Epílogo

Londres, abril de 1771

El día era perfecto para cabalgar por el parque y Marcus lo disfrutaba sin ambages. Su caballo tenía mucha energía y brincaba con impaciencia, pero él conseguía llevar las riendas con una mano mientras se tocaba el ala del sombrero con la otra para saludar. Acababa de empezar una nueva Temporada, su primera Temporada entera con Elizabeth como esposa, y él estaba exultante de alegría.

—Buenas tardes, lord Westfield.

Marcus volvió la cabeza en dirección al coche que se había detenido a su lado.

—Lady Barclay. —Marcus sonrió.

—¿Puedo preguntarle por lady Westfield?

—Por supuesto. Pero siento tener que comunicarle que está haciendo la siesta. Languidezco por su compañía.

—Pero no está enferma, ¿verdad? —preguntó Margaret frunciendo el cejo por debajo de su sombrero.

—No, está bien. Acabamos de regresar a la ciudad y el viaje ha resultado extenuante, sólo se encuentra un poco cansada.

No le dijo que tampoco la había dejado dormir demasiado en la pensión.

Elizabeth estaba más hermosa cada día que pasaba y, en consecuencia, más irresistible. Marcus solía pensar en el retrato de su madre, que colgaba encima de la chimenea del salón principal de Chesterfield Hall. Hubo un tiempo en que deseó ver esa felicidad en el rostro de Elizabeth. Ahora se atrevía a decir que la había superado.

Y pensar que hacía un año lo único que quería era saciar su lujuria, algo imposible, y acabar con aquel tormento… Pero todo eso ya era un recuerdo lejano. Daba a Dios gracias, cada día, por haber conseguido derrotar también a los demonios de Elizabeth. Juntos encontrarían la paz, ese estado que tanto les complacía.

—Me alegro de saber que no es nada serio. Mi hijo tiene muchas ganas de volver a ver a su tía. Recuérdele que prometió venir a visitarnos esta semana.

—Estoy seguro de que lo hará.

Charlaron un poco más, pero cuando su caballo empezó a impacientarse, Marcus se despidió. Tomó un camino menos transitado del que utilizaban la mayoría de los paseantes y dejó que su caballo galopara a gusto. Luego giró en dirección a la plaza Grosvenor esperando haberle dado a Elizabeth tiempo suficiente para descansar. Marcus se sentía impaciente y no quería entretenerse más.

Cuando llegó a su casa y vio al hombre que salía de ella se apoderó de él un intenso nerviosismo.

Lanzó las riendas al mozo que vino a recibirlo y corrió hacia adentro.

—Buenas tardes, milord —le saludó el sirviente mientras Marcus le daba el sombrero y los guantes.

—Por lo visto, no tan buenas teniendo en cuenta que ha estado aquí el médico.

—Lady Westfield está indispuesta, milord.

—¿La viuda?

Pero sabía que no era así. Durante el desayuno, su madre había mostrado un aspecto perfectamente saludable, mientras que Elizabeth llevaba una semana sin encontrarse del todo bien. Subió los escalones de dos en dos con una profunda preocupación. Cuando la madre de Elizabeth había enfermado, no había logrado recuperarse nunca más, algo que Marcus no podía olvidar, dado que las cicatrices de esa pérdida les habían mantenido separados durante años.

Entró vacilante y con cautela en los aposentos de su esposa. Se detuvo en el umbral del dormitorio de Elizabeth y percibió el olor a botiquín, que aún flotaba en el ambiente, a pesar de que habían abierto las ventanas para que circulara el aire. Su mujer estaba tumbada en el sofá, tan quieta como la muerte y tenía la piel pálida y moteada de sudor, aunque vestía un sencillo camisón y hacía más frío que calor.

Ese médico era un idiota. ¡Cómo había osado marcharse si era evidente que Elizabeth estaba gravemente enferma!

