8

Marcus paseaba por delante del fuego que ardía en la chimenea de la casa de invitados de la mansión Chesterfield, y trataba de recordar su primer encuentro sexual. Había pasado mucho tiempo, y de aquel apresurado revolcón en los establos sólo recordaba una piel sudorosa, el heno punzante y una jadeante liberación. Sin embargo, y a pesar del borroso recuerdo de aquella tarde, estaba seguro de que ni entonces había estado tan nervioso como lo estaba ahora.

Después de salir del baile de los Dunsmore, había acompañado a Elizabeth a la mansión y vuelto a su casa para cambiarse de ropa y regresar a caballo. De eso hacía ya más de una hora y, desde entonces, la espera se le estaba haciendo eterna.

Las dudas atenazaban su estómago, una sensación del todo desconocida para él. ¿Se reuniría Elizabeth con él, como había prometido? ¿O esperaría durante toda la noche, desesperado por saborearla y tocarla?

Se levantó y metió más carbón en la chimenea. Marcus habría preferido disfrutar de Elizabeth en su cama, pero estaba encantado de aceptar con gusto cualquier alternativa que ella sugiriese. Además, aquella casa de soltero estaba muy bien amueblada.

Se sentó en la silla que había colocado delante de la chimenea y notó la suavidad de la alfombra de Aubusson bajo sus pies descalzos. Se había quitado toda la ropa menos los calzones; estaba sorprendido y un poco desconcertado ante la urgencia que sentía por volver a presionar su piel desnuda contra la de Elizabeth.

Entonces la puerta exterior se abrió y se cerró con cuidado. Marcus se levantó y se dirigió al pasillo. Allí, se apoyó contra el marco de la puerta y simuló parecer despreocupado y menos necesitado de lo que estaba en realidad. Pero cuando Elizabeth apareció, él se quedó sin aliento y sus pies se movieron en contra de su voluntad. Ella se detuvo con su exquisito labio inferior atrapado entre los dientes. Vestía un sencillo vestido de muselina, se había deshecho el elaborado peinado de fiesta, y ya no llevaba el rostro empolvado: tenía un aspecto de despreocupada belleza juvenil.

—¿Dónde estabas? —rugió él mientras la agarraba por la cintura y la estrechaba contra él.

—Yo…

Marcus silenció su respuesta con un beso. Ella reaccionó primero con tensión, pero luego se abrió para él. Westfield emitió un rugido cuando el embriagador sabor de Elizabeth inundó su boca. Sus labios, feroces y dulces al mismo tiempo, siempre lo habían vuelto loco.

Se oyó un golpe y Marcus se separó de ella un momento para buscar el origen del sonido. A sus pies había un pequeño libro encuadernado con piel roja.

—¿Vas a devolver el diario de Hawthorne?

—Sí —contestó ella con una voz temblorosa que denotaba su nerviosismo.

Cuando contempló el libro que descansaba en el suelo, Marcus notó que una repentina oleada de celos se despertaba en su interior. Elizabeth llevaba el apellido y había estado unida físicamente a otro hombre. Para su disgusto, debía admitir que esa certeza todavía le hacía daño. Él no era un estúpido joven enamorado que anhelaba con egoísmo el cariño de una doncella.

Pero se sentía como si lo fuera.

Marcus entrelazó sus dedos con los de Elizabeth y la llevó al dormitorio.

—He venido lo más rápido que he podido —explicó con timidez.

—Mentirosa. Seguro que has dudado aunque sólo haya sido durante un momento.

Ella sonrió y a él se le endureció todo el cuerpo.

—Quizá un momento —concedió.

—Y, sin embargo, has venido.

La rodeó con los brazos y se dejó caer en la cama.

Elizabeth se rió y la fría desconfianza que había adivinado en sus rasgos al entrar en la casa desapareció de forma instantánea.

—Sólo porque sabía que si no aparecía era muy probable que vinieras a buscarme tú mismo.

