7

¿Por qué huele todo como si estuviéramos en una perfumería? —protestó William mientras subía la escalera principal de la mansión Chesterfield con Margaret.

—El olor procede de los aposentos de Elizabeth.

Él la miró con el cejo fruncido y vio que sus ojos brillaban con traviesa anticipación.

Se detuvo frente a la puerta de la habitación de su hermana y parpadeó.

—¡Esto parece una maldita floristería!

—¿Y no te parece romántico? —Margaret se rió y su feroz melena se balanceó con suavidad.

William no pudo evitar tocar uno de los delicados tirabuzones de su dulce y maravillosa esposa. Quienes no la conocían bien creían que era una pelirroja extraña de temperamento dulce. Sin embargo, él sabía que guardaba una salvaje y apasionada faceta de su naturaleza sólo para él. De repente, el deseo empezó a acumularse en su entrepierna e inspiró con fuerza, pero se sintió embriagado por el poderoso aroma de las flores.

—¿Romántico? —ladró. Entró en la habitación y arrastró a Margaret tras él. Una vez dentro, se dieron cuenta de que los ostentosos, carísimos y fragantes ramos ocupaban hasta la última superficie plana de la habitación—. Westfield —rugió—. Le mataré.

—Relájate, William —lo tranquilizó ella.

Él contempló la escena con seriedad.

—¿Cuánto hace que dura esto?

—Desde el baile que se celebró en Moreland. —Margaret suspiró y él frunció el cejo—. Lord Westfield es tan guapo…

—Eres una romántica empedernida —rugió William, sin prestar atención al último comentario de su esposa.

Margaret se acercó a él y rodeó la esbelta cintura de su marido con los brazos.

—Tengo derecho a serlo.

—¿Y eso?

—Yo he encontrado el amor verdadero, así que puedo dar fe de que existe.

Se puso de puntillas y rozó los labios de William con los suyos. Él aumentó la presión en seguida y la besó hasta dejarla sin aliento.

—Westfield es un sinvergüenza, amor —le advirtió él—. Me gustaría que me creyeras.

—Y te creo, pero me recuerda tanto a ti.

Él se separó de ella con un gruñido.

—¿Y eso es lo que quieres para Elizabeth?

Margaret se rió.

—Tú no eres tan malo.

—Porque tú me has reformado.

Hundió la nariz en el cuello de su mujer.

—Elizabeth es más fuerte que yo. Si quisiera, podría conseguir que Westfield se rindiera con facilidad. Deja que sea ella quien se ocupe de él.

William salió de la habitación estirando de la mano a su mujer.

—He tomado debida nota de tu opinión.

Ella intentó clavar sus pies en el suelo, pero él la tomó en brazos con facilidad y se dirigió hacia su dormitorio.

—No tienes intención de hacerme caso, ¿verdad?

Él sonrió.

—En absoluto. Yo me ocuparé de Westfield y tú dejarás de hablar del tema.

Cuando llegaron a su alcoba, la besó con intensidad, pero, justo en ese momento, levantó la cabeza y vio a Elizabeth en el último peldaño de la escalera. Frunció el cejo y dejó a Margaret en el suelo. Ella dejó escapar un murmullo de protesta.

—Dame sólo un momento, querida.

William empezó a caminar por el pasillo.

—Te estás entrometiendo —le dijo ellas mientras se marchaba.

Algo le pasaba a Elizabeth, era evidente incluso desde lejos. Estaba sonrojada y nerviosa, parecía febril. Al acercarse a ella, William se asustó. El rubor de las mejillas de Elizabeth se intensificó al encontrarse con su hermano y, por un momento, la joven adquirió el mismo aspecto de su madre, antes de morir ardiendo de fiebre. El breve recuerdo de aquella imagen hizo que William acelerara el paso.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó, mientras posaba la mano sobre su frente.

Ella abrió los ojos como platos y negó con la cabeza.

—Pareces enferma.

—Estoy bien.

La voz de Elizabeth era grave y más ronca que de costumbre.

—Llamaré al médico.

—No hace falta —protestó ella en actitud tensa.

William abrió la boca para hablar.

