Marcus esperó en lujuriosa agonía mientras Elizabeth abría sus labios y se inclinaba hacia delante para meterse su miembro en la boca. Cuando ella empezó a abrasarlo con su húmedo calor, él soltó el aliento por entre los dientes, sus rodillas se aflojaron y se agarró con fuerza al respaldo de la silla, con la mano que tenía libre, para mantenerse en pie.
Ella se separó de él con una expresión horrorizada en los ojos.
—¿Te he hecho daño?
Marcus, incapaz de hablar, se apresuró a negar con la cabeza. Elizabeth tragó saliva con fuerza y la erección de Marcus dio un respingo entre sus manos. Entonces ella se lamió el labio inferior y lo intentó de nuevo, esta vez envolviendo el glande entero.
—Chúpame —jadeó él, mientras inclinaba la cabeza hacia delante para poder ver cómo las mejillas de Elizabeth se hundían al succionar con suavidad. Sus piernas empezaron a temblar y dejó escapar un rugido grave y torturado.
Estimulada por los jadeos de Marcus, ella aumentó la profundidad y empezó a girar la lengua en tentativa exploración. Tenía la boca abierta por completo, para acomodarse a su grosor. Esa imagen era más que suficiente para eliminar de su cerebro cualquier pensamiento racional.
—Me voy a mover —espetó Marcus—. No te asustes.
Sus caderas empezaron a balancearse hacia delante para entrar cada vez más en la boca de Elizabeth, mediante suaves y profundas embestidas. Ella abrió los ojos un poco más, pero no se retiró ni protestó, al contrario, le respondió con una constante disminución de sus dudas.
Marcus, convencido de que había recibido su recompensa y de que, por fin, había conseguido realizar su mayor deseo, sintió temor al ver que era Elizabeth quien le daba tanto placer.
—Dios, Elizabeth…
Liberó su miembro y metió su mano por entre sus piernas para acariciar los pliegues abiertos de su sexo. Elizabeth gimió y él la acarició con más intensidad; se esforzó en concentrarse en ella para retener su inminente descarga. Empapada y caliente, ella se fundía entre sus dedos. La sensación era fantástica, su interior era de puro satén, y Marcus apretó los dientes al deslizar un dedo en su interior. Estaba tan firme que no pudo evitar pensar en lo acogedor que resultaría para él. Una punzada de dolor en el pecho anticipó la contracción de sus testículos, henchidos y pesados. Dio un paso atrás con sus temblorosas piernas y su erección salió de la boca de Elizabeth con un golpe suave y húmedo.
Ella movió un poco la mandíbula y se pasó la lengua por los labios. Sus ojos violeta se oscurecieron interrogantes.
Entonces Marcus se dirigió a ella con la voz entrecortada:
—Ya ha llegado la hora.
Elizabeth se estremeció. Marcus siempre la había mirado como si fuera un banquete servido ante un hombre hambriento. Pero en aquel momento advirtió en sus ojos una expresión desesperada. La punta de su erección goteaba mucho y ella tragó saliva y percibió el sabor de Marcus en su lengua.
La sensación había sido muy distinta a la que esperaba. Elizabeth creía haber superado la inocencia de una doncella virginal, pero se estaba dando cuenta de que, hasta entonces, había vivido equivocada. Siempre había pensado que aquellas gruesas e intrincadas venas que se deslizaban por su erección tendrían una textura dura y con relieve. Sin embargo, su piel era tan suave como la mejor de las sedas, y se había deslizado por su boca con un ritmo que había provocado pulsaciones rítmicas entre sus piernas.
Lo que acababan de hacer no tenía nada que ver con lo que ella había imaginado, en absoluto. Lejos de sentirse utilizada, como mero receptáculo de la lujuria de Marcus, lo había devastado. Lo podía percibir en su forma de temblar y en el trémulo sonido de su voz. Había mucho poder en el acto de poseer a un hombre.
—Suéltame —le ordenó ella, sin aliento y deseosa de saber hasta dónde podían llegar.
Marcus negó con la cabeza y empujó el respaldo de la silla hacia atrás hasta que quedó apoyada sobre las patas de atrás, contra la pared cubierta de papel damasco. Elizabeth gritó al sentir la falta de equilibrio y, entonces, comprendió sus intenciones. Al mover la silla, conseguía un ángulo perfecto y su sexo abierto quedaba a merced de su erección. La sonrisa de Marcus, rebosante de traviesas promesas, la dejó sin aliento. Con la mano, presionó su erección contra ella al tiempo que flexionaba las rodillas para posarse sobre sus piernas. Luego acarició su abertura y la recubrió con una capa de líquido preseminal que goteaba de su acalorado glande.
