Amelia atravesó corriendo el bosque de lo ansiosa que estaba. Tal vez fuera una tontería que se sintiese tan emocionada por un beso planeado y que no iba a ser fruto de un instante de pasión, pero la idea la hacía feliz de todos modos. Y también estaba nerviosa por la carta que llevaba en el bolsillo. La noche anterior se había quedado despierta hasta tarde, buscando las palabras exactas para escribirle a su hermana. Al final optó por ser breve y directa y le dijo a Maria que le pidiese a lord Ware que organizase un encuentro entre las dos.
Había llegado a la valla. Tras asegurarse de que el guardia estaba lo bastante lejos como para no verla, Amelia corrió hacia ella. No vio al hombre oculto tras un árbol y cuando un brazo de acero le rodeó la cintura y una mano le tapó la boca, se asustó y se puso a gritar contra aquella palma.
—Tranquila —susurró Colin, atrapándola con su cuerpo contra el tronco de un árbol.
Con el corazón descontrolado, Amelia lo golpeó en el torso con los puños por haberle dado aquel susto de muerte.
—Para —le ordenó él, apartándola del árbol para zarandearla, con los ojos fijos en los suyos—. Siento haberte asustado, pero no me has dejado otra opción. No quieres verme, no quieres hablar conmigo…
Amelia dejó de forcejear cuando Colin la abrazó y la pegó a su cuerpo, fuerte y musculoso, y completamente desconocido para ella.
—Voy a apartar la mano. No grites o alertarás a los guardias.
Colin la soltó y se separó de ella tan rápido que cualquiera diría que era una criatura maloliente o algo mucho peor. Por su parte, Amelia enseguida echó de menos el olor que siempre desprendía Colin, a caballos y a hombre.
Los rayos del sol iluminaron la melena negra y las atractivas facciones del joven. Amelia odió que se le encogiese el estómago nada más verlo y que el corazón volviese a dolerle en el pecho. Él estaba muy guapo con aquel jersey de color avena y el pantalón marrón; ese atuendo le daba un aspecto muy peligroso.
—Quería decirte que lo siento —dijo él serio y con la voz ronca.
Amelia se quedó perpleja.
Él soltó el aire entre los dientes y se pasó las manos por el pelo.
—Ella no significa nada.
Amelia se dio cuenta entonces de que Colin no se estaba disculpando por haberla asustado.
—Qué bonito —le contestó, incapaz de contener la amargura—. Me alegra ver que me rompiste el corazón por una chica que no significa nada para ti.
Colin hizo una mueca de dolor y levantó las palmas hacia ella.
—Amelia, tú no lo entiendes. Eres demasiado joven, has llevado una vida demasiado protegida.
—Sí, lo entiendo, ya veo que has encontrado a una chica mayor y menos protegida que te comprende mucho mejor que yo. —Pasó caminando por su lado—. Yo también he encontrado a un chico mayor que me comprende. Tanto tú como yo estamos felices y contentos, así que…
—¿Qué?
La voz baja y furiosa de Colin la sorprendió y se sobresaltó cuando él la cogió por los hombros.
—¿Quién es? —Tenía el rostro tan tenso que daba miedo—. ¿Es ese chico del riachuelo? ¿Benny?
—¿Y a ti qué te importa? —replicó sobreponiéndose—. Tú la tienes a ella.
—¿Por eso vas así vestida? —La recorrió de arriba abajo con su ardiente mirada—. ¿Por eso ahora te recoges el pelo? ¿Por él?
Dado que pensó que la ocasión lo merecía, esa mañana Amelia había decidido ponerse uno de sus vestidos más bonitos, uno de color azul oscuro con pequeñas flores rojas bordadas.
—¡Sí! Él no me considera una niña.
—Porque todavía es un niño. ¿Lo has besado? ¿Te ha tocado?
—Sólo tiene un año menos que tú. —Levantó el mentón—. Y es conde. Es un caballero. A él no lo pillarán nunca en un callejón, haciéndole el amor a una chica.
—Eso no era hacer el amor.
—A mí me lo pareció.
—Porque tú no sabes de qué hablas.
Apretó nervioso los dedos sobre los hombros de Amelia, como si no pudiera soportar tocarla y tampoco dejar de hacerlo.
—Y supongo que tú sí, ¿no?
Colin apretó la mandíbula para no responder a esa provocación.
¡Oh, eso a Amelia le dolía! Saber que allí fuera había alguien a quien Colin amaba. Su Colin.
