15

Amelia miró por la esquina de la casa y se mordió el labio inferior. Quería ver si Colin estaba por algún lado y suspiró aliviada al comprobar que no había nadie. Las voces y risas masculinas provenientes del establo le indicaron que tanto él como su tío estaban trabajando. Lo que significaba que podía salir de casa y dirigirse al bosque sin que nadie la viera.

Se estaba convirtiendo en una experta en el arte del subterfugio, pensó, mientras se escabullía entre los árboles, escondiéndose de los guardias que se encontraba de camino a la valla. Habían pasado dos semanas desde la maldita tarde en que vio a Colin con aquella chica en el callejón. Amelia lo evitaba desde entonces y se negó a hablar con él cuando Colin le pidió a la cocinera que fuera a buscarla.

Probablemente era una estupidez que confiase en no volver a verlo a nunca más, cuando sus vidas estaban tan entrelazadas, pero bueno, ella era una estúpida. No pasaba ni una hora del día sin pensar en él, pero si no lo veía, al menos podía mantener el dolor a raya. Además, no tenían por qué verse ni hablar, ni estar en el mismo lugar. Ella sólo utilizaba el carruaje cuando se mudaban de casa, e incluso entonces podía hablar sólo con Pietro, el cochero.

Esperó el momento perfecto y cuando éste llegó, lo aprovechó, saltó la valla y corrió hacia el riachuelo. Allí la estaba esperando Ware con botas de agua, sin chaqueta, y con las mangas de la camisa remangadas. El joven conde había cogido algo de color a lo largo de las últimas semanas y había dejado a un lado los libros para disfrutar un poco más del aire libre. Llevaba su pelo castaño recogido en una coleta y le sonreía a Amelia con los ojos. Era muy guapo, poseía las facciones aguileñas de las que había presumido la aristocracia durante siglos.

Ware no le aceleraba el corazón ni le provocaba calor en partes insospechadas del cuerpo, como le pasaba con Colin, pero era encantador y muy educado, además de atractivo. Amelia supuso que esa combinación lo convertía en el candidato perfecto para darle su primer beso. La señorita Pool le había aconsejado que esperase hasta que apareciese el joven adecuado, pero Colin ya había aparecido y él había elegido a otra.

—Buenas tardes, señorita Benbridge —la saludó el conde con una reverencia perfecta.

—Milord —contestó ella, levantando los extremos de la falda rosa para inclinarse.

—Hoy tengo una sorpresa para ti.

—¿Ah, sí? —Abrió los ojos, impaciente.

A Amelia le encantaban los regalos y las sorpresas, porque casi nunca recibía ninguno de los dos. Su padre no perdía el tiempo con cosas tan insignificantes como su cumpleaños u otra clase de ocasiones que supusieran un intercambio de presentes.

Wade le sonrió con indolencia.

—Sí, princesa. —Le tendió el brazo—. Ven conmigo.

Amelia se cogió del brazo de él y disfrutó de la oportunidad que le brindaba de practicar sus buenos modales. Ware era amable y paciente y siempre que ella cometía un error se lo señalaba y se lo explicaba. Amelia se sentía más sofisticada y más segura de sí misma. Ya no como una niña que fingía ser una dama. Ahora era como una dama que elegía disfrutar de su juventud.

Se alejaron juntos del riachuelo y caminaron hasta llegar a un claro. Allí, Amelia descubrió encantada una manta en el suelo y en un extremo de la misma una cesta de picnic llena de pasteles que desprendían un olor delicioso, así como de carnes surtidas y quesos.

—¿Cómo has conseguido organizar todo esto? —le preguntó sin aliento y emocionada por el detalle.

—Mi querida Amelia —dijo él con los ojos resplandecientes—, ya sabes quién soy y quién seré. Yo puedo conseguir todo lo que me proponga.

Ella tenía ciertas nociones de cómo funcionaba la nobleza y sabía que su padre, el vizconde, era muy poderoso. ¿Cuánto poder tenía Ware si su padre era marqués?

Abrió los ojos al pensarlo.

—Vamos —la urgió él—, siéntate y come un poco de tarta de melocotón mientras me cuentas cómo te ha ido el día.

—Mi vida es bastante aburrida —dijo ella con un suspiro al sentarse.

—Entonces cuéntame un cuento. Seguro que sueñas con algo.

