14

Christopher apretó los puños con fuerza cuando vio la hilera de botones de la espalda del vestido de Maria. Luchó contra sus manos y les ordenó que dejasen de temblar. Se moría por percibir la ternura de ella, por vislumbrar algo que le demostrase que Maria sentía por él algo más que deseo sexual.

¿Por qué había ido a verlo? ¿Por qué le había escrito aquella carta llena de palabras bonitas? Tal vez sí le producía placer estar con él. Y Christopher odió esa parte de sí mismo que le decía: «Es suficiente. Basta con eso. Confórmate con lo que ella quiera darte». La odió porque no le bastaba con eso. Él ya no podía vivir sabiendo que lo único que existía entre los dos era el sexo. No podía compartir su cuerpo y su cama con ella y aceptar que no tenía acceso al resto de su vida.

—¿Has cambiado de opinión? —murmuró Maria, mirándolo por encima del hombro al ver que dudaba tanto.

Christopher se quedó contemplando la peca en forma de corazón que ella tenía cerca del labio y se murió por besarla. Su perfume lo embriagaba más que cualquier licor.

—No.

Empezó la difícil tarea de desnudar el sensual cuerpo de Maria y fue apartando las capas que los separaban. Él era un experto en el arte de desnudar a una mujer, pero sus manos jamás habían temblado tanto como en ese momento.

Despacio, consiguió desabrochar todos los botones y el color rojo contrastó profundamente con el tono de piel de Maria. Christopher agachó la cabeza y le pasó la lengua por el hombro. Notó que ella temblaba y supo que le repetiría la caricia por el resto del cuerpo. Le lamería los pezones y se los succionaría, después le separaría las piernas y lamería su interior. Ella le suplicaría que parase, arquearía la espalda y se movería frenética debajo de él. Para cuando terminase, ningún otro hombre podría satisfacerla y Maria entendería cómo se había sentido él esos últimos días: como un muerto de hambre frente a un banquete que era incapaz de comer.

Apartó un lateral del vestido y miró la cicatriz rosa que le había quedado tras la puñalada. Cerró los ojos al sentirse de nuevo embargado por la emoción. Entonces deslizó los dedos por encima de la piel, todavía irritada, y vio que su mano se había colocado allí sin pedirle permiso. Maria suspiró al notar que la tocaba.

—¿Todavía te duele? —le preguntó él, abriendo los ojos para ver lo que estaba haciendo.

Ella no dijo nada durante un largo rato y al final asintió.

—Tendré cuidado —le prometió él.

—No —lo contradijo Maria—. Tú te tumbarás en la cama.

Los recuerdos que evocaron esas palabras fueron tan poderosos que Christopher se estremeció. Cuántas veces se había acordado de su primera noche juntos, de tener a Maria encima de él, de capturar su pezón entre los dientes, de su sexo succionando su pene hasta hacerlo eyacular como nunca y dejarlo completamente seco.

Pensar que dentro de un rato volvería a sentir lo mismo hizo que se le pegasen los testículos al cuerpo y que le doliesen de la necesidad que tenían de vaciarse. Estaba desesperado por fundirse con ella, por convertirse los dos en un único ser. Un cuerpo, una pasión. Quería follarla con fuerza, entrar hasta lo más hondo, llegar a donde no había llegado nunca nadie y que ella hiciera lo mismo con él. Quería que Maria enloqueciera de deseo y que lo necesitase con la misma desesperación a él.

Sólo a él.

—Date prisa —lo urgió ella, tensa de la cabeza a los pies.

Christopher se detuvo y comprendió que Maria se sentía vulnerable; las reglas del juego habían cambiado y ella tenía miedo. Él también y por eso avanzaba con pasos inseguros por aquel terreno desconocido. Nunca antes se había expuesto tanto a otra persona.

Y por eso cambió ligeramente de táctica, cogió los dos extremos del vestido y lo abrió de golpe hasta rasgarlo. Maria salió de entre la tela y lo miró. Seguía llevando el corsé y la falda le ocultaba las piernas.

—Quítate los pantalones y túmbate en la cama —le ordenó ella a Christopher.