—¿Por qué estamos hablando de esto? —preguntó ella e intentó soltarse, pero no le sirvió de nada. Él la sujetó con más fuerza. Necesitaba alejarse. No podía respirar cuando Colin la tocaba, apenas podía pensar. Lo único que se colaba por sus saturados sentidos era el dolor y la pena—. Te he olvidado, Colin. Me he mantenido fuera de tu camino. ¿Por qué tienes que volver a molestarme?
Él levantó una mano y la sujetó por la nuca para acercarla a él. Su torso subía y bajaba pegado al de ella y Amelia sentía algo extraño en los pechos: le dolían y hormigueaban al mismo tiempo. Dejó de forcejear, porque tenía miedo de cómo reaccionaría su cuerpo si seguía haciéndolo.
—Te vi la cara —murmuró Colin con torpeza—. Te hice daño y yo nunca he querido hacerte daño.
A ella los ojos se le llenaron de lágrimas, pero parpadeó, decidida a contenerlas.
—Amelia. —Él apoyó la mejilla en la de ella y su voz se impregnó de dolor—. No llores. No puedo soportarlo.
—Si es así, suéltame. Y mantente alejado de mí. —Tragó saliva—. O, mucho mejor, tal vez podrías encontrar un trabajo mejor en alguna otra parte. Eres un buen trabajador y…
Colin la rodeó por la cintura con un brazo.
—¿Quieres mandarme lejos de ti?
—Sí —susurró Amelia, aferrándose a su jersey—. Sí, eso es lo que quiero.
Cualquier cosa con tal de no volver a verlo con otra chica.
Colin le pasó la nariz por el pelo.
—Un conde… Tiene que ser lord Ware. Maldito sea.
—Es bueno conmigo. Me habla, sonríe cuando me ve. Hoy va a darme mi primer beso. Y estoy…
—¡No! —Colin se apartó, las pupilas se le habían dilatado tanto que habían engullido los iris y sus ojos eran dos atormentadas lagunas negras—. Tal vez él tendrá todo lo que yo jamás podré tener, incluso a ti. Pero juro por Dios que no me arrebatará esto.
—¿Esto?
Y sin decir nada más, le devoró la boca, dejándola tan atónita que Amelia ni siquiera pudo moverse. No entendía qué estaba pasando ni por qué Colin se comportaba de esa manera. ¿Por qué había ido a buscarla precisamente ese día y por qué la estaba besando como si se muriera por ella?
Colin ladeó la cabeza y sus labios se adaptaron a los de ella; le acarició la mandíbula con los pulgares y le suplicó que entreabriese un poco la boca. Amelia se estremeció violentamente, el anhelo que sentía iba a derribarla. Tenía miedo de estar soñando o de haber perdido por completo la cabeza. Abrió la boca y se le escapó un gemido cuando la lengua de Colin, suave como el terciopelo, se deslizó hacia su interior.
Asustada, dejó de respirar cuando él empezó a murmurarle palabras cariñosas. Su amado Colin le acarició los pómulos con la yema de los dedos.
—Déjame hacer —le susurró él—. Confía en mí.
Amelia se puso de puntillas y lo abrazó, deslizando las manos por su sedosa melena. Ella no tenía experiencia, así que siguió el ejemplo de Colin, dejó que le devorase la boca y al cabo de unos instantes se atrevió a mover la lengua y buscar la de él.
Colin gimió, un sonido lleno de deseo y de necesidad. Sujetó la cabeza de Amelia con las manos y la movió para besarla mejor.
El beso se hizo más profundo, la respuesta de Amelia más ardiente. Un cosquilleo le recorrió la piel, erizándosela. Empezó a sentir una extraña impaciencia en el estómago, así como la llama de la esperanza.
Una de las manos de Colin se deslizó hacia su espalda y la cogió por las nalgas para pegarla más a su cuerpo. Amelia notó su dura erección y un profundo anhelo floreció en su interior.
—Amelia…, cariño. —Le pasó los labios por la cara y enjugó sus lágrimas con sus besos—. No deberíamos estar haciendo esto.
Pero siguió besándola y besándola y moviendo las caderas contra las suyas.
—Te amo —susurró ella—. Hace tanto tiempo que te amo…
Él la interrumpió, colocando los labios sobre los suyos; la pasión fue creciendo y las manos de Colin acariciaron los brazos de Amelia. Ésta se apartó sólo cuando necesitó respirar.
