Marcus oteó por entre las hojas de un arbusto con los dientes apretados y sintió cómo una gota de sudor se deslizaba por sus omóplatos. Elizabeth estaba de pie en el claro que se abría a escasos metros de él, con el diario de su marido entre sus minúsculas manos. La hierba se hundía bajo sus pies a cada paso que daba, y el aire, perfumado con el olor de la primavera, esta vez no conseguía relajarle.
Odiaba aquella situación, dejarla allí expuesta a la voluntad de quien fuera que estuviese interesado en el diario de Hawthorne. Cambió el peso del cuerpo de un pie a otro con nerviosismo y pensó que se moría de ganas de ir a buscarla: quería tranquilizarla y asumir esa pesada carga por ella.
Marcus había tenido muy poco tiempo para prepararse. Ella estaba rodeada de árboles, pero el lugar especificado dificultaba mucho la tarea de vigilancia. Había demasiados rincones donde esconderse. Avery y los escoltas, que estaban cerca de su posición y vigilaban los deteriorados caminos que conducían al emplazamiento, estaban camuflados. Él era incapaz de localizarlos, y ellos tampoco conocían su paradero; por un momento, Marcus se sintió desamparado. La paciencia no formaba parte de su naturaleza. ¿Por qué diablos estaba tardando tanto? Agarró la empuñadura de su espadín con ferocidad.
Aquélla era la misión más importante que le habían asignado jamás. Requería un buen uso de la mente y la calma imperturbable que había demostrado en sus anteriores cometidos. Pero, para su consternación, en aquel momento no hallaba forma alguna de relajarse. El fracaso nunca había sido una opción, pero en esa ocasión… se trataba de Elizabeth.
Entonces ella miró a su alrededor, como si lo buscara, como si percibiera su agitación. Marcus vio cómo se mordía el labio inferior y se le entrecortaba la respiración. Era una ocasión magnífica para poder observarla a su antojo. Estudió su imagen, cada detalle, desde la barbilla alzada que desafiaba al mundo, al nervioso tic que hacía que cambiara el diario de mano constantemente. Una brisa suave jugó con los rizos que colgaban sobre su nuca y dejó entrever una esbelta columna de piel blanca en su garganta. Marcus se distrajo un instante valorando el coraje que demostraba Elizabeth en esa situación y la urgencia feroz de protegerla que eso le provocaba, y no vio el cuerpo oscuro que se dejó caer del árbol hasta que fue demasiado tarde. Cuando comprendió lo que ocurría, se puso en pie con la sangre en ebullición.
El agresor tiró a Elizabeth al suelo y el diario salió despedido para aterrizar a escasos metros de donde estaban. Elizabeth gritó, pero su aullido fue sofocado con rapidez por el peso del hombre que tenía encima.
Marcus rugió con furia, se lanzó por encima de los arbustos, derribó al asaltante y le golpeó con los puños antes de que sus cuerpos rodaran por el suelo. Consiguió aturdirlo con un rápido puñetazo que aterrizó en el rostro del enmascarado. No podía pensar en otra cosa que en matar a cualquiera que amenazara a Elizabeth y siguió arremetiendo contra él como si estuviera poseído. Necesitaba aliviar el pavor que le había atenazado y rugía apremiado.
Elizabeth se había quedado inmóvil y observaba la escena con la boca abierta. Sabía que Marcus era un hombre de un físico poderoso, pero delante de ella siempre se había controlado y demostrado confianza en sí mismo. Ella había imaginado a aquel sinvergüenza manejando una espada o una pistola con temeraria arrogancia o burlándose de sus oponentes con alguna punzante afirmación, antes de poner fin al asunto con presteza y sin derramar ni una gota de sudor. Pero el Marcus que tenía ante sus ojos en aquel momento era una bestia vengativa, capaz de matar a un hombre con sus propias manos. Algo que, dada la situación, parecía desear con todas sus fuerzas.
