—¿Te encuentras mejor? —le preguntó la señorita Pool a Amelia mientras paseaban por la ciudad, de regreso a casa.
La joven asintió.
—Sí, gracias.
El nerviosismo de Amelia había ido en aumento desde la noche en que Maria había ido a buscarla, así que cuando se hizo evidente que no podía concentrarse en la lección, la señorita Pool sugirió que salieran a tomar el aire. Con sendos parasoles bajo el brazo, dejaron las tareas diarias y fueron al mercado sin ningún objetivo en mente.
Amelia disfrutó de la tarde libre y le gustó poder observar a la gente yendo de aquí para allá, ocupada en sus cosas. Aunque ella no tuviera vida, los demás sí la tenían.
—El cuerpo necesita los mismos cuidados que la mente —le dijo la señorita Pool en voz baja.
—Yo siempre lo he creído así.
Claro que ella había crecido al lado de un chico muy activo, al que le gustaba mucho jugar. Un chico con hoyuelos, aunque hacía años que no se los veía.
—Me gustas con el pelo recogido —comentó la mujer, y le sonrió—. Pareces toda una dama. Le escribiré a tu padre esta misma noche para sugerirle que te busque una doncella.
Amelia se tocó el pelo, nerviosa. Se lo había trenzado y se había recogido la trenza en un moño en la nuca; el peso le daba un poco de dolor de cabeza, porque no estaba acostumbrada. Pero si eso era lo que tenía que hacer para que dejasen de considerarla una niña y empezaran a creer que era una mujer, lo haría.
—Buenas tardes, señorita Pool, señorita Benbridge.
Se detuvieron y saludaron al joven zapatero, que había salido de la tienda para hablar con ellas. Era rubio y muy atractivo, con su incipiente barba, y se frotó nervioso las palmas de las manos en el delantal.
—Buenas tardes, señor Field —lo saludó la señorita Pool con un leve rubor en las mejillas que no le pasó por alto a Amelia.
Al parecer, los dos se gustaban un poco más de lo normal. Amelia los observó muerta de curiosidad y se preguntó si ella también ponía esa cara de embobada cuando se cruzaba con Colin. Sería horrible que se la viera tan esperanzada e ilusionada, cuando era evidente que él no podía soportarla.
Se sintió de repente como una intrusa por estar observando el encuentro de la pareja y, cohibida, dio media vuelta… y vio una espalda y unas piernas musculosas que conocía a la perfección alejándose de ella. Al lado de Colin caminaba una chica rubia que, a juzgar por sus curvas, debía de tener la misma edad que él.
Estaban riéndose y los ojos les brillaban cuando se miraban. Él tenía la mano en la parte baja de la espalda de ella y la guiaba hacia un callejón, donde desaparecieron de la vista de todo el mundo.
Incapaz de resistirlo, Amelia se encaminó hacia allí con disimulo. Colin y la chica de grandes pechos se contemplaban igual que la señorita Pool y el señor Field. Una mirada llena de promesas.
Amelia rodeó el edificio y aminoró el paso al oír unas voces que murmuraban y unas risas sin sentido. Pasó junto a barriles y cajas y estaba tan concentrada que cuando un gato abandonado saltó frente a ella, casi se muere del susto. Se apoyó en la pared de ladrillos y se llevó la mano al corazón mientras cerraba los ojos para calmarse. Allí se estaba más fresco, el edificio hacía sombra y no dejaba entrar el sol.
Sabía que tenía que dar media vuelta. La señorita Pool no iba a estar distraída mucho más tiempo y entonces se preocuparía por ella. Pero, como siempre, su corazón no atendió a sus razones. Si ese órgano tan tozudo le hiciera caso, ya haría meses que habría dejado de querer a Colin.
Tomó aire para armarse de valor y se apartó del muro para doblar la última esquina y llegar al callejón donde estaban Colin y la rubia. Pero una vez allí se quedó petrificada, el aire dejó de circularle por los pulmones y el brazo con que sujetaba el parasol le cayó al costado, con lo que la sombrilla se precipitó al suelo desde sus dedos inertes.