Elizabeth fue incapaz de reprimir un quejido de anticipación. Aquella descarada y deliberada provocación la hacía sudar y jadear en busca de aliento. Ignoró la voz de su conciencia, que la instaba a oponer resistencia, y eligió disfrutar de él, aunque fuera sólo por aquella vez.
—¿Te duelen los brazos? —le preguntó Marcus, sin dejar de moverse y de empaparla con la evidencia de su excitación.
—Eres tú quien me hace daño.
—¿Quieres que pare? —Elizabeth supo en seguida, por el tono de su voz, que esa idea le parecía un martirio.
—Si paras te mato.
Marcus rugió, se colocó en posición y la penetró hasta lo más hondo, internándose en ella con una determinación implacable. Elizabeth se retorció ante la invasión; el tamaño de Marcus era demasiado grande para esa zona de su cuerpo que hacía mucho que no utilizaba. El glande de Marcus la acarició por dentro, la ensanchó, y la estimuló mucho mejor de lo que lo habían hecho sus mágicos dedos.
Entonces él gimió y se internó en ella más todavía, mientras apoyaba ambas manos en la pared.
—Oh, Dios. —Se estremeció Marcus—. Estás tan ardiente como el infierno y estrecha como un puño.
—Marcus… —sollozó ella.
Había algo muy erótico en la forma en que la poseía, medio vestido y con las botas puestas. Elizabeth debería haberse ofendido, pero no lo hizo. Se había pasado todos aquellos años consolando a las mujeres que su padre rechazaba y aguantando los chismorreos de damas desilusionadas por la inconstancia de Marcus. ¿Cómo era posible que no se hubieran dado cuenta del poder que tenían? Marcus había estado a punto de matar a un hombre con sus propias manos y, sin embargo, en aquel momento estaba allí, ante ella, vulnerable y necesitado.
Entonces él retrocedió y agachó la cabeza.
—Mira cómo te follo, Elizabeth.
Sus poderosos muslos se flexionaron bajo sus calzones mientras se volvía a internar en ella. Embelesada, clavó los ojos en el grueso y orgulloso miembro, cubierto por sus fluidos, y observó cómo se retiraba para enterrarse de nuevo con dolorosa lentitud.
Le dolían los brazos, tenía las piernas abiertas de par en par y se le estaba empezando a entumecer el coxis por soportar todo el peso de su cuerpo, pero no reparaba en ello. Nada importaba, más allá del vértice de sus piernas y el hombre que allí se había anclado.
—Esto es confianza —dijo él mientras empezaba a embestirla con un ritmo preciso y constante.
«Confianza». Algunas lágrimas resbalaron por sus mejillas mientras él seguía con su divino tormento; su habilidad era innegable. Sabía cómo y dónde tenía que acariciarla, y se agachaba para frotar su miembro en el lugar exacto para volverla loca de placer. Elizabeth gemía y suplicaba, le ardía la sangre y tenía los pezones tan erectos que le dolían.
—Por favor…
Marcus también jadeaba y su pecho se agitaba con tanta fuerza que el sudor de su pelo goteaba sobre el rostro de Elizabeth. Ella estaba henchida y su corazón latía con fuerza.
—Sí —rugió él—. Ahora.
Deslizó una mano entre sus piernas y la acarició con suavidad. Como si de un muelle constreñido se tratara, Elizabeth se liberó y dejó escapar un grito agudo. Su cabeza cayó hacia atrás y él empezó a trazar una serie de lentas y profundas embestidas para succionar todo su placer: Elizabeth estaba tensa, sin aliento y llorosa debajo de él.
—No puedo más… —protestó ella, incapaz de aguantar un solo momento.
Él la penetró hasta lo más hondo y se quedó quieto para que las remitentes oleadas del orgasmo de Elizabeth masajearan su miembro. Inspiró con fuerza y, entonces, empezó a estremecerse con tanta intensidad que la silla golpeó contra la pared. Un largo, grave y desgarrador sonido salió de sus labios como un rugido, mientras su sexo se estremecía en el interior de Elizabeth y vertía su semilla dentro de ella.