Se puso de pie con los ojos abiertos como platos justo cuando él cogía al asaltante del cuello. Ese hombre era la única pista que tenían para comprender la importancia que revestían las páginas del diario de Nigel.
—¡No! ¡No le mates!
Cuando escuchó la voz de Elizabeth, Marcus aflojó las manos y la sed de sangre empezó a desvanecerse. Pero, a pesar de la increíble paliza que el conde le había propinado, el asaltante consiguió zafarse de él, le empujó y lo hizo caer de espaldas.
Él se dio media vuelta a toda prisa y se levantó preparado para volver a pelear, pero el agresor cogió el libro y salió a la carrera.
Un resplandor, el brillo del sol reflejado en el cañón de una pistola en la mano del hombre, fue advertencia suficiente. Marcus se levantó del suelo; su única meta era alcanzar a Elizabeth y protegerla de la amenaza. Pero no consiguió moverse con suficiente velocidad. El sonido de un disparo meció los árboles que los rodeaban. Marcus dejó escapar un grito de advertencia, se volvió, y cuando la vio se le paró el corazón.
Lady Hawthorne estaba de pie, junto a su montura, con el pelo revuelto por encima de sus hombros y de su mano extendida sobresalía el humeante cañón de un revólver.
Cuando comprendió el origen de la detonación, volvió la cabeza y observó, aturdido y asombrado, cómo el atacante se tambaleaba, intentaba ponerse en pie y olvidaba su pistola, que había salido despedida hasta la hierba cubierta de rocío. La mano izquierda del hombre colgaba flácida, el diario había caído y el hombre se alejaba, mientras presionaba la herida de su hombro con la mano izquierda. Luego se agachó y huyó, mascullando juramentos, por entre los árboles.
Marcus estaba conmocionado por cómo había ocurrido todo y se sorprendió al ver que Avery corría tras el agresor.
—Maldita sea —espetó furioso consigo mismo por haber dejado que la situación se complicara tanto.
Elizabeth le cogió del brazo.
—¿Estás herido? —le preguntó con la voz temblorosa. Su otra mano se posó en el torso de Westfield.
Él abrió los ojos como platos ante aquella evidente muestra de preocupación.
—Maldición, Marcus. ¿Estás herido? ¿Te ha hecho daño?
—No, no, estoy bien. ¿Qué diablos haces con eso?
Sus ojos, abiertos como platos, se clavaron en la pistola que ella todavía sostenía con la mano.
—Salvarte la vida. —Elizabeth se llevó la mano al corazón, dejó escapar un suspiro, y luego corrió a buscar el diario que seguía en el suelo—. Puedes darme las gracias cuando te recuperes.
Marcus estaba sentado en silencio en el salón de su casa de Londres. Se había quitado la casaca y el chaleco, y descansaba con los pies apoyados sobre la mesa, mientras observaba el juego de sombras que proyectaba la luz de la ventana sobre el decantador de brandy.
Afirmar que aquella mañana había sido un desastre era un eufemismo y, sin embargo, Elizabeth había conseguido conservar el diario y herir a su atacante. Marcus no estaba del todo sorprendido. Su amistad con William le había dado la oportunidad de comprender muchas cosas acerca de aquella familia.
Como su madre había muerto a causa de una enfermedad, Elizabeth había crecido junto a su padre y su hermano mayor: ambos famosos hedonistas. Las institutrices no acostumbraban a aguantar mucho a su servicio porque todas afirmaban que Elizabeth era una niña incorregible. Sin la tranquilizadora influencia de una mujer en la casa, aquella jovencita se había criado como una salvaje.
De niños, William siempre se había llevado a su hermana a todas partes: a montar por el campo, a trepar por los árboles, a disparar. Elizabeth había vivido felizmente ajena a las normas sociales que se suponía debían seguir las mujeres, hasta que debió aprenderlas en la escuela. Aquellos años de riguroso entrenamiento en conducta le habían facilitado las herramientas que empleaba para esconderse de él, pero a Marcus no le importaba. Él conseguiría descubrir hasta su último secreto.
