11

Cuando Maria se despertó, Christopher se había ido. Se quedó tumbada en la cama durante un rato, observando el dosel e intentando encontrarle algún sentido a aquella relación. Christopher estaba esperando. Esperaba que ella reconociese que tenía alguna clase de vínculo con la agencia que él pudiese utilizar. Maria no sabía si haberle confesado sus sentimientos por Dayton serviría para hacerle cambiar de opinión. La verdad era que ella había querido a Dayton como se quiere a un tío muy cercano, y él la había querido como a su sobrina favorita, pero Maria había optado por no aclararle ese detalle al pirata.

—¿Por qué? —le preguntó Maria al conde de Dayton cuando éste le pagó una pequeña fortuna a Welton para casarse con ella.

—Mi Matilda ya no está —le contestó él con aquellos ojos tan amables que tenía, repletos de dolor—. Y desde entonces no he encontrado ningún motivo para vivir. Ayudarte a ti me dará una razón para seguir aquí.

Se casaron y se fueron a vivir al campo, donde él utilizó sus vastos conocimientos sobre el arte del subterfugio y las técnicas de combate para entrenarla. Casi todos los días se despertaban al amanecer y se pasaban horas haciendo ejercicio, practicando esgrima y puntería. La tarde se la pasaban hablando de distintos temas, como por ejemplo sobre métodos para descifrar mensajes secretos, o cómo contratar a gente con habilidades más o menos ilegales. Dayton no dejó nada al azar, porque sabía que a ella le haría falta eso y mucho más para recuperar a Amelia.

—¿Cómo te encuentras esta mañana? —le preguntó Simon, entrando en el dormitorio. Iba vestido para salir a cabalgar; con pantalón de montar y unas botas Hessian. Tenía el pelo alborotado y olía a caballo, así que más bien volvía—. ¿Has dormido bien?

Se quedó pensándolo un segundo y apartó los recuerdos de Dayton.

—Sí —contestó sorprendida.

Esa noche había sido la primera que no había tenido pesadillas desde que vio a Amelia. Y sabía que era gracias a Christopher. Ese hombre estaba preparado para cualquier cosa y eso la había hecho sentirse segura. Era extraño, teniendo en cuenta lo peligroso que era.

—Anoche fui a Bernadette’s para hablar con Daphne. —La ayudó a sentarse y le colocó bien las almohadas—. Al parecer, hemos tenido un golpe de suerte. Welton tenía una chica preferida, una chica nueva llamada Beth. Pero a ella no le gustaban algunas de las aficiones de tu padrastro y éste ha optado por pasar más tiempo con Daphne, que, digamos, tiene unos gustos más diversos.

Maria sonrió.

—La verdad es que necesito toda la suerte del mundo.

—Tienes toda la razón. —La observó con detenimiento—. Esta mañana te veo distinta.

—Mejor, espero.

—Mucho mejor. —La sonrisa de Simon la dejó sin aliento—. Pediré que te traigan té y algo para desayunar.

—Gracias, Simon. —Lo observó mientras se iba—. Eddington vendrá a verme hoy —le recordó.

—No me he olvidado —contestó él sin darse la vuelta.

Sola de nuevo, Maria se quedó pensando en su situación. Tenía que haber alguna manera de entretenerlos a todos un poco; a Christopher, a Welton y a Eddington. Todavía estaba medio dormida, pero si tuviera un poco de tiempo y pudiese despejarse, seguro que encontraría el modo de lograr que esos tres hombres la ayudasen. Todos tenían algo que ella quería y si actuaba con inteligencia podía lograr su objetivo.

Se pasó la mañana perdida en sus pensamientos, preparándose para la visita de Eddington pero sin prestar demasiada atención a su arreglo. Se puso un vestido de color crema y se cubrió el hombro con un chal para ocultar el vendaje. Cuando llegó el conde ya tenía más o menos un plan provisional. Estaba lo bastante segura de sí misma como para recibir a Eddington en el salón del piso de abajo en vez de en el despacho, donde normalmente recibía a las visitas de negocio.

—Buenos días, milord —lo saludó con exagerada simpatía.

—Milady —contestó él, haciéndole una reverencia.