—Una siesta, William. Te prometo que eso es todo cuanto necesito. —Suspiró y posó su mano sobre el brazo de su hermano suavizando su mirada violeta—. Te preocupas demasiado por mí.

—Siempre lo haré.

Acarició la mano de Elizabeth y se volvió para acompañarla hasta su habitación. Como su madre había muerto joven y su padre se había despreocupado de ellos, Elizabeth había sido todo cuanto había tenido durante buena parte de su vida. Ella había sido la única vinculación emocional que había tenido con el mundo antes de conocer a Margaret. Siempre había vivido convencido de que no se enamoraría nunca para no tener que pasar por lo mismo que su padre.

Cuando se acercaron a los aposentos de Elizabeth, su nariz le recordó la erupción orgánica que les aguardaba en aquella estancia.

—¿Por qué no me contaste que Westfield te acosaba? Me hubiera ocupado de él antes.

—¡No!

El grito repentino de Elizabeth lo bloqueó y el sentimiento de protección que siempre había proyectado en su hermana se retrajo con desconfianza.

—Dime que no eres tú quien le anima.

Elizabeth carraspeó.

—¿No habíamos hablado ya de esto?

William cerró los ojos, suspiró y rezó para reunir la paciencia necesaria.

—Si me aseguras que recurrirás a mí si necesitas ayuda, evitaré hacerte preguntas que no quieres contestar.

Abrió los ojos y la miró con el cejo fruncido, escudriñando el elevado tono sonrosado de su piel y sus ojos vidriosos. No tenía buen aspecto y estaba despeinada. La última vez que la había visto con el cabello así…

—¿Has vuelto a hacer carreras? —la increpó—. ¿Te has llevado a un mozo? Cielo santo, Elizabeth, si te cayeras del…

—William. —Elizabeth se rió—. Vuelve con Margaret. Estoy cansada. Si insistes en interrogarme, te ruego que sea cuando haya descansado.

—No te estoy interrogando, pero te conozco muy bien. Eres obstinada y siempre te niegas a escuchar a los que intentamos inculcarte algo de sensatez.

—Eso lo dice un hombre que ha trabajado para lord Eldridge.

William dejó escapar un bufido de frustración al darse cuenta, por la rigidez repentina que había adquirido el tono de su hermana, de que la conversación había finalizado. Lo respetaría; sin embargo, ya había decidido cómo manejar a Marcus.

—Está bien. Ven a verme después. —Se inclinó y le dio un beso en la frente—. Si todavía estás sonrojada cuando te levantes, mandaré a buscar al médico.

—Sí, sí. —Elizabeth le hizo un gesto evasivo con la mano.

William se marchó, pero su preocupación no desaparecería con tanta facilidad, y ambos lo sabían.

Elizabeth esperaba en el vestíbulo que había junto al despacho de lord Nicholas Eldridge, orgullosa de sí misma por haber conseguido escabullirse de la casa mientras William estaba ocupado. Había llegado sin cita previa y estaba dispuesta a que la hicieran esperar, pero Eldridge, para su sorpresa, no se demoró demasiado.

—Lady Hawthorne —la saludó de forma despreocupada, rodeó el escritorio y le hizo un gesto para que se sentara—. ¿A qué debo el placer de su visita? —A pesar de que empleaba palabras educadas, su tono de voz desprendía cierta impaciencia. Se volvió a sentar y arqueó una ceja.

Elizabeth ya había olvidado lo austero y serio que era aquel hombre. Y a pesar de su aspecto anodino y de su peluca gris, su presencia era abrumadora. Parecía llevar el peso del poder con asombrosa facilidad.

—Lord Eldridge, le pido disculpas por la inoportuna naturaleza de mi visita. He venido a ofrecerle un intercambio.

Él la examinó con sus ojos grises.

—¿Un intercambio?

—Preferiría trabajar con otro agente.

Eldridge parpadeó.

—¿Y qué quiere ofrecer a cambio?

—El diario de Hawthorne.

—Comprendo. —Se reclinó sobre el respaldo de su silla—. Dígame, lady Hawthorne, ¿lord Westfield ha hecho algo en particular que haya provocado que usted pida su sustitución?