Por fin, jadeó y se mantuvo inmóvil. Ladeó la cabeza y la miró a los ojos. La genuina confusión que brillaba en sus intensos ojos esmeralda la relajaron mientras se abandonaba a su propia devastación.
—Demasiado rápido —murmuró Marcus.
Despegó una de las manos de la pared y la cogió de la mejilla para deslizar el pulgar por encima de su pómulo.
—¿Estás loco? —Elizabeth tragó con fuerza para suavizar su voz entrecortada.
—Sí.
Marcus se retiró con lentitud y cuidado, y, aún así, ella esbozó una mueca al notar la pérdida. Luego, y con extrema delicadeza, liberó sus piernas de los reposabrazos de la silla y la ayudó a ponerse de pie. Elizabeth, muy debilitada, se desplomó contra él. Marcus la cogió en brazos y la llevó hasta la cama.
Luego se tumbó junto a ella, desató sus manos y le masajeó los hombros y los brazos para aliviar su hormigueo, cuando la sangre volvió a circular con libertad. Entonces posó la mano sobre el lazo que ella llevaba atado al cuello.
Elizabeth se apartó.
—Me tengo que ir.
Marcus se rió y se sentó a su lado. Se agachó para quitarse las botas, sacó el cuchillo que llevaba escondido y lo dejó en la mesita de noche.
—Estás exhausta y apenas puedes caminar. No estás en condiciones de montar a caballo.
Elizabeth pasó una mano por la espalda de Marcus y con un dedo curioso rodeó la cicatriz de bala que embrutecía su sólido cuerpo. Él volvió la cabeza y le besó las yemas de los dedos con un gesto tan tierno que Elizabeth se sorprendió. Entonces él se levantó para quitarse los pantalones y ella apartó su mirada porque su imagen volvía a hacerla arder por dentro. Desvió los ojos hacia la ventana, donde se intuía el cielo de la tarde, medio escondido tras las cortinas de gasa.
—Mírame —dijo él con brusquedad: una súplica escondida tras una seca orden.
—No.
—Elizabeth no tienes por qué avergonzarte de desearme.
En los labios de Elizabeth se dibujó una sonrisa triste.
—Claro que no. Todas las mujeres te desean.
—Yo no pienso en las otras mujeres, y tú tampoco deberías. —La observó exasperado, como si fuera una niña obstinada—. Mírame, por favor.
Elizabeth volvió la cabeza muy despacio; tenía el corazón acelerado. El ancho torso de Marcus se estrechaba hasta llegar a su estómago firme, a sus esbeltas caderas, y a sus largas y poderosas piernas. Marcus Ashford era la perfección personificada y las cicatrices que desdibujaban su torso sólo servían para recordarle al mundo que era humano y no un dios de la antigüedad.
Intentó no bajar sus ojos, pero fue incapaz. La impresionante erección de Marcus, larga y gruesa, la hizo tragar saliva.
—Cielos. ¿Cómo puedes…? Sigues estando…
Él esbozó una sonrisa traviesa.
—¿Preparado para el sexo?
—Yo estoy exhausta —se quejó ella.
Marcus tiró del lazo que llevaba al cuello aprovechando que ella se había distraído con su miembro, y le quitó la camisa por encima de la cabeza.
—No tendrás que hacer nada.
Pero cuando alargó su brazo en busca de la siguiente prenda, ella golpeó su mano; necesitaba conservar alguna barrera entre ellos por fina que fuera.
Marcus fue hasta la esquina de la habitación con despreocupada tranquilidad y desapareció tras el biombo para volver a emerger, un segundo después, con un paño húmedo en la mano. La empujó con suavidad para recostarla sobre las almohadas y estiró su mano para tomarla por la rodilla, pero Elizabeth se apartó.
—Es un poco tarde para el pudor, ¿no te parece, querida?
—¿Qué pretendes hacer?
—Si me dejas, te lo enseñaré.
Elizabeth lo pensó un momento. Anticipaba sus intenciones y no estaba del todo segura de poder compartir con él aquel nivel de intimidad.
—Mi cuerpo ha estado dentro del tuyo. —Su tono era grave y seductor—. ¿No puedes confiar en mí para que te limpie?
La provocación que destilaba su voz acabó por convencerla. Se tumbó boca arriba y abrió las piernas con aire desafiante. La sonrisa ladeada de Marcus la hizo sonrojar.