—Dime que me amas —le suplicó, con la respiración entrecortada—. Tienes que amarme. Oh, Dios, Colin… —Frotó la cara todavía húmeda por las lágrimas con la de él—. Has sido tan cruel conmigo, tan malo.
—No puedo tenerte. Tú no deberías amarme. No podemos…
Colin se apartó de ella con una maldición.
—Eres demasiado joven para permitirme que te toque así. ¡No! No digas nada más, Amelia. Soy un criado. Y siempre seré un criado. Y tú siempre serás la hija de un vizconde.
Ella se rodeó la cintura con los brazos. No podía dejar de temblar, era como si tuviera frío en lugar del calor ardiente de segundos antes. Se notaba la piel tirante, tenía los labios hinchados y palpitantes.
—Pero tú me amas, ¿no? —le preguntó con voz insegura, a pesar del esfuerzo que estaba haciendo por que sonara firme.
—No me lo preguntes.
—¿Ni siquiera puedes darme eso? Si no puedo tenerte, si nunca vas a ser mío, ¿no puedes al menos decirme que tu corazón me pertenece?
Colin soltó el aliento, exasperado.
—Creía que sería mejor que me odiases. —Levantó la cabeza hacia el cielo con los ojos cerrados—. Pensaba que si me odiabas tal vez yo dejaría de soñar.
—¿De soñar con qué? —Dejando a un lado la cautela, se acercó a él y deslizó los dedos por debajo del jersey para tocarle los músculos del abdomen.
Colin le cogió la muñeca y la miró.
—No me toques.
—¿Es esto lo que sueñas? —le preguntó ella en voz baja—. ¿Sueñas que me besas como lo has hecho hace un instante y que me dices que me amas más que a nada en el mundo?
—No —gruñó él—. Mis sueños no son dulces ni románticos, ni tampoco femeninos. Son los sueños de un hombre, Amelia.
—¿Como lo que le hiciste a esa chica? —Le tembló el labio inferior y se lo mordió para disimular. La mente se le llenó de aquellas imágenes tan dolorosas y empeoró la extraña sensación que embargaba su cuerpo y las súplicas de su corazón—. ¿También sueñas con ella?
Colin volvió a abrazarla.
—Nunca sueño con ella.
Entonces la besó, esta vez con menos fuerza y menor impaciencia que antes, pero con la misma pasión. Los labios de Colin se posaron en los de ella como las alas de una mariposa y le deslizó la lengua hacia dentro para luego retirarla despacio. Fue un beso reverente y el sediento corazón de Amelia se empapó de él como el desierto de la lluvia.
—Esto es hacer el amor, Amelia —susurró Colin, sujetándole el rostro entre las manos.
—Dime que a ella no la besas así —sollozó Amelia, clavándole las uñas en la espalda a través del jersey.
—No beso a nadie así. Nunca he besado a nadie de este modo. —Apoyó la frente en la de ella—. Sólo a ti. Siempre has existido sólo tú.
—Maria.
El sonido de su nombre pronunciado por la voz ronca de Christopher la hizo gemir de anhelo y de miedo al mismo tiempo. Él la oyó y la abrazó con más fuerza, moviendo los labios con impaciencia encima de los de ella.
Maria no sabía qué hacer con los sentimientos que le despertaba, era una extraña mezcla de deseo infinito que iba más allá de lo físico y también una titilante esperanza, como si de aquella aventura pudiese nacer algo maravilloso.
—He deseado que estuvieras a mi lado esta mañana cuando me he despertado —le dijo él, con los brazos alrededor de ella.
Maria se quedó mirando sus adustas y atractivas facciones y se dio cuenta de que estaba más pálido de lo habitual y de que parecía muy cansado.
—Y a mí me habría gustado estar, pero esto —señaló el espacio entre los dos— no puede seguir.
—Tal vez hiciste bien al irte. De lo contrario, quizá nunca habría sabido lo que sentiría al perderte de verdad.
Maria levantó la cabeza y puso un dedo encima de los labios temblorosos de Christopher para detener aquella confesión tan íntima. Tembló cuando él le cogió la muñeca y le dio un ardiente beso en la palma. ¿Qué le había pasado al pirata que había conocido en el teatro? Físicamente parecía el mismo hombre, quizá un poco desmejorado, pero los ojos que la miraban eran completamente distintos. Y familiares al mismo tiempo. Se quedó contemplándolo largo rato, intentando averiguar qué era lo que sentía en el estómago. Y entonces lo comprendió de repente y se asustó.
