Mientras se encaminaba hacia el vestíbulo, Maria oyó que Christopher intercambiaba unas palabras cortantes con Eddington. Aceleró el paso. La herida le dolía al correr y no tardó en marearse, pero por fortuna su carruaje la estaba esperando. Si se daba prisa, podía llegar hasta allí y escapar.
—¿Se va tan pronto, milady?
Sorprendida, dio media vuelta y vio que el hombre al que lord Pearson había llamado Sedgewick se acercaba hacia ella desde el otro extremo del vestíbulo.
Él frunció el cejo y miró detrás de ella.
—¿Dónde está su acompañante?
Maria parpadeó y casi se le doblaron las rodillas.
—Ah, aquí está —murmuró Sedgewick.
Ella se volvió y vio a Christopher acercándose a grandes zancadas. Dado que no tenía tiempo para darse el lujo de descifrar el críptico comentario de aquel individuo, reanudó su marcha.
Sus pisadas resonaban suavemente sobre la alfombra y aumentaron de volumen cuando llegó al suelo de mármol de la entrada. Apartó a un pobre lacayo y a unos cuantos invitados rezagados y descendió la escalera para abrirse paso entre los carruajes. Con desesperación, buscó con la vista a sus criados entre los mozos de cuadra y los cocheros con librea.
—¡Maria!
El grito llegó tanto desde delante de ella como de su espalda y los dos hombres que la habían llamado lo habían hecho con estados de ánimo muy distintos: uno estaba enfadado y el otro nervioso y preocupado.
Maria se volvió hacia la derecha y vio a Simon, que la cogió por el codo ileso y tiró de ella hacia el interior del carruaje.
—¡La próxima vez será, viejo amigo! —le gritó a Christopher antes de cerrar la puerta tras Maria y ordenarle al cochero que acelerase la marcha.
La sarta de insultos y maldiciones que soltó Christopher hizo sonreír a Maria. Odiaba que la hubiese afectado tanto haberlo visto con otra mujer y era una pequeña victoria no haberse quedado allí para escuchar sus excusas. El modo en que Christopher protegía a la mujer del vestido plateado y el beso inocente que le había dado al despedirse dejaban entrever mucha ternura y afecto y Maria recordó la última vez que ellos dos se vieron en su casa. Había sido igual de cariñoso con ella, con la diferencia de que no la había besado con inocencia.
—¿Te importaría explicarme qué ha pasado? —le preguntó Simon, mirándola fijamente.
Maria se lo contó.
—¡Dios santo! —exclamó, cuando ella terminó el relato—. ¿Qué probabilidades había de que ahora apareciera Eddington con esa propuesta?
—¿Acaso mi vida entera no ha sido una serie de catastróficas desgracias? —Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento.
—¿Y por qué dices que no entiendes el comportamiento de Sedgewick?
—Ha chocado conmigo y me ha mirado como si nos conociéramos, pero estoy segura de que no es así. ¿Crees que me ha confundido con la acompañante de St. John? Y no le ha resultado raro que éste estuviese invitado a la fiesta. No tiene sentido.
—Los investigaré a ambos… —Simon hizo una pausa y después añadió en voz baja—: La oferta de Eddington, si es sincera, sería como un regalo del cielo, mhuirnín.
—¿Y cómo puedo confiar en él? El conde tiene dos objetivos: capturar a St. John y averiguar quién está detrás de las muertes de Dayton y Winter. Es un hombre muy ambicioso. Si además me capturase a mí, seguro que lo recompensarían por ello.
Simon movió nervioso el pie y golpeó el suelo con la punta de la bota.
—Estoy de acuerdo. Tengo la sensación de que el círculo se está cerrando a tu alrededor y no puedo hacer nada para impedirlo.
Ella se sentía igual.
El trayecto hasta Mayfair era por desgracia muy largo y después de los sucesos de aquella noche, a Maria la herida le escocía y la atormentaba. Exhausta y confusa por sus vertiginosos pensamientos, apenas podía mantener la ecuanimidad. Una vez más se había visto obligada a recordar que no era más que un peón y que su único valor era lo que los demás podían conseguir a través de ella. Pero un día se desharía de todas esas personas que la estaban explotando. Amelia y ella se irían muy lejos de allí y empezarían de cero. Y encontrarían la felicidad.