Amelia soñaba con que su amante gitano de ojos negros la besara apasionadamente, pero jamás lo confesaría en voz alta. Se puso de rodillas e investigó el contenido de la cesta de picnic para ocultar su rubor.

—Me falta imaginación —masculló.

—Muy bien, entonces. —Ware se tumbó en la manta, con las manos entrelazadas detrás de la nuca, y se quedó mirando el cielo.

Amelia no lo había visto nunca tan tranquilo y sereno. A pesar de que iba vestido con ropa formal, como siempre —medias blancas y resplandecientes zapatos negros incluidos—, ahora estaba mucho más relajado que cuando lo conoció semanas atrás. Y Amelia se dio cuenta de que le gustaba ese nuevo conde y sintió un atisbo de placer al pensar que ella tenía algo que ver con el cambio.

—Al parecer, no me queda más remedio que contarte yo una historia —le dijo Ware.

—Qué bien. —Amelia se sentó y comió un poco de tarta.

—Érase una vez…

Ella observó cómo se movían los labios de él al hablar y se imaginó besándolos. Una sensación triste y ya familiar le recorrió el cuerpo: la pena que sentía por abandonar su sueño de amor y darse permiso para sentir algo nuevo. Pero esa sensación aminoró al pensar en lo que Colin había hecho. Era evidente que a éste no le había dado mucha pena olvidarse de ella.

—¿Te gustaría besarme? —soltó de repente, limpiándose las migas de las comisuras de los labios.

Ware se detuvo a mitad de una frase y giró la cabeza para mirarla. Tenía los ojos completamente abiertos por la sorpresa, pero parecía más intrigado que enfadado.

—¿Disculpa? ¿Te he oído bien?

—¿Alguna vez has besado a una chica? —le preguntó ella, intrigada.

Ware era dos años mayor que ella, un año más joven que Colin. Y era más que probable que tuviese experiencia.

Colin desprendía peligro, una inquietud y una rebeldía que había seducido a la parte más inocente de Amelia. En cambio Ware era mucho más relajado, su atractivo residía en su fuerza interior, en la tranquilidad que desprendía al saber que tenía el mundo entero a su disposición. Aunque Amelia sentía algo muy profundo por Colin, era perfectamente capaz de admitir que el encanto calmado de Ware también la atraía.

Éste levantó ambas cejas.

—Un caballero no habla de esas cosas.

—¡Fantástico! Ya sabía yo que eras discreto —sonrió ella.

—Repíteme la pregunta —murmuró, observándola con atención.

—¿Te gustaría besarme?

—¿Es una pregunta hipotética o estamos hablando en serio?

Sintiéndose insegura de repente, Amelia apartó la vista.

—Amelia —dijo él en voz baja, consiguiendo que los ojos de ella volviesen a fijarse en los suyos.

Había mucha amabilidad en los de él, en su rostro patricio, y Amelia se sintió agradecida por ello. Ware se tumbó de lado y después se incorporó y se sentó.

—No es una pregunta hipotética —susurró ella.

—¿Por qué quieres que te bese?

Amelia se encogió de hombros.

—Porque sí.

—Entiendo. —Apretó los labios un segundo—. ¿Tal vez Benny también te serviría? ¿O uno de los lacayos?

—¡No!

Ware esbozó una lenta sonrisa que hizo que ella sintiese algo en el estómago. No se le retorció como cuando veía los hoyuelos de Colin, pero no había ninguna duda de que empezaba a ver a su amigo con nuevos ojos.

—Hoy no voy a besarte —le dijo Ware—. Quiero que te lo pienses bien. Si cuando volvamos a vernos sigues queriendo que lo haga, lo haré.

Amelia arrugó la nariz.

—Si no te gusto, sólo tienes que decírmelo.

—Ah, mi impetuosa princesa —la tranquilizó él cogiéndole la mano y acariciándosela con el pulgar—. Das por hecho las cosas con la misma rapidez con que te metes en líos. Tienes que dejar de correr, preciosa Amelia. Si no, no te atraparé.

—Oh —suspiró ella al oír el tono sensual de su voz.

—Oh —repitió él.

Amelia volvió a casa con el estómago lleno de aquella maravillosa comida y convencida de que cuando volvieran a verse el guapo conde la besaría. Quedaron en que se reunirían al día siguiente y ella ya se estaba preparando mentalmente para volver a hacerle esa pregunta tan atrevida y para que Ware la contestase.

