Elizabeth entró en la casa principal por las puertas del despacho que daban al jardín. Aunque el alba aún no había llegado, el personal de cocina ya estaba en pie para preparar las comidas del día y no quería correr el riesgo de cruzarse con ellos. ¡Y menos tan despeinada y con la piel sonrojada!
—Elizabeth.
Asustada, se sobresaltó y la visión de William en la puerta hizo que su estómago se encogiera.
—¿Sí, William?
—¿Tienes un momento, por favor?
Ella suspiró mientras él entraba en el despacho y cerraba la puerta. Miró a su hermano y se cruzó de brazos.
—¿Qué diablos estás haciendo con Westfield? Y, además, ¡en nuestra casa de invitados! ¿Es que has perdido la cabeza?
—Sí. —No tenía sentido negarlo.
—¿Por qué? —preguntó él, confuso y dolido.
—No lo sé.
—Le mataré —rugió— por tratarte así y utilizarte de este modo tan cruel. Te dije que te alejaras de él y te advertí que sus intenciones eran deshonestas.
—Y lo intenté, William.
Elizabeth se dio media vuelta y se dejó caer sobre una silla.
Su hermano dejó escapar un juramento y empezó a caminar de un lado a otro de la habitación.
—Podrías haber estado con cualquiera. Si no fueras contraria al matrimonio podrías haber elegido a un compañero más adecuado.
—William, agradezco mucho tu preocupación, pero soy una mujer adulta y puedo tomar mis propias decisiones, sobre todo acerca de algo tan personal como tener un amante.
—Cielo santo —espetó él—. Detesto hablar de estas cosas contigo.
—No tienes por qué hacerlo —contestó ella con sequedad.
—Oh, por supuesto que sí. —Y la rodeó—. Después de sufrir tus interminables sermones sobre mi comportamiento licencioso…
—Claro, ¿lo ves? He tenido el mejor profesor del mundo.
William se detuvo de repente.
—No tienes ni idea de lo que hablas. Has perdido la cabeza.
Elizabeth inspiró hondo.
—Es posible, William. O quizá sea Westfield quien no comprenda nada.
Y si hasta el momento no era así, pronto lo sería.
Él resopló.
—Elizabeth…
—Ya basta, William. Estoy cansada. —Se puso de pie y se dirigió al pasillo—. Westfield vendrá esta noche a llevarme a la cena de los Fairchild.
Había intentado negarse, pero Marcus había insistido arguyendo que su seguridad estaba en juego. Si no dejaba que él la acompañara, no le permitiría ir. Y se había mostrado implacable al respecto; encantador, pero implacable.
—Está bien —espetó William—. Hablaré con él cuando llegue.
Ella le hizo un gesto despreocupado por encima del hombro.
—Adelante. Pídele a alguien que me avise cuando acabes.
—Esto es insoportable.
—Me imaginaba que pensarías eso.
—Es abominable.
—Sí, sí.
Elizabeth salió al pasillo.
—Si te hace daño, le daré una paliza —gritó William desde el despacho.
Elizabeth se detuvo y se volvió para mirarlo. Aunque se entrometiera en su vida, lo hacía por amor, y ella le adoraba por ello. Esbozó una tierna sonrisa, regresó hasta donde él estaba y lo abrazó. William la estrechó entre sus brazos con fuerza.
—Eres la hermana más irritante del mundo —le dijo con la boca pegada a su cabello—. ¿Por qué no eres más flexible y tienes mejor carácter?
—Porque te aburriría de manera insufrible y, al final, te volvería loco.
Él suspiró.
—Ten cuidado, por favor. No soportaría verte sufrir de nuevo.
La lástima que se reflejó en el rostro de su hermano le encogió el corazón y le recordó la precariedad de la situación en que se había metido. Jugar con Marcus Westfield era como jugar con fuego.
—No te preocupes, William. —Entrelazó el brazo con el suyo y tiró de él en dirección a la escalera—. Debes confiar en que sabré cuidar de mí misma.
—Lo intento, pero cuando haces estupideces me lo pones muy difícil.
Elizabeth se rió, soltó su brazo y corrió escaleras arriba.
—El primero en llegar al jarrón que hay al final del pasillo gana.
A William no le costó mucho llegar al jarrón antes que ella; luego la acompañó hasta su dormitorio. A continuación, volvió al suyo y no perdió el tiempo en cambiarse de ropa. Dejó a Margaret desconcertada en la cama y se fue a la ciudad, a casa de los Westfield. Subió los escalones de dos en dos y llamó a la puerta con la aldaba de latón.