Marcus enterró la cara en su cuello y se rió y ronroneó al mismo tiempo. En otras circunstancias y teniendo en cuenta lo excitado que estaba, habría dado la vuelta a su amante y la habría montado sin dilación. Pero estaba decidido a encontrar la forma de atravesar las barreras que Elizabeth le ponía: la satisfacción sexual no era su único objetivo.

Ya no.

—Tienes razón. —La contempló extasiado—. Hubiera ido a buscarte.

Entonces ella le tocó la cara, uno de los pocos gestos de ternura que le había concedido hasta entonces. Las caricias y las miradas de deseo de Elizabeth lo sobrecogían y conmovían.

—Eres demasiado arrogante. Ya lo sabes, ¿verdad?

—Claro.

Marcus se sentó y la apoyó en los almohadones. Luego cogió la botella de vino que había dejado en la mesita de noche y le sirvió una copa.

Elizabeth se lamió el labio inferior y dejó caer sus pestañas para esconder su mirada mientras aceptaba la bebida.

—Estás medio desnudo. Esto es… desconcertante.

—Quizá si tú también te quitaras la ropa no lo sería tanto —sugirió él.

—Marcus…

—O también puedes beber. Eso seguro que te relaja.

Todavía recordaba que, durante los días de su cortejo, cuando bebía champán, Elizabeth se mareaba, se reía y se comportaba de un modo más travieso. Estaba ansioso por volver a verla con esa actitud y había llevado dos botellas para la ocasión.

Como si pudiera leerle el pensamiento, Elizabeth se llevó la copa a los labios y le dio un buen trago. En una situación normal, Marcus la hubiera reprendido por semejante desperdicio con un vino de tan alta calidad, pero en ese momento le pareció bien. Una pequeña gota se había quedado pegada a la comisura de sus labios y él se inclinó hacia delante para lamerla, al tiempo que cerraba los ojos con satisfacción. Para su sorpresa, ella volvió la cabeza y presionó los labios sobre los de Marcus con fuerza.

Elizabeth abrió los ojos, se separó de él y se bebió el resto del vino de un solo trago. Luego le acercó la copa vacía.

—Más, por favor.

Marcus sonrió.

—Tus deseos son órdenes para mí. —La observó con una mirada furtiva mientras servía y advirtió cómo apoyaba sus dedos con inquietud sobre los muslos—. ¿Por qué estás tan nerviosa, amor?

—Tú estás acostumbrado a esta clase de… encuentros. Para mí, en cambio, esto de estar aquí sentada y tenerte delante medio desnudo, a sabiendas que el único propósito de esto es… es…

—¿El sexo?

—Sí. —Abrió la boca y la volvió a cerrar, al tiempo que encogía sus hombros delicados—. Me pone nerviosa.

—Ése no es el único motivo por el que estamos aquí.

Elizabeth frunció el cejo y dio otro largo trago de vino.

—¿Ah, no?

—También quiero hablar contigo.

—¿Y es así como se acostumbran a hacer estas cosas?

Él se rió con pesar.

—Esto no tiene nada que ver con lo que pueda haber experimentado en el pasado.

—Oh.

Elizabeth relajó un poco sus hombros.

Entonces Marcus cogió su mano y entrelazó los dedos con los de ella. Los efectos del vino empezaban a dejarse ver en las mejillas sonrosadas de Elizabeth.

—¿Podrías hacerme un pequeño favor? —preguntó él, a pesar de que se había prometido a sí mismo no hacerlo.

Ella esperó impaciente.

Marcus prosiguió sin reparar en el recelo que sentía de repente.

—¿Podrías buscar en tu corazón y explicarme lo que sucedió la noche que me dejaste?

Ella bajó su mirada hacia la copa que tenía entre las manos.

—¿Tengo que hacerlo?

—Si eres tan amable, amor.

—Preferiría no contártelo.

—¿Tan espantoso es? —la persuadió él con delicadeza—. Lo que ocurrió forma parte del pasado y ya no podemos volver atrás. Pero te agradecería que me liberases de la confusión.