Llevaba unos pantalones de color beige y una chaqueta verde oscuro que lo favorecían mucho. Todo en él proclamaba a gritos que era un seductor. Como para confirmarlo, Eddington le guiñó un ojo antes de sentarse en el sofá azul claro que había frente a una mesilla.

—¿Té? —le ofreció Maria.

—Sí, gracias.

Maria se estaba esforzando por fingir despreocupación mientras le preparaba la taza y procuró mover las manos con calma y elegancia. Miró de soslayo al conde dos veces y le sonrió. Y la sonrisa que él le devolvió en ambas ocasiones le demostró que sabía lo que ella estaba haciendo, pero que estaba dispuesto a seguirle el juego.

—Es usted una visión celestial esta mañana —murmuró al coger la taza de té con su platito.

—Lo sé.

Eddington se rio, su atractivo rostro se suavizó y perdió parte de su habitual aire depredador. Luego intentó disimularlo detrás de su intensa mirada, pero Maria conocía muy bien a los hombres de su clase.

—Es una alegría encontrar a una mujer sin artificios —comentó el conde.

—Me he esforzado mucho para estar guapa, milord. No podría mantener mi reputación si no supiera sacarme el máximo partido.

—Entonces ¿quiere acostarse conmigo? —Levantó ambas cejas—. Admiro a las mujeres insaciables.

Maria se rio.

—Por ahora tengo suficientes hombres en mi vida, gracias. Aunque la verdad es que la seducción es el arma más poderosa que posee una mujer.

Él bajó la voz.

—En especial cuando quien la utiliza es una mujer tan atractiva como usted.

—He tomado una decisión sobre su propuesta —le dijo con un tono más formal, para indicar que habían acabado de flirtear y que ahora tocaba hablar de negocios.

Eddington sonrió con los labios casi en el borde de su taza de té.

—Excelente.

—No me basta con que haga desaparecer a Welton y a la agencia de mi vida.

—¿Ah, no? —Entrecerró los ojos.

—Tendrá que darme mucho más —añadió.

—¿Cuánto? —le preguntó algo enfadado.

Ella movió la mano y sonrió.

—Me niego a hablar de dinero con alguien que no sea mi abogado. Me parece vulgar y ciertamente desagradable. Le daré su dirección y puede ir a verlo cuando quiera.

Eddington dejó la taza sin demasiada delicadeza.

—¿Dinero? —Soltó el aliento. Él era un hombre listo y sabía que Maria iba a resultarle muy cara—. Tal vez St. John no valga tanto como usted cree.

—Usted tiene un testigo, si es que éste existe y está todavía con vida. Si no, no tiene nada excepto a mí.

—¿Está dispuesta a testificar contra St. John? —le preguntó él, más alerta que antes.

Maria asintió.

—¿Y qué me dice de las muertes de Dayton y de Winter?

—¿Qué pasa con ellas?

—Usted es la principal sospechosa.

Maria sonrió.

—Tal vez los maté yo, milord. Tal vez no. Sea como sea, tiene mi permiso para intentar demostrarlo.

—¿Cómo puedo saber si puedo confiar en usted?

—No puede saberlo. Igual que yo no puedo saber si todo esto es una pantomima para implicarme en el asesinato de mis esposos. —Se encogió de hombros—. Usted me dijo que yo era un riesgo que estaba dispuesto a correr. Si ha cambiado de opinión es libre de irse de aquí cuando quiera.

Eddington se quedó pensándolo largo rato.

—No sé si es usted un demonio disfrazado de mujer o la víctima de todos los que la rodean.

—Yo me pregunto lo mismo cada día, milord. Supongo que soy un poco ambas cosas. —Y se puso en pie, obligándolo a él a hacer lo mismo—. Si averigua la respuesta, no dude en hacérmela saber, por favor.

El conde rodeó la mesilla y se detuvo frente a Maria. Pretendía intimidarla con su altura y su fuerte físico, pero ella no se dejó amedrentar. En lo que a esa relación se refería, Maria tenía todo el poder. Eddington no tenía nada sin ella, sólo conjeturas, lo que equivalía a nada si quería penetrar las defensas de St. John.

—Tenga cuidado —le advirtió Eddington en una voz baja que destilaba peligro—. Esta noche me iré de la ciudad y estaré fuera dos semanas, pero me mantendré informado sobre usted.

—Por supuesto.