La puerta se abrió y un arrogante mayordomo salió a recibirlo, mirándolo por encima del hombro.
William le dio su tarjeta y se abrió paso hasta el vestíbulo.
—Dígale a lord Westfield que le espero —dijo con sequedad.
El mayordomo miró la tarjeta.
—Lord Westfield no se encuentra en casa, lord Barclay.
—Lord Westfield está en la cama —respondió William— y tú irás en seguida a despertarle para que baje aquí de inmediato o subiré a buscarlo yo mismo.
El sirviente arqueó una ceja con desdén, lo condujo hasta el estudio y se retiró.
Cuando la puerta volvió a abrirse, fue Marcus quien entró. William se abalanzó sobre su viejo amigo sin mediar palabra.
—Maldita sea —juró Marcus cuando lo empotró contra la alfombra. Y volvió a maldecir cuando William enterró el puño en su estómago.
William le golpeó mientras rodaban por el suelo del estudio, contra el sofá y haciendo caer las sillas. Marcus intentó bloquear sus ataques, pero no le devolvió ni un solo golpe.
—Hijo de puta —rugió William, furioso al reparar en que Marcus le negaba la pelea que buscaba—. ¡Te voy a matar!
—Adelante, lo vas a conseguir —gruñó Marcus.
De repente, aparecieron más brazos en la refriega que intervinieron para separarlos. Ya de pie, William peleaba por librarse de las manos que le inmovilizaban los brazos a la espalda.
—Maldito seas, Ashford. Suéltame.
Pero Paul Ashford lo sujetó con fuerza.
—En seguida, milord. No pretendo ofenderle, pero mi madre está en casa y no le gustan mucho las peleas en su residencia. Cuando éramos pequeños, siempre nos hacía salir a la calle.
Marcus se puso en pie delante de él y a escasos metros de distancia sin aceptar la mano que le tendía Robert Ashford, el más pequeño de los tres hermanos. El parecido entre ambos era asombroso, aunque Robert llevaba gafas y era un poco más delgado que Marcus. Paul, el hermano que aguardaba detrás de William, tenía el pelo negro y los ojos oscuros.
William dejó de forcejear y Paul lo soltó.
—De verdad, caballeros —intervino Paul, jocoso, poniéndose bien el chaleco y la peluca—. Por mucho que disfrute de una buena pelea matinal, creo que, al menos, deberían vestirse mejor para la ocasión.
Marcus ignoró a su hermano y dijo:
—Espero que esto te haya levantado un poco el ánimo, Barclay.
—Apenas. —William lo fulminó con la mirada—. Habría resultado mucho más estimulante que participaras.
—¿Y arriesgarme a enfurecer a Elizabeth? No digas tonterías.
William resopló.
—Como si te importaran sus sentimientos.
—No te quepa la menor duda.
—¿Entonces a qué viene todo esto? ¿Por qué la utilizas de esta manera?
Robert se recolocó las gafas y carraspeó.
—Paul, creo que estamos de más.
—Eso espero —murmuró Paul—. Ésta no es la clase de situación en la que me gusta intervenir a estas horas de la mañana. Ahora, caballeros, sean buenos, por favor. La próxima vez quizá sea mi madre quien interfiera. Y, si eso llegara a ocurrir, no me gustaría estar en su lugar.
Los hermanos se retiraron y cerraron la puerta.
Marcus se pasó la mano por el pelo para peinarse un poco.
—¿Te acuerdas de aquella chica con la que tonteabas cuando estábamos en Oxford? ¿La hija del panadero?
—Sí.
William la recordaba muy bien. Era una jovencita en edad casadera, hermosa y sofisticada, una chica muy generosa. Celia —ése era su nombre— disfrutaba de un buen polvo mucho más que la mayoría de las mujeres y él siempre había estado dispuesto a darle lo que quería. Habían llegado a pasar tres días enteros metidos en la cama y sólo dejaban de amarse para bañarse y comer. Ambos disfrutaban sin ataduras.
Entonces comprendió las implicaciones de la pregunta.
—¿Quieres morir? —rugió William—. Estás hablando de mi hermana, ¡por el amor de Dios!
—Y de una mujer adulta —apuntó Marcus—. Es una viuda, no una virgen inocente.
—Elizabeth no tiene nada que ver con Celia. Ella no tiene la experiencia necesaria como para enredarse en aventuras amorosas y podría hacerse daño.
—¿Ah, sí? Pues en su día fue muy capaz de abandonarme y, a día de hoy, no demuestra arrepentimiento alguno por lo que hizo.