El misterio del diario había demostrado ser más peligroso de lo que pensaban. Tendrían que tomar más medidas para garantizar la seguridad de Elizabeth.
—Gracias por dejar que me aseara aquí —susurró Elizabeth desde la puerta que conducía al dormitorio.
Había utilizado la que iba a ser su habitación, la de la señora de la casa. Cuando se volvió para mirarla, vio que ella tenía sus ojos fijos en las manos entrelazadas.
—Si hubiera vuelto a casa hecha un desastre, William se habría dado cuenta de que algo extraño ocurría.
Marcus la estudió a conciencia y se percató de que sus ojos estaban rodeados por sendos círculos oscuros. ¿Tenía, quizá, problemas para dormir? ¿Atormentaría él sus sueños tal como ella atormentaba los suyos?
—¿Tu familia no está en casa? —preguntó buscando a su alrededor como si fuera a encontrarlos—. ¿Lady Westfield? ¿Paul y Robert?
—Mi madre me escribió para comunicarme que el último experimento de Robert retrasará su regreso. Así que estamos solos.
—Oh —exclamó ella mientras se mordía el labio inferior.
—Elizabeth, este asunto se ha vuelto muy peligroso. Cuando el hombre que te atacó consiga recuperarse volverá a por ti. Y si tiene cómplices no esperarán.
Ella asintió.
—Soy muy consciente de la situación y estaré alerta.
—Eso no es suficiente. Debes estar vigilada día y noche. No quiero que tu escolta se limite al acompañamiento de dos agentes cuando sales de casa. Necesito que haya alguien contigo a todas horas, incluso cuando duermes.
—Eso es imposible. Si llevamos guardias a casa, William sospechará.
Marcus dejó el vaso en la mesa.
—Tu hermano es capaz de tomar sus propias decisiones. ¿Por qué no dejas que decida por sí mismo si quiere ayudarte?
Ella se llevó las manos a las caderas.
—Porque yo ya he tomado esa determinación. Él ya se ha librado de la maldita agencia y su mujer está embarazada. Me niego a arriesgar su vida y la felicidad de Margaret por nada.
—Tú no eres nada —rugió él.
—Piensa en lo que ha pasado hoy.
Marcus se puso de pie.
—No puedo dejar de pensar en ello. Es imposible sacármelo de la cabeza.
—Casi te matan.
—Eso no lo sabes.
—Yo estaba allí… —La voz de la joven se quebró. Entonces, se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
Marcus se movió con agilidad y le bloqueó el paso.
—Aún no hemos terminado de hablar, madame.
—Pero yo sí que he acabado de escucharte. —Intentó pasar por su lado, pero él le cerró el paso de nuevo—. Maldito seas, Marcus. Eres un arrogante.
Lady Hawthorne le golpeó el pecho con el dedo y él se lo agarró con la mano. Ella temblaba.
—Elizabeth…
Ella lo miró y él la vio pequeña y delicada, y sin embargo furiosamente formidable. El miedo había hecho un nido en lo más profundo de sus ojos y, cuando Marcus imaginó que podía resultar herida, se le hizo un nudo en el estómago y su corazón latía con tanta fuerza que parecía querer abalanzarse sobre ella.
—Eres una fiera —murmuró mientras la estrechaba entre sus brazos. Después de tocar la piel desnuda de su mano, tan suave como el satén, las yemas de sus dedos empezaron a hormiguearle. Con el pulgar encontró el pulso de Elizabeth en su muñeca, tan acelerado como el suyo—. Has sido muy valiente.
—Tus encantos no funcionarán conmigo.
—Lamento oírte decir eso. —La abrazó con más fuerza.
Ella resopló.