Ella no pudo evitar sonrojarse y lord Eldridge aprovechó la señal de inmediato.

—¿Se ha dirigido a usted de algún modo que pudiera resultar poco adecuado? Déjeme aclararle que me tomaría muy en serio una acusación de esa naturaleza.

Elizabeth se sintió incómoda y cambió de postura en su silla. No había planeado que amonestaran a Marcus, sólo deseaba que se alejara de su vida.

—Lady Hawthorne, se trata de un asunto personal, ¿verdad?

Ella asintió.

—Verá, yo tenía muy buenas razones para asignar su cuidado a lord Westfield.

—Estoy segura de que fue así. No obstante, no puedo seguir trabajando con él porque mi hermano está empezando a sospechar.

Aquél no era el motivo real de su petición, pero bastaría.

—Comprendo —murmuró. Entonces guardó silencio durante un buen rato, pero ella no vaciló bajo su escrutinio intimidatorio—. Su marido era un miembro muy valioso para mi equipo. Perderles tanto a él como a su hermano ha complicado mucho mi trabajo. Lord Westfield, a pesar de las exigencias de su título, siempre ha realizado excelentes tareas y aceptado grandes responsabilidades. Estoy convencido de que es el mejor hombre disponible para esta misión.

—No pongo en duda su habilidad.

—Y, sin embargo, sigue usted decidida, ¿no es así? —Eldridge suspiró cuando ella asintió—. Tendré en cuenta su petición, lady Hawthorne.

Elizabeth movió su cabeza al comprender que ésa era la mayor concesión que estaba dispuesto a hacerle. Se puso en pie y sonrió con tristeza ante la atenta mirada de Eldridge. Él la acompañó hasta la puerta y, un momento antes de girar el pomo, se detuvo.

—Sé que no es asunto mío, lady Hawthorne, pero siento la necesidad de recalcarle que lord Westfield es un buen hombre. Conozco muy bien el pasado que los une, y estoy seguro de que sus ramificaciones son del todo incómodas, pero él está muy preocupado por su seguridad. Sólo le pido que, pase lo que pase, lo tenga usted presente.

Elizabeth observó a lord Eldridge en silencio y luego asintió. Había algo más, algo que no le había dicho, pero no la sorprendía. La experiencia le había demostrado que los agentes eran muy reservados y rara vez compartían sus pensamientos con los demás. Cuando él abrió la puerta y la dejó escapar, sintió un profundo alivio. Y, a pesar de no que le deseaba ningún mal a Eldridge, esperaba con impaciencia el día en que él y su maldita agencia dejaran de formar parte de su vida.

Marcus entró en el despacho de lord Eldridge justo antes de las diez de la noche. La citación había llegado mientras se preparaba para ir a la velada musical de los Dunsmore y, aunque estuviera ansioso por volver a ver a Elizabeth, necesitaba comentar algunos aspectos de la investigación con su superior. Aquella inesperada reunión resultaba muy oportuna.

Se colocó bien los bajos de la levita y se sentó en la primera silla que encontró.

—Esta tarde ha venido a verme lady Hawthorne.

—¿Ah, sí? —Marcus cogió un pellizco de rapé.

Eldridge trabajaba sin levantar la cabeza de sus papeles. Los documentos que tenía delante estaban iluminados por la luz del candelabro, situado sobre su escritorio, y por el ondeante brillo de la chimenea.

—Me ha ofrecido el diario de Hawthorne a cambio de que te aparte de la investigación.

Marcus cerró la caja esmaltada de rapé con decisión.

Eldridge suspiró y dejó la pluma a un lado.

—Se ha mostrado inflexible, Westfield. Ha llegado incluso a amenazarme con no cooperar si me negaba a atender su petición.

—Estoy seguro de que ha sido muy persuasiva. —Negó con la cabeza y preguntó—: ¿Y qué vas a hacer?

—Le he dicho que reflexionaría y eso he hecho. Pero creo que la pregunta es ¿qué vas a hacer tú?

—Deja que yo me ocupe del tema. Cuando recibí tu citación, estaba a punto de reunirme con ella.

—Si descubro que utilizas tu posición en la agencia para conseguir tus objetivos personales no tendré piedad contigo.