Entonces deslizó el paño húmedo por entre sus rizos para luego separar sus pliegues con respeto y limpiarle todos los rincones. Elizabeth estaba irritada y agradeció tanto la sensación de frialdad en su piel que dejó escapar un delicado gemido de placer. Se obligó a relajarse, cerrar los ojos y eliminar la tensión que la proximidad de Marcus le había provocado. Cuando estaba a punto de quedarse dormida, se incorporó y profirió un grito de sorpresa al notar una oleada de calor líquido que empapaba su sexo.
Recorrió su torso con los ojos abiertos como platos hasta que se encontró con la lujuriosa sonrisa de Marcus.
—¿Acabas de lamerme?
—Oh, sí. —Tiró el paño en la alfombra con despreocupación y gateó sobre ella con una mirada libidinosa—. Ya veo que te he escandalizado. Creo que hoy ya has sufrido suficiente y te concederé un pequeño aplazamiento. Pero será mejor que estés preparada para aceptar mis futuras atenciones como mejor me parezca.
Elizabeth se estremeció al contacto con su pecho velludo que rozaba la fina tela que cubría sus pezones, y se hundió un poco más en los almohadones, abrumada por la poderosa intensidad de su presencia.
Había conocido antes la sensación de tener el cuerpo de un hombre encima, pero los sentimientos que la atravesaban en ese momento eran nuevos y escalofriantes. Ella siempre había aceptado a Hawthorne en su cama, como era su deber, y apreciaba tanto su rapidez como su atento trato. Y, al margen de la primera vez, un poco dolorosa, el sexo nunca había resultado una experiencia desagradable. Su marido era silencioso, limpio y cuidadoso, y nunca se había comportado de forma salvaje y primitiva, como había hecho Marcus. Nunca le había provocado aquella turbadora necesidad y ese deseo embriagador. Nunca le había generado aquella cegadora oleada de placer que la había dejado saciada por completo.
—Despacio —murmuró él contra su cuello, cuando ella empezó a frotarse con impaciencia contra él.
El cuerpo de su marido siempre había sido un misterio para ella. Elizabeth no veía más que una silueta oscura que se colaba en su habitación, al abrigo de la oscuridad, y notaba una cálida mano que le subía el camisón. Marcus le había pedido que lo mirara, quería que ella lo conociera y viera tal como era, en todo su esplendor. Desnudo tenía una apariencia magnífica, que bastaba para que ella se humedeciera.
Pero se negaba a ser la única que acabara temblorosa después de aquel encuentro.
—Dime lo que te gusta, Marcus.
—Tócame. Quiero sentir tus manos sobre mi piel.
Los dedos de Elizabeth se pasearon por su espalda, recorrieron sus brazos y descubrieron, a su paso, cicatrices y músculos tan firmes que parecían esculpidos en piedra. Marcus gemía cuando ella descubría sus zonas más sensibles y la animaba a detenerse en ellas. El físico de Marcus era un muestrario de texturas: suave y duro, velloso y terso. Él cerró los ojos mientras sujetaba el peso de su cuerpo, con los brazos por encima de Elizabeth, y dejó que ella lo explorara a su ritmo. La rígida longitud de su erección palpitaba contra sus muslos y la cálida humedad que ella vertía le dejaba entrever lo mucho que disfrutaba de su reconocimiento tierno e inexperto.
Aquello era poder.
Ronroneó y agachó la cabeza para que su sedoso pelo resbalara por entre los pechos de Elizabeth y ella se embriagara del aroma que desprendía.
—Tócame la verga —le ordenó con brusquedad.
Entonces ella inspiró para reunir valor y deslizó sus manos entre sus piernas. Acarició el sedoso miembro y se sorprendió de su rigidez y de cómo cabeceaba al notar sus caricias. Era evidente que él disfrutaba porque sus mejillas se enardecieron y separó los labios para gemir. Entonces Elizabeth se animó y empezó a experimentar. Alternó sus caricias: firmes y suaves, rápidas y juguetonas; intentaba encontrar algún ritmo que lo volviera loco.
—¿Me deseas? —le preguntó Marcus y le cubrió la mano con la suya para detenerla. Ella frunció el cejo, confundida, y él dejó resbalar sus dedos por su cuerpo para agarrarla de la rodilla y abrirle las piernas.
—Me sorprende que un libertino como tú sienta la necesidad de preguntarlo —contestó ella, negándose a rendirse como él le pedía.