Elizabeth respiró hondo.

—Supongo que te lo debo —dijo ella, aunque le costaba salir del silencio.

Cuando Marcus se dio cuenta, la animó.

—Adelante.

—La historia empieza con William. Una noche, el mes anterior a mi primera Temporada, yo no podía dormir. Tuve ese problema incluso años después de que mi madre muriera. Cuando me sentía intranquila, me iba al despacho de mi padre y me sentaba allí a oscuras, a respirar el aroma a libros viejos y a tabaco, una combinación que me relaja mucho. William entró poco después, pero no se dio cuenta de que yo estaba tumbada en el sofá. Yo sentí curiosidad, así que guardé silencio. Era muy tarde y él vestía ropa negra, incluso llevaba cubierto su cabello dorado. Era evidente que iba a alguna parte donde no quería que lo vieran o lo reconocieran. Su actitud era muy extraña, desprendía ferocidad y energía. Se marchó y no regresó hasta el alba. Y empecé a sospechar que estaba involucrado en algo peligroso.

Elizabeth hizo una pausa para beber un poco más de vino.

—Comencé a espiarlo y a estudiar sus actividades cada vez que salía. Me di cuenta de que se reunía con Hawthorne con cierta regularidad. Y que siempre se separaban de los demás y mantenían acaloradas discusiones en rincones apartados, e incluso, a veces, se intercambiaban documentos y otros objetos.

Marcus se tumbó sobre el cubrecama y se sujetó la cabeza con la mano.

—Nunca lo advertí. La capacidad que tiene Eldridge para los subterfugios nunca deja de sorprenderme. Jamás sospeché que William fuera un agente.

—¿Y por qué ibas a hacerlo? —preguntó ella con sencillez—. Si no les hubiera vigilado tan de cerca, yo tampoco me habría dado cuenta de nada. Pero William empezó a mostrarse exhausto y yo me empecé a preocupar por él. Cuando le pregunté directamente en qué se había metido se negó a contestarme. Pero yo estaba convencida de que necesitaba ayuda.

Entonces lo miró con una torturada mirada violeta.

—Por eso viniste a buscarme aquella noche. —Marcus entendió, entonces, la amarga ironía de la situación. Le quitó la copa de vino de la mano y eliminó el sabor amargo de su boca—. Eldridge mantiene en secreto la identidad de todos sus agentes. De ese modo, si capturan o comprometen a uno de nosotros, no tenemos mucha información que revelar. Yo conozco a muy pocos personalmente.

La tensa línea que se dibujó en los exuberantes labios de Elizabeth dejó entrever el disgusto que le producía la forma de trabajar de la agencia. Aunque tampoco Marcus sentía, en aquel momento, demasiado aprecio hacia Eldridge, puesto que tanto las misiones de William como las suyas habían contribuido al trágico final de su compromiso.

Elizabeth dejó escapar un suspiro triste.

—Cuando volví de tu casa estaba demasiado enfadada como para irme a dormir y me refugié en el despacho de mi padre. Nigel fue a visitar a William a la mañana siguiente y le hicieron pasar a la sala, sin saber que yo estaba allí, dispuesta a descargar mi rabia sobre él. Le acusé de haber llevado a mi hermano por el camino de la perdición y le amenacé con contárselo a mi padre.

Marcus sonrió imaginándose la escena.

—Yo ya he aprendido a respetar tu carácter, encanto. Cuando te enfureces, te conviertes en una auténtica bruja.

Ella esbozó una sonrisa tenue y desprovista de fulgor.