—A pesar de todo lo que te he dicho, ¡todavía intentas seducirme!
—¿Sólo lo intento? ¿Aún no lo he conseguido? —Entrelazó sus dedos con los de ella y se dio cuenta de que tenía la mano fría—. Entonces tendré que esforzarme más.
Los ojos violeta de Elizabeth brillaron amenazadores, pero él siempre había sentido debilidad por el peligro. Al menos, había conseguido que dejara de pensar en el asaltante. La mano de Elizabeth entró en calor con rapidez dentro de la suya. Pero Marcus tenía intención de calentarle también el resto del cuerpo.
—Ya te has esforzado suficiente.
Elizabeth dio un paso atrás.
Él la siguió y dirigió su retroceso hacia el dormitorio, contiguo a aquel salón privado.
—¿Las mujeres siempre se rinden a tus pies?
Westfield arqueó una ceja y contestó:
—No estoy seguro de qué respuesta debería darte.
—¿Qué tal si intentas decir la verdad?
—En ese caso, sí, así es.
Ella frunció el cejo.
Marcus se rió y le apretó los dedos.
—Ah… los celos siempre fueron la emoción que menos me costó provocar en ti.
—No estoy celosa. Cualquier mujer que te desee tiene mi bendición.
—Todavía no.
Marcus sonrió al ver que Elizabeth acentuaba su expresión. Se acercó un poco más a ella, deslizó sus manos unidas por detrás de su espalda y la atrajo hacia él.
Ella entornó los ojos.
—¿Qué te propones?
—Intento distraerte porque estás muy alterada.
—No es cierto.
Cuando él agachó su cabeza, Elizabeth separó los labios. Marcus percibió el olor a pólvora mezclado con su embriagador aroma a vainilla. A ella empezó a sudarle la palma de la mano y él la rozó con su nariz.
—Has estado magnífica. —Acercó su boca a la de Elizabeth y escuchó cómo ella suspiraba contra sus labios. Los mordió con suavidad—. Y, a pesar de que estás inquieta porque le has disparado a un hombre, no te arrepientes. Lo volverías a hacer. Por mí.
—Marcus…
Él rugió, perdido entre el sonido de su voz y el encanto de su sabor. Se le había tensado todo el cuerpo; tenerla tan cerca le hacía daño.
—Sí, ¿amor?
—No te deseo —dijo ella.
—Lo harás. —Y le selló la boca con sus labios.
Elizabeth se hundió en el sólido pecho de Marcus con un sollozo. No era justo que utilizara su poder para abrumarla; sólo tenía que tocarla, acariciarla y seducirla con su grave y aterciopelada voz y el suntuoso olor masculino que desprendía. Su mirada esmeralda la quemaba y entrecerró sus párpados, estimulada por un deseo que ella no había hecho nada para provocar.
Él rodeó su esbelta cintura con las manos, contra su voluntad, y recorrió con los dedos la longitud de su espalda.
—¿Por qué te comportas con tanta ternura? Eres terrible.
Marcus posó la frente moteada de sudor sobre la suya. Luego ronroneó y deslizó sus manos por debajo de la costura de su chaqueta de montar.
—Llevas demasiada ropa.
Se volvió a apropiar de sus labios y acarició sus profundidades con deliciosos lametones. Elizabeth, que se había perdido en su beso, no se dio cuenta de que la había levantado y la movía hasta que oyó el ruido de la puerta del dormitorio, cerrándose de una patada. Marcus quería aislarlos del resto del mundo.
Elizabeth protestó e intentó apartarse, pero la mano de Marcus se posó sobre uno de sus pechos y el contacto le provocó un doloroso placer, incluso a través de la ropa. Ella gimió dentro de su boca y él ladeó la cabeza para ahondar en un beso que los ahogaba a ambos.
Ella seguía rígida, con sus brazos a ambos lados del cuerpo, pero sus pensamientos no dejaban de luchar contra los dictados de su cuerpo. Ardía de pies a cabeza y tenía la piel caliente y tan tirante que le dolía.