Marcus la penetró sin previo aviso y se deslizó entre sus hinchados pliegues hasta que ya no pudo llegar más lejos.
Ella gimió desconcertada y lo miró a los ojos con expresión de asombro. No sabía si podría llegar a aceptar algún día que fuera lícito hacer el amor a plena luz del día. Marcus la inmovilizó con sus caderas y estiró de las cintas de su camisola para bajársela hasta la cintura.
—¿Crees que puedes levantar barreras entre nosotros con palabras y prendas de ropa? —le preguntó con aspereza—. Cada vez que lo intentes te poseeré de este modo y me convertiré en parte de ti para que tus esfuerzos no sirvan de nada.
Elizabeth no podía esconderse ni huir.
—Ésta será la última vez —prometió ella.
¿Cómo había permitido que se le acercara tanto un hombre cuya belleza y encanto siempre la habían debilitado? Pero, entonces, él agachó la cabeza y la besó con un apetito voraz. Luego la agarró de las caderas con un movimiento posesivo y brusco, la inmovilizó mientras se retiraba y la embistió de nuevo, y ambos se estremecieron al mismo tiempo y compartieron aquella exquisita excitación.
Elizabeth empezó a contonearse, asombrada de lo mucho que se había dilatado su cuerpo para que él se encontrara aún más cómodo. Resultaba increíble sentir la dureza de Marcus en su interior. La llenaba por completo y le provocaba una sensación de conexión tan profunda que le cortaba la respiración.
—Elizabeth. —La voz de Marcus era intensamente sexual. Y, mientras hablaba, deslizaba sus brazos por debajo de su cuerpo para pegarla a él en un abrazo sensual. Cuando la tuvo bien asida, le frotó el cuello con su nariz y le susurró—: No pienso dejar que te libres de mí hasta que me haya saciado del todo.
Y, después de aquella siniestra amenaza, se empezó a mover dibujando un sinuoso balanceo con su cuerpo, que entraba y salía del suyo sin parar.
—¡Oh! —exclamó ella cuando empezó a percibir las sensaciones que se multiplicaban tras cada movimiento. Elizabeth hubiera querido negarle su placer, quedarse allí tendida e inmóvil e impedirle lo que tanto deseaba, pero le era imposible. Marcus era capaz de fundirla con sólo una de sus ardientes miradas. «Follar» con él, como se refería él a lo que hacían de ese modo tan salvaje, era algo a lo que era incapaz de resistirse.
Elizabeth intentó aumentar el ritmo rodeándole la cadera con sus piernas, agarrando sus nalgas con las manos y empujándolo hacia su interior, pero él era demasiado fuerte y estaba demasiado decidido a hacer las cosas a su manera.
—Fóllame —jadeó ella, en un intento de recuperar el control robándole parte del suyo—. Más rápido.
Marcus rugió mientras ella se contoneaba y le dijo con una voz teñida de placer:
—Sabía que contigo sería así.
Elizabeth le clavó las uñas en la espalda, excitada cada vez más al sentir la húmeda piel de Marcus contra la suya y su cálido aliento envolviéndola por completo. En ese momento, él perdió un poco el control y se enterró en ella con fuerza y hasta lo más profundo. Ella encogió los dedos de sus pies y una ráfaga de calor líquido recorrió sus venas, se amontonó en el centro de su pasión y la hizo convulsionarse hasta estallar en un clímax. El cuerpo de Elizabeth se estremeció alrededor de su latente erección y, a la vez que gritaba su nombre, se aferró a su torso como si fuera la única ancla en aquel torbellino de increíbles sensaciones.
Y Marcus resistió, empapado en sudor; el calor manaba de su cuerpo por todos los poros de su piel. El nombre de Elizabeth escapó de su boca mientras se vaciaba en su interior y dejaba en ella la marca de su posesión.
Ella cerró los ojos y lloró.
Le pesaba todo el cuerpo. Tuvo que esforzarse para volver la cabeza y contemplar a Marcus, que dormía junto a ella. Sus pestañas negras y largas proyectaban apacibles sombras sobre sus mejillas y, en reposo, la austera belleza de sus rasgos se dulcificaba.
Consiguió deshacerse del pesado brazo de Marcus, que reposaba sobre su pecho, y tumbarse de lado. Se apoyó sobre un codo y lo observó en silencio. La hermosura y el esplendor que proyectaba al dormir eran tan magníficos que apenas podía respirar.