—¿Qué pasa? —le preguntó él, preocupado.
Maria apartó la mirada y buscó algo en aquel dormitorio, lo que fuera, que la anclase al presente.
Christopher la sujetó por los hombros impidiéndole escapar.
—Dímelo, por Dios, ya hay bastantes secretos entre los dos. Demasiadas cosas por decir. Eso nos está matando.
—No existe un «nos» —susurró Maria cogiendo aire entre los dientes apretados; pero, al hacerlo, el olor a bergamota le saturó los sentidos. El olor a Christopher.
—No sabes cuánto desearía que eso fuera cierto —le dijo él en voz baja, agachando la cabeza para besarla.
Separó los labios un segundo antes de tocar los de ella, deslizó las manos por el escote de la camisola y le tocó un pecho desnudo. Maria gimió al sentir el calor expandiéndose en su interior y Christopher aprovechó para penetrarla más profundamente con la lengua.
Sus expertos dedos le atormentaron el pezón, se lo pellizcaron, lo masajearon, y tiraron de él hasta que a ella le temblaron las rodillas.
Y entonces Christopher la cogió en brazos y la levantó del suelo para llevarla a la cama.
—¿Cómo le pondremos punto final a lo nuestro si volvemos a hacer el amor? —le preguntó Maria, con la cara oculta en el hueco del hombro de él.
—Esa pregunta exige una respuesta lógica —murmuró él, tumbándola en la cama con cuidado. Se inclinó hacia ella, apoyándose con las manos a ambos lados de sus caderas, antes de esbozar una sonrisa que Maria fue incapaz de resistir—. Pero lo que hay entre nosotros nunca ha tenido lógica. La desafía.
A ella la emocionó su ternura y el corazón le latió tan rápido que de repente fue incapaz de mirar la emoción que había en los ojos de él y cerró los suyos.
Notó que el colchón se movía y adivinó que Christopher se había sentado a su lado. Sus dedos se deslizaron por su garganta hasta el valle entre sus pechos.
—Háblame —le pidió él.
—Prefiero…
Christopher le cubrió un pecho con la mano y el calor que irradiaba de él se propagó a través del cuerpo de Maria. Arqueó la espalda sorprendida por el placer y abrió los ojos.
Christopher volvió a sentarse y se quitó la chaqueta de seda.
—Dímelo antes de que se me ocurran métodos más persuasivos para hacerte confesar.
—Soy una mujer adulta, pero tú me haces sentir como una adolescente —confesó ella, sintiendo todo lo que probablemente sentía una chica de la edad de Amelia: miedo, curiosidad, ansia, impaciencia. Se notaba un hormigueo en el estómago a pesar de que sabía perfectamente qué sucedía entre un hombre y una mujer.
Pero esta vez iba a ser distinto. Esta vez sentiría algo que no había sentido nunca antes.
Christopher arqueó una ceja y empezó a desabrocharse los botones de marfil del chaleco.
—Mi primera experiencia sexual fue en la pared de un callejón mugriento. Ella era diez años mayor que yo y una prostituta muy solicitada. Yo fingí ante mis hombres que tenía mucha experiencia, pero ella adivinó la verdad y se ocupó de todo. Me cogió de la mano, me llevó afuera y se levantó la falda. Yo, evidentemente, estaba decidido a mantener mi versión, así que me la follé con todas mis fuerzas y no me detuve hasta que todos y cada uno de mis hombres la oyeron gritar de placer.
A pesar de que adoptó un tono de voz ligero, Maria detectó algo bajo sus palabras que la emocionó profundamente. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo se había convertido en el amante que ahora se estaba desnudando en su dormitorio? Un hombre que había ido a su encuentro, igual que ella había ido al de él, y que estaba intentando salvar una relación que no tenía porvenir.
Christopher se puso en pie y se quitó el chaleco y después la camisa, el pantalón, los zapatos y las medias. Se acercó a la cama deliciosamente desnudo y se tumbó al lado de Maria. Se colocó de costado y la movió a ella para ponerla en una postura similar a la de la última vez. Cuando lo hubo conseguido, suspiró profundamente satisfecho.
Con la mano sobre el corazón de Christopher, Maria miró a través de la ventana y durante un segundo disfrutó de la sensación de sentirse protegida del mundo entero.
—Así que dime —murmuró él, con los labios pegados al pelo de ella—, ¿a qué te refieres cuando dices que te sientes como una adolescente?