En la habitación había una sirvienta colocando un ramo de flores en un jarrón para aromatizar la estancia con una fragancia más agradable. Sin embargo, Marcus sólo tuvo que mirarla una vez para que hiciera una reverencia y se marchara a toda prisa.

—Mi amor.

Se puso de rodillas junto al sofá y le apartó algunos de los mechones húmedos de su frente. Tenía la piel pegajosa y Marcus controló la febril necesidad que tenía de agarrarla y abrazarla con fuerza.

Elizabeth gimió con delicadeza al sentir el contacto de la mano de su marido. Abrió los ojos y miró a Marcus. Estaba convencida de que nunca se cansaría de él.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó su esposo con suavidad y una voz aterciopelada que la acarició con su timbre tranquilizador.

—Justo ahora estaba pensando en ti. ¿Dónde estabas?

—He ido a dar un paseo por el parque.

—Eres un hombre malvado. Quieres que todas las mujeres de Londres te vean para atormentarlas. —El cinismo habitual de sus rasgos había desaparecido por completo y el rostro de Marcus sólo presentaba ya una asombrosa belleza masculina—. Estoy segura de que has conseguido que se acelerara el corazón de todas las paseantes.

Él hizo un valiente esfuerzo por sonreír a pesar de su preocupación.

—Ya no sueles ponerte celosa, cariño. No sé cómo debería tomármelo…

—Eres un arrogante. Lo único que pasa es que ahora confío en que sabrás comportarte. Sobre todo, en un futuro próximo, cuando ya no pueda estar contigo.

—No puedas estar… Cielo santo. —La cogió en brazos—. Por favor, háblame —le suplicó—. Cuéntame lo que te pasa. Me siento miserable sabiendo que estás enferma. Encontraré a los mejores especialistas, investigaré hasta el último libro médico, iré a buscar…

Ella posó los fríos dedos sobre sus labios.

—Bastará con una comadrona.

—¿Una comadrona? —Marcus abrió los ojos como platos y luego miró hacia el vientre de Elizabeth—. ¿Una comadrona?

—Te has esforzado mucho —bromeó ella feliz por la sorpresa que se reflejaba con lentitud en su rostro—. No deberías estar tan asombrado.

—Elizabeth. —La estrechó él con suavidad—. Me faltan las palabras.

—Dime que estás contento. Es lo único que te pido.

—¿Contento? Maldita sea, ya era mucho para mí que estuviéramos tú y yo solos. Ahora estoy feliz, exultante. Ahora… no tengo palabras para describir cómo me siento.

Elizabeth enterró la cara en su cuello e inspiró su aroma. Tenerlo a su lado le proporcionaba un consuelo instantáneo. Ya hacía varias semanas que sospechaba que estaba embarazada porque se le habían hinchado los pechos y se encontraba muy cansada. No le había resultado fácil esconder sus náuseas matinales, pero se las había arreglado bien hasta ese día. Cuando estuvo segura de que escucharía de boca del médico la noticia que deseaba oír, se decidió a llamarlo.

—Entiendo perfectamente a qué te refieres —murmuró ella contra su piel—. Nunca seré capaz de explicarte lo mucho que me conmovió que me dijeras que me querías, incluso cuando estaba convencida de que no podríamos tener hijos.

Elizabeth se acomodó entre sus brazos y pensó en lo distinta que era su vida ahora, comparada con la de hacía un año. Había dicho que necesitaba tranquilidad, pero lo que anhelaba en realidad era sentir, con la certeza de que su vida estaba plena de vitalidad. Había pasado mucho miedo y la idea de que amar a Marcus la debilitaría en lugar de fortalecerla la había atenazado durante demasiado tiempo… Ahora era incapaz de comprender por qué había llegado a pensar algo así.

—Te quiero —murmuró Elizabeth sintiéndose plenamente feliz, por primera vez desde que era una niña. Y allí, segura entre sus brazos, se dejó llevar por un sueño en que adivinaba el futuro.