—Te deseo. —La voz de Marcus era como una caricia áspera—. Quiero enterrarme en ti hasta que nos olvidemos de todo.
—Yo no necesito olvidar.
Él subió el tono.
—Debo concentrarme en la misión y en todo lo que ha pasado hoy, pero no puedo porque sólo consigo pensar en ti. No hay espacio en mi cabeza para nada más.
Elizabeth posó sus dedos sobre los labios de Marcus y silenció sus seductoras palabras, que deberían de haber sonado experimentadas y seguras, aunque no lo hicieron.
Entonces él apartó el cubrecama y dejó al descubierto unas exquisitas sábanas de seda. Luego, con una batería de besos suaves y tiernos, distrajo su atención para que no reparara en el movimiento de sus dedos, que trabajaban a ciegas, pero con experiencia, para liberarla de la hilera de botones que le impedían llegar a su piel. A continuación, deslizó sus manos por debajo de las solapas abiertas y empujó la chaqueta hasta que cayó al suelo. Elizabeth, acalorada, se estremeció y él la estrechó contra su pecho.
—Tranquila —murmuró contra su frente—. Sólo somos tú y yo. Deja a tu padre y a Eldridge fuera de la cama.
Ella enterró la cara en su camisa e inspiró su aroma.
—Odio que te inmiscuyas en mi privacidad.
Volvió la cabeza, apoyó la mejilla sobre su pecho y dejó escapar un tembloroso suspiro. La cama era enorme; en ella hubieran podido dormir cuatro hombres, con espacio de sobra. Y los esperaba… a ellos.
—Mírame.
Los ojos de Elizabeth volvieron a posarse sobre los de Marcus y repararon en su deseo. Sus labios temblaron con fragilidad y él se inclinó para rozarlos con su boca.
—No tengas miedo —le susurró.
Pero compartir dormitorio con él era lo más temerario que había hecho en su vida. Era mucho más peligroso que la agresión que había sufrido en el parque. Ese hombre la había atacado con rapidez, como una víbora; Marcus se parecía más a una pitón que quería rodearla de pies a cabeza y estrecharla para extraerle la vida despacio, hasta que no quedara ni rastro de su independencia.
—No tengo miedo. —Lo empujó hacia atrás mientras notaba cómo su estómago se cerraba. Entonces, sin importarle la chaqueta, con el único objetivo de alejarse de él, se encaminó con rapidez hacia la puerta—. Me voy.
Estaba a escasos segundos de la libertad, pero Marcus la agarró con fuerza y la lanzó boca abajo sobre la cama.
—¿Qué haces? —protestó ella.
Él la inmovilizó y ató sus manos con la corbata.
—Serías capaz de irte de aquí medio desnuda —rugió él—, sólo para poder poner distancia entre nosotros. Conseguiré que el miedo que me tienes desaparezca por completo. Tienes que confiar en mí, con todos tus sentidos y sin vacilar. De lo contrario, podrían matarte.
—¿Y así es como vas a ganarte mi confianza? —espetó Elizabeth—. ¿Reteniéndome contra mi voluntad?
Marcus se colocó encima de ella, con las piernas abiertas a ambos lados de sus caderas, y la aprisionó contra la cama. Le mordisqueó la oreja con los dientes y la hizo temblar de pies a cabeza. Instantes después, le dijo con una voz grave e irritada:
—Hace mucho tiempo que tendría que haber hecho esto, pero estaba perdido en tu encanto y no capté las señales. Hasta hoy pensaba que eras asustadiza y que era importante tratarte con suavidad para no espantarte. Sin embargo, por fin me he dado cuenta de que lo único que necesitas para someterte son unas buenas y duras embestidas.
—¡Bastardo! —Elizabeth forcejeó bajo su cuerpo con el corazón desbocado, pero Marcus se sentó encima de ella para aplacar sus protestas de forma definitiva.