El conde partió segundos más tarde y Maria se puso en pie y se retiró a su despacho, donde escribió una carta para Welton y se la mandó. Alguien llamó a la puerta, que ella había dejado abierta, y cuando se volvió, vio a Simon y le sonrió.

—Pareces el gato que se ha comido al canario —le dijo él.

—He convencido a Eddington para que financie la búsqueda de Amelia.

—¿Se lo has contado? —le preguntó él, enarcando una ceja.

—No —le contestó con picardía.

Simon se acercó y se sentó en una de las dos sillas que Maria tenía frente al escritorio.

—El conde quiere averiguar lo mismo que Welton. ¿A cuál de los dos tienes intención de contarle lo que sabes?

Ella soltó el aliento.

—Todavía no lo he decidido. Si se lo cuento a Eddington, tal vez pueda ayudarme con Welton cuando encuentre a Amelia. Pero hará ahorcar a Christopher.

—Conque Christopher, ¿eh? —se burló.

—Si se lo cuento a Welton —prosiguió Maria como si Simon no hubiese dicho nada—, intentará chantajear a St. John o a quien sea que esté involucrado. Yo me quedaré tal como estoy, pero St. John seguirá con vida. Claro que éste bien podría ocuparse de Welton y ahorrarme todos estos dolores de cabeza. Ahora que conozco al pirata, puedo afirmar que esta vez Welton apunta demasiado alto.

—O podrías contarle a St. John la verdad sobre Welton y Eddington a cambio de que él te ayudase a recuperar a Amelia —sugirió Simon.

Maria sabía lo mucho que le había costado a su amigo decir eso, reconocer que St. John podía ayudarla de un modo que él no había sido capaz. El hecho de que Simon fuera capaz de dejar a un lado su orgullo para verla feliz demostraba el profundo afecto que sentía por ella.

—Ya lo he pensado. —Maria se puso en pie y se acercó a él. Le sujetó el rostro entre las manos y le besó la frente en señal de agradecimiento—. Pero hasta que sepa por qué lo dejaron libre y qué papel juega en todo esto no puedo confiar en él.

Simon tiró de ella y se la sentó en el regazo.

—Entonces ¿qué vamos a hacer ahora?

—Le he pedido a Welton que venga a verme. Le diré que me voy de vacaciones. Tengo que curarme y ya va siendo hora de que investiguemos fuera de Londres. Tenemos dinero para ampliar nuestra búsqueda. Lo mejor para todos sería que encontráramos a Amelia antes de tomar ninguna decisión. Si ella estuviera conmigo, todo cambiaría por completo.

—Iré a hacer los preparativos —asintió él.

—¿Cuánto hace que dura esta situación? —preguntó Christopher, enfadado.

—Unas semanas —contestó Philip subiéndose las gafas—. Me he enterado esta misma tarde y he venido a contártelo.

Christopher apoyó la cadera en la mesa de su despacho y se cruzó de brazos antes de contestar.

—¿Por qué no me lo dijeron de inmediato?

—El encargado pensó que podía ocuparse él solo.

—Cuando una banda rival intenta apoderarse de mi territorio, soy yo quien se ocupa. Dios santo, les das un dedo y se quedan el brazo entero. A este paso se habrían apropiado de toda la costa.

Alguien llamó a la puerta y Christopher gritó que podían pasar. Cuando vio a su ayuda de cámara, le dijo:

—Nos iremos dentro de unas horas y estaremos fuera como mínimo dos semanas.

—Sí, señor. —El sirviente hizo una reverencia y se fue.

—¿Puedo acompañarte? —le preguntó Philip.

El joven estaba a unos metros de distancia y se mantenía erguido y orgulloso, tal como Christopher le había enseñado.

Éste se negó.

—Las guerras entre bandas son muy sangrientas y no son aptas para espectadores. Y me temo que tus habilidades tienen que ver con tu cerebro, no con las armas. No me arriesgaré a perderte sólo para satisfacer tu curiosidad.

—Tú eres mucho más listo que yo y si te perdemos a ti seremos bastantes más los que sufriremos. ¿Por qué vas a ponerte en peligro cuando tienes hombres de sobra para que se ocupen del asunto y obtengan el mismo resultado que obtendrías tú?