—Pensé que estarían mezclados en actividades degeneradas y me sorprendí mucho cuando Nigel me explicó que él y William eran agentes de la Corona. —Unas lágrimas contenidas brillaron en los ojos de Elizabeth—. Y, de repente, me sentí sobrepasada: lo que pensaba que habías hecho tú, el peligro que corría la vida de William… Y, en un momento de debilidad, le hablé a Hawthorne de tu infidelidad. Él me dijo que los matrimonios basados en la pasión no acostumbran a durar ni suelen ser muy exitosos y me aseguró que, con el tiempo, acabaría volviéndome una esposa infeliz. Me consoló con el argumento de que era mucho mejor que hubiera descubierto tu verdadera naturaleza a tiempo y fue muy amable conmigo. Se preocupó por mí y me proporcionó un ancla a la que agarrarme cuando tuve la sensación de que mi vida se iba a pique.

Marcus se tumbó boca arriba con la mirada fija en el dosel de terciopelo rojo que cubría la cama. Después de la muerte de su madre y el abandono emocional de su padre, las palabras de Hawthorne debieron de sonarle a Elizabeth como una verdad absoluta. Se puso tenso y se sintió frustrado por no poder dar salida a la rabia que sentía hacia un hombre que ya estaba muerto. Su ancla debería haber sido él y no Hawthorne.

—Maldita seas —juró con vehemencia.

—Cuando volví de Escocia, pregunté por ti —le interrumpió Elizabeth.

—Para entonces ya me había ido del país. —La voz de Marcus era distante, se había perdido en el pasado—. Aquella misma mañana, en cuanto pude dejar a la viuda a buen recaudo, fui a visitarte. Necesitaba explicarme y aclararlo todo para que no hubiera dudas entre nosotros. Pero William salió a recibirme a la puerta y me tiró tu nota a la cara. Él me responsabilizó de tu imprudencia. Y yo lo culpé por no haber ido en tu busca.

—Podrías haber venido tú.

Marcus volvió la cabeza para mirarla a los ojos.

—¿Es eso lo que hubieras querido?

Cuando Elizabeth se hundió en los almohadones, él se dio cuenta de que la rabia y el dolor que sentía se reflejaban con claridad en su rostro.

—Yo… —La voz de Elizabeth se apagó.

—Una parte de mí se aferraba a la esperanza de que no lo hicieras, pero en el fondo sabía que pasaría. —Marcus entrecerró sus ojos—. Estaba seguro de que te habías casado con otro. Y no paraba de preguntarme cómo era posible que él hubiera sido tan oportuno, teniendo en cuenta que nadie podía predecir lo que ocurrió aquella noche. Quizá, como dijiste, él siempre fue una opción. Y yo no me podía quedar en Inglaterra después de eso. No habría vuelto si mi padre no hubiese muerto. Cuando regresé, descubrí que habías enviudado y te hice llegar mis condolencias para que supieras que estaba en casa. Desde entonces, esperaba que volvieras a mí.

—Yo escuché habladurías sobre tus aventuras y tu interminable cadena de amantes.

Elizabeth se puso tensa y descolgó las piernas por el borde de la cama.

—¿Dónde diablos vas? —protestó él.

Marcus dejó su copa vacía en la mesita de noche y tiró de Elizabeth hasta que la tuvo sobre su pecho. La abrazó y sintió un alivio inmediato. A pesar de todo, ahora ella estaba ahí, con él.

—Pensaba que habíamos arruinado el momento —dijo con una mueca de tristeza.

Marcus arqueó su cadera hacia arriba y presionó la erección contra el muslo de Elizabeth y a ésta se le oscureció la mirada. Sus iris fueron desapareciendo a medida que el deseo aceleraba su respiración.

—No pienses —sugirió él de repente—. Olvídate del pasado.

—¿Cómo?

—Bésame y lo olvidaremos juntos.

Ella vaciló sólo un momento antes de agachar la cabeza y posar sus húmedos labios sobre los de Marcus. Él se quedó inmóvil; atrapado bajo la suave presión de sus curvas, que le abrasaban la piel, y por ese olor a vainilla, que le embriagaba los sentidos. La agarró con fuerza de la cadera para esconder el temblor que se había adueñado de sus manos. Era incapaz de saber por qué aquella mujer le afectaba de esa forma, y eso que había pasado miles de horas, años, intentando averiguarlo.