Colin y su acompañante estaban demasiado ocupados para oír nada. La rubia se había apoyado en la pared del edificio y tenía la cabeza echada hacia atrás para que la impaciente boca de él le devorase mejor el escote. Colin la tenía prisionera contra la pared, en la que él se apoyaba con la mano izquierda, mientras con la derecha le masajeaba el pecho a la chica, que no paraba de moverse para que la tocase mejor.
Amelia sintió un dolor acuciante en el corazón, una herida tan brutal que gimió de agonía. Colin levantó la cabeza y abrió los ojos como platos al verla. Se apartó al instante y se alejó corriendo de la rubia y del edificio donde estaba apoyada.
Horrorizada, Amelia dio media vuelta y salió corriendo, abandonando el parasol en el suelo. Su propio llanto le llenaba los oídos, pero aun así oyó a Colin gritar su nombre. Con una voz ronca y profunda, muy distinta a la del chico que conocía, con una voz suplicante, como si le importase haberle roto el corazón.
Pero en realidad no le importaba. Ella lo sabía perfectamente.
Corrió más rápido, el pánico impulsó sus pisadas y el bombeo de la sangre resonó en sus oídos.
Pero por rápido que corriera, jamás dejaría atrás el recuerdo de lo que había visto.
—¿Por favor, podrías dejar que me ocupase yo de este asunto? —le pidió Simon a Maria con la cabeza apoyada junto a la de ella en el respaldo del carruaje.
—No, no —insistió ella, moviendo nerviosa el pie encima de los tablones de madera del suelo—. Será todo más fácil si lo hago yo.
—Y más peligroso.
—Tonterías. —Le quitó importancia—. Si vas tú a reunirte con ese hombre, terminaréis a puñetazos y llamando la atención. Para que el plan tenga éxito, tenemos que salir de allí sin que nadie se dé cuenta.
Simon suspiró resignado y con gesto dramático apoyó la cabeza en el cojín del respaldo. En aquel instante era la exasperación masculina personificada. Maria se rio, pero se quedó en silencio de inmediato al ver aparecer una corpulenta silueta de detrás de la casa de St. John.
—¿Es uno de ellos?
Simon volvió a mirar por la ventana.
—Sí, pero sugiero que esperemos a uno más pequeño.
Maria se quedó pensándolo un segundo y tuvo que reconocer que el tamaño de aquel hombre era muy intimidante. Era un gigante. Tenía el pelo y la barba largos y mal cuidados, lo que sin duda contribuía a que pareciese un trol. Se alejó de ellos con un caminar lento y pesado y ella tuvo la sensación de que la tierra temblaba.
Respiró hondo y pensó en su hermana. Maria ya había interrogado a todos los hombres que fueron con ella la noche en que no pudieron rescatar a Amelia, y por desgracia había descubierto muy poco. Todos habían estado demasiado concentrados en salvarla. Los hombres de Christopher, sin embargo, tal vez se habían fijado más en los detalles. Por tanto, como mínimo tenía que interrogar a uno de ellos. Su hermana la necesitaba. De algún modo encontraría las fuerzas necesarias para hablar con aquel gigante.
Abrió la puerta del carruaje y salió del mismo sin darse tiempo a recuperar el sentido común. Corrió detrás del hombre y le pidió a gritos que la ayudara, como si fuese una damisela en apuros.
El gigante se detuvo y se volvió, confuso. La confusión se convirtió en suspicacia cuando Maria sacó la pistola que llevaba escondida a la espalda.
—Hola —lo saludó ella, con una sonrisa de oreja a oreja mientras lo apuntaba al corazón—. Me gustaría disfrutar del placer de su compañía durante un rato.
Él entrecerró los ojos.
—¿Se ha vuelto loca? —le preguntó atónito.
—Por favor, no me obligue a disparar. Lo haré si es necesario. —Separó las piernas para prepararse para el retroceso del arma. Todo formaba parte del paripé que tenía preparado, pero él no lo sabía—. Lamentaría dispararle; estoy en deuda con usted porque hace poco ayudó a mis hombres a que me salvaran la vida.