Él se quedó mirándola mientras movía las manos despacio para cumplir sus instrucciones. Maria quería tener el control y él iba a dárselo, le demostraría con el ejemplo que estaba dispuesto a ponerse en sus manos si ella también lo hacía.

—Yo también quiero que estés desnuda.

—Más tarde.

Christopher aceptó su respuesta y liberó su miembro del pantalón, que fue a parar al suelo. Maria miró su erección y le pidió que se masturbase, hasta que el semen humedeció la punta.

—¿Ves lo que me haces? —le preguntó él, sujetando su pene como si fuese una ofrenda para ella.

Al ver que Maria lo miraba con tristeza durante un segundo, Christopher gimió resignado y siguió masturbándose delante de ella. El placer empezó a arder en la parte inferior de su espalda y su erección creció todavía más.

—Llevo demasiado tiempo sin estar contigo, Maria. ¿Tú también me has echado de menos?

—Te mandé una carta.

—¿Y ahora vas a castigarme por querer recibir una muestra de afecto tuya? ¿Por querer que vinieras a mi cama en vez de ir yo a la tuya?

—Para —le dijo ella entre dientes, con la mirada fija en las enormes manos de él—. Quiero que estés duro y rígido dentro de mí. No te corras.

Christopher dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo y su miembro erecto y enrojecido, llorando lágrimas de semen, quedó apuntando hacia arriba. Todo aquello era nuevo para él, renunciar al poder. Christopher dudaba que fuera capaz de hacerlo por nadie más. Una mujer cualquiera no poseería la autoridad que se requería para arrebatarle el poder a un hombre como él.

Ni siquiera Emaline, con su vasta experiencia, sería capaz de dominarlo en la cama. Por eso mismo la madame se ocupaba personalmente de él cuando Christopher visitaba el burdel en vez de dejar que una —o varias— de sus chicas lo atendieran. A veces, Emaline necesitaba darse el lujo de que le echasen un polvo y de no tener que ser ella la que hiciera todo el trabajo.

Pero ahora Christopher esperó con la respiración entrecortada y la piel empapada de sudor. La tensión se palpaba en el aire y lo excitaba todavía más. El sexo podía convertirse en algo muy aburrido si la acción perdía intensidad, pero ése no era el caso en aquel momento. El espacio que había entre Maria y él estaba repleto de energía, igual que sucedía siempre con ellos dos.

—¿Has cambiado de opinión? —la retó Christopher, repitiendo las mismas palabras que ella había utilizado antes.

Maria arqueó una ceja.

—Tal vez no estoy preparada.

Él la imitó y también arqueó una ceja. Christopher sabía que Maria estaba mintiendo, lo veía en el rubor que le teñía las mejillas y en el modo en que le subían y bajaban los pechos. Sabía que estaba húmeda, sabía que verlo masturbarse le había dado placer.

—Puedo hacer que lo estés —se ofreció solícito.

Durante un segundo, Maria no se movió, su tentadora morena de piel aterciopelada y labios rojos. El corsé y la camisola eran blancos, dando como resultado una imagen muy angelical que echaban a perder aquellos profundos ojos rodeados de espesas pestañas.

Christopher podía ver los pezones de Maria a través del algodón y se le hizo la boca agua de las ganas que tenía de lamerlos. La peca en forma de corazón lo retaba a besar los exuberantes labios de su dueña, a deslizar su miembro en aquella boca y moverse hasta eyacular. Más semen apareció en su prepucio y se deslizó por la piel del pene, quemándolo.

—¿Me dejarás que te dé placer con la boca? —le preguntó—. Me gustaría mucho hacerte el amor de esta manera.

A Maria se le oscureció la mirada ante las palabras que él había elegido y tuvo que separar los labios para respirar. Asintió y pasó a su lado con la falda oscilando a su alrededor. Ella nunca dudaba, cuando decía algo jamás se echaba atrás.

Christopher la siguió, tenía la mente nublada de deseo y por aquellos sentimientos tan intensos. Maria se sentó en el sofá con la espalda completamente recta. Era una postura muy recatada hasta que levantó una pierna y colocó la rodilla encima del reposabrazos, apartó los metros de tela blanca y dejó al descubierto primero los tobillos, después los muslos y, por fin, el triángulo de cielo que tenía entre las piernas.

Christopher gimió desde lo más profundo de la garganta y cayó de rodillas sin más. Le sujetó la parte interior de los muslos con las manos para abrirla más e impedir que le ocultase nada. Ella estaba húmeda y caliente, tal como él había previsto que estaría. La preciosa Maria, la Viuda de Hielo. Excepto cuando se encontraba con él. Entonces se derretía.

—Me encanta verte así —confesó él—. Entregándote a mí, dispuesta y excitada.

Christopher inclinó la cabeza y lamió el sexo de Maria, regodeándose en el suspiro de placer que escapó entre sus dientes. Después de aquella noche ella no podría olvidarlo. Lo recordaría siempre cuando se metiera en la cama, recordaría la sensación de tener la boca de él en su cuerpo y se moriría por volver a sentir ese placer que sólo Christopher podría darle.

Le rodeó el sexo con los labios y deslizó la lengua por su clítoris con mucho cuidado, provocándola con suaves caricias. Maria le hundió los dedos en el pelo y se lo acarició mientras gemía y arqueaba la espalda en busca de aquella caricia tan íntima. Christopher le sujetó las caderas para que no pudiera levantarlas y empezó a succionar hasta que ella se movió frenética, desesperada, y sin apenas respirar debajo de él.

—¡Christopher! Dios santo…

Se apartó del respaldo del sofá y le tiró del pelo hasta hacerle daño, pero a él le gustó. Se agachó un poco más y la penetró con la lengua, sintió lo excitada que estaba, la humedad que la empapaba, lo mucho que la afectaba estar con él. Christopher dio gracias por esa prueba, porque él ya no podía más, su cuerpo temblaba desesperado y tanto deseo lo estaba torturando.

Se movió de nuevo hacia arriba y succionó su clítoris con fuerza y con movimientos repetitivos, obligando a Maria a conformarse con lo que él le estaba dando, obligándola a ver lo que existía entre los dos, a comprender que para él esos sentimientos eran más intensos y hermosos cada día que pasaba.

El orgasmo de ella estuvo a punto de provocar el suyo, su sexo se apretó alrededor de su lengua mientras Christopher la deslizaba dentro y fuera de ella. No paró, se negó a permitir que lo apartase y siguió besándola, devorándola, poseyéndola, haciéndola gritar de placer una y otra vez. Y otra más, hasta que ninguno de los dos pudo soportarlo más.

Christopher se puso en pie y se apoyó en el respaldo del sofá con una mano, mientras con la otra guiaba su erección hacia la entrada del cuerpo de Maria.

La penetró con tanta fuerza que levantó el sofá del suelo, apoyado sólo en las patas traseras. Christopher soltó un grito brutal y ella gimió desesperada. Entonces él se detuvo un segundo, cerró los ojos y apretó los párpados al notar que el sexo de Maria se apretaba alrededor de su miembro al terminar el orgasmo. No se atrevió a abrirlos hasta que ella dejó de temblar.

—Esto es el paraíso —gimió él—. Quiero vivir dentro de ti, sentir que me atraes hasta lo más profundo de tu ser. Ser uno contigo.

Maria se quedó mirando al dios dorado que la tenía prisionera y se preguntó qué había pasado para que la noche se escapase tanto de su control. Estaba cansada y dolorida, tenía los nervios a flor de piel y el miembro más duro del mundo en su interior. Christopher se sujetaba en el respaldo del sofá, tenía las manos apretadas a ambos lados de la cabeza de ella, las caderas apoyadas en sus muslos, los músculos del abdomen contraídos y goteando sudor, que caía encima de la falda que Maria tenía arremolinada en la cintura.

La estaba mirando con deseo y con mucha ternura, sacudiendo los cimientos de su mundo. ¿Cómo iba a ser capaz de renunciar a aquello? Gimió al notar que el miembro de Christopher temblaba en su interior. En esa postura ella no podía mantener el equilibrio y los poderosos atributos de él eran casi dolorosos. Christopher se apartó y Maria sintió un espasmo, pues su cuerpo se negaba a permitir que lo hiciese. Entonces, utilizando la fuerza de sus piernas, él volvió a penetrarla mientras sujetaba con las manos el sofá para que no se levantase del suelo. Volvió a llegar a la parte más profunda de ella y sus testículos le golpearon las nalgas de un modo muy erótico.