—¿Y por qué iba a tener sentimiento de culpa? Te comportaste como un sinvergüenza.
—Ambos tenemos parte de culpa. —Marcus se dirigió a uno de los dos sillones orejeros que había al lado de la chimenea, y se dejó caer sobre él con despreocupación—. Sin embargo, todo salió bastante bien porque ella no fue infeliz con Hawthorne.
—Pues déjala en paz.
—No puedo. Hay algo entre nosotros y los dos hemos acordado, como personas adultas, que dejaremos que siga su curso.
William se sentó en el otro sillón.
—Me cuesta creer que Elizabeth pueda ser tan…
—¿Despreocupada? ¿Liberal?
—Sí, exacto. —Y William se frotó la nuca—. Después de lo que le hiciste, se quedó devastada, ¿lo sabías?
—Ah, sí, claro, tan devastada que corrió a casarse con otro.
—¿Qué mejor forma de huir?
Marcus parpadeó perplejo.
—¿Crees que no la conozco? —siguió William mientras negaba con la cabeza—. Ten cuidado con sus sentimientos —le advirtió mientras se levantaba y se dirigía a la puerta. Se detuvo bajo el umbral y miró hacia atrás—. Si le haces daño, Westfield, nos encontraremos en un campo al alba.
Marcus inclinó la frente en señal de comprensión.
—Entretanto, puedes venir pronto esta noche. Podemos esperar juntos a que las mujeres se preparen. Sigo teniendo la excelente colección de brandy de mi padre.
—Es una invitación irresistible. Allí estaré.
William se marchó un poco más tranquilo, pero se recordó las pistolas, por si acaso.
El salón estaba abarrotado y por el radiante rostro de la anfitriona, lady Marks-Darby, se podía deducir que el baile estaba siendo un éxito. Elizabeth se abrió camino entre la multitud hasta que encontró un balcón desierto. Desde aquella ubicación privilegiada podía ver a las parejas que paseaban por el intrincado laberinto de arbustos del jardín. Cerró los ojos e inspiró hondo para purificarse.
Durante la última semana había creído estar en el cielo y en el infierno al mismo tiempo. Se había reunido con Marcus todas las noches, en la casa de invitados, y a pesar de que él nunca le había prometido nada, ella tenía sus expectativas.
Cuando había sugerido la aventura, Elizabeth pensaba que él se abalanzaría sobre ella en cuanto llegara, la llevaría a la cama y huiría en cuanto se hubiera cansado de su cuerpo. Sin embargo, Marcus conversaba con ella y le ofrecía riquísimos manjares que siempre traía consigo. La animaba a hablar de distintos temas y parecía estar interesado de forma sincera en sus opiniones. Le preguntaba cuáles eran sus libros favoritos y le compraba algunos que ella aún no había leído. Le parecía todo muy extraño porque no estaba acostumbrada a ese grado de intimidad, mucho más intenso que su conexión física. Aunque Marcus, por supuesto, nunca olvidaba ese aspecto.
Era un maestro del erotismo, que la mantenía en estado de continua exaltación, y hacía uso de su inmensa habilidad para asegurarse de que ella no dejara de pensar en él ni por un instante. Rozaba su hombro con despreocupación, le deslizaba su mano por la espalda, se acercaba mucho al hablarle o le susurraba al oído de tal forma que la volvía loca de deseo.
Las risas procedentes del laberinto que se extendía a sus pies la distrajeron de sus pensamientos. Dos mujeres se detuvieron justo debajo del balcón y Elizabeth pudo escuchar con claridad sus voces melodiosas.
—Esta Temporada ha disminuido el número de hombres en edad de casarse.
—Por desgracia, tienes razón. Es una lástima que lord Westfield parezca tan decidido a ganar esa apuesta. No se despega ni un momento de la viuda de Hawthorne.
—Sin embargo, ella no parece estar muy interesada en él.
—La muy tonta no sabe lo que se pierde. Es un hombre magnífico. Cada parte de su cuerpo es una obra de arte. Te confieso que estoy completamente enamorada de él.
Al escuchar las risas de una de las mujeres, Elizabeth apretó la barandilla hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
—Si tanto le añoras deberías tratar de conquistarle de nuevo.
—Oh, no dudes que lo haré —respondió la otra con petulancia—. Es posible que lady Hawthorne sea hermosa, pero es una mujer muy fría. Y él sólo la persigue por diversión. En cuanto haya conseguido lo que busca, necesitará un poco más de fuego en su cama y yo le estaré esperando.
Entonces las mujeres se sobresaltaron.
