Chesterfield Hall era una inmensa propiedad ubicada a una buena distancia de la mansión más cercana y muy diferente de la casa que Marcus tenía en la plaza Grosvenor de la ciudad. Éste entregó su sombrero y los guantes al lacayo que aguardaba, ataviado con la librea de la familia, y siguió al mayordomo hasta el salón principal.
Que eligieran esa estancia para recibirlo suponía un desaire que no pasó por alto. Tiempo atrás, le habrían acompañado al piso de arriba para acogerlo casi como a un miembro de la familia. Ahora ya no lo consideraban digno de ese privilegio.
—El conde de Westfield —anunció el sirviente.
Marcus entró y se detuvo en el umbral de la puerta para echar un vistazo a la habitación: sus ojos se detuvieron con interés en el retrato que colgaba encima de la chimenea. La difunta condesa de Langston le devolvía la mirada con una adorable sonrisa en los labios y unos ojos tan violeta como los de su hija. Sin embargo, los de lady Langston reflejaban confianza, y el suave brillo que proyectaban era el de una mujer satisfecha con su destino. Elizabeth había vivido durante muy poco tiempo la clase de felicidad que los padres de Marcus habían disfrutado toda la vida. Por un instante, el arrepentimiento trepó por su garganta como si fuera bilis.
Años atrás había jurado dedicar su vida a conseguir que Elizabeth se sintiera igual de feliz. Y ahora sólo anhelaba saciar sus deseos y liberarse de aquella maldición.
Apretó sus dientes e hizo un esfuerzo por olvidar aquellos dolorosos recuerdos. Entonces vio, junto a la ventana, la voluptuosa figura que atormentaba sus pensamientos día y noche. El mayordomo cerró la puerta y Marcus estiró el brazo hacia atrás y echó el cerrojo.
Elizabeth estaba de pie y contemplaba el jardín lateral de la mansión. Llevaba un sencillo vestido de muselina y, a la luz del sol, parecía tan joven como cuando se habían conocido. Al verla, todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo se pusieron alerta. Después de sus muchos escarceos amorosos, aún no había encontrado a otra mujer que le atrajera con tanta intensidad como Elizabeth.
—Buenas tardes, lord Westfield —dijo ella con un suave tono de voz que evocaba noches de sábanas revueltas. Posó la mirada sobre la mano de Marcus, que seguía en el pomo de la puerta—. Mi hermano está en casa.
—Me alegro por él.
Marcus cruzó la alfombra de Aubusson en pocas zancadas y se llevó los dedos de lady Hawthorne a los labios. Su piel tenía un tacto exquisito y desprendía una fragancia muy excitante. Sacó la lengua para deslizarla por entre sus dedos y observó cómo a ella se le dilataban las pupilas y se le oscurecía el iris. Entonces posó la mano de Elizabeth sobre su corazón.
—¿Ahora que ha concluido tu período de luto vas a volver a tu casa?
Ella entrecerró los ojos.
—Eso te facilitaría mucho las cosas, ¿verdad?
—Si disfrutáramos de un entorno más privado resultaría mucho más sencillo compartir el desayuno en la cama y organizar encuentros ilícitos por las tardes —respondió con soltura.
Elizabeth recuperó su mano y le dio la espalda. Él reprimió una sonrisa.
—Teniendo en cuenta lo mucho que me desprecias —murmuró ella—, me cuesta mucho comprender que quieras intimar conmigo.
—La proximidad física no tiene por qué implicar intimidad.
Elizabeth movió los hombros bajo su cascada de pelo negro.
—Es cierto —se burló la joven—. Olvidaba que eso es algo que has demostrado con tu comportamiento, una y otra vez.
Marcus sacudió una pelusa imaginaria del puño de su camisa, se acercó al sofá y se colocó bien la casaca antes de tomar asiento. No quería demostrar irritación ante el tono de censura que percibía en la voz de Elizabeth. No estaba dispuesto a dejar que ella le hiciera sentir culpable, puesto que ese sentimiento ya le atenazaba de forma habitual estando solo.
—Me he convertido en lo que tú me acusaste de ser. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Qué me volviera loco pensando en ti y deseándote?
Entonces dejó escapar un dramático suspiro con la esperanza de provocarla para que se diera la vuelta. Ver su rostro era un auténtico placer, pero además, después de cuatro años, se le antojaba tan necesario como el aire que respiraba.
—Pero, a decir verdad, no me sorprende saber que, si hubieras podido elegir, me habrías negado el poco consuelo que pude encontrar; eres una auténtica sádica.
Ella se dio media vuelta con las mejillas sonrojadas.
—¿Me culpas a mí?
—¿Y a quién voy a culpar si no? —Abrió la caja de rapé y cogió un pellizco—. Deberías haber estado entre mis brazos durante todos estos años. Cada vez que me acostaba con otra mujer esperaba que consiguiera, por fin, hacer que te olvidara. Pero ninguna de ellas lo logró, nunca. —Cerró la tapa de la caja.
Las aletas de su nariz se dilataron cuando inhaló el tabaco.
—A veces, apagaba la luz, cerraba los ojos e imaginaba que eras tú la mujer que se contoneaba bajo mi cuerpo y con la que compartía el acto sexual —prosiguió Marcus.
—Maldito seas. —Elizabeth apretó sus minúsculos puños—. ¿Por qué te has convertido en la misma clase de hombre que mi padre?
—¿Preferirías que fuera monje?
—¡Siempre sería mejor que un libertino!
—¿Mientras tú te dedicabas a saciar las necesidades de otro hombre sin un ápice de sufrimiento? —Marcus se esforzaba por parecer tranquilo y natural, a pesar de que todos los músculos de su cuerpo estaban tensos y expectantes—. ¿Alguna vez pensaste en mí mientras yacías en el lecho conyugal? ¿He aparecido en alguno de tus sueños? ¿Deseaste algún día que fuera mi cuerpo el que sentías sobre el tuyo y en tu interior? ¿Imaginabas que era mi sudor el que se pegaba a tu piel?
La joven se quedó paralizada durante un buen rato y, de repente, sus labios dibujaron una provocativa sonrisa que contrajo las entrañas de Marcus. Cuando el mayordomo le había dejado pasar, él había intuido que Elizabeