13

Maria subió las piernas encima del sofá donde estaba sentada y observó a Tim mientras éste seguía dibujando en el escritorio. La casita que le había encontrado Welton era pequeña pero confortable. Estaba situada en la costa y el suave sonido de las olas del mar era un encantador acompañamiento de las tranquilas actividades que estaban llevando a cabo.

Tim tarareó una canción para sí mismo y a Maria volvió a sorprenderla lo delicado que era ese gigante. A pesar de su aspecto físico era cuidadoso y amable y completamente leal a St. John, lealtad que extendió a Maria, porque estaba convencido de que ella era importante para el pirata. Y eso fue lo que más la sorprendió.

Sí, St. John había dejado claro que ella le interesaba, pero Maria conocía muy bien a los hombres. Sentirse interesado por una mujer no equivalía a sentir algo por ella. Maria tenía algo que él quería y ella no dejaba de decirse que su relación no iba más allá de eso. Sin embargo, Tim parecía creer que sí y una parte de Maria se moría porque fuese verdad.

Lo echaba de menos. Echaba de menos a su pirata. Era muy extraño que se hubiese enamorado de él tan rápido, pero lo había hecho. Se pasaba las noches tumbada en la cama, deseando que estuviese a su lado y la abrazase con sus musculosos brazos, quería sentir el vello de su pecho bajo su mejilla, el calor de su piel junto al suyo. A veces cerraba los ojos y se imaginaba que podía olerle, aquel perfume a bergamota y pura sensualidad masculina.

Pero lo que más echaba de menos era la ilusión de seguridad que sentía con él. Christopher la hacía sentirse protegida. Simon, bendito fuera, le dejaba hacer todo lo que ella quería. Pero Maria deseaba tener a alguien a su lado que en ocasiones soportase todo el peso de la carga que ella llevaba en los hombros. Sólo durante un rato. No lo bastante como para llegar a depender de él, pero sí lo suficiente como para encontrar un poco de paz.

—Ya está —dijo Tim, apartándose de la mesa para acercarse a Maria. Le pasó el dibujo y volvió al escritorio para hacer otro.

Ella dejó a un lado el mapa que estaba observando y las notas que le había preparado a Simon para indicarle dónde quería que buscase y se quedó atónita al ver el dibujo.

—Tienes un don —le dijo a Tim, mientras admiraba el trazo y las sombras que había utilizado para dibujar el rostro de un chico.

Éste tenía unas facciones exóticas y el cabello y los ojos negros le conferían un aspecto muy peligroso incluso para su edad. Llevaba el pelo largo y éste le cubría la frente y enmarcaba unos ojos muy sensuales y una boca muy bien definida.

—No es nada —dijo Tim vergonzoso, lo que hizo que Maria levantase la vista y lo viese sonrojarse.

—Y tienes una memoria prodigiosa. Yo también vi a este chico, pero hasta que he visto tu dibujo no habría sido capaz de describírtelo. Tiene unas facciones muy especiales, nada comunes, y sin embargo lo has dibujado a la perfección.

Tim masculló algo muerto de vergüenza y entrecerró los ojos bajo sus pobladas cejas. Maria sonrió y después desvió la vista hacia el montón de dibujos que tenía al lado. Al juntarlos formaban un tapiz que describía a la perfección lo que había sucedido esa noche: el carruaje, la institutriz, los lacayos y el cochero.

Ahora le tocaba el turno al dibujo de Amelia y Maria tenía miedo de verlo, porque no sabía cómo iba a reaccionar. Ella sólo había visto a su hermana un segundo y ahora que habían pasado tres semanas, esa imagen se empezaba a difuminar.

—Vas a recuperarla —susurró Tim.

Maria parpadeó y volvió a fijar su atención en su invitado. Ya casi habían pasado las dos semanas, gracias a Dios. Con el reposo y la falta de actividad, la herida se le había curado, pero esa vida de quietud no estaba hecha para ella. Había paseado tantas veces por la habitación, que probablemente habría podido dar la vuelta al mundo.