Deslizó un dedo muy despacio por encima de la generosa curva de su boca, luego siguió por sus cejas y resiguió la longitud de su mandíbula. Entonces Elizabeth gritó, asustadiza, cuando el brazo de Marcus se tensó y tiró de su cuerpo para colocarlo encima de él.
—¿Qué cree que está haciendo, milady? —le dijo, arrastrando las palabras con cierta pereza.
Ella se alejó de él y se sentó al borde de la cama, mientras respiraba para conseguir un tono despreocupado que estaba segura que debía transmitir.
—¿No es éste el momento en que los amantes se separan?
Necesitaba pensar y, si él estaba tumbado a su lado, desnudo, no podía.
—No tienes por qué irte. —Marcus se recostó sobre un almohadón y dio unas palmaditas en el espacio que había quedado libre, junto a él—. Vuelve a la cama.
—No. —Elizabeth se levantó del colchón y recogió su ropa—. Estoy irritada y cansada.
Cuando se dio la vuelta, Marcus alargó el brazo y estiró de ella.
—Elizabeth. Podemos echar una siesta y después tomar el té. Luego te dejaré marchar.
—Es imposible, Marcus —murmuró ella, sin mirarlo—. Debo irme. Quiero darme un baño caliente.
Él le acarició el brazo y esbozó una sonrisa juguetona.
—Puedes hacerlo aquí. Yo te enjabonaré.
Elizabeth se levantó y se puso las medias, pero le costaba tensar las cintas de sus ligas. Marcus se levantó de la cama, sin importarle su propia desnudez, se acercó a ella y le apartó los dedos.
Ella se dio media vuelta con el rostro sonrojado. «Dios mío, ¡qué guapo!» Cada parte de su cuerpo era perfecta. Sus músculos se doblegaban poderosos por debajo de su piel dorada. A pesar de haber saciado su deseo hacía tan sólo unos minutos, Elizabeth volvió a sentir crecer su lujuria.
Él la vistió con soltura: le ajustó las ligas y tensó sus cintas. Ella, celosa de la evidente experiencia que demostraba, esperó rígida hasta que él le dio la vuelta.
Marcus suspiró y la estrechó contra su pecho desnudo.
—Estás decidida a encerrarte en ti misma y no dejar que nadie se te acerque.
Ella apoyó la cabeza sobre su pecho durante un momento y su olor mezclado con el de sus propios fluidos la embriagó. Luego lo empujó.
—Ya te he dado lo que querías —replicó, irritada.
—Quiero más.
El estómago de Elizabeth se contrajo.
—Búscalo en otra parte.
Marcus se rió.
—Ahora que te he demostrado el placer que puedo darte, lo desearás; me desearás a mí. Por las noches, recordarás las caricias y la sensación de tenerme dentro de ti, y morirás por mí.
—Eres un engreído…
—No. —La cogió de la muñeca—. Yo también te desearé. Lo que ha ocurrido hoy aquí no es algo muy habitual y no lo encontrarás en cualquier parte, pero lo necesitarás.
Ella levantó su barbilla. Sentía odio ante esa idea que, muy en el fondo, sospechaba que era cierta.
—Soy libre para buscar donde me plazca.
Él la agarró con más fuerza.
—No, no lo eres. —Tiró de su mano y la posó sobre su descontrolada erección—. Cuando necesites esto, vendrás a mí. No dudes de que mataré a cualquier hombre que te ponga la mano encima.
—¿Y esa fidelidad impuesta es un camino de doble sentido? —Elizabeth contuvo la respiración.
—Por supuesto.
Marcus se mantuvo inmóvil durante un instante, como para reforzar aquel tenso silencio, antes de darse media vuelta para ir en busca de sus pantalones.
Elizabeth dejó escapar el aire que tenía en los pulmones con un suspiro de alivio y se sentó en el tocador para arreglarse el pelo. El rostro que la miraba desde el espejo tenía las mejillas sonrojadas, los labios hinchados y los ojos brillantes: no se parecía en nada a la mujer que había llegado a la casa esa misma mañana. El reflejo de Marcus le permitió observar cómo se vestía mientras se perdía en reflexiones acerca de lo que él le había dicho y se sentía estúpida por cómo había reaccionado. Él estaba más decidido a perseguirla ahora que antes de acostarse con ella.