El gigante abrió los ojos como platos al reconocerla y entonces soltó una maldición.
—Se burlarán de mí el resto de mi vida —masculló.
—Lo siento.
—No, no lo siente. —Pasó a su lado, provocando un pequeño terremoto—. ¿Dónde quiere hablar?
—Mi carruaje está en esa esquina.
El gigante fue hacia el coche y cuando abrió la puerta se encontró con la mirada incrédula de Simon.
—¡Dios santo! —exclamó sorprendido—. Ha sido más fácil de lo que creía.
—La pondría en mis rodillas y le daría una tunda —dijo el gigante entre dientes—, pero St. John me retorcería el pescuezo. —Subió al carruaje, donde ocupó todo un banco y la estructura de metal se quejó por el sobrepeso. Se cruzó de brazos y esperó—: Vamos, acabemos con esto de una vez.
Maria le entregó la pistola a Simon y entró en el vehículo sin ayuda de nadie.
—Le agradezco muchísimo su cooperación, señor…
—Tim.
—Señor Tim.
Él la fulminó con la mirada.
—Sólo Tim.
Maria se sentó al lado de Simon, se colocó bien la falda y el carruaje se puso en marcha.
—Espero que le guste Brighton, Tim —le dijo a su invitado con una sonrisa.
—Quiero saber si a St. John lo atormentará tanto como a mí —farfulló.
Ella se inclinó hacia él como si le estuviese confesando algo.
—A St. John le haré algo mucho peor.
Tim sonrió detrás de la barba.
—Entonces sí, me gusta Brighton.
El sol se estaba poniendo tiñendo el mar de rojo, con lo que el agua parecía fuego líquido. Las olas golpeaban la orilla una y otra vez y, como siempre, ese sonido tranquilizaba a Christopher con su cadencia. Estaba en lo alto de un acantilado, con las piernas separadas y los dedos entrelazados a la espalda. La brisa salada del mar lo salpicaba y le helaba la piel, y le había soltado unos cuantos mechones de la coleta.
Más allá del horizonte lo estaba esperando uno de sus barcos con la barriga llena de alcohol y tabaco, telas suntuosas y especies exóticas. Cuando cayera la noche, el navío se acercaría a la costa en busca de la señal tintineante que le haría algún miembro de la tripulación del pirata, para indicarle el lugar exacto donde atracar.
Y entonces atacarían sus competidores, evitando que la mercancía de contrabando llegase a la costa. Pero esa noche recibirían lo que llevaban tiempo buscando… su merecido.
La tensión de la batalla circulaba por las venas de Christopher, pero él no estaba ansioso ni impaciente. Para él aquello sólo era una parte más de su trabajo, nada más.
—Estamos listos —le dijo Sam, colocándose a su lado.
Los hombres de Christopher estaban apostados por todas partes, los había repartidos por el acantilado, otros en la playa y otros en las cuevas y escondidos en el pueblo. Separó las manos y dejó que el viento se colase violentamente por las mangas de su camisa. Sujetó la empuñadura de su espada e inhaló hondo para que el aire del mar le impregnase los pulmones.
—Perfecto —murmuró—. Bajemos pues.
Christopher guio el descenso hasta la playa. Cuando pasó por delante de sus hombres, los miró a todos a los ojos. Era un gesto muy simple, pero esas miradas decían mucho del hombre por el que estaban dispuestos a jugarse la vida.
«Te veo. Para mí tú eres alguien».
A lo largo de los años, Christopher había observado cómo se comportaban otros líderes; se dirigían a la batalla con la vista al frente y la cabeza bien alta, sin dignarse mirar a sus soldados porque los consideraban inferiores. Esos hombres sólo inspiraban lealtad por miedo o a cambio de dinero. Unos pilares muy fáciles de derribar.
Christopher se colocó detrás de una roca que estaba parcialmente en el agua y esperó. El cielo se oscureció, el rugido de las olas perdió su furia. El marino encargado de hacer la señal se colocó en posición y poco después empezaron a descargar metódicamente el cargamento del barco para llevarlo a la costa.