—Nadie excepto yo puede ocuparse de esto. —Christopher se levantó y cogió la chaqueta que había colgado en el respaldo de la silla—. No se trata sólo de la costa, sino de mí y lo que es mío. Esos contrabandistas quieren ambas cosas y no pararán hasta enfrentarse conmigo. ¿Por qué crees que mis enemigos no me han matado de un tiro en la cabeza? Hasta que uno de ellos no lo haga cara a cara, ninguno podrá tomar las riendas de mi negocio; su poder siempre sería cuestionado.

—Maldita sea, todo esto suena muy primitivo —masculló Philip.

Christopher se rio y se puso la chaqueta.

—Al fin y al cabo, los humanos somos también animales.

—¿Alguna vez te has planteado abandonar esta clase de vida? —le preguntó el joven, ladeando la cabeza—. Tienes dinero de sobra.

Christopher se detuvo y observó a su protegido.

—¿Y qué haría entonces?

—Casarte. Tener una familia.

—Jamás. —Se colocó bien las lazadas del cuello y de las muñecas—. El único modo de dejar esta vida es la muerte. Si no anduvieran detrás de mí, su objetivo sería alguno de mis seres queridos. Si de verdad quieres ser algún día un hombre de familia, deja todo esto, Philip. Cuanto más te involucres, más lejos estarás de ese objetivo.

El chico lo siguió hasta el vestíbulo.

—¿Adónde vas ahora?

—Tengo que despedirme de lady Winter.

En cuanto las palabras salieron de su boca, Christopher pensó que no eran las correctas. En momentos como ése siempre se planteaba como cierta la posibilidad de no volver con vida. Tenía a punto medidas de seguridad para proteger a su gente, porque eso le permitía lanzarse a la refriega con el entusiasmo de quien no teme morir. Sin embargo, ahora descubría de repente que no tenía ganas de iniciar su viaje al infierno. Quería volver a ver a Maria, sentir su aliento mezclado con el suyo mientras se arqueaba de placer; quería oír su risa gutural y quería que volviera a burlarse de él. Deseaba que lo provocara como sólo ella sabía hacerlo, hasta tenerlo tan excitado como el acero, ansioso por poseerla hasta el amanecer.

Maldición, todo se resumía en que quería volver a tirársela. La deseaba tanto que anhelaba vivir lo suficiente como para volver a estar con ella. Una risa profunda y amarga escapó de su garganta mientras cogía los guantes que le daba el mayordomo y salía de casa. Sí, los humanos eran animales muy primitivos.

Era absurdo desear tanto a una mujer. Él podía tener a cualquiera, desde una duquesa hasta una pescadera. Las mujeres ardían de lujuria por él, siempre lo habían hecho. Pero cuando detuvo su montura frente a la casa de Maria y le lanzó las riendas al mozo de cuadra que salió a recibirlo, los nervios que sentía se debían únicamente a aquella mujer en concreto.

Cuando el mayordomo abrió y lo vio en la puerta con la tarjeta de visita en la mano, no pudo ocultar su gesto de preocupación.

—Acepte la tarjeta —le dijo Christopher—, así nos ahorraremos unos cuantos problemas.

Tenso, el sirviente hizo lo que le decía y después lo acompañó al mismo salón donde Maria se había reunido antes con Welton. Cuando se quedó a solas, Christopher observó la estancia a la luz del día y se fijó en las molduras doradas que decoraban las paredes grises. Él odiaba esperar, y odiaba asimismo estar tan impaciente como para ponerse a pasear de un lado a otro. Algunos hombres lo hacían. En general, Christopher no era uno de ellos.

Por fin se abrió la puerta y apareció Maria. Él se detuvo en seco y lo sorprendió lo que sintió al verla vestida de un modo tan informal. Le pareció muy íntimo y le recordó la noche anterior y lo que había experimentado al tenerla en brazos, cálida y sensual. No habría querido estar en otro lugar que no fuese en aquella cama, abrazando a Maria y sintiendo sus labios húmedos y suaves contra los suyos.

Se acercó a ella de inmediato a grandes zancadas, impaciente por besarla y por revivir el placer que había sentido la noche anterior. Consciente de sus precarias condiciones, le acarició la espalda con sumo cuidado aunque inclinó la cabeza para besarla tal como quería. Maria se quedó rígida un segundo y después se rindió a él.