Cuando llegaron a casa, subieron juntos la escalera. Al llegar al dormitorio de Maria, Simon le dijo a Sarah que podía irse. Quería desnudarla él, quería quitarle la ropa con cuidado y absorber en sus manos el dolor que permeaba todas y cada una de las células del cuerpo de ella. La tumbó con cuidado en la cama y le cambió el vendaje de la herida, murmurando su preocupación por que siguiera sangrando.
—Al menos es una herida limpia —susurró Maria, a la que se le cerraban los ojos del alivio que sentía al estar tumbada sobre sus almohadas.
—Tómate esto.
Simon le acercó una cuchara a los labios y segundos más tarde el láudano se deslizaba por su garganta. Se tomó luego un vaso de agua y no tardó en notar los efectos, pues el dolor empezó a desvanecerse.
—¿Cómo te encuentras, mhuirnín? —Simon le pasó los dedos por la frente y le masajeó con suavidad las sienes.
—Agradecida por tenerte.
Arrastró las palabras y terminó con un suspiro cuando Simon le rozó los labios con los suyos. Maria inhaló profundamente para que su olor le llegase a los pulmones. Luego le cogió la mano y se la apretó.
—Descansa —la riñó él—, así es como te curarás. Necesito que te pongas bien.
Maria asintió y se quedó dormida.
Tuvo pesadillas en las que el corazón se le aceleraba, muerta de preocupación al perseguir a una elusiva Amelia, mientras la risa de Welton resonaba en su mente. Se movió nerviosa en la cama y se hizo daño en la herida. Se despertó sollozando de dolor.
—Tranquila —susurró una voz ronca a su lado.
Maria giró la cabeza y descubrió que tenía la mejilla apoyada en un torso desnudo. El vello que cubría los pectorales era suave y unos brazos muy fuertes la retenían inmóvil para que no pudiese hacerse más daño. La luz de la luna y el aire de la noche se colaban por una rendija de la ventana, la misma por la que, al parecer, se había colado también el hombre que estaba en su cama.
—Christopher —suspiró, sintiendo un profundo consuelo al estar en sus brazos.
Él soltó el aire de golpe, como si oír su nombre pronunciado por los labios de ella lo afectase enormemente. Su torso subió y bajó despacio contra la mejilla de Maria. La habitación estaba a oscuras y, aunque no podía ver el reloj, ella sabía que habían pasado varias horas desde que se había quedado dormida.
—¿Por qué estás aquí?
Christopher se quedó en silencio mucho rato, hasta que contestó:
—No lo sé.
—¿Cómo has conseguido burlar a mis hombres?
—Con dificultad, pero es obvio que al final lo he conseguido.
—Es obvio —dijo ella seca.
Relajó el puño que tenía cerrado encima del estómago de él y apoyó la palma abierta en su piel. Continuó la caricia hacia abajo hasta llegar a la cintura de sus pantalones.
—No estás desvestido del todo —observó.
—¿Quieres que lo esté?
—Reconozco que pillarte sin pantalones tiene sus ventajas.
—Eres una sinvergüenza. —Su voz ronca estaba impregnada de afecto. Le dio un beso en la frente y subió el cubrecama para taparle bien el hombro—. He venido a verte con la intención de reñirte por haberme dejado plantado de esa manera. Estaba de muy mal humor y necesitaba desahogarme.
—¿Me estás cortejando? —le preguntó, fingiendo que bromeaba para ocultar lo ansiosa que estaba por oír su respuesta.
—Cuando alguien me hace una promesa, espero que la cumpla. —La advertencia fue muy clara.
—Tú también me hiciste una promesa.
—Y la he cumplido —murmuró él—. ¿Tú puedes decir lo mismo?
Maria se echó un poco hacia atrás para mirarlo.
—¿Qué clase de relaciones sexuales crees que puedo mantener en este estado?
—Una caricia, un beso. —Se la quedó mirando con los ojos brillantes—. Incluso una mirada ya es demasiado.
Maria lo contempló un segundo e intentó entender por qué reaccionaba así ante ese hombre. No sabía qué tenía Christopher que la afectaba tanto. Pero aunque era evidente que poseía muchas cualidades que lo hacían muy atractivo, también lo era que tenía que mantenerse alerta con él.
—Besaste a esa mujer.
—Lo hice para ver cómo reaccionabas.