Maria no pudo evitar gemir. Lo único que podía hacer era sujetarse a la cintura de Christopher y aceptar aquella posesión cuya velocidad e intensidad fue en aumento hasta que lo único que se oyó en el salón fueron los sonidos desesperados de un polvo violento. Los gritos de placer de ella subieron de volumen e imitaron el ritmo con que las patas del sofá golpeaban el suelo, y el que marcaban las maldiciones que Christopher soltaba cada vez que se hundía en su interior.

El pene de Christopher era ancho, largo, duro y ardiente y estaba conquistando a Maria, la estaba seduciendo. No iba a parar hasta darle todo lo que ella quería. Que era exactamente lo que no podía tener.

Era el sexo más sincero y apasionado que había existido nunca. La lujuria prácticamente había desaparecido detrás de unas emociones mucho más profundas. Maria clavó la mirada en el abdomen apretado de Christopher, en cómo le brillaba el miembro cuando entraba y salía de ella con precisión. La pregunta que se había hecho sobre si los recuerdos que tenía de su primera noche eran o no exagerados por fin tenía respuesta. Christopher St. John era un amante extraordinario, incluso cuando follaba hasta perder el sentido. La penetró con fuerza y no se detuvo hasta llegar a aquel lugar dentro de ella que le hacía doblar los dedos de los pies.

—¡Sí! —gritó él de placer cuando Maria gimió al borde del delirio.

La voz ronca de Christopher estaba preñada de orgullo masculino y la quemaba con la mirada mientras ella se derretía en sus brazos.

Dios santo, Christopher la estaba matando, estaba haciendo que se enamorase de él cuando eso era lo último que Maria podía permitirse.

—¡No! —exclamó, asustada por los sentimientos que él le despertaba. Le golpeó los hombros en un gesto inútil—. ¡Para! —Le golpeó con los puños hasta que consiguió hacerlo reaccionar.

Entonces Christopher se detuvo dentro de ella, con la respiración entrecortada y los muslos temblándole.

—¿Qué? —consiguió decir entre jadeo y jadeo—. ¿Qué pasa?

—Apártate.

—¿Te has vuelto loca? —Pero en ese instante algo cruzó el rostro de Christopher y bajó la vista. Antes de que Maria pudiese adivinar qué iba hacer, le besó con cuidado la herida—. ¿Te estoy haciendo daño?

Maria tragó saliva, el corazón le latía tan deprisa que creyó que le iba a estallar.

—Sí.

La estaba matando, la estaba rompiendo por dentro.

—Dios. —Christopher apoyó la frente empapada de sudor en la de ella y exhaló profundamente.

Maria podía sentirlo temblar en su interior. A su propio cuerpo sólo le importaba alcanzar el orgasmo, así que succionó el miembro de él, atrayéndolo más hacia dentro.

Christopher inhaló hondo y entonces se arrodilló en el extremo del sofá para rodear a Maria con los brazos. Después se puso en pie con ella pegada a él y con su rígido miembro dentro de su cuerpo. Maria no podía comprender cómo había conseguido caminar con ella hasta la habitación de al lado y llegar a la cama.

Christopher se sentó en el colchón y se derrumbó de espaldas, con Maria todavía encima.

—Tú mandas —le dijo con la voz ronca—. Toma el placer que quieras del modo que quieras, pero no te hagas daño.

Ella casi se echó a llorar.

Abrió y cerró los dedos nerviosa encima del cubrecama. ¿Quién iba a decir que el perverso pirata podía ser tan dulce y cariñoso? Las duras y atractivas facciones de Christopher le recordaron quién era: un famoso criminal que había sobrevivido en un mundo cruel gracias a su astucia y a su falta de conciencia. Pero en aquella cama estaba dispuesto a ignorar sus propias necesidades por ella… a ofrecerse a ella, a permitir que le hiciese todo lo que quisiera…

—Maria —susurró entonces, con las manos en los muslos de ella y mirándola a los ojos—. Tómame.