—Discúlpenme, señoras —las interrumpió una voz masculina. Las mujeres se internaron en el laberinto y dejaron a Elizabeth echando humo en el balcón.
«¡Esa maldita engreída!», pensó ella con los dientes apretados hasta que empezó a dolerle la mandíbula. ¿Y cómo podía haberse olvidado de esa condenada apuesta?
—¿Lady Hawthorne?
Elizabeth se volvió al oír una voz grave y agradable que pronunciaba su nombre a su espalda. Observó al caballero que se acercaba e intentó reconocerlo.
—¿Sí?
Era alto y vestía con elegancia. El color de su pelo quedaba escondido bajo una peluca atada, en una cola, a la altura de la nuca. Una máscara ocultaba su rostro de forma parcial, pero el brillo de sus iris se realzaba con el disfraz. Algo en ese hombre la sobrecogió y, sin saber bien el porqué, se sintió obligada a rebuscar entre sus recuerdos, aunque, estaba segura de no haberle visto nunca antes.
—¿Nos conocemos? —preguntó ella.
Él negó con la cabeza y, cuando emergió de entre las sombras, ella se irguió para estudiarlo con mayor detenimiento. Aunque no pudiera descubrir su cara, aquellos preciosos ojos le transmitían que era un hombre muy atractivo.
En sus labios, a pesar de la finura, se dibujaba una sonrisa carnal, pero su mirada… su mirada era fría e intensa a la vez. Elizabeth intuyó en seguida que era la clase de individuo que no confía en nadie ni en nada. Pero el sutil lenguaje de su cuerpo era posesivo y la hizo estremecer. Se acercaba a ella con delicadeza pero con tanta decisión que Elizabeth sintió cierto recelo y temor.
Entonces escuchó de nuevo su voz ronca:
—Lamento resultar inoportuno, lady Hawthorne, pero hay un asunto urgente que requiere de nuestra atención.
Ella se ocultó tras la más fría de sus actitudes sociales.
—Es poco habitual, caballero, que yo trate temas urgentes con completos desconocidos.
Él le hizo una pequeña reverencia y una concesión.
—Discúlpeme —contestó con un tono suave y tranquilizador—. Christopher St. John, milady.
Elizabeth se quedó sin habla y dio un reservado paso atrás, mientras notaba cómo se le aceleraba el pulso.
—¿Y de qué quiere hablar conmigo, señor St. John?
Él se situó junto a ella y apoyó las manos en la barandilla de hierro forjado mientras su mirada se perdía en el laberinto del jardín. Su postura despreocupada era engañosa. Igual que Marcus, aquel hombre empleaba una conducta abiertamente amistosa para tranquilizar a cuantos le rodeaban y conseguir así, de una manera muy sutil, que los demás bajaran la guardia. En Elizabeth, que a esa altura ya tenía un nudo en el estómago, esa táctica surtió el efecto opuesto.
—Recibió usted el diario que pertenecía a su difunto esposo, ¿verdad? —le preguntó él con naturalidad.
Ella palideció.
—¿Cómo lo sabe? —Abrió los ojos como platos mientras le recorría con la mirada de pies a cabeza—. ¿Es usted el hombre que me atacó en el parque? —Sin embargo, no parecía haber padecido herida alguna.
—Mientras ese diario siga en su poder estará usted en grave peligro, lady Hawthorne. Entréguemelo y yo me ocuparé de que nadie vuelva a molestarla.
Elizabeth experimentó una mezcla de miedo e ira.
—¿Es esto una amenaza? —Levantó la barbilla—. Debe usted saber, señor, que no estoy desprotegida.
—Estoy muy al corriente de la habilidad que tiene usted con las armas de fuego, pero esa destreza no le servirá de nada frente a la clase de peligro que la acecha en este momento. Además, el hecho de que haya implicado a lord Eldridge en esto sólo ha complicado las cosas aún más. —La miró y Elizabeth se quedó helada al vislumbrar el vacío que brillaba en las profundidades de sus ojos—. Lo mejor que puede hacer es entregarme ese libro.
La voz de St. John desprendía un tono intimidatorio y, a través de la máscara, sus ojos se clavaron en ella. Su actitud indolente no conseguía esconder su vibrante energía y ese inequívoco aire de hombre peligroso.
Un escalofrío de miedo y repulsión recorrió la espalda de Elizabeth y él maldijo entre dientes.
—Tome —murmuró con brusquedad, mientras se metía la mano en el bolsillo del chaleco de satén blanco—. Creo que esto le pertenece.