Una suave risa, irónica y burlona, escapó de los labios de Maria. Él la imitó un segundo más tarde y a ella le gustó oír el sonido de su alegría.
—Hacemos muy mala pareja —dijo Christopher.
—Sí. Si tuviéramos alguna posibilidad de cumplirlo, sugeriría que nos mantuviéramos alejados el uno del otro.
Christopher le acarició la espalda.
—La mujer que viste es Angelica. Quinn la conoce muy bien.
—Ah —asintió Maria.
—Quinn duerme en la habitación contigua a la tuya. Si su papel en esta casa es tan importante —le preguntó inseguro, levantándole el mentón para que tuviese que mirarlo—, ¿por qué no está a tu lado?
—A ti no deberían importarte ni Simon ni Eddington. Y a mí no debería importarme Angelica. Lo que hagamos cuando no estamos juntos no debería afectar de ninguna manera a lo que hay entre nosotros.
Christopher apretó los labios.
—Coincido contigo en que así es como debería ser. Pero no lo es.
—Lo que sucedió entre tú y yo fue sexo. Si volvemos a hacerlo, seguirá siendo sólo sexo.
—Muy buen sexo —la corrigió él.
—¿Eso crees? —Intentó verlo mejor en medio de aquella oscuridad.
Christopher le sonrió y ella se quedó sin aliento.
—Sabía que iba a ser así de bueno incluso antes de hacerlo. —Acercó los dedos a los labios de Maria—. Tienes que curarte para que podamos volver a intentarlo. Mientras tanto, dime, ¿qué quería Welton que te ha obligado a abandonar esta noche la casa en vez de quedarte aquí recuperándote?
—¿Por qué se me ha acercado Sedgewick como si me conociera y ha dado por hecho que tú eras mi acompañante?
Se quedaron mirándose el uno al otro en silencio, negándose a admitir nada. Al final, Maria suspiró y se acurrucó entre los brazos de él. Echaba de menos tener a un hombre en su cama, el consuelo que sentía cuando unos brazos la estrechaban o lo mucho que la reconfortaba sentirse deseada por un hombre atractivo. De algún modo, todo lo que no se habían dicho la acercó más a Christopher. Era innegable que se parecían demasiado.
—Mi hermano era un agente —confesó él de repente, acariciándole el pelo con su aliento.
Maria tenía el rostro vuelto hacia el cielo estrellado y parpadeó atónita mientras contenía la respiración, preguntándose por qué le estaba revelando ese secreto.
—Obtuvo cierta información —prosiguió Christopher con voz carente de emoción— y la compartió conmigo. Mi hermano necesitaba dinero con urgencia y yo lo conseguí del único modo que podía.
—Ilegalmente.
De repente, la bondad que había creído ver en Christopher en distintas ocasiones adquirió sentido. Ella también actuaba al margen de la ley para proteger a su hermana.
—Sí. Cuando mi hermano descubrió lo que había hecho, se puso furioso. No le sentó nada bien que me hubiese jugado el cuello por él y además haberse beneficiado de ello.
—Por supuesto que no.
—Vino a Londres para ayudarme y me salvó la vida en multitud de ocasiones. Gracias a él siempre sabía cuándo y dónde iban a tenderme una trampa.
—Qué arriesgado —susurró ella, deslizando una mano por el costado de Christopher—. Y qué brillante.
—Nosotros también lo creíamos. Hasta que lo descubrieron.
—Oh.
—Entonces empezaron a extorsionarme y a exigirme que colaborara con ellos amenazándome con la seguridad de mi hermano. Fue complicado y, al final, mortal. Nigel quería salvarme y lo hizo a costa de su propia vida.
—Lo siento. —Acercó los labios a su piel y le dio un beso en el torso. Sabía perfectamente lo que se sentía al perder a un hermano. Al menos, ella tenía la posibilidad de recuperar a Amelia. Christopher jamás volvería a tener a Nigel—. Deduzco que estabais muy unidos.
—Lo quería mucho.
Esa confesión tan honesta la conmovió profundamente. Esas palabras no disminuían en absoluto el fuerte aspecto de Christopher. Las había dicho con tal convicción que jamás podrían ser consideradas una debilidad.
—¿Por eso estás enfadado con la agencia?
—En parte. Hay más cosas.
—¿Me estás contando todo esto para ganarte mi simpatía y conseguir que te ayude?