Si todo salía bien, tenía intención de pedirle otro favor: que mandase una carta en su nombre.

A Maria.

—¿Qué travesura estás planeando? —le preguntó la cocinera, cuando ella se coló por la puerta de servicio para así seguir evitando a Colin.

—Yo nunca planeo travesuras —se defendió Amelia, con los brazos en jarras para enfatizar la respuesta.

¿Por qué todo el mundo creía que le gustaba meterse en líos?

La cocinera se rio y entrecerró los ojos.

—Ya eres demasiado mayor para hacer travesuras.

Ella le sonrió de oreja a oreja. Era la primera vez que alguien le decía que era demasiado mayor para hacer algo en vez de demasiado joven.

—¡Gracias! —exclamó, antes de besar a la mujer en la mejilla y correr hacia la escalera.

En cuanto a días se refería, ése había sido casi perfecto.

Christopher tamborileó furioso con los dedos sobre la mesa de su despacho. Estaba mirando por la ventana y tenía la mente tan agitada como el cuerpo.

Maria lo había dejado. Aunque ella ya no estaba cuando él se despertó y, por tanto, no le había dicho nada al respecto, Christopher sabía que para ella su aventura había terminado.

Estuvo a punto de salir corriendo a buscarla de inmediato, pero al final se contuvo porque sabía que necesitaba un plan si quería seguir adelante. No podía entrar en casa de Maria hecho una furia y exigirle que tuviese una relación con él.

Ahora, horas más tarde, sintió un profundo alivio cuando alguien llamó a la puerta del despacho haciendo que se desviara el curso de sus pensamientos. Le dijo al visitante que podía pasar y observó cómo se abría la puerta para dar paso a Philip.

—Buenas tardes —lo saludó el joven.

Christopher sonrió con tristeza.

—¿Lo son?

—Eso creo. Y tal vez coincidirás conmigo después de oír lo que tengo que contarte.

—¿Tú crees?

El chico se sentó frente a él.

—Lady Winter no tuvo ninguna relación íntima con lord Eddington en Brighton ni en ningún otro momento.

Curioso, Christopher le preguntó:

—¿Por qué me cuentas esto?

—Porque he pensado que te gustaría saberlo. —Philip frunció el cejo—. Si lo hubieras sabido antes de que ella viniera a verte esa noche, tal vez las cosas habrían sido distintas.

—¿Tú crees que quiero que hubiesen sido distintas?

Philip empezó a incomodarse y a sentirse confuso.

—Eso creo. Estás de mal humor desde que ella se fue y aunque yo estaba durmiendo cuando la dama abandonó esta casa, he oído decir que lady Winter salió de aquí muy afectada.

—¿Y de qué me sirve saber que no tuvo ninguna relación con Eddington cuando se vieron en Brighton? —Christopher se apoyó en el respaldo de la silla.

—No lo sé —farfulló Philip—. Si a ti te parece que esa información no es útil, entonces no vale la pena que sigamos hablando del tema.

—Está bien —dijo él, enfadado—, déjame reformular la pregunta. ¿Qué harías tú con esa información si estuvieras en mi lugar?

—Pero yo no estoy en tu lugar.

—Sígueme el juego.

Philip tomó aire y contestó:

—No sé si la supuesta relación entre Eddington y lady Winter es la causa de tu repentino ataque de melancolía, pero…

—Yo no tengo ningún ataque de melancolía —lo interrumpió Christopher.

—Ah… Sí. No es la palabra que buscaba. ¿«Estar alicaído» te parece mejor? —El chico se atrevió a mirarlo y se estremeció—. Lo llames como lo llames, si lady Winter y lord Eddignton fuesen el motivo de mi estado de ánimo y me enterase de que en realidad apenas se han visto, deduciría que no existe ninguna relación íntima entre los dos.

—Sería una conclusión razonable.

—Sí, bueno… —carraspeó Philip—. Por lo tanto, dado que dichos encuentros carecerían de sentido para mí, iría a ver a lady Winter y le pediría que me lo explicase.

—Ella nunca me ha contado sus secretos —dijo Christopher—. Ése es precisamente nuestro principal problema.

—Bueno… no puedes olvidar que ella te escribió una carta. Y que vino a verte. Yo eso lo interpretaría como una buena señal.

Christopher asintió.

—Ojalá lo fuera. Maria vino a verme para decirme adiós.

