord Welton, tendría que hacerlo a través de mi institutriz.

—Esa información me parece muy alarmante —dijo él en el tono de voz más serio que ella le había oído nunca. Ware siempre se mostraba levemente divertido por las circunstancias que lo rodeaban—. Y tampoco me gusta el aspecto que tienen los tipos que patrullan por los límites de la propiedad. Dime, Amelia, ¿estás prisionera?

Ella respiró hondo y decidió contarle todo lo que sabía. Él la escuchó atentamente, como hacía siempre, como si cada palabra que salía de su boca fuese sumamente importante. Era uno de los motivos por los que ella lo adoraba.

Cuando Amelia terminó el relato, Ware estaba sentado con las piernas cruzadas, con su mirada azul sombría y los labios apretados.

—¿Alguna vez te has planteado escapar?

Amelia parpadeó y después miró sus manos entrelazadas en el regazo.

—Una o dos —reconoció—. Pero la verdad es que no me maltrata. Los sirvientes son amables conmigo, mi institutriz es buena y cariñosa. Tengo vestidos bonitos y me están educando. ¿Qué podría hacer si me fuera? ¿Adónde iría? Sería una tonta si intentase escapar sin tener un lugar adonde ir, ni los medios necesarios para mantenerme. —Se encogió de hombros y volvió a mirar a Ware—. Si mi padre tiene razón sobre mi hermana, lo único que está haciendo él es protegerme.

—Eso no es lo que tú crees —señaló su amigo con amabilidad, colocando una mano encima de las de ella—, o no me habrías pedido que mandase esta carta en tu nombre.

—¿Tú no sentirías curiosidad? —le preguntó Amelia pidiéndole consejo.

—Por supuesto, pero yo soy un tipo curioso.

—Bueno, pues yo también.

Los ojos azules de Ware le sonrieron.

—Muy bien, mi querida princesa, acepto humildemente la misión.

—¡Oh, gracias!

Le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso en la mejilla. Entonces, avergonzada por esa respuesta tan efusiva, se apartó de él y se sonrojó.

Ware, sin embargo, tenía una suave sonrisa en su rostro aristocrático.

—No es la clase de beso que estaba esperando —murmuró—, pero servirá.