—En cierto modo. Pero también te lo estoy contando porque si no podemos hablar del presente, sólo nos queda el pasado.
Maria cerró los ojos; el láudano que le había dado Simon le había disminuido un poco la capacidad de razonar, pero Christopher, aquel hombre al que no podía entender, se la había robado por completo.
—¿Por qué tenemos que hablar? ¿Por qué no nos conformamos con el sexo y nos limitamos a hablar sólo de lo que sea necesario para conseguir lo que ambos queremos?
Notó el impacto de la cabeza de Christopher cayendo sobre las almohadas. El gesto estaba preñado de frustración.
—Estoy en la cama con una mujer malherida a la que no puedo tocar sin hacerle daño. Si me quedo aquí tumbado sin decir nada, me volveré loco, porque intentaré averiguar por qué diablos estoy aquí y no en cualquier otra parte. Ya que no podemos follar, necesito encontrar una actividad que me distraiga.
—¿Eso es lo único que tengo que hacer para sonsacarte información? ¿Negarme a acostarme contigo? Si te rechazo, ¿te pondrás a contarme tus secretos sólo para distraerte?
Él gruñó y ella se estremeció, no de miedo, sino de deseo. Aquel hombre no tenía ni idea de qué hacer con ella ni consigo mismo cuando estaban juntos. Y como Maria se sentía exactamente igual, se apiadó de él.
—Yo quería a Dayton —empezó a decir, en una voz tan baja que apenas era un susurro.
El enorme cuerpo de Christopher se quedó quieto debajo de ella.
—Era un buen hombre y yo intenté ser igual de buena con él. Yo era muy joven y no tenía experiencia y él era un hombre mayor y de mucho mundo. Me enseñó a sobrevivir. Y yo le devolví el favor costándole la vida. —Aunque intentó ocultarlo, el dolor que sentía fue más que evidente.
—Maria. —Christopher le deslizó la mano entre la melena y le acarició la nuca. No le dijo nada más, no hizo falta.
Ella le había contado muy poco, pero se sentía como si le hubiese enseñado la parte más íntima de sí misma. Y no le gustó.
Como si se diese cuenta del conflicto interno que la torturaba, Christopher la colocó encima de él de tal manera que su rostro quedase más cerca del de él y pudiese besarla.
Todo empezó con una suave caricia, con Christopher deslizándole la lengua por el labio inferior. Después con una presión en los labios, muy distintos a los de Simon, más delgados, más firmes, más exigentes. Él ladeó entonces la cabeza y encajó la boca en la suya, robándole el aliento y apropiándose de ella. A pesar de que a Maria no le gustó el cambio de conversación, lo entendió perfectamente. El aspecto físico de su relación era el único que entendían y con el que se sentían más cómodos.
Ella separó los labios y los movimientos de ambos fueron controlados, lentos, lánguidos, cada caricia de sus lenguas estaba pensada y sopesada. Fue un beso calculado, planeado a la perfección y ejecutado con precisión. No era una seducción ni un preludio para acostarse. Era el final. «No más sentimientos».
Pero entonces Maria lo echó todo a perder al buscar la mano de Christopher y entrelazar los dedos con los suyos. Sus manos se apretaron y un gemido cargado de emoción llenó el espacio que compartían. No importaba si había salido de él o de ella, ninguno de los dos lo sabía. Furiosa por ese repentino ataque de intimidad, Maria se apartó y ocultó la cabeza en el hueco del hombro de Christopher, a quien le costaba respirar y que permaneció en silencio. Su torso subía y bajaba muy rápido debajo del de ella, que al parecer sufría de las mismas dificultades.
Eddington iría a verla al día siguiente y le ofrecería librarla de Welton y entregarle a Amelia. Y lo único que tenía que hacer ella era entregarle a Christopher en bandeja de plata.
Inhaló profundamente el aroma de él y luego lo soltó despacio.
—Maria.
Su nombre. Dicho con voz ronca. Christopher no dijo nada más, aunque, igual que antes, tampoco hacía falta.
Amelia salió del pequeño laberinto que era su actual residencia en Lincolnshire y respiró hondo para llenarse los pulmones de aire fresco. Todas las casas en las que habían vivido estaban más o menos destartaladas —la de ahora estaba llena de polvo— y todas eran alguna propiedad olvidada de algún conocido de su padre. Cómo lo hacía éste para encontrar dichas residencias seguía siendo un misterio para ella, igual que lo era el resto de su vida. Nadie le contaba nunca nada, sólo le decían insistentemente que su hermana Maria era una degenerada.