«Si no podemos hablar del presente, sólo nos queda el pasado».
—Dayton era mucho mayor que yo —le dijo y su aliento acarició el vello dorado del torso de Christopher.
—Eso he oído.
—Estaba muy enamorado de la primera lady Dayton, pero aunque ése no hubiese sido el caso, creo que mi edad también lo habría incomodado y jamás me habría tocado.
—¿Ah, no?
Maria notó la expectación, la curiosidad corriendo por el cuerpo de Christopher.
—Pero yo era una joven muy curiosa y…
—De sangre caliente —sugirió él, besándola cariñosamente en la cabeza. Beso que ella le devolvió dándole uno en el pecho—. No trates de distraerme —la riñó—. Antes tienes que terminar tu historia.
—Dayton se preocupó por mí y se dio cuenta de que yo cada vez me fijaba más en los jóvenes que había a mi alrededor. Un día me preguntó si había algún sirviente que me gustara en especial.
—¿Y se lo dijiste? —Christopher le levantó la cabeza para que pudiese ver que había enarcado ambas cejas.
—Al principio no. Estaba muerta de vergüenza.
Y todavía lo estaba, a juzgar por el rubor que le teñía las mejillas.
—Estás muy guapa cuando te sonrojas —murmuró él.
—No te rías de mí o no terminaré la historia.
—No me río.
—¡Christopher!
Él le sonrió y al brillarle los ojos pareció mucho más joven de lo que era. No le recordó a un adolescente, ni mucho menos. Un hombre que había visto y hecho lo que Christopher St. John nunca podría recuperar el aire inocente de la juventud, pero el modo en que se le transformó el semblante con aquella sonrisa afectó a Maria profundamente. Ese cambio era por ella.
Maria le tocó la mejilla con reverencia y la sonrisa de él se desvaneció al mismo tiempo que le ardía la mirada.
—Date prisa y termina la historia —le pidió.
—Un día, Dayton me mandó llamar y me dijo que quería que me reuniese con él en su casa de soltero. No era una petición inusual. —Allí era donde su primer esposo estudiaba los mapas y descifraba códigos secretos, lejos de los ojos de los sirvientes—. Pero cuando llegué, no era él quien me estaba esperando, sino el lacayo que me gustaba.
—Un bastardo con suerte —dijo Christopher.
Maria volvió a apoyar la mejilla en su torso y le puso una mano sobre la cadera.
—El chico fue bueno y paciente conmigo. Aunque él también era joven y obviamente estaba excitado, se ocupó de mí antes de pensar en sí mismo. Fue un modo excepcional de perder la virginidad.
Christopher se volvió, atrapando a Maria debajo de él. La miró con pasión.
—Me siento un poco idiota, porque sigo sin entender qué tiene que ver lo de hoy con que te sientas como una adolescente.
Maria apretó los labios, temerosa de confesarle algo más.
—Veo que no me queda más remedio que recurrir a la coacción.
Deslizó una mano entre los dos y le apartó la camisola para desnudarle los pechos. Después dejó que el vello de su torso la acariciase.
—Dios —masculló Christopher, apoyando ahora todo el peso en una mano para poder tocarle un pezón con la otra—. Eres tan hermosa.
—Hablas la lengua del diablo —se burló ella, besándole el mentón antes de separar las piernas para que él pudiese colocarse entre ellas.
—Te gusta mi lengua —le recordó él, seductor—. Y estoy dispuesto a utilizarla para hacerte confesar. Ahora dime por qué te sientes como una adolescente y así podremos dedicarnos a asuntos más importantes.
—¿Con una amenaza como ésta de verdad crees que tengo algún incentivo para hablar?
Christopher le mordió el labio inferior.
—Muy bien, entonces tendré que deducirlo basándome en lo que me has dicho. Estás nerviosa, pero también sientes deseo. Sorpresa acompañada de impaciencia. Inseguridad, pero al mismo tiempo certeza. No quieres estar conmigo pero tampoco sin mí. —Le sonrió—. ¿Qué tal voy?
Maria levantó la cabeza y le acarició la nariz con la suya.
—Supongo que la primera vez todo el mundo siente lo mismo.
—Yo no sentí nada por el estilo —se burló él—. Lo único que sentí fue el deseo de correrme. Mis sentimientos no intervinieron para nada.
Maria levantó las cejas.
—Entonces ¿cómo sabes cómo me siento?
—Porque… —susurró, acercando los labios a los de ella— yo me siento igual.