Elizabeth levantó su cabeza y Marcus rugió ante la pérdida.

—Lo siento —murmuró ella con las mejillas sonrojadas—. No se me da muy bien.

—Lo estabas haciendo perfectamente.

—Pero no te mueves —se quejó ella.

Él se rió con tristeza.

—Me temo, amor, que te deseo con demasiada intensidad.

—Entonces nos hemos quedado en un punto muerto. —Y esbozó una dulce sonrisa—. Porque yo no sé qué hacer.

Marcus le cogió la mano y la posó sobre su pecho.

—Tócame.

Ella, con los rizos sueltos enmarcando su bello rostro, se sentó a horcajadas sobre sus caderas.

—¿Dónde?

Marcus dudaba que pudiera sobrevivir a la situación, pero, al menos, moriría como un hombre feliz.

—Por todas partes.

Ella sonrió, deslizó un dedo indeciso por el pelo de su pecho. Hizo girar las yemas de sus dedos alrededor de la cicatriz del hombro, con un leve cosquilleo, y luego le rozó los pezones. Él se estremeció.

—¿Te gusta?

—Sí.

Elizabeth dejó escapar un siseo mientras posaba las manos sobre su estómago, que reaccionó endureciéndose.

—Es fascinante.

Marcus se rió y dijo:

—Espero que tu interés vaya más allá de la mera curiosidad científica.

Ella dejó escapar una risita un tanto achispada.

—Eres el hombre más atractivo que he visto en mi vida.

Estiró los brazos y le acarició los hombros para luego dejar resbalar las manos por sus brazos y entrelazar los dedos con los suyos. El momento era sencillo y, sin embargo, complejo. A simple vista, parecían ser dos amantes enamorados con desenfreno el uno del otro, pero la desconfianza hacía años que se había instalado en su relación.

—Tenía la esperanza de que volvieras a pensar eso algún día.

—¿Por qué? ¿Para seducirme con más facilidad?

Marcus llevó sus manos unidas a los labios y le besó los nudillos.

—Eres tú quien me seduce.

Elizabeth resopló.

—No tiene usted arreglo, lord Westfield. Es usted un sinvergüenza empedernido. Cuando esto acabe…

Marcus tiró de ella con firmeza, la obligó a agacharse y la besó hasta dejarla sin aliento. No quería oír hablar de ese final ni tampoco pensar en ello.

Le soltó las manos y deslizó sus dedos por la espalda de Elizabeth para desabrocharle el vestido. Un murmullo de placer escapó de su boca cuando se dio cuenta de que no llevaba nada debajo: ni corsé ni camisa. A pesar del miedo, había ido preparada y, a juzgar por sus frenéticas caricias, también ella estaba ansiosa. Hizo resbalar la fina tela por su cuerpo y dejó sus pechos al descubierto: eran generosos y estaban erectos a causa de la excitación. Eran preciosos, pálidos y coronados por unos pezones sonrosados. Aún no había gozado del placer de acariciárselos, una negligencia que planeaba corregir cuanto antes.

Ella levantó sus manos para taparse y él se las apartó.

—No, no te escondas, encanto. Disfruto tanto contemplándote como tú mirándome a mí.

—Después de todas las mujeres…

—Basta —la reprendió él—. No quiero hablar más sobre eso. —Suspiró y dejó resbalar las manos por sus caderas—. No puedo cambiar mi pasado, Elizabeth.

—No puedes cambiar lo que eres.

La suavidad del rostro de Elizabeth desapareció de inmediato. Sólo ella era capaz de estar sentada sobre el regazo de un hombre con los pechos al descubierto y parecer tan distante.

—Maldita sea, mi historial sexual no es cuanto soy. Y, si yo fuera tú, me lo pensaría dos veces antes de quejarme porque si no tuviera experiencia no te daría tanto placer.

—¿Pretendes que me muestre agradecida? —espetó ella—. Habría preferido que te concentraras en otra cosa.