Con sus ágiles dedos desabrochó los cierres de su falda y el corsé. Luego la liberó de su peso y se paró a los pies de la cama para deshacerse de su ropa. Por un momento, la joven pensó en darse media vuelta para ocultar su trasero, pero no lo hizo porque su parte delantera necesitaba aún más protección.
—No te saldrás con la tuya —le advirtió—. No puedes dejarme atada para siempre y cuando me sueltes te perseguiré y…
—No podrás caminar —se burló él.
Marcus estiró el brazo en dirección a las botas de Elizabeth y ella se defendió con una fuerte patada. Pero el azote repentino que sintió en las nalgas le arrancó un grito. La primera palmada fue seguida de algunas más —cada una ardía más que la anterior— y ella enterró su cara en el cubrecama para ahogar sus aullidos de dolor. Marcus sólo paró de fustigarla cuando ella dejó de resistirse y aceptó el castigo sin moverse.
—Hace muchos años que tu padre debería haberte dado unos buenos azotes —murmuró.
—¡Te odio! —Elizabeth volvió la cabeza para mirarlo, pero no podía doblar el cuello lo suficiente.
Marcus dejó escapar un largo y resignado suspiro.
—Protestas demasiado, querida. Acabarás dándome las gracias. Tienes libertad para disfrutar de mí. Puedes pelear todo lo que quieras y, de todos modos, conseguirás lo que deseas: todo el placer y nada de culpa.
Luego posó las manos sobre las ardientes curvas de su trasero y la tocó con suavidad. La delicadeza de sus caricias la excitó: estaba sorprendida por el contraste con la agresividad anterior.
—Qué bonito. Es suave y perfecto. —Su voz se hizo más profunda, hasta adoptar un tono persuasivo—. Libérate, hermosura. Ahora que ya sabes que eres una mujer a la que hay que tratar con exigencia, ¿por qué no lo aceptas y disfrutas de la experiencia?
Cuando Marcus deslizó las manos por debajo de su camisa, ella gimió presa de la expectativa y notó que el contacto con sus dedos le erizaba la piel. Su sangre empezó a hervir de excitación y rabia, cuando los pulgares del hombre se desplazaron hacia arriba y masajearon con habilidad ambos costados de su espalda. Elizabeth, al percibir sus caricias experimentadas, se calmó y, cuando notó que una ráfaga de aire le recorría la piel ardiente, dejó escapar un quejido de alivio.
—Sé que, si pudieras, pelearías conmigo hasta la muerte, mi obstinada seductora, pero ahora que estás inmovilizada y rendida a mis necesidades no te queda más remedio que aceptar que alguna recompensa tienes, ¿verdad?
Entonces le dio media vuelta y la sentó en la cama.
Elizabeth se mordió el labio inferior para esconder la decepción que sentía ante la distancia que se había abierto entre ellos. Sus pezones se habían endurecido hasta dolerle y deseaba que él se los pellizcara y acabara con su tormento. Al ver su rostro sonrojado, Marcus entornó su oscura mirada verde sin ternura, sin ninguna señal de posible compasión. En ellos, sólo se adivinaba una férrea voluntad, que ella sabía inquebrantable. El estómago de Elizabeth se contrajo cuando se dio cuenta de que su entrepierna se humedecía, presa de la indefensión.
Marcus la ayudó a ponerse en pie y la sentó en una silla de madera con preciosos reposabrazos redondeados. Luego, se quitó la camisa por encima de la cabeza.
Elizabeth lo miraba fijamente, sobrecogida por la hermosa virilidad que se desplegaba ante sus ojos y los firmes músculos escondidos bajo su piel dorada. Tenía una marca en el hombro izquierdo, era una cicatriz circular provocada por un impacto de bala, y una serie de líneas plateadas evocaban la afilada hoja de alguna espada. A pesar de su cuerpo escultural, las cicatrices le recordaron a Elizabeth que no era un hombre para ella. Su corazón se enfrió de repente.