Aturdida por su generosidad, Maria se movió como si estuviese soñando. Levantó las caderas y se deleitó con la maravillosa sensación de tener aquel duro miembro dentro de su cuerpo y con el siseo que escapó de los labios de Christopher. Éste se mantuvo inmóvil, tal como le había prometido, y le dejó tomar el control. El único movimiento que hacía era apretar la mandíbula.

Maria lo observó mientras lo poseía, fascinada con sus facciones. ¡Era tan hermoso! Incluso lleno de marcas y de morados era el epítome de las fantasías más secretas de cualquier mujer. Su rostro angelical, aquel pelo rubio que lo hacía casi perfecto, lo hacían parecer un demonio ahora que estaba desarmado por el deseo. Su cuerpo, sus grandes y fuertes músculos seguían resultando muy atractivos a pesar de que ahora estaba más delgado. Sus ojos, aquellas profundas lagunas azules, eran irresistibles cuando se llenaban de promesas sexuales y de afecto.

Maria deslizó los dedos por las cejas de él y después por las arrugas que el cinismo había dejado en las comisuras de sus ojos y de sus labios.

—Sí —la animó él, sujetándola por la cintura para que no perdiese el equilibrio—. Ámame como quieras.

Maria se agachó y le dio un beso en los labios, engullendo el profundo gemido que escapó de Christopher. Aquélla sería la última vez que lo tendría. La última vez que lo tocaría o que lo vería desnudo. A pesar de que se le rompió el corazón al comprender que iba a perder lo único que deseaba tener, sintió cierto consuelo al darse permiso para despedirse de él como quería. Después de esa noche, su relación terminaría para siempre. Por eso había ido a verlo. Y daría gracias por haber tenido a aquel hombre durante aquel breve período de tiempo.

Así que se tomó su tiempo, recorrió con los labios todo lo que antes había acariciado con la yema de los dedos y eliminó cualquier error. Besó todas las heridas, los arañazos y los morados. El cuerpo de Christopher se retorció de placer debajo del de ella, le temblaron los músculos del brazo y hundió las manos en el cubrecama, incapaz de contener la pasión que sentía. Igual que ella.

—¡Maria! —suplicó cuando le pasó la lengua por el pezón—. Tengo que correrme, amor. Córrete conmigo.

Ella le mordió el pezón y él maldijo en voz baja.

—¡Por favor!

Maria le cubrió la boca con sus labios húmedos. Christopher gimió y se movió frenético.

—Quiero que esto dure para siempre —le susurró ella, pegada a sus labios.

No quería que se acabase nunca, no quería dejar de sentirlo dentro de ella, duro y excitado.

—Hazlo —le pidió él, con las mejillas completamente sonrojadas—. Tómame.

Tras dudar un segundo, Maria asintió.

Cerró los ojos y empezó a moverse más rápido, con más intención. Su sexo subió y bajó encima del pene de Christopher.

El poderoso cuerpo de él se arqueó de dolor, se le marcaron las venas del cuello del esfuerzo que estaba haciendo para contenerse y sujetó a Maria mientras ella lo poseía frenéticamente y él movía su cabeza dorada de un lado a otro de la almohada, desesperado por terminar.

—Maria —gimió—. Maria.

Ella se dobló por la cintura y volvió a besarlo. Lo besó con todas sus fuerzas y los ojos se le llenaron de lágrimas al ver que él le devolvía el beso con el mismo fervor. A Maria le quemaba la piel, que tenía cubierta de una fina capa de sudor. Quería alcanzar el orgasmo, oír los gritos de placer de Christopher, sentirlo estallar dentro de ella.

Colocó las manos en el torso de él para tener un punto de apoyo y empezó a subir y a bajar con movimientos estudiados. Notó que los labios de su sexo se separaban para dejar paso al miembro de él y poder aceptarlo. La pasión de Maria aumentó, la boca de Christopher y su vasta experiencia sexual le habían dado mucho placer. Ella todavía estaba húmeda y el deseo y sus sonidos llenaron el aire.