Se detuvo al lado de la casa y miró hacia los establos. Buscó con la mirada la alta silueta de Colin para sentir la tranquilidad que la embargaba siempre que lo veía. El guapo mozo de cuadra era el sobrino del cochero y había estado con ella desde que los dos eran niños. Colin era tres años mayor que Amelia, aunque aparentaba muchos más. Hubo una época en la que fueron amigos y en que jugaban juntos siempre que él tenía tiempo libre; corrían por los campos y fingían que eran otras personas, con vidas completamente distintas.
Era como si hiciera siglos de eso. Colin había madurado y se había alejado de ella. Ahora pasaba el tiempo libre con mujeres de su edad o mucho mayores que él, o bien con el resto de los sirvientes. La evitaba como si tuviese la peste y en las raras ocasiones en que se encontraban y se veía en la obligación de hablarle, era antipático y cortante. Amelia era una adolescente de dieciséis años molesta y pesada y él un hombre de diecinueve.
A pesar de todo, ella seguía enamorada de él. Siempre lo había estado. Y le pedía a Dios no seguir estándolo. Amelia tenía su orgullo y Colin se lo había herido. Se sentía tan desgraciada que rezaba para que llegase el día en que dejase de sufrir de esa manera.
Se riñó a sí misma por buscarlo y, dándose la vuelta, fue hacia el descuidado sendero por el que paseaba a diario.
—Cuando te hagas mayor se te pasará —le había dicho su última institutriz cuando se la encontró llorando desconsolada, después de un desplante de Colin.
Confiaba en que tuviese razón, en hacerse mayor y dejar de quererlo.
«Pronto. Por favor, Dios, que sea pronto».
Llevaba el sombrero colgando de una mano y lo iba balanceando al caminar. Rodeó la casa, saltó por encima de las raíces de los árboles y de los montones de hojas secas con pies firmes y seguros.
Cuando llegó a la cerca de madera que la separaba de la libertad, Amelia se detuvo y por primera vez se planteó qué pasaría si se escapase. Nunca antes se lo había preguntado, pero ahora que sabía que Maria la estaba buscando las cosas habían cambiado. ¿Qué había allí fuera? ¿Qué clase de aventuras encontraría si se atreviera a abandonar su anodina existencia, que consistía en estar rodeada de sirvientes e institutrices y cambiar de casa constantemente?
—Vaya, vaya, la princesa se ha atrevido a salir.
Sorprendida por la voz profundamente masculina que sonó a su espalda, Amelia se volvió tan rápido que casi se cayó al suelo.
—¡Dios santo! —exclamó, llevándose una mano al corazón, que se le había acelerado. Reconoció al chico que estaba a pocos metros de ella, era uno de los nuevos lacayos de su padre. Uno de los que había contratado para sustituir a los que había perdido en el altercado con Maria—. Me has asustado.
—Lo siento —se disculpó él sonriendo.
Era bajito y delgado y de pelo castaño. Era el más joven de todos los sirvientes que se suponía que estaban allí para protegerla. Claro que Amelia empezaba a sospechar que en realidad estaban allí para retenerla, y no para evitar que alguien se le acercase.
Se fijó en la caña que el joven llevaba en la mano.
—¿Adónde vas?
—A pescar. —Señaló el otro extremo de la valla con la barbilla—. Ahí hay un riachuelo.
—Oh —contestó ella, a pesar de que intentó ocultar su decepción.
—¿Te gusta pescar? —le preguntó él, al ver la curiosidad que había aparecido en sus ojos azules.
El lacayo iba vestido con unos pantalones de lana y una chaqueta, y unos mechones de pelo demasiado largos se le escapaban del sombrero. No parecía el atuendo adecuado para ir de pesca, pero ella tampoco era una experta.
—No lo sé —confesó—. Nunca lo he probado.
Él sonrió, lo que le hizo parecer mucho más joven, incluso de la edad de Amelia. Tal vez un poco mayor.
—¿Te gustaría probarlo? —la invitó—. A mí no me importa tener compañía.