—Pero eso no implica que tú tengas que decírselo también, ¿no? —le preguntó Philip.

—No, pero probablemente sea lo mejor. Para los dos.

El chico se encogió de hombros. «Tú sabrás», fue probablemente lo que intentó decirle con ese gesto, pero lo acompañó con una mirada de reprobación.

Su lugarteniente no creía que hubiese agotado todas las opciones y Christopher supuso que tenía razón.

—Gracias, Philip —despidió al joven—. Te agradezco tu preocupación y tu sinceridad.

Él se alejó visiblemente aliviado.

Christopher se levantó y estiró los brazos. Le dolía todo el cuerpo después de contenerse tanto durante la noche de pasión con Amelia. Dios santo, esa mujer le había dado el mejor orgasmo de toda su vida a pesar de que alcanzarlo fue agridulce. Aunque era la primera vez que ella se abría a él, Christopher también sintió que se estaba alejando.

—Maria —susurró en voz alta, acercándose a la ventana, desde donde podía ver la calle. Ella había ido hasta allí para verlo. Christopher apoyó la frente en el cristal; el calor que desprendía su cuerpo lo empañó y las preguntas sin respuesta siguieron embotándole la mente.

En realidad esas respuestas no le hacían falta. Su relación no podía llegar a ninguna parte. Lo mejor sería terminarla de aquel modo tan desafortunado. Si no estaba con ella, podría seguir adelante con la misión: encontrar pruebas contra Maria y entregarla a Sedgewick.

¿Por qué proseguir la relación?

Alguien llamó a la puerta.

—Lord Sedgewick viene a visitarlo —dijo una voz a su espalda.

La ironía casi lo hizo reír.

Christopher tardó unos segundos en recomponerse y apartar la frente del cristal. Volvió al escritorio y se sentó a esperar que entrase el vizconde.

—Milord —lo saludó secamente, negándose a levantarse.

Sedgewick apretó los labios ante el insulto y se sentó en la misma silla que antes había ocupado Philip. Colocó un tobillo encima de la rodilla de la pierna opuesta y se puso cómodo, como si se tratase de una visita social.

—¿Tiene algo para mí o no? —preguntó sin rodeos—. Tanto usted como lady Winter han estado fuera de Londres dos semanas. Seguro que han averiguado algo durante todo ese tiempo.

—Da por hecho que estábamos juntos.

Sedgewick entrecerró los ojos.

—¿No lo estaban?

—No. —Christopher sonrió al ver que el otro hombre enrojecía—. ¿A qué viene tanta prisa? —le preguntó, cogiendo un poco de rapé de la cajita que tenía en la mesa con toda la tranquilidad del mundo—. Los difuntos esposos de lady Winter llevan años muertos. ¿Qué importancia tienen unas cuantas semanas más?

—Mi agenda no es de su incumbencia.

Christopher escudriñó al noble con la mirada y susurró:

—Usted quiere algo, ¿tal vez un cargo superior dentro de la agencia? Y se le está acabando el plazo para conseguirlo, ¿me equivoco?

—Lo que se me está acabando es la paciencia. Le advierto que no es una de mis virtudes.

—¿Acaso tiene alguna?

—Más que usted. —Sedgewick se puso en pie—. Una semana, ni un día más. Entonces volverá a Newgate y encontraré a otro que esté dispuesto a cumplir el encargo.

Christopher sabía que podía ponerle punto final a aquella farsa en aquel preciso instante. Podía prometerle a Sedgewick que le llevaría un testigo que implicaría a Maria en los asesinatos. Pero las palabras no salieron de su boca.

—Que tenga un buen día, milord —dijo, y su buen humor enfureció al estirado vizconde, que se llevó sus encajes de seda y sus joyas a otra parte.

Una semana. Christopher echó los hombros hacia atrás y supo que había llegado el momento de tomar una decisión. Dentro de poco los hombres que había enviado a investigar a esa chica llamada Amelia volverían con noticias. Con un poco de suerte, Beth averiguaría algo sobre Welton. Y el joven que habían infiltrado en casa de Maria se pondría en contacto con él para contarle lo que había descubierto.

Christopher tenía mucha información pendiente de recoger. No era propio de él retrasar las cosas. Pero desde la noche en que se acostó con Maria por primera vez no era el de siempre.

¿Qué le había hecho Maria?