—La agencia te ha dejado lleno de marcas —le dijo con tono sarcástico—. Es asqueroso.
Marcus arqueó una de sus oscuras cejas.
—Eso explica que no puedas quitarme los ojos de encima.
Molesta, se obligó a apartar la mirada.
Entonces él se agachó delante de ella y la agarró por detrás de las rodillas para abrir sus piernas y anclarlas por encima de los reposabrazos de la silla. El rostro de Elizabeth se ruborizó más, avergonzado, cuando los húmedos pliegues de su sexo quedaron abiertos ante los ojos de Marcus.
—Cierra las cortinas.
Él frunció el cejo con la mirada clavada en el vértice de sus muslos.
—Dios, no. —Rozó los bucles de Elizabeth con su dedo—. ¿Por qué quieres esconder este pedazo de cielo? Hacía años que soñaba con contemplar esta panorámica.
—Marcus, por favor. —Cerró los ojos con fuerza. Estaba tensa y le temblaba todo el cuerpo.
—Elizabeth, mírame.
Ella abrió sus ojos llenos de lágrimas.
—¿Por qué tienes tanto miedo? Sabes que yo nunca te haría daño.
—Pero no me dejas nada. Te lo quedas todo.
Marcus dejó resbalar un dedo descarado por sus cremosos pliegues y luego deslizó la punta en su interior. Ella se arqueó contra su voluntad al sentir la caricia, sin importarle el dolor que sentía en los brazos, debido al extraño ángulo en el que estaba colocada.
—¿Compartiste esto con Hawthorne y ahora no quieres hacerlo conmigo? ¿Por qué? —Su voz era áspera y abrasiva—. ¿Por qué conmigo no?
Elizabeth le dio una respuesta temblorosa que dejaba entrever lo inquieta que estaba.
—Mi marido nunca me vio así.
El travieso dedo se detuvo a las puertas de su sexo.
—¿Qué?
—Estas cosas se hacen por la noche. Uno debe…
—¿Hawthorne te hacía el amor a oscuras?
—Era un caballero. Era…
—Un demente. ¡Cielo santo! —Marcus resopló y apartó su dedo. Luego se puso en pie—. Hawthorne te tenía para él solo, te podía follar como mejor le pareciera, ¿y no apreciaba tu belleza? ¡Qué desperdicio! Ese hombre era idiota.
Ella agachó su cabeza.
—Nuestro matrimonio no era muy distinto de los otros.
—Era completamente diferente de cómo hubiera sido conmigo, Elizabeth. ¿Con qué frecuencia?
—¿Con qué frecuencia? —repitió ella.
—¿Con qué frecuencia te lo hacía? ¿Cada noche? ¿De vez en cuando?
—¿Acaso importa?
Las aletas de la nariz de Marcus se entreabrieron cuando inspiró con fuerza y su figura se tensó junto a ella. Se pasó su mano temblorosa por el pelo y se quedó un momento en silencio.
—Suéltame, Marcus, y olvídate de esto.
Estaba muy avergonzada; ya no podía hacerle nada peor.
Marcus puso sus fuertes dedos bajo la barbilla de Elizabeth y le levantó la cabeza.
—Te voy a tocar por todas partes, con las manos y con la boca. A plena luz del día y durante toda la noche. Te poseeré de todas las formas que quiera y donde quiera. Voy a explorarte como nadie lo ha hecho antes.
—¿Por qué?
Elizabeth forcejeó de nuevo. Estaba a su absoluta merced e excitada de una manera insufrible. En aquella postura, abierta para él, sentía un enorme vacío en su interior y odiaba lo mucho que le urgía que fuera él quien lo llenara.