Ella frunció el cejo; sentía curiosidad, pero al mismo tiempo un poco de desconfianza.
—Los peces pican, pero yo no —bromeó él.
Ella se mordió el labio inferior.
—Vamos, ven antes de que aparezca Dickie y te lo impida. —Pasó por el lado de Amelia y saltó la cerca. Entonces le tendió la mano—. No está muy lejos. Si no te gusta, podemos volver enseguida.
Consciente de que probablemente no debería ir, Amelia lo siguió de todos modos y sintió mucha emoción al hacer algo tan fuera de lo normal, algo tan diferente.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó, después de que la ayudase a saltar la valla.
—Benedict, pero todo el mundo me llama Benny.
—Hola, Benny. —Le sonrió con timidez—. Yo soy Amelia.
Él la soltó y, tocándose el ala del sombrero, le hizo una gran reverencia antes de recoger la caña que había dejado en el suelo para ayudarla. Caminaron sin decir nada durante unos momentos, moviéndose entre los árboles hasta que oyeron el sonido del agua.
—¿Cómo es que estás trabajando para lord Welton? —le preguntó Amelia, mirándolo de soslayo.
Él se encogió de hombros.
—Me enteré de que aquí había trabajo y me presenté donde me dijeron.
—¿Qué clase de vida es ésta? —preguntó ella—. ¿Qué vas a aprender trabajando aquí? ¿Qué harás cuando ya no te necesiten?
Benny le sonrió y los ojos le brillaron por debajo del ala del sombrero.
—Ahorraré dinero para ir a Londres. Cuando llegue a la ciudad, tendré experiencia de sobra. Mi intención es trabajar algún día para St. John.
—¿Quién es St. John? ¿A qué se dedica?
Benny se detuvo en seco y se quedó mirándola. Parpadeó dos veces y luego silbó.
—Estás muy verde, chica —murmuró, negando con la cabeza, y entonces reanudó la marcha.
—¿Qué significa eso? —le preguntó ella, siguiéndolo.
—Nada.
Salieron del soto y se acercaron al pequeño pero rápido riachuelo. El lecho estaba lleno de rocas y el agua era poco profunda. Era un lugar encantador, que desprendía un aire de inocencia, como si nadie hubiese estado nunca allí. Amelia se sentó en un tronco y empezó a desabrocharse las botas, apartándose impaciente la melena que le llegaba hasta la cintura.
Benny se acercó a la orilla y se quitó la chaqueta. Mientras el joven se ponía cómodo, Amelia se desprendió también de las medias. Después se sujetó la falda y se acercó al riachuelo para meterse en él con cuidado. Aguantó la respiración al notar lo fría que estaba.
—¡Estás asustando a los peces! —se quejó Benny.
—¡Oh, esto es maravilloso! —exclamó ella, acordándose de cuando iba con Colin a pescar renacuajos y acababan los dos cubiertos de barro—. ¡Gracias!
Benny la miró confuso.
—¿Por qué?
—Por traerme aquí. Por hablar conmigo.
Se rio y giró sobre sí misma, pero al hacerlo resbaló en una piedra del río y se cayó al agua. Gritó y el valiente Benny dio un salto intentando salvarla, aunque el pobre terminó cayéndose de espaldas al río, medio dentro medio fuera del agua, con Amelia encima.
Incapaz de contenerse, ella se echó a reír y cuando empezó no pudo parar.
—Mi padre siempre dice que la naturaleza es tonta —masculló Benny.
Amelia estaba intentando levantarse cuando un par de botas se plantaron delante de ella y de repente alguien la sacó del agua sin ninguna delicadeza.
—¿Qué diablos estás haciendo? —le preguntó Colin, fulminándola con la mirada.
Se le atragantó la risa y se quedó en silencio, con los ojos abiertos como platos fijos en él. Colin tenía el pelo castaño oscuro y la piel morena y unos ojos tan negros y un cuerpo tan musculoso que a Amelia se le secaba la boca nada más verlo. Sangre gitana, le había dicho su última institutriz.
¿Desde cuándo era tan alto? Colin se veía enorme a su lado, un mechón de pelo le caía en la frente y la miraba tan intensamente que se puso nerviosa. No quedaba nada infantil en él, tenía una mandíbula fuerte y unos ojos que parecía que habían visto demasiado. ¿Qué le había pasado al chico del que ella se había enamorado?