Consciente de lo que iba a suceder, se le retorcieron las entrañas. Christopher observó la playa desde su escondite y se vació de cualquier emoción; tenía que hacerlo si quería sobrevivir a esa noche.
Las sombras se alejaron del pueblo como el humo y traicionaron a los hombres que querían usurparle lo que le pertenecía. Hizo una señal con el farolillo que tenía oculto a su izquierda y enseguida el ruido del acero al entrechocar y los gritos de advertencia resonaron en la noche. El aire cambió, se espesó, el olor del miedo le saturó las fosas nasales. Christopher salió de su escondite y sujetó el farolillo encima de él para que pudiesen verlo.
—¡Alto ahí! —gritó con un tono tan autoritario que la batalla que se estaba librando en la orilla cesó de inmediato.
Tal como Christopher esperaba, un hombre se apartó del tumulto.
—¡Ya era hora de que aparecieras por aquí, cobarde! —gritó el muy cretino.
Christopher arqueó una ceja.
—La próxima vez que quieras verme, te sugiero que me mandes una invitación por escrito.
—Deja de decir tonterías y lucha como un hombre.
Él sonrió con frialdad.
—Prefiero luchar como un bárbaro.
Un grupo de hombres corrió hacia él y Christopher les lanzó el farolillo a los pies. El aceite y las llamas se propagaron y prendieron en dichos hombres además de iluminar la playa. Sus gritos de agonía cruzaron la noche y cualquiera que pudiera oírlos se estremeció de terror y angustia.
Christopher desenvainó la espada y, con el brazo izquierdo en alto para mantener el equilibrio, saltó en medio de la pelea.
Iba a ser una noche muy larga. Iba a ser una matanza.
—¿Va a ir a ver al señor Field? —le preguntó Amelia a la señorita Pool, sentada en la cama de la institutriz.
Ésta levantó la cabeza y buscó los ojos de la joven a través del espejo del tocador, frente al que se estaba arreglando.
—¿Estás haciendo de celestina?
Amelia deseó poder sonreír, pero llevaba días sin ser capaz de hacerlo.
—Está tan guapa como una muñeca de porcelana —fue lo que dijo.
La señorita Pool se volvió y la observó por enésima vez.
—¿Estás segura de que no quieres venir conmigo? A ti te encanta ir de paseo al pueblo.
Unos recuerdos muy dolorosos reaparecieron en su mente y Amelia sacudió la cabeza con fuerza para desprenderse de ellos. No iba a llorar delante de la señorita Pool.
—Ya sabes que puedes hablar conmigo de lo que quieras —le dijo la institutriz—. He guardado el secreto sobre tu hermana. Puedo guardar más.
Amelia apretó los labios e intentó no decir nada, pero sin darse cuenta empezó a hablar.
—¿Alguna vez ha estado enamorada?
—Una vez creí estarlo —le confesó la señorita Pool, abriendo sus ojos azules como platos—. Pero me temo que acabó muy mal.
—¿Todavía lo amaba? Después de que todo terminase.
—Sí.
Amelia se puso en pie y se acercó a la ventana. Miró el riachuelo y más allá de los establos, una vista inocua.
—¿Cómo se recuperó?
—No estaba convencida de haberme recuperado hasta que conocí al señor Field.
Amelia se volvió al oír eso.
—¿Qué pinta el señor Field en todo esto?
—No soy ninguna experta, así que no estoy muy segura de que pueda hablar del tema, pero creo que un nuevo romance puede llenar el vacío dejado por otro viejo. —Se puso en pie y se acercó a Amelia—. Tú jamás tendrás que preocuparte por estas cosas. Eres demasiado maravillosa para que la persona que ames te abandone.
—No sabe cómo desearía que eso fuera verdad —susurró ella.