La expresión de Eldridge era seria y amenazadora.

—No esperaría menos de ti —le aseguró Marcus.

—¿Cómo va el asunto del diario?

—Estoy haciendo progresos, pero el camino es lento.

Eldridge asintió.

—Tranquilízala. Si vuelve a acudir a mí, no tendré más remedio que aceptar su petición. Y, la verdad, sería lamentable, dado que estás haciendo progresos.

Marcus frunció los labios y se decidió a decir lo que pensaba.

—Supongo que Avery ya te ha contado lo que ha pasado esta mañana.

—Por supuesto. Aunque me imagino que tú tienes algo más que añadir.

—He reflexionado mucho sobre la situación y hay algo que no encaja. El agresor conocía muy bien nuestros movimientos y parecía saberlo todo de antemano. Era evidente que ella se pondría en contacto con la agencia, considerando la implicación de su marido y la importancia del libro, pero la forma en que se ha escondido el asaltante y la ruta que había planeado para escapar… ¡Maldita sea, no hemos actuado con incompetencia! Y, sin embargo, él ha conseguido eludir a cuatro agentes sin apenas esfuerzo. Conocía las posiciones de nuestros hombres. ¿Y cómo sabía de la existencia del diario de Hawthorne…?

—¿Insinúas que puede haber algún traidor entre nosotros?

—¿Qué otra explicación podría haber?

—Confío en mis hombres, Westfield. Si no fuera así, la agencia no podría existir.

—Sólo te pido que tengas en cuenta esa posibilidad.

Eldridge arqueó una de sus cejas grises.

—¿Avery? ¿Los escoltas? ¿En quién puedes confiar? —preguntó el veterano con impaciencia.

—Avery siempre ha demostrado un cariño evidente hacia lady Hawthorne. Así que, en este momento, yo sólo puedo confiar en ti, en Avery y en mí mismo.

—En ese caso, no puedo aceptar la petición de lady Hawthorne, ¿verdad? —Eldridge se pellizcó el puente de la nariz y suspiró con cierto cansancio—. Déjame pensar en quién puede saber algo acerca del diario de Hawthorne. Vuelve mañana y seguiremos hablando.

Marcus negó con la cabeza en silenciosa conmiseración y se marchó, no sin antes echar un vistazo a los despachos vacíos. Bajó al vestíbulo y avanzó bajo sus altos techos y sus tenues lámparas de araña. De camino, se enfureció con Elizabeth por haber involucrado a Eldridge, pero se le pasó en seguida. Jamás lo habría hecho si no hubiera sentido una imperiosa necesidad. Estaba afectada por lo que había vivido durante la tarde y, por un momento, había olvidado su increíble orgullo. Marcus estaba convencido de haber abierto una grieta en su armadura. Y esperaba desposeerla de su caparazón cuanto antes para volver a disfrutar de la mujer vulnerable que se escondía en su interior.

—Hacía años que no te veía tan guapa —dijo Margaret, mientras esbozaba una dulce sonrisa, coronada por sus encantadores hoyuelos—. Esta noche estás radiante.

Elizabeth se sonrojó y ahuecó la pálida seda azul de su falda. Parecía extasiada. No había otra forma de describir su aspecto.

—Eres tú quien está radiante. Todas las mujeres de la fiesta palidecen al compararse contigo. El embarazo te sienta muy bien.

Margaret se llevó la mano al vientre para cubrir la ligera protuberancia que asomaba por debajo de su holgado corsé.

—Me alegro mucho de que te esfuerces por hacer vida social y dejarte ver. El paseo que has dado hoy a caballo por el parque ha hecho maravillas con tu piel. William está preocupado por esos guapísimos escoltas que has contratado, pero yo ya le he explicado lo difícil que debe ser para ti salir adelante sola después de la muerte de tu marido.

Elizabeth se mordió el labio inferior.

—Sí —concedió con suavidad—, no es fácil.

Justo en ese momento notó cómo se le erizaba el vello de la nuca. Y no necesitaba darse la vuelta para descubrir el motivo.

Marcus había llegado y no quería enfrentarse a él. Su sangre todavía estaba en ebullición después del placer que le había hecho sentir aquella tarde, y estaba segura de que su estado no pasaría desapercibido para un hombre tan observador como él.