Elizabeth trató de escabullirse, pero él se lo impidió. Marcus empujó sus caderas hacia arriba para clavar la ardiente longitud de su erección en la acalorada humedad que anidaba entre sus muslos. Ella gimió y él repitió la maniobra para enterrar su miembro en ella. La respuesta inmediata e indefensa de Elizabeth aplacó su irritación.

—¿Por qué te exaspera tanto mi pasado?

Ella arqueó una de sus finas cejas.

—Dímelo —la animó Marcus—. Necesito saberlo.

Él sabía que no conseguiría establecer con Elizabeth un lazo real si ella seguía levantando barreras entre ambos. Podía poseer su cuerpo, pero mientras durara su aventura quería conseguir algo más que eso.

Ella arrugó su nariz.

—¿Tan poco te importan las mujeres a las que has roto el corazón?

—¿Es ése el problema? —Marcus se esforzó por controlar su enfado—. Elizabeth, las mujeres que han pasado el rato conmigo tenían bastante experiencia.

Ella lo miró con incredulidad.

Marcus deslizó las manos por debajo del dobladillo de su vestido y le acarició los muslos hasta posar sus pulgares sobre los suaves rizos de su sexo. Su miembro se endureció aún más cuando se dio cuenta de que lo único que lo separaba de la dulce liberación que le aguardaba en el cuerpo de Elizabeth eran sus calzones.

—Las mujeres —intentó concentrarse en la explicación— son un poco más susceptibles a los sentimientos después de compartir con un hombre una placentera experiencia sexual. Lo admito. Pero si tengo que ser sincero, te diré que no suelen encariñarse mucho conmigo y, cuando ha ocurrido, creo que nunca ha sido por amor.

—Es posible que no hayas reparado en el alcance de su enamoramiento. Te aseguro que William siempre se sorprendía cuando alguna de sus amigas se negaba a recibirme debido a los sentimientos no correspondidos que albergaba por él.

Marcus esbozó una mueca de dolor.

—Lo siento, amor.

—Yo padezco de una deplorable falta de compañía por culpa de hombres como tú y William. Gracias a Dios que se casó con Margaret.

Marcus deslizó las yemas de sus pulgares por los húmedos labios de su sexo y ella arqueó sus caderas hacia delante en inequívoca invitación.

—Me convertiré en otra de tus amantes ultrajadas —sentenció ella de repente.

Entonces él movió sus manos para abrirle el sexo con los dedos y acariciarle el clítoris, que se endureció en cuanto él empezó a dibujar círculos a su alrededor.

—¿En qué sentido? No se me ocurre en qué puedes parecerte a las demás mujeres que he conocido en mi vida.

—En que te dejaré mi cuerpo.

Marcus hizo una suave presión sobre su humedad y se deslizó en su interior. Le pertenecía y ella no le negaría ese placer.

—Quizá consiga abrumarte hasta que caigas presa del éxtasis y llegue un momento en que no seas capaz de concebir una noche sin mi sexo dentro de ti.

El suave y lastimero quejido que escapó por entre los labios de Elizabeth fue su perdición. Rebuscó por entre sus cuerpos hasta que encontró el galón de sus calzones. Levantó la mirada y vio cómo los ojos de Elizabeth se derretían. ¡No sería capaz de abandonarle de nuevo! Él se encargaría personalmente de acabar con ese gélido control que la paralizaba.

—Quiero sentirte, Elizabeth.

Ella se puso tensa cuando él la tomó por las caderas y la colocó sobre su miembro.

—Qué… —Pero su voz se apagó cuando él tiró de ella y la enfundó en su cuerpo.

Marcus rugió al sentir el calor húmedo de Elizabeth rodeándolo como si fuera de terciopelo. Un éxtasis tortuoso se enroscó en su entrepierna y tensó su espalda, y Marcus apretó los dientes y se arqueó para separarla de la cama.

—Dios —jadeó él. Si respiraba con demasiada fuerza se correría.