La institutriz le sonrió comprensiva y le puso las manos encima de los hombros. Luego le preguntó:
—¿Estás hablando de tu primer amor? Ésos siempre terminan rompiéndote el corazón, Amelia. Es una especie de rito de paso, son la prueba de que te has hecho mayor y de que empiezas a saber de verdad quién eres. Es doloroso, pero así dejas atrás la infancia y te conviertes en mujer.
A Amelia se le llenaron los ojos de lágrimas. La señorita Pool la acercó a ella, abrazándola. Ella aceptó el gesto y se echó a llorar desconsolada hasta que le entró un ataque de hipo. Y entonces lloró todavía más.
Cuando se le acabaron las lágrimas, buscó dentro de sí misma y encontró un resquicio de fuerza que no sabía que tenía.
—Váyase —le dijo a la señorita Pool cuando ésta, que siempre estaba preparada para cualquier contingencia, le dio un pañuelo—. Ya la he entretenido demasiado.
—No me iré dejándote así —replicó la institutriz.
—Ya estoy bien. De verdad. En realidad me siento mucho mejor que antes, tanto que saldré a pasear para despejarme las ideas.
Era martes, el día que Colin y su tío tenían la tarde libre. Ellos dos siempre se marchaban, lo que significaba que Amelia podía pasear tranquila por toda la finca.
—Si es así, vente conmigo.
Amelia se estremeció. Tan fuerte no era.
—No, gracias. Hoy prefiero quedarme cerca de casa.
Tuvo que insistir un poco más y asegurarle a la señorita Pool que de verdad estaba bien, hasta que al final la institutriz se marchó en dirección al pueblo. Amelia fue a hablar con la cocinera, que lo sabía todo de todo el mundo, para asegurarse de que Colin no estaba. Tenía tanto miedo de encontrárselo que sentía náuseas sólo con pensarlo.
Después respiró hondo y abrió la puerta de la cocina para salir al prado. Lo atravesó corriendo y buscó el cobijo de los árboles.
Llegó a la valla con intención de saltarla, pero entonces vio algo que se movía entre los árboles y se detuvo.
Se agachó y se escondió detrás de un tronco, desde donde reconoció a uno de los hombres de su padre inspeccionando el terreno. Era algo mayor, de aspecto cuidado pero muy delgado, lo que hacía que la ropa le quedase demasiado grande, como si le colgara del cuerpo. Ahora tenía una mirada fría e inquisitiva y en la mano llevaba una enorme daga.
El hombre se detuvo y escudriñó los alrededores con la vista. Amelia aguantó la respiración; tenía incluso miedo de parpadear cada vez que el tipo giraba la cabeza de izquierda a derecha buscando algo. Tuvo la sensación de que tardaba una eternidad en irse de allí.
Esperó durante largo rato, quería asegurarse de que él estaba lo bastante lejos como para que no la viese saltar la valla. Y entonces huyó.
Amelia entró en la propiedad vecina y no respiró hasta que llegó a los árboles y se escondió tras ellos.
—Cielo santo —suspiró, aliviada por haberlo conseguido—. Qué hombre tan desagradable.
—Estoy de acuerdo.
Amelia se sobresaltó al oír aquella voz tan masculina y educada. Giró sobre sí misma y se quedó boquiabierta al ver a un caballero cerca de ella.
Era innegable que tenía dinero, a juzgar por la calidad de su ropa y de la peluca que llevaba. Estaba pálido y era delgado, podía decirse incluso que era guapo. A pesar de que los dos parecían tener la misma edad, él desprendía autoridad y había hablado como un hombre que daba por hecho que sus palabras eran órdenes.
Le hizo una reverencia a Amelia y se presentó como el conde de Ware. Después le explicó que el riachuelo que tanto le gustaba a ella se encontraba en las tierras del padre de él.
—Pero puede visitarlo cuando quiera.
—Gracias, milord. —Le hizo una leve reverencia—. Es usted muy amable.
—No —contestó él, sarcástico—, la verdad es que estoy aburrido y me gustaría tener compañía. En especial si es la de una damisela en apuros, que se está escapando de la torre donde la tienen prisionera.
—Qué imaginación —murmuró ella.
—Soy un tipo imaginativo.