Margaret se acercó a ella un poco más.

—¡Cielos! La forma en que te mira lord Westfield podría provocar un incendio. Has tenido suerte de que William haya decidido no venir esta noche. ¿Te imaginas lo que podría haber pasado si hubiera venido? Estoy segura de que habrían llegado a las manos. Tendrías que haber oído a Westfield cuando afirmó que era capaz de correr el riesgo de morir en un duelo por ti. Todas las mujeres de Londres están muertas de envidia.

Elizabeth podía notar la fuerza de la mirada esmeralda desde la otra punta del salón atestado de invitados. Se estremeció. Sus sentidos estaban en completa armonía con los del hombre que se aproximaba a ella, implacable.

—Aquí viene. —Margaret arqueó una de sus cejas cobrizas—. Los chismosos se van a volver locos. Después del enfrentamiento que tuvo con William en Moreland, esto será como echar más leña al fuego. —La voz de su cuñada se silenció de repente.

—Lady Barclay —ronroneó la aterciopelada voz de Marcus, que se había inclinado sobre la mano que le ofrecía Margaret. De forma deliberada, rozó con su hombro el brazo de Elizabeth y a ella se le puso la piel de gallina.

—Lord Westfield, es un placer.

Marcus se volvió y la intensidad de su mirada la dejó sin aliento. Cielo santo. Tenía aspecto de querer levantarle las faldas en cualquier momento. Vestía una casaca y unos calzones de color azul marino y su gallardía era tal que reducía a la insignificancia a los demás hombres de la sala.

—Lady Hawthorne.

Cogió la mano que ella había dejado colgar inerte y la levantó para posar sus labios sobre ella. El beso que le dio distaba mucho de ser casto. La humedad de su boca traspasó el guante de Elizabeth, mientras le acariciaba la palma de la mano con los dedos.

Ella se sintió excitada y abrumada: necesitaba que esos dedos recorrieran todo su cuerpo por las mismas sendas que habían descubierto hacía sólo unas horas atrás. Marcus la observó con una sonrisa cómplice en los labios, consciente de su reacción.

—Lord Westfield.

Elizabeth intentó retirar su mano, pero él no la soltó. Un aleteo en el estómago empezó a ponerla nerviosa, mientras él le acariciaba la palma de la mano con suavidad.

Entonces su excelencia, la duquesa viuda de Ravensend, anunció el comienzo del musical, y todos los invitados abandonaron la sala de recepción para internarse en el salón de baile, donde las sillas estaban dispuestas en semicírculo frente a los músicos. Marcus posó la mano de Elizabeth sobre su brazo y la dirigió al vestíbulo apartándose del grupo de forma deliberada.

—El hombre consiguió escapar —dijo cuando sólo ella podía escucharlo.

Ella asintió sin sorprenderse.

Entonces él se detuvo y se volvió hacia ella.

—Tendremos que dedicar más recursos a tu protección y no pienso dejar que sea otro quien se encargue de la misión. Así que tu visita a Eldridge de esta tarde no ha servido para nada.

—Este lío no va a beneficiarnos a ninguno de los dos.

Marcus levantó la mano para tocarle la cara, pero ella retrocedió con rapidez.

—¿Has olvidado las buenas formas? —le regañó ella, mientras lanzaba una mirada precavida alrededor del vestíbulo.

Marcus sólo tuvo que hacer un gesto de advertencia al lacayo para que desapareciera de allí a toda prisa. Entonces, volvió a centrar en ella toda su atención.

—¿Y tú has olvidado las normas?

—¿Qué normas?

Él entrecerró sus ojos y ella dio otro paso atrás.

—Aún percibo tu sabor en mis labios, Elizabeth. Todavía puedo sentir el sedoso abrazo de tu sexo alrededor de mi miembro, y el placer que me has provocado me hace hervir la sangre. Mis normas no han cambiado desde la tarde: puedo poseerte de la forma y en el momento en que lo desee.

—Vete al infierno.

Elizabeth se tambaleó hacia atrás con el corazón acelerado y una intensa presión en el pecho, pero la pared impidió que escapara.