Cuando estuvo lista, se levantó de prisa, demasiado rápido incluso, porque aún le temblaban las piernas y dio un traspié, pero Marcus estaba allí para rodearla con sus cálidos brazos de acero. Él también la había estado observando.
—¿Estás bien? —le preguntó con brusquedad—. ¿Te he hecho daño?
Ella lo rechazó con un gesto de su mano.
—No, no, estoy bien.
Marcus dio un paso atrás.
—Elizabeth, tenemos que hablar.
—¿Por qué? —Ahuecó su falda con nerviosismo.
—¡Maldición! Tú y yo, Elizabeth, acabamos de hacer el amor en esa cama. —La señaló con un impaciente gesto de barbilla—. Y en esa silla. Y en el suelo, dentro de un momento, si no dejas de fastidiarme.
—Hemos cometido un error —replicó ella con suavidad mientras una ráfaga de temor gélido le anudaba el estómago.
—Maldita seas. —La feroz mirada que le lanzó de reojo la hizo estremecer—. Juega a lo que quieras y entierra la cabeza en la arena, si lo deseas. De todos modos, me saldré con la mía.
—Yo no pretendía jugar a nada, Marcus.
Tragó saliva con fuerza y se dirigió a la puerta.
Él no hizo ningún movimiento para detenerla por lo que se sorprendió mucho cuando se dio media vuelta y lo encontró justo detrás de ella.
—No tengas miedo de lo que ha pasado hoy en el parque —murmuró Marcus en un tono encantador y meloso—. Yo te protegeré del peligro.
Ella cerró los ojos. De repente, la idea de irse ya no le parecía tan atractiva.
—Sé que lo harás.
—¿Dónde estarás esta noche?
—En la velada musical de los Dunsmore.
—Te veré allí.
Ella suspiró y se enfrentó a la decidida mirada de Marcus, que dejaba entrever su obstinada insistencia. No se olvidaría del tema.
Rozó los labios de Elizabeth con los suyos muy suavemente, antes de dar un paso atrás y ofrecerle el brazo. Recelosa de lo que percibía como una rendición demasiado fácil, ella apoyó la mano sobre él y dejó que la acompañara a la planta baja.
El mayordomo ya tenía el sombrero y sus guantes en la mano.
—Milord, ha venido el señor James.
—¿Está en el estudio? Excelente. Puedes retirarte.
Elizabeth escudriñó el rostro de Marcus mientras él le ponía el sombrero y le ataba los lazos con habilidad.
—Espero poder salir de aquí sin que nadie me vea.
Él acercó la boca a su oreja y le habló con un seductor susurro:
—Ya es tarde para eso. Los sirvientes nos están mirando y, muy pronto, todo Londres sabrá que somos amantes. Piensa que Avery se enterará, tanto si te ve como si no.
Elizabeth palideció. No había pensado en la inclinación de los sirvientes al chismorreo.
—Creía que un hombre con una vida secreta como la tuya se rodearía de asistentes más discretos.
—Así es. Sin embargo, yo mismo he sugerido que comenten la noticia a placer.
—¿Estás loco? —Elizabeth abrió los ojos como platos—. ¿Tiene algo que ver con las apuestas?
Marcus suspiró.
—Me ofendes, querida. No me gusta perder, pero jamás te utilizaría de una forma tan insensible.
—¿Perder? —exclamó boquiabierta—. ¡No puedo creer que hayas sido capaz!
—Claro que sí. —Marcus se encogió de hombros con despreocupación—. Sería una tontería por mi parte rechazar una apuesta cuyo resultado depende sólo de mis acciones.
Ella frunció el cejo.
—¿Y qué has apostado?
La sonrisa de Marcus detuvo el corazón de Elizabeth.
—¿Crees que voy a contártelo?
La tomó por el codo y la acompañó por el jardín trasero hasta la puerta lateral que conducía a los establos. La observó con seriedad mientras subía al caballo. Los dos escoltas armados esperaban a una distancia prudencial.
Marcus le hizo una breve reverencia.
—Hasta esta noche.
Elizabeth sintió su mirada clavada en la espalda hasta que dobló la esquina y se internó en la calle. En ese momento, supo que el dolor que sentía en el pecho, y que le dificultaba la respiración, empeoraría cuanto más tiempo pasara a su lado.
Y sabía muy bien cómo debía actuar al respecto.