Lo de dirigir desde la distancia no era lo suyo. Ella prefería estar en medio de la acción. Por fortuna, dentro de dos días partirían de regreso a Londres. Entonces Tim volvería con St. John y ella reanudaría la búsqueda de su hermana.

—¿Disculpa?

—Digo que a tu hermana vas a recuperarla —dijo Tim.

«Dios santo. ¿Cómo lo sabe?»

—¿Lo sabe St. John? —le preguntó en voz baja, intentando prever todas las posibilidades. Amelia era su único punto débil. Y sólo lo conocían Simon y Welton.

—Todavía no. Me pillaste antes de que pudiera decírselo.

Maria suspiró aliviada, a pesar de que el corazón todavía le latía desbocado.

—Ahora no puedo dejar que te vayas —le dijo, a pesar de que ambos sabían que nadie podía impedirle que se fuera cuando quisiera.

Lo único que podría detener a un hombre del tamaño de Tim serían unos grilletes de acero en las piernas, y tal vez ni siquiera eso.

—Lo sabía cuando te lo he dicho —se limitó a contestarle él.

—Entonces ¿por qué lo has hecho? —quiso saber Maria.

El gigante se tocó la barba y se apoyó en el respaldo de aquella silla demasiado pequeña para él.

—Esa noche se suponía que tenía que protegerte y fallé. Tal vez si cuido de ti ahora pueda enmendar mi error.

—¡No estás hablando en serio! —replicó Maria, aunque se daba cuenta de que él efectivamente lo creía así—. Nadie podría haber anticipado lo que sucedió.

Tim cogió aire.

—St. John se anticipó, o de lo contrario no nos habría mandado tras de ti. Confió en mí y me encargó que actuase en su nombre y yo no supe estar a la altura.

—Tim…

Él levantó una de sus gigantescas manos para detenerla.

—No vale la pena seguir discutiendo. Tú quieres que me quede y yo quiero quedarme. Fin de la historia.

Maria cerró la boca de golpe. Su lógica era irrefutable.

Mhuirnín.

Maria miró de reojo y vio a Simon entrando en la habitación con su habitual gracia indolente. Todavía llevaba la ropa de viaje, pues acababa de volver de su largo periplo. Siguiendo instrucciones detalladas de Maria, él y una docena de hombres habían recorrido la costa sur de la isla haciendo preguntas sobre Amelia.

—Tienes visita.

Maria se tensó de inmediato y puso los pies en el suelo para levantarse. Corrió hacia Simon y le preguntó en voz baja:

—¿Quién es?

Él la cogió por el codo y la acompañó afuera, después de mirar a Tim de soslayo. Entonces se inclinó y le susurró al oído:

—Lord Eddington.

A Maria le fallaron las piernas y miró a Simon perpleja. Él se encogió de hombros para responder en silencio a la pregunta que ella no había llegado a formularle y la acompañó a la sala.

No iba vestida para recibir visitas, aunque, claro, aquélla tampoco era una visita. Levantó el mentón y al entrar en la sala desplegó todos sus encantos. Al parecer iban a hacerle falta, a juzgar por cómo Eddington la fulminó con la mirada.

—Usted y yo tenemos mucho de lo que hablar —le dijo el conde, enfadado.

Acostumbrada como estaba a los hombres malcarados, Maria le ofreció una sonrisa resplandeciente y se sentó en el sofá.

—Yo también me alegro mucho de verlo, milord.

—Dentro de un rato no opinará igual.

—Se acercó a él con una pistola a plena luz del día.

Christopher sonrió al imaginarse la escena que le estaba describiendo Philip, explicándole cómo Maria había capturado a Tim. En su pecho sintió un calor extendiéndose a la misma velocidad que la sonrisa. Maldita fuera, cada día que pasaba aquella mujer le gustaba más. Y su ausencia no había disminuido el deseo que sentía por ella. Lo primero que Christopher le había preguntado a Philip cuando el joven llegó al hostal fue por la salud de Maria. Todavía tenía muchas cosas que hacer, faltaban muchos días para volver a Londres.

—La verdad es que fue bastante divertido —convino Philip al ver la sonrisa de Christopher.

—Ojalá lo hubiese visto. —Se apoyó más en el cojín del asiento y desvió la mirada hacia la ventana para contemplar el paisaje. Las cortinas rojas estaban descorridas y la tela contrastaba con el interior negro del carruaje—. ¿Así que Tim se ha quedado con ella?

—Sí, y probablemente sea lo mejor. El irlandés se fue cuando ella llevaba dos días en casa y todavía no ha vuelto.

—Vaya…

Esa noticia le causó a Christopher una profunda satisfacción. Era un sentimiento que no comprendía y lo experimentaba siempre que pensaba en Maria con Quinn.

Era muy obvio que ella sentía cariño por el irlandés. Lo único que consolaba a Christopher era que Maria solo compartía su cama con él.

Al pensar en eso se le espesó la sangre. Había veces en que se decía a sí mismo que era imposible que el sexo con Maria hubiese sido tan bueno como recordaba. ¿Cómo era posible? Y había veces, de noche, cuando estaba solo en la cama, que casi podía sentir las manos de ella acariciándole la piel y su voz provocándolo.

—¿Estamos cerca? —le preguntó a Philip, ansioso por acabar con aquello cuanto antes y poder volver con su amante.

Si era cuidadoso, tal vez podría poseerla ese mismo día. La lujuria lo sacudió con fuerza y la abstinencia acumulada no ayudó demasiado, pero podía contenerse. Él jamás haría nada que pudiese perjudicar el proceso de curación de la herida de Maria.

—Sí, ya no falta mucho. —Philip frunció el cejo, pero no dijo nada más, se limitó a pasarse las palmas de las manos por las perneras del pantalón gris que llevaba.

Christopher lo conocía lo bastante bien como para saber que algo lo preocupaba.

—¿Qué te pasa?

El chico se quitó las gafas y sacó un pañuelo del bolsillo. Mientras limpiaba una mota inexistente, le dijo:

—Me preocupa lord Sedgewick. Hace un mes que te soltó. Seguro que está impaciente, es imposible que esté contento con las migajas que le hemos dado.

Christopher se lo quedó mirando un momento y se fijó en lo mucho que había madurado físicamente, un detalle que normalmente quedaba oculto tras las gafas.

—Hasta que tenga al testigo en mi poder, lo único que puedo hacer es ganar tiempo. No hay nada que pudiera haber hecho que hubiese servido para no estar hoy aquí.

—Estoy de acuerdo. Pero lo que me preocupa es qué vamos a hacer a partir de ahora.

—¿Por qué?

Philip volvió a ponerse las gafas.

—Porque es evidente que sientes algo por esa mujer.

—Siento algo por muchas mujeres.

—Pero ninguna de ellas corre el peligro de perder la vida por tu culpa.

Christopher respiró profundamente y volvió a mirar a través de la ventana.

—Y discúlpame si me equivoco —prosiguió su protegido, removiéndose nervioso en su asiento, tras aclararse la garganta—, pero creo que por lady Winter sientes algo más que por las otras mujeres que conoces.

—¿Y de dónde sacas esa idea?

—De todo lo que has hecho que no encaja contigo: el asedio a su casa, el viaje a Brighton. En casa de lady Winter dicen que ella volverá dentro de dos días y tú estás haciendo todo lo posible por estar allí cuando llegue. Es como si no pudieras soportar la idea de pasar más tiempo del estrictamente necesario alejado de ella. Teniendo en cuenta estas circunstancias, ¿cómo es posible que seas capaz de entregársela a Sedgewick?

Christopher se había hecho esa misma pregunta muchas veces últimamente. Aquella mujer no le había hecho nada. Sencillamente le había resultado tentadora en el teatro y la había perseguido desde entonces. No sabía nada de la relación de Maria con el fallecido lord Winter, pero sí sabía que no había causado la muerte de Dayton. Maria lamentaba la pérdida de éste, le había dicho que lo quería.

Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en ella teniendo sentimientos por otro hombre. ¿Cómo era Maria cuando estaba enamorada? Él se había enamorado perdidamente de la mujer que había arrastrado un taburete y se había subido en él para besarlo con tanta pasión que lo había marcado para siempre. ¿Era ésa la Maria que se había casado con Dayton?

Levantó una mano y se la llevó al pecho, frotándoselo para ver si así lograba aflojar la opresión. Era una mujer que tenía muchos secretos, de eso no cabía ninguna duda. Pero no era el diablo y él no le quería ningún mal. Entonces ¿cómo iba a ser capaz de mandarla a la cárcel? No era un buen hombre. Dejando a un lado lo que sentía por ella, lo perturbaba profundamente tener que sacrificar la vida de otra persona mucho mejor que él para recuperar la suya.

—Ya hemos llegado —murmuró Philip, sacando a Christopher de su ensimismamiento.

Se irguió y miró la casa a la que se estaban acercando. Todavía se encontraban a unos cuantos metros de distancia, lo bastante lejos como para que las ruedas del carruaje no se oyeran desde allí, pero lo bastante cerca como para que él pudiese ver el equipaje que había en la entrada.

Notó aquella sensación que empezaba a serle familiar: la ardiente certeza de que Maria le pertenecía, y golpeó el techo del carruaje con los nudillos.

—Para aquí —le ordenó al conductor.

Christopher descendió y terminó a pie el recorrido hasta la casa. La cadencia de las olas que rompían en la playa marcaba la inusual impaciencia de sus pasos. Estaba anocheciendo y gracias a eso pudo esconderse entre las sombras. El silbido imitando a un pájaro le permitió reconocer a los hombres que había dejado vigilando a Maria. Christopher silbó como respuesta, pero el sonido se le quedó a medias cuando reconoció el blasón que había en la puerta del carruaje parado frente a la casa.

«Eddington».

Cientos de pensamientos se agolparon en su mente. Se detuvo un segundo y respiró hondo para calmarse. Después rodeó la casa en busca de un lugar desde donde espiar lo que sucedía dentro.

La suerte se puso de su parte, pues al doblar una esquina vio que salía un rayo de luz de una ventana abierta y que iluminaba el suelo con las cenefas del cristal. Se acercó un poco más y presenció cómo Maria y Eddington estaban enfrascados en lo que parecía ser una discusión. Ser testigo de la evidente antipatía que sentían el uno por el otro debería haberlo calmado, pero ella no iba vestida adecuadamente y eso lo puso furioso. No llevaba el tipo de atuendo que una mujer se ponía para recibir una visita formal. Y, por otra parte, Quinn no estaba en casa.

Christopher apoyó la espalda en la pared para acercarse más a la rendija de la ventana.

—Me veo en la obligación de recordarle —dijo Eddington, tan enfadado que sus gritos se oían por encima del rugido del océano—, que le pago para que me proporcione un servicio. ¡No para que se vaya vacaciones!

—¡He estado enferma! —se limitó a decirle ella.

—Eso le impide ganarse el sueldo en la cama, pero hay otras maneras de cumplir con sus obligaciones.

Christopher cerró los puños y apretó la mandíbula, notando que le hervía la sangre como nunca le había hervido. Él antes ya había tenido ganas de matar a alguien, pero aquel deseo sanguinario no había ido acompañado de un profundo dolor en el corazón ni de un escozor en los pulmones.

—¡No sea grosero! —soltó Maria.

—¡Seré lo que me dé la gana! —rugió el conde—. El dinero que le pago me otorga ese derecho.

—Si tanto le duele separarse de su dinero, libéreme de mis obligaciones y búsquese a alguien que le solucione sus asuntos por menos.

A pesar del ruido de las olas, Christopher estaba convencido de que se podía oír cómo rechinaban sus dientes, pero no podía parar. Tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no colarse por la ventana y darle una paliza a Eddington. Lo único que se lo impidió fue que sabía que no podía ganarse la confianza de Maria a la fuerza. Ella tenía que dársela libremente.

Se apartó de la pared y rápidamente se dispuso a analizar todo lo que había sucedido desde que había empezado su relación con aquella reconocida seductora. Maria estaba metida en algo muy desagradable, y al parecer en contra de su voluntad, y a pesar de ello no le había pedido ayuda. Él era su amante, y tenía mucho dinero, la ayudaría si ella se lo pedía, pero Maria estaba demasiado acostumbrada a resolver sus problemas por sí misma.

Christopher hizo de tripas corazón y se negó a sentirse rechazado u olvidado, y tampoco quiso culparla por haber pensado en su propia supervivencia. Maria era una mujer inteligente. Podía aprender. Él podía enseñarle. Cariño. Ternura. ¿Cuántas veces había recibido Maria esas cosas a lo largo de su vida? Tal vez él también pudiese aprender. Christopher encontraría el modo de abrirle su corazón a Maria para que así ella se sintiera a salvo y pudiera abrirle el suyo.

Se alejó de la casa con el mismo sigilo con que se había acercado. Volvió al carruaje convertido en un hombre distinto al que había salido de él, más sombrío, con tal actitud introspectiva que Philip tuvo el buen tino de no molestarlo.

Maria paseó nerviosa de un lado a otro de la habitación y la falda del vestido revoloteó a su alrededor.

—¿Dónde estás? —preguntó en voz alta, dirigiendo de nuevo la mirada hacia la ventana, mientras esperaba impaciente a su amante de cabello dorado.

Hacía dos días que ella había vuelto a Londres y gracias al espía que tenía en la casa de Christopher sabía que éste también estaba en Londres. Y sin embargo no había ido a verla. Aquella mañana, Maria le había mandado una carta, pero no había servido de nada. Él no había contestado y tampoco había aparecido.

En cuanto llegó a casa, Maria se apresuró a bañarse para prepararse para la visita de Christopher, y todo para nada. El profundo dolor que sentía en el pecho aumentaba con cada día que pasaba.

Tal vez él había perdido el interés por ella durante su ausencia. Aunque Maria se había planteado esa posibilidad, verla convertida en realidad le había hecho mucho más daño del que esperaba.

Se detuvo frente a la ventana y cuando miró hacia la calle no vio ningún movimiento. Cerró los ojos y cogió aire entre los dientes. Christopher no le debía nada, pero estaba furiosa con él por haberle hecho tanto daño. Estaba furiosa por que Christopher no había tenido la cortesía de decirle adiós. Podría habérselo dicho por escrito si de verdad no quería volver a verla, cualquier cosa habría sido preferible a ese silencio.

¡Maldito fuera si creía que ella iba a permitirle tratarla así! Maria se había sincerado en esa carta, le había dejado claro lo mucho que deseaba su compañía. Ahora le dolía pensar en lo que había escrito, en lo mucho que se había enamorado de ese hombre. Le había ido detrás, le había suplicado que fuera a verla.

Y él la había rechazado sin una sola palabra.

Furiosa, se quitó el batín y llamó a Sarah para que la ayudase a vestirse otra vez. Se puso un vestido de seda roja y se dibujó una peca con forma de corazón justo encima de la comisura del labio. Ocultó la daga en el interior del vestido y ordenó que le preparasen el carruaje. Cada minuto que pasaba le hacía hervir más la sangre. Tenía ganas de pelearse con alguien y por Dios que ese alguien iba a ser su pirata, tanto si él quería como si no.

Sus guardaespaldas cabalgaron alrededor del carruaje cuando éste se alejó del seguro barrio de Mayfair para adentrarse en el más peligroso de St. Giles, hogar de vagabundos, ladrones, prostitutas y… de su amante. Maria estaba sentada en el carruaje y podía sentir cómo la rabia aumentaba peligrosamente en su interior. Para cuando llegó al hogar de Christopher era prácticamente una furia desatada y su estado de ánimo debía de ser más que evidente en su rostro. Uno de sus lacayos entregó la tarjeta de visita de su señora al hombre que los recibió y éste la hizo entrar en la casa sin dilación.

—¿Dónde está? —preguntó Maria en voz baja y amenazadora, sin importarle los grupos de hombres y mujeres que iban saliendo de las habitaciones para mirarla.

El mayordomo tragó saliva.

—Le informaré de su llegada, lady Winter.

Ella enarcó una ceja.

—Puedo anunciarme yo sola, gracias. Dígame dónde está.

Él abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla y al final suspiró y dijo:

—Sígame, milady.

Maria subió la escalera como si fuese una reina, con la cabeza bien alta y los hombros echados hacia atrás. Tal vez fuera una mujer despechada, pero se negaba a comportarse como tal.

Un instante más tarde estaba en el interior de la habitación cuya puerta acababa de abrir el mayordomo y se detuvo un momento con el corazón en la garganta. Lo único que fue capaz de hacer fue levantar una mano para indicarle al hombre que cerrase la puerta.

Christopher estaba tumbado frente al fuego, a medio vestir, descalzo y con el cuello de la camisa abierto, sin chaleco ni chaqueta. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados mientras descansaba. Era una criatura letal y sumamente hermosa. Incluso en ese momento, estando tan furiosa como estaba, la afectaba como ningún hombre la había afectado nunca.

—Christopher —lo llamó casi en silencio, porque se le había hecho un nudo en la garganta al verlo.

Una lenta sonrisa apareció en los labios de él, pero siguió con los ojos cerrados.

—Maria —ronroneó—. Has venido.

—Y tú no. A pesar de que te lo pedí y de que te he estado esperando.

Christopher por fin la miró con los ojos entrecerrados mientras pensaba.

—¿Tan terrible es que quisiera que hicieras un esfuerzo y vinieras a verme?

—Ya no tengo tiempo para tus juegos, St. John. He venido a buscar lo que me debes, un adiós como Dios manda.

Maria dio media vuelta para irse, pero no tardó en darse cuenta de que había calculado mal. Christopher se movió con suma velocidad, atrapándola entre la puerta y su cuerpo.

—Esto no es un juego —le susurró emocionado, con los labios pegados a su oreja.

Ella se esforzó muchísimo por ignorar la reacción que le causó tener su musculoso cuerpo pegado al de ella. Christopher era mucho más alto y su aliento le acariciaba íntimamente la cabeza. Cuando él movió las caderas contra las suyas, Maria comprendió lo que le estaba diciendo. Era imposible que pudiese sentirlo a través de las capas de ropa de la falda del vestido, pero era innegable que estaba excitado.

Maria luchó contra el placer que había sentido al saberlo y le preguntó distante:

—Entonces ¿por qué no has venido a verme?

Christopher apartó las manos de la puerta para tocarle descaradamente los pechos. Mientras la acariciaba, la retenía donde estaba con sus musculosas piernas.

—Siempre soy yo el que viene a ti, Maria. Necesitaba saber que tú también querías venir a mí.

Ella se quedó sin aliento al notar el deseo, insistente y ardoroso, que conjuró él con sus palabras. Pero Christopher había cometido un error al soltarle las manos y en un segundo iba a demostrárselo. Maria le hundió la punta de la daga en el muslo.

Él se apartó con una maldición y ella se volvió para mirarlo mientras con una mano a su espalda tiraba del cerrojo para abrir la puerta.

Una pequeña mancha de sangre iba extendiéndose por los pantalones de Christopher.

—¿Con Eddington también recurres a las armas? —le preguntó él en voz baja—. ¿O te paga tan bien que se lo ahorras?

Maria se detuvo con la daga en alto delante de ella.

—¿Qué importancia tiene Eddington?

—Eso mismo me pregunto yo.

Christopher se quitó la camisa por la cabeza y dejó al descubierto su musculoso y dorado abdomen. En el torso tenía unas cuantas heridas que todavía se estaban curando y en las costillas todavía podían verse varios morados amarillentos. A Maria se le cerró la garganta al ver tantas laceraciones y le dolió el corazón al comprender que ella también había contribuido a estropear aquel cuerpo tan hermoso.

Christopher desgarró la camisa de lino y arrancó una tira lo bastante larga como para atársela alrededor del muslo.

—¿Todavía no estamos lo bastante unidos como para compartir nuestros secretos? —preguntó luego.

—¿Eddington es el motivo por el que te has negado a verme? —quiso saber Maria.

Se le encogió el estómago al ver que Christopher estaba al tanto de su relación con el conde.

Él se cruzó de brazos y negó con la cabeza.

—No. Yo siempre te digo la verdad, Maria, porque es lo que quiero de ti a cambio. Quiero estar a tu lado. Ayudarte. Pero sólo si tú me concedes ese derecho.

Le estaba hablando en voz baja y la miraba con tanta sinceridad que ella se quedó sin habla al descubrir sus sentimientos. Se le aflojaron los dedos y la daga fue a parar al suelo.

—¿Y tú qué derechos me concederás? —le preguntó, con el pecho subiéndole y bajándole agitado.

—¿Qué derechos quieres? —Christopher volvió a acercarse a ella e inclinó la cabeza para deslizarle la lengua por los labios entreabiertos—. Esta noche podrías haber acudido a Quinn o a Eddington. Sin embargo, y a pesar de lo enfadada que estás conmigo, has acudido a mí. Yo tengo algo que tú quieres. Dime qué es para que pueda dártelo.

La última frase la dijo como si le doliese, algo que Christopher intentó ocultar de inmediato dándole un beso muy posesivo. Levantó las manos para sujetarla por los hombros y la acercó cariñosamente hacia él.

Y aunque Maria se dio cuenta de que si quería ella podía causarle daño también comprendió que él podía hacerle lo mismo. Y Christopher lo estaba haciendo muy bien, la estaba conquistando con su ternura y con su aparente falta de artificio.

—Tal vez lo único que quiera de ti sea sexo —le dijo ella con frialdad, moviendo los labios encima de los suyos—. Tienes un cuerpo hecho para el pecado y una mente que sabe cómo utilizarlo.

Christopher la sujetó con más fuerza al recibir aquel golpe directo. A Maria le dolió muchísimo ver que le había hecho daño adrede sólo para protegerse, pero no se le ocurrió otra alternativa. Esa faceta de él era demasiado peligrosa. Maria podía manejar sin ningún problema al pirata bravucón, pero no se veía capaz de sobrevivir al cariñoso, atento y apasionado amante que cada vez aparecía con más frecuencia.

El brutal primer encuentro sexual que había tenido lugar entre los dos se había convertido en besos lánguidos y suaves, en momentos repletos de intimidad, en confesiones sobre lo mucho que se echaban de menos. Si pudiera confiar en él, aquello sería una historia de amor. Pero dado que Maria continuaba desconfiando de los motivos de Christopher, era sólo un asedio, y ella no podía permitirse ser conquistada cuando estaba en juego la seguridad de Amelia.

—Quieres que te folle —siseó él—, así que eso es lo que voy a hacer. Sólo tienes que pedírmelo. Estoy preparado y más que dispuesto a satisfacerte. Dentro y fuera de la cama.

Maria cerró los ojos para ocultar sus pensamientos. Desearía tener la fortaleza suficiente para dejar atrás sus sueños y centrarse sólo en su objetivo, pero el modo en que le temblaban las manos y las piernas hizo que se diera cuenta de que ahora que todavía estaba a tiempo lo mejor sería que saliera huyendo. Encontraría otro modo de averiguar la información que Welton y Eddington querían obtener. Encontraría otra manera; siempre lo hacía.

—Desnúdame —susurró decidida.

—Como desees. —Le recorrió el lóbulo de la oreja con la lengua—. Date la vuelta.

Maria respiró hondo e hizo lo que le pedía.