Elizabeth se contoneó sobre él hasta que encontró una postura más cómoda. La frente de Marcus estaba salpicada de sudor, suavizó la presión en la cadera y se tumbó sobre los almohadones.

Ella lo miró con silenciosa inquisición, el rostro sonrojado y los ojos abiertos como platos y ardientes de necesidad.

—Soy todo tuyo, querida —la animó. Necesitaba ver cómo ella hacía el esfuerzo. Quería quedarse quieto y ver cómo la mujer que le había abandonado tanto tiempo atrás lo dejaba sin sentido.

Elizabeth se mordió el labio inferior y levantó sus caderas para separarse de su miembro hasta que sólo la punta quedó en su interior. Cuando se dejó caer de nuevo, sus movimientos resultaron extraños e indecisos, pero igual de devastadores. Marcus dejó caer sus manos en el colchón y se agarró el cubrecama con fuerza. Elizabeth gimió y se movió de nuevo; el frío soplo de aire que sintió en su miembro, seguido por la ardiente cobertura de su sexo, hizo que Marcus rugiera.

Ella se detuvo.

—No te pares —suplicó él.

—Yo no…

—Más rápido, preciosa, más fuerte.

Y, para su deleite, ella obedeció y empezó a moverse encima de él con una elegancia natural. La imagen medio desnuda de Elizabeth y el balanceo de sus pechos lo sobrecogieron mientras la observaba con sus ojos entrecerrados por el placer sedante. La recordó en el salón de baile de Moreland, una imagen de una belleza inalcanzable. Pero, por fin, era suya y de la manera más básica posible. Además, sus gemidos delataban lo mucho que ella lo deseaba, a pesar de todo.

Cuando ya no podía aguantar más, cuando la necesidad de correrse era tan intensa que temía dejarla atrás, la inmovilizó y echó su cadera hacia delante para internarse en su cuerpo suspendido mediante rápidas e impacientes embestidas.

—Sí… —Ella lo cogió de las manos y dejó caer la cabeza hacia atrás en un gesto de evidente rendición—. ¡Marcus!

Él, que conocía ese grito y comprendía qué significaba, se dio media vuelta haciéndolos rodar por la cama y se enterró en ella con tanta fuerza que la arrastró por el colchón. Y, sin embargo, tenía la sensación de que no conseguía profundizar lo suficiente. Rugió presa de la frustración: ni siquiera aquel acto primitivo bastaba para saciar una necesidad que crecía cuanto más se esforzaba por aplacarla.

Elizabeth arqueó su espalda y sus pezones presionaron el torso de Marcus. Luego, dejó escapar un grito agudo y se tensó a su alrededor antes de disolverse en unas caricias ondeantes que nada tenían que ver con lo que Marcus había experimentado en el pasado.

Como un loco, siguió internando su miembro en ella hasta profundidades insondables, enterrándose en la densidad ardiente que bañaba las entrañas de Elizabeth y tentaba a su semilla. Marcus rugió cuando alcanzó el clímax y vertió su semen en el interior de Elizabeth. Creía haber muerto, agachó su cabeza y le mordió el hombro para castigarla por ser su perdición, la fuente del placer más intenso y del dolor más profundo que había conocido en su vida.

El sonido de las páginas al pasar la despertó. Elizabeth se incorporó y se sintió un tanto avergonzada al encontrarse desnuda por completo y sin el cobijo de las sábanas. Recorrió la habitación con su mirada y descubrió a Marcus en cueros, como ella, sentado ante el escritorio con el diario de Nigel abierto ante él. Tenía los ojos clavados en ella.

Elizabeth se encontró vulnerable de repente y tiró de la sábana para taparse, mientras le preguntaba:

—¿Qué haces?

Marcus le dedicó una sonrisa que heló su corazón, se levantó, y se dirigió hacia la cama.

—Intentaba descifrar el código de Hawthorne, pero tu cuerpo me distrae.

Ella reprimió una sonrisa.

—Pervertido. Debería haber una ley que prohibiera espiar a las mujeres mientras duermen.