Él se movió a su mismo ritmo, levantaba las caderas cada vez que Maria descendía y las bajaba cuando ascendía.

—¡Sí… Maria… Dios santo… sí!

Levantó las caderas y con la pelvis le rozó el clítoris. Ella gritó al alcanzar el orgasmo, que fue incapaz de detener. Su cuerpo se estremeció y empezó a succionar desesperado el miembro de Christopher.

Él gimió satisfecho al hacerse con el triunfo, el sonido empapó a Maria y la hizo correrse con más fuerza. Su vagina se aferró desesperada al miembro de Christopher al notar que también llegaba al orgasmo y eyaculaba dentro de ella.

Maria se derrumbó encima de él, completamente exhausta y satisfecha, y gimió al notar que le sujetaba las caderas y seguía moviéndose despacio en su interior hasta vaciarse por completo.

Por fin, y tras gemir una última vez, Christopher le soltó la cintura y la estrechó con fuerza contra su torso empapado de sudor.

Maria se llevó un puño a la boca para reprimir el llanto que amenazaba con sacudirla. Lo que sentía por Christopher ya era demasiado peligroso. Quería quedarse con él para siempre, allí acurrucada y protegida en sus brazos. Pero ¿cuánto de lo que había sucedido esa noche era real? ¿Cuántas cosas de las que había hecho él eran sólo un esfuerzo para conseguir su objetivo? ¿Christopher era de verdad como aparentaba? ¿O sólo estaba fingiendo para encontrar el modo de destruirla?

Tenía demasiadas preguntas y ninguna respuesta definitiva. Y con la vida de Amelia pendiendo de un hilo no podía correr ningún riesgo.

Así que esperó a que la respiración de Christopher se regularizase y se tornase más profunda, revelando que estaba dormido. Entonces se apartó de él y salió de la cama.

—Adiós —le susurró, recorriendo con la mirada su cuerpo desnudo antes de darse la vuelta y salir de allí. La puerta de la habitación se cerró con un suave clic.

Maria fue al salón y, con manos temblorosas, consiguió ponerse lo que quedaba de su vestido, después cogió la daga con la que había herido a Christopher y se negó a respirar, porque tenía miedo de echarse a llorar si olía su aroma y todavía tenía que salir de la casa.

No recordaba haber bajado la escalera ni salido a la calle. ¿La había visto alguien? ¿Había llamado la atención de alguien? ¿Los secuaces de Christopher la habían visto en ropa interior? Maria no lo sabía y no le importaba. Había logrado mantener su dignidad.

Hasta que se metió en su carruaje y allí, a salvo, dejó que las lágrimas resbalasen libremente por sus mejillas.

El silencio de la noche fue interrumpido por el sonido de los cascos de unos caballos tirando de un carruaje por la calle adoquinada. La niebla se pegaba al suelo y enfriaba los pies del hombre que estaba con los hombros encogidos, sujetándose los extremos del cuello levantado de la chaqueta para retener un poco de calor.

El carruaje se detuvo y el hombre se acercó a él para mirar dentro. El interior del vehículo estaba incluso más oscuro que el exterior, para así ocultar la identidad de su ocupante.

—Dos hijas —susurró—. Los hombres de St. John han encontrado a la otra. Una joven de Lincolnshire.

—Necesito la dirección.

—Estos trabajos de última hora se pagan.

Lo apuntó el cañón de una pistola.

—Está bien. —Se metió una mano en el bolsillo y sacó un papel mugriento, que entregó al ocupante del carruaje—. Cuando lo lea, verá que merece la pena.

Segundos más tarde, el hombre que seguía oculto asintió.

—Muy bien. Trato hecho, Bobby.

Y le lanzó una bolsa de monedas que el otro atrapó en el aire.

—¡Que Dios le bendiga! —masculló, saludándolo con el ala del sombrero antes de desaparecer entre las sombras.

El cochero volvió a avanzar con el carruaje.

En la oscuridad, Eddington se apoyó en el cojín del respaldo.

—Tráeme a esa chica antes de que lo haga St. John.

—Sí, milord. Me encargaré personalmente.