Lord Ware la cogió de la mano y la acompañó al riachuelo. Allí, Amelia encontró a Benny, que estaba pescando con una caña muy larga. El joven levantó la vista y la miró.
—A ti también te fabricaré una.
—¿Lo ves? —le dijo Wade—. No más lágrimas ni narices rojas. Al fin y al cabo, ¿qué mejor manera hay de pasar la tarde que con un conde y un huérfano?
Amelia lo miró y Wade le guiñó un ojo.
Por primera vez en muchos días, ella sonrió.
El sol salía firme por el horizonte, llevando con él la luz de un nuevo día y revelando la escena de la playa de Deal ante los pocos que seguían en pie. Había cadáveres esparcidos por toda la arena, que había quedado teñida por la sangre, y otros flotaban apaciblemente en las olas de la mañana. El barco se había ido. Habían descargado la mercancía y la habían colocado en distintas carretas que hacía rato que rodaban por los caminos.
Christopher hizo caso omiso de todos los músculos que le dolían y se quedó quieto, de pie y con las manos juntas cubriéndose los labios. Cualquiera que lo viera creería que estaba rezando, pero los que lo conocían sabían que Dios jamás se dignaría ayudar a un hombre de alma tan negra como la de Christopher. A los pies del pirata yacía el hombre que lo había retado, el ambicioso inconsciente cuyo corazón estaba ahora atravesado por una espada en medio de la playa.
Un hombre de más edad, cojeando y con un vendaje empapado de sangre en el muslo, se acercó a él.
—Hemos perdido a doce hombres.
—Quiero una lista con sus nombres.
—Sí, yo me encargo.
Alguien le tocó con suavidad el brazo y cuando Christopher giró la cabeza, vio a una niña pequeña de pie a su lado.
—Estás sangrando —dijo ella, con los ojos abiertos como platos.
Él se miró y vio por primera vez que tenía una herida muy profunda en el bíceps, que sangraba profusamente y le había empapado la manga de la camisa.
—Sí, es cierto —dijo, extendiendo el brazo para que ella pudiese vendárselo con el trozo de tela que sujetaba en la mano.
Christopher la observó mientras lo curaba y admiró la compostura que poseía a pesar de su tierna edad. Había hombres hechos y derechos vomitando por todas partes, pero aquella niña se mantenía estoica. Eso quería decir que la violencia no le era desconocida.
—¿Has perdido a alguien hoy, pequeña? —le preguntó él en voz baja.
Ella mantuvo la mirada fija en lo que estaba haciendo.
—A mi tío.
—Lo siento.
La niña asintió.
Christopher exhaló entre dientes y giró la cabeza para ver salir el sol. Aunque aquella costa volvía a estar bajo su control, no se iría de allí todavía. Él ya había anticipado que la batalla sería corta. Las dos semanas que había previsto quedarse allí iba a necesitarlas para hacer todo lo demás. Eran los días que precisaría como mínimo para visitar a todas las familias que habían perdido a algún ser querido aquella noche y para asegurarse de que les proporcionaba el dinero necesario para salir adelante. Una tarea difícil, que debería llevar a cabo en días llenos de aflicción, pero alguien tenía que hacerlo.
Entonces, de repente, pensó en Maria. De dónde había salido ese pensamiento era un misterio. Lo único que sabía Christopher era que al pensar en ella la espalda le dolía menos y que por fin tenía un objetivo: volver a estar con Maria en la cama y sentir su cuerpo pegado al de él. Quería abrazarla, relajarse a su lado, notar aquella extraña sensación que le oprimía el pecho cuando estaba a su lado. Todo eso sería preferible al vacío que sentía en esos momentos.
«¿Alguna vez te has planteado cambiar de vida?», le había preguntado Philip.
No, ni siquiera en medio de aquel horrible escenario se planteaba algo así. Pero por primera vez pensó en darse un respiro, y sólo podía respirar con Maria a su lado.
Era el modo que había encontrado Dios para castigarlo por los pecados que había cometido: si quería conservar la vida, tenía que acabar con la única persona que lo hacía feliz.