—Seguro que ya existe —replicó al subirse a la cama—, pero no se aplica a los amantes.

La forma en que dijo la palabra «amantes» la hizo estremecer. Esa breve mención a su pasión le hizo hervir la sangre, aunque luego se enfrió porque sentía que todo iba demasiado rápido.

—Lo dices con suficiencia. —Elizabeth desvió su mirada hacia el fuego y jugueteó inquieta con el bordado de las sábanas—. Es evidente que te vanaglorias de lo fácil que te ha resultado conquistarme.

—¿Fácil? —se burló él, al tiempo que se dejaba caer sobre los almohadones y abría los brazos de par en par—. Ha sido condenadamente difícil.

Luego volvió la cabeza para mirarla, frunció el cejo y el tono frívolo desapareció de su voz. Se puso de lado y apoyó la cabeza en su mano.

—Háblame de tu matrimonio.

—¿Por qué?

—¿Por qué no?

Ella se encogió de hombros y deseó poder tomar el control de nuevo.

—No hay mucho que contar. Hawthorne era un marido ejemplar.

Marcus frunció los labios, mientras contemplaba el fuego con aire pensativo. Elizabeth no pudo reprimir el impulso, alargó su brazo y le apartó un mechón de pelo de la frente.

Él se volvió y le dio un beso en la palma.

—Entonces, ¿llegasteis a algún acuerdo?

—Disfrutábamos de actividades similares y él me garantizaba siempre un mínimo de independencia. Estaba tan preocupado por su trabajo para la agencia que no coincidíamos mucho, pero ambos estábamos a gusto con esa distancia.

Marcus asintió meditabundo.

—¿Eso quiere decir que, por aquel entonces, no te importaba que trabajara para la agencia?

—No, Marcus. Ya la odiaba en aquella época, pero era una ingenua y no me daba cuenta de que podía morir.

Marcus no dijo nada y ella lo miró mientras se preguntaba qué debía de pensar y por qué seguía allí a su lado. Tenía que marcharse.

Entonces él dijo:

—Creo que parte de lo que hay escrito en ese diario trata de Christopher St. John, pero hasta que no tenga la oportunidad de examinar el volumen a fondo no podré estar seguro.

—Oh. —Ella hizo girar el borde de la sábana alrededor de su dedo. Ésa era la oportunidad que esperaba para poder irse sin que la situación resultara incómoda—. Siento haberte molestado.

Elizabeth descolgó sus piernas por el borde del colchón e intentó abandonar la cama, pero él la detuvo agarrándola por el codo. Ella lo miró por encima del hombro.

Los ardientes ojos verde esmeralda de Marcus se posaron sobre los suyos.

—Agradezco mucho tus distracciones —murmuró él con ese tono profundamente sexual que ella empezaba a anticipar.

Tiró de ella, se colocó encima para inmovilizarla y rozó su estómago con la boca por encima de las sábanas.

—No tienes ni idea de lo mucho que me afecta estar así contigo, y cómo me cuesta trabajar mientras tú haces otras cosas.

Cuando la boca de Marcus rodeó uno de sus pezones por encima de la sábana, Elizabeth gimió y deslizó su mano por la cálida piel de sus hombros y sus brazos tensos y poderosos, que sostenían todo su peso sobre ella. Entonces él empezó a darle lametones rítmicos para abrasar el duro botón: sabía cómo volverla loca.

—Marcus…

Elizabeth peleó. Sabía que no debía ceder, que debía luchar por recuperar el control.

Él rugió y retiró la sábana. Se tumbó encima de ella y se hizo con su boca mientras el calor y la dureza de su figura la obligaban a fundirse con él. Marcus movía las manos con ternura y habilidad; la conocía y había aprendido cómo demoler sus sentidos y fulminar su rigidez.

Elizabeth, indefensa, se rindió al placer y se dejó vencer con un grito de placer. Era consciente de que el sendero que estaba tomando era un camino sin retorno.