Elizabeth cerró la mano alrededor del objeto sin apartar los ojos de su cara.
—Debería… —De repente enmudeció y volvió la cabeza a toda prisa.
Elizabeth siguió la dirección de su mirada y se sintió muy aliviada cuando vio a Marcus en la puerta.
Su cuerpo irradiaba feroces oleadas de rabia y su rostro traslucía una acritud tal que rayaba el instinto asesino.
—Aléjate de ella —le ordenó.
La tensión de Marcus era palpable: se desataría a la mínima provocación.
St. John la miró imperturbable y le dedicó una segunda reverencia. Sin embargo, su conducta confiada no engañaba a nadie. El rencor y el resentimiento envenenaban el aire que rodeaba a ambos hombres.
—Proseguiremos con nuestra conversación en otro momento, lady Hawthorne. Entretanto, sólo le pido que reflexione acerca de lo que le he pedido, por su propia seguridad. —Pasó junto a Marcus con una sonrisa burlona—. Westfield. Siempre es un placer.
Marcus dio un paso al lado para evitar que St. John alcanzara el salón de baile.
—Si te vuelves a acercar a ella, te mataré.
St. John sonrió.
—Hace años que me amenazas de muerte, Westfield.
Marcus le enseñó los dientes con una sonrisa salvaje.
—Sólo estaba haciendo tiempo hasta que se presentara la excusa adecuada. Ahora ya la tengo. Pronto conseguiré lo que necesito para hacer que te cuelguen, St. John. Esta vez no escaparás de la justicia.
—¿No? Está bien, te espero con impaciencia.
St. John miró a Elizabeth una vez más, antes de esquivar a Marcus y perderse entre la multitud del salón.
Entonces ella agachó la cabeza para mirar el objeto que le había entregado y la conmoción que sintió al reconocerlo la obligó a agarrarse a la barandilla para no caerse. Marcus se colocó junto a ella en seguida.
—¿Qué es?
Ella le mostró la palma abierta.
—Es mi camafeo, un regalo de boda de Hawthorne. Se me rompió el cierre. ¿Lo ves? Sigue roto. La mañana que él murió, se había ofrecido a llevarlo al joyero para que me lo arreglaran.
Marcus cogió el broche y lo examinó.
—¿Y St. John te lo ha devuelto? ¿Qué te ha dicho? Cuéntamelo todo.
—Quiere el diario —le explicó, con los ojos clavados en los serios rasgos de Marcus—. Y sabía lo del ataque en el parque.
—Maldito sea —rugió Marcus mientras se metía el broche en el bolsillo—. Lo sabía.
La agarró del brazo y se la llevó del balcón.
Poco después, Marcus había recogido sus capas y había pedido que les trajeran el carruaje. En cuanto el coche se detuvo, la ayudó a subir, ordenó a los escoltas que la vigilaran y se dio media vuelta con pasos decididos.
Elizabeth sacó la cabeza por la ventana y gritó:
—¿Adónde vas?
—A por St. John.
—No, Marcus —suplicó ella agarrándose a la ventana con fuerza y el corazón desbocado—. Tú mismo dices que es un tipo peligroso.
—No te preocupes, amor —le dijo por encima del hombro—. Yo también lo soy.
El tiempo que pasó a la espera, se antojó una eternidad para Elizabeth, que estaba devastada por completo. Por primera vez desde que había empezado aquella aventura, se dio cuenta del poco control que tenía sobre la situación. Marcus no pensaba en su preocupación y en su inquietud. A pesar de saber cómo se sentía, había optado por dejarla sola para correr tras el peligro de forma deliberada. Y ella le aguardaba ansiosa. Tardaba mucho, demasiado. ¿Qué había pasado? ¿Habría encontrado al pirata? ¿Habrían discutido o luchado? Quizá Marcus estuviera herido…
Con el estómago en un puño y la mirada perdida, Elizabeth no se apartaba de la ventana del carruaje. A punto de vomitar, abrió la puerta y bajó. Los escoltas se acercaron a ella justo cuando apareció Marcus.
—Hermosura. —La estrechó contra sí. La pesada seda de su casaca estaba fría por el aire de la noche, pero ella estaba mucho más helada por dentro—. No te asustes. Yo te protegeré.
Elizabeth dejó escapar una risa histérica. El mayor peligro de su vida era el propio Marcus, un hombre temerario que vibraba de emoción con las persecuciones y para quien correr riesgos formaba parte de su naturaleza.
La agencia… St. John… Marcus.
Tenía que alejarse de todo.
Debía irse lejos, muy lejos.