—Porque puedo. Porque, después de lo que hoy vamos a compartir, me desearás, a mí y al placer que sabrás que puedo darte. Porque vas a acabar confiando en mí, maldita sea. —Rugió—. Has pasado todos estos años casada con él y, luego, de luto, cuando podrías haber sido mía.
Se puso de rodillas, la agarró de las caderas y agachó la cabeza. Elizabeth se sorprendió y contuvo la respiración cuando él cerró la boca sobre uno de sus pechos para chuparlo por encima de la tela de la camisa. En seguida empezó a gemir y a arquear la espalda, como un silencioso estímulo para Marcus. Miles de sensaciones en forma de afiladas punzadas radiaban hacia fuera y se movían al ritmo de su seducción. Su útero se contraía con espasmos cargados de necesidad.
Los cálidos dedos de Marcus la acariciaron desde la cintura hasta los negros rizos que aguardaban debajo. Una dolorosa tensión se adueñó de sus sentidos y jadeó sobrecogida.
—Te voy a tocar aquí —le advirtió—, con los dedos, la lengua y la verga.
Ella se mordió el labio inferior con los ojos abiertos como platos.
—Te va a gustar —le prometió mientras tiraba del labio, aprisionado con el pulgar.
—Quieres tratarme como a una puta. Ésa es tu forma de vengarte.
Él esbozó una sonrisa desprovista de diversión.
—Quiero darte placer y oírte suplicar. ¿Por qué privarte de ello?
Marcus se levantó y se desabrochó el galón de los calzones. Se metió la mano en los pantalones y, cuando liberó su miembro, una oleada de oculto deseo hizo que Elizabeth se retorciera en la silla. Era largo y grueso, y tenía un ancho glande, oscurecido por la sangre que lo hinchaba. Él se lo frotó con la mano y una gota cremosa brotó de la punta.
—¿Ves lo que pasa cuando te veo, Elizabeth? ¿Te das cuenta del poder que ejerces sobre mí? Eres tú la que está atada e indefensa y, sin embargo, soy yo quien está a tu merced.
Ella tragó saliva con fuerza y clavó los ojos en aquel espectáculo.
—Confianza, Elizabeth. Debes fiarte de mí, en todos los sentidos.
Ella levantó la mirada y la imagen de Marcus se clavó como un puñal en su pecho. Era tan atractivo y, no obstante, tan tosco y robusto como sólo puede serlo un hombre.
—¿Tiene que ver esto con tu misión?
—Esto tiene que ver con nosotros. Contigo y conmigo. —Se acercó más a ella—. Abre la boca.
—¿Qué? —Los pulmones de Elizabeth se encogieron.
—Tómame en tu boca.
—No… —Retrocedió.
—¿Dónde está ahora aquella descarada que decía que no era la clase de mujer que huía al ver el deseo de un hombre?
Marcus cambió de postura y se recolocó para que sus poderosos muslos abarcaran el lateral de la silla y la brillante punta de su miembro se situara delante y un poco por debajo de la boca de Elizabeth.
—Esto es confianza —susurró—. Piensa en el daño que podrías hacerme y en mi vulnerabilidad. Me puedes morder, amor, y podrías robarme la virilidad. O puedes chuparme y darme tanto placer que acabe de rodillas a tus pies. Te pido esto, consciente del riesgo que asumo, porque confío en ti. Del mismo modo que espero que tú confíes en mí.
Elizabeth lo miró estupefacta y fascinada por el repentino cambio de equilibrio entre ellos. Volvió a buscar sus ojos y en ellos pudo descubrir deseo y necesidad, no había ni rastro de amargura en ellos. Tenía el mismo aspecto que años atrás, cuando eran prometidos y su felicidad no estaba manchada por las heridas del pasado. Su atractivo era irresistible y, sin la carga de enemistad, parecía incluso más joven.
Fue esa actitud tan franca la que hizo que Elizabeth se decidiera. Inspiró hondo, siguió los dictados de su corazón y abrió la boca.