Volvió a hacerse esa pregunta cuando le entregó las riendas de su caballo al mozo de cuadra que salió a recibirlo delante de casa de Maria. Subió los escalones que conducían hasta la puerta como si fuera un hombre condenado a muerte y no lo sorprendió lo más mínimo que le dijeran que ella no estaba en casa.

Se dijo que tenía que irse y sin embargo de su boca salió la siguiente frase:

—Voy a entrar. El modo en que lo haga depende enteramente de usted.

El atribulado mayordomo se apartó y Christopher enfiló la escalera, asustado y al mismo tiempo impaciente por verla. Ojalá apareciese Quinn y pudiese desahogarse peleando con él. Ni siquiera le importaba no estar en buena forma física. Si recibía un par de puñetazos, tal vez dejaría de pensar en Maria y eso era lo que quería, dejar de sentir aquella locura.

Cuando llegó al segundo piso, se encontró con un rostro muy familiar, aunque no pertenecía a Quinn.

—¿Cómo estás? —le preguntó a Tim, observando que su ex-secuaz llevaba el pelo recogido y que se había afeitado la barba.

—Bien.

Christopher asintió para darle su aprobación y dijo:

—Asegúrate de que no nos molesta nadie.

—Por supuesto.

Se acercó a la puerta de Maria y levantó la mano para llamar, pero luego se lo pensó mejor y, tras bajar el picaporte, entró sin avisar. Se detuvo en el umbral y la vio de pie frente a la ventana. Como buena seductora que era iba en déshabillé y su sensual figura resultaba visible a través de la delgada tela de la camisola. A Christopher se le hizo un nudo en la garganta al ver su pequeño cuerpo enmarcado por las cortinas. Pero de algún modo consiguió aflojarlo lo suficiente para decir:

—Maria.

Ella tensó los hombros y la vio coger aire.

—Cierra ambas puertas —le dijo sin darse la vuelta para mirarlo, como si lo hubiese estado esperando—. Simon no tardará en regresar y quiero resolver esto antes de que nos interrumpan.

El aire en aquella habitación era opresivo por culpa de las palabras que no se habían dicho. Sin embargo, cuando Christopher echó los dos cerrojos, sintió como si le hubiesen quitado un peso de encima; sólo porque estaba en el mismo espacio que Maria.

Se acercó a ella, pero se detuvo a unos pasos de distancia.

Maria por fin se volvió para mirarlo y Christopher pudo ver los círculos negros que tenía bajo los ojos rojos. Estaba exhausta de llevar todo aquel peso sobre los hombros.

—Esperaba que te mantuvieras lejos de mí.

—Deseo alejarme de ti.

—Entonces ¿por qué estás aquí?

—Porque a ti te deseo más.

Maria levantó una mano y se la llevó al corazón.

—No podemos tener a aquellos a quienes queremos. La gente con una vida como la nuestra jamás se enamora.

—¿Tú estás enamorada?

—Ya sabes la respuesta —se limitó a decirle ella.

No había nada en su rostro ni en su mirada que le indicase a Christopher qué sentía por él.

Se notaba nervioso y una gota de sudor le resbaló por la sien.

—Esa noche que fui a tu habitación y que estuvimos juntos…

Maria volvió a mirar por la ventana.

—Es un recuerdo que atesoraré para siempre. Adiós, señor St. John. —Su voz carecía por completo de emoción.

Él se quedó quieto. Su mente le decía que se fuera y sin embargo sus extremidades se negaban a colaborar. Sabía que ella tenía razón, que lo mejor para ambos era que se fuera y que los dos siguiesen con sus vidas por separado, como si no se hubiesen conocido nunca. Pero no se marchó, sino que caminó hacia Maria y no se detuvo hasta quedar detrás de ella y rodearla con los brazos.

En cuanto la tocó, Maria empezó a temblar. Christopher recordó aquella primera noche en el teatro, cuando la abrazó de un modo similar. En aquella ocasión ella permaneció tranquila y calmada. La mujer vulnerable que tenía ahora entre los brazos había vuelto a la vida gracias a él.

—Christopher… —La tristeza de su voz lo destrozó.

—Déjame ir —le pidió él con la voz quebrada y la nariz escondida en el pelo de ella—. Déjame ir.

Maria sollozó y se volvió entre sus brazos para poder besarlo con todas sus fuerzas.

Convirtiéndolo en su prisionero.