Él ocupó el espacio que los separaba y la envolvió con su olor intenso y cálido. La música que había empezado a sonar hizo que Elizabeth dirigiera su atención hacia el salón de baile. Un instante después, Marcus se había situado justo delante de ella.

—¿Por qué insistes en arrastrarnos a ambos a la locura? —preguntó él con brusquedad.

Ella se llevó la mano al cuello y tocó con nerviosismo las perlas que adornaban su garganta.

—¿Y qué puedo hacer para satisfacerte? —le preguntó Elizabeth con descaro—. Seguro que hay algo que pueda hacer o decir que apacigüe tu ansiedad.

—Ya sabes lo que puedes hacer.

Elizabeth tragó saliva y lo miró a los ojos. Era tan alto y sus hombros eran tan anchos que se sentía empequeñecida. Pero eso no le daba miedo. En realidad, sólo a su lado tenía la impresión de estar a salvo de verdad. Pero en el fondo de su ser, había un frío y solitario lugar, cuya existencia prefería olvidar, y que le provocaba un miedo atroz. Y, sin embargo, Marcus no tenía incertidumbres. Allí estaba, condenadamente seguro y predador. Los libertinos nunca sentían esa clase de cosas; vivían protegidos por la certeza de su innegable encanto y su atractivo. Elizabeth pensó que a ella también le hubiera gustado poder presumir de una sexualidad tan dominante.

Entonces, de repente, comprendió la solución a su dilema y en sus labios se dibujó una sonrisa. ¿Cómo podía haber pasado por alto algo tan evidente? Se había mostrado insegura y confundida, no sabía cómo afrontar aquel arrollador ataque sensual. Pero ella había crecido rodeada de hombres expertos en manejar aquellas situaciones. Sólo debía limitarse a actuar como William, su padre o, incluso, el propio Marcus.

—Está bien. Puedes reunirte conmigo en la casa de soltero de Chesterfield Hall; allí tendrás tu polvo.

La palabra vulgar tropezó por su lengua y Elizabeth levantó la barbilla para esconder su incomodidad.

Marcus parpadeó.

—¿Perdona?

Ella arqueó una ceja.

—¿No es eso lo que puedo hacer? Abrir las piernas hasta que hayas saciado tu lujuria. Después te cansarás de mí y me dejarás en paz.

El mero acto de pronunciar aquellas palabras volvía a enardecer el fuego de sus venas. Una ráfaga de imágenes de aquella tarde pasaron por su mente y Elizabeth se mordió el labio inferior para reprimir la repentina oleada de deseo que se había desatado en su interior.

La desesperada expresión del rostro de Marcus se suavizó.

—Dios, cuando lo dices de esta manera… —Frunció el cejo con tristeza—. A veces debo de parecerte un auténtico ogro. No consigo recordar cuándo fue la última vez que me sentí tan humillado.

La sombra de una sonrisa asomó a los labios de Elizabeth. Dio un paso hacia él y posó su mano sobre los intrincados bordados de seda de su chaleco para después dejarla resbalar hacia abajo y acariciar su musculoso estómago. Un hormigueo atravesó su guante para recorrerle la piel y recordarle el delicado equilibrio del poder.

Marcus agarró sus dedos exploradores y estiró de ella. Agachó su cabeza para mirarla a los ojos y negó con la cabeza.

—Supongo que se te ha ocurrido alguna maldad.

—En absoluto —murmuró ella mientras le acariciaba la palma de la mano con sus dedos y observaba cómo la mirada de Marcus se oscurecía—, sólo pretendo darte lo que quieres. No irás a quejarte ahora, ¿verdad?

—Hummm. ¿Esta noche, dices?

Ella abrió los ojos como platos.

—Cielo santo. ¿Otra vez hoy?

Marcus se rió y se relajó con una sonrisa que la dejó sin respiración. El cambio que operó en él fue sorprendente. La salvaje arrogancia de su rostro había desaparecido y ahora podía descubrir en él un encanto juvenil al que se le antojó muy difícil resistirse.

—Muy bien. —Marcus dio un paso atrás y le ofreció el brazo—. Estás en lo cierto. No pienso quejarme.