En ese momento comprendió con tristeza que aquel chico se había ido para siempre.
Agachó la cabeza para ocultar la pena.
—Me lo estaba pasando bien.
Se quedaron sin decir nada un largo rato y Amelia pudo sentir su mirada fija en ella todo el tiempo. Entonces, una especie de gruñido salió de la garganta de él.
—Mantente alejado de ella —le ordenó Colin a Benny, que se había sentado junto a ellos.
Luego, Colin cogió a Amelia por el brazo y se la llevó de allí, recogiendo sus botas y sus medias cuando pasó por el lado de éstas.
—¡Para!
Amelia forcejeó con él, mientras iba pisando descalza las hojas muertas. Sin detenerse ni un segundo, Colin se la colocó encima del hombro y se metió entre los árboles como si fuese un conquistador cargando con su botín.
—¡Suéltame! —gritó ella, muerta de vergüenza, con el pelo cayéndole hasta casi tocar el suelo.
Él no le hizo caso y la llevó hasta un pequeño claro, donde la soltó y le devolvió sus pertenencias.
Amelia tragó varias veces y levantó el mentón.
—¡No soy una niña! Puedo tomar mis propias decisiones.
Colin entrecerró los ojos y se cruzó de brazos, lo que resaltó sus músculos, fruto del trabajo. Iba vestido con un pantalón y un jersey y parecía un tipo duro listo para cualquier cosa. Su aspecto intensificó los extraños sentimientos que Amelia había empezado a tener respecto a él; notó un calor en la parte inferior del vientre, que fue extendiéndose por todo su cuerpo.
—Pues te sugiero que una de esas decisiones sea recogerte el pelo —le dijo con frialdad—. Eres demasiado mayor para llevarlo suelto.
—Haré lo que me dé la gana.
Él apretó la mandíbula.
—No si lo que te da la gana es irte de parranda con tipos como ése. —Señaló detrás de él.
Amelia se rio con amargura.
—¿Quién te has creído que eres para darme órdenes? Eres un sirviente. Mi padre es noble.
Él soltó el aire entre los dientes.
—No hace falta que me lo recuerdes. Ponte las botas.
—No.
Se cruzó de brazos por debajo de sus recientemente desarrollados pechos y arqueó una ceja con la esperanza de parecer altiva.
—No me provoques, Amelia. —Colin bajó la vista y siseó—: Ponte las malditas botas.
—¡Oh, vete de aquí! —gritó ella, levantando las manos. Estaba harta de ese nuevo Colin y había perdido la esperanza de encontrar al viejo—. ¿Qué estás haciendo aquí? Me estaba divirtiendo por primera vez en mucho tiempo y has tenido que aparecer y echarlo todo a perder.
—Llevabas demasiado tiempo fuera —la acusó él incómodo—. Alguien tenía que ir a buscarte y vigilar que no te hubieras metido en un lío.
—¿Cómo sabes cuánto tiempo llevaba fuera? Sólo te fijas en mí cuando estás de mal humor y quieres desahogarte con alguien. —Intentó golpear el suelo con el pie, pero el gesto perdió contundencia al ir descalza—. Y yo no llamaría «ir de parranda» a intentar hacer amigos.
—Tú no puedes ser amiga de un tipo de esa calaña.
—¡Yo quiero ser amiga de alguien! No tengo a nadie desde que tú me abandonaste.
Colin apretó los labios y después se pasó ambas manos por el pelo, gruñendo exasperado. Amelia tenía celos de sus manos, quería sentir sus mechones negros deslizándose por sus dedos.
—Mantente alejada de los hombres —le ordenó él en un tono que no admitía discusión.
Amelia estaba lista para replicar, pero entonces él la esquivó y echó a andar rumbo a la mansión.
Ella le sacó la lengua a su espalda y luchó para reprimir el dolor que sentía dentro del pecho. Él nunca le hablaba a nadie de ese modo, nunca era tan antipático ni tan cortante. A Amelia le dolía que la tratase así y sólo servía para que tuviese más ganas de alejarse de allí. Y de él.
Se sentó en el suelo para ponerse las medias, lamentándose de su existencia. Pero pronto iría a Londres, para su presentación en la corte. Entonces se casaría y se olvidaría de Colin.
Apretó la mandíbula.
—Te olvidaré, Colin Mitchell. Lo haré.