Christopher la lamió, la mordió, la devoró como si fuera un postre del que nunca tuviese suficiente. Le ardía la piel, estaba empapado de sudor y los músculos se le tensaron de anhelo y de deseo. Sólo por un beso, y eso que a él en realidad no le gustaba besar; lo consideraba una distracción innecesaria de lo que era realmente importante: el sexo.

Pero, Dios santo…, los besos de Maria eran actos sexuales en sí mismo. Christopher se apartó solamente porque necesitaba respirar. Y sin duda ése era el único motivo de que estuviese mareado.

Maria abrió los ojos y Christopher pudo ver sus pupilas oscuras y dilatadas.

—Vaya… —murmuró ella, lamiéndose los labios—. Delicioso.

La voz ronca con que lo dijo excitó a Christopher todavía más. Gimió frustrado y le sujetó el rostro entre las manos.

—Escúchame, tengo que irme hoy mismo. Un asunto importante requiere mi atención. Dime si pretendes cometer alguna otra locura, para que pueda asignarte a unos cuantos de mis hombres para que te protejan.

Maria le sonrió.

—Me voy de vacaciones, quiero descansar y recuperarme.

—Me alegro. —Le apretó los dedos un instante y después la soltó y se alejó de ella con rapidez. Había algo en la actitud de Maria que despertó sus sospechas. Dejaría a unos hombres vigilándola por si acaso—. ¿Adónde vas?

—Todavía no lo he decidido.

—¿Cuándo te vas?

—Hoy.

—¿Cuándo volverás?

Ella se rio y le brillaron los ojos. Con los labios recién besados y aquel pelo tan negro estaba guapísima.

—¿Me echarás de menos?

—Espero que no —farfulló Christopher, de mal humor sin saber por qué.

—Yo sí que te echaré de menos.

Las palabras de ella lo sorprendieron y se quedó mirándola.

—¿Ah, sí?

—No, pero me ha parecido que era lo que tenía que decir.

—Bruja.

Sabía que Maria le estaba tomando el pelo, podría verlo en cómo lo miraba y, sin embargo, una parte de él deseaba que lo hubiese dicho de verdad.

—¿Christopher? —lo llamó ella al ver que el silencio se alargaba—. Hoy no pareces el de siempre.

—Eres tú la que está distinta —la acusó él.

Maria parecía… más despreocupada de lo habitual. Y él quería saber por qué. ¿Quién había logrado ese cambio?

Ella suspiró y se acercó al sofá.

—Así que aquí termina nuestra relación.

Se sentó y dio unas palmadas en el espacio libre a su lado, invitándolo a que se sentara.

Christopher no se movió.

Maria entrelazó entonces las manos en su regazo y arqueó una ceja, expectante. Christopher entendió, por fin, que estaba esperando a que él dijese algo.

—Tengo que irme —dijo.

«A matar a alguien o a que me maten».

Ella asintió.

—Si tienes la menor intención de darme un beso de despedida —le dijo él con torpeza—, ahora es el momento.

—Comprendo. —Maria apretó los labios—. ¿Por qué tengo la sensación de que si hago un comentario sarcástico estropearé el momento?

Él giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta.

—¡Christopher! Espera.

Se detuvo en el umbral y se dio la vuelta con cara de desinterés.

Ella se puso en pie y empezó a acercarse a él.

—Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien como anoche.

Era una especie de rama de olivo, así que Christopher volvió a entrar en el salón y cerró la puerta. Una de dos, o Maria era la mejor farsante del mundo o se estaba enamorando de él. Una profunda satisfacción masculina llenó su pecho.

Entonces, ella acabó de cruzar la estancia, decidida, y colocó las manos encima de su torso. Luego echó la cabeza hacia atrás y lo miró. Christopher se quedó mirándola a su vez, esperando, necesitando que fuese ella quien diese el primer paso.

—Tendría que haber dejado que te fueras —comentó Maria, meneando la cabeza.

Entonces se apartó de él y fue por un taburete, que arrastró hasta colocarlo frente a Christopher. Se subió encima y, aunque seguía siendo más bajita que él, ahora quedaba más cerca de sus labios.

—Recuérdame por qué me estoy cansando tanto.

Christopher sonrió. Ahora sí podía irse y hacer lo que tenía que hacer.

—Por esto.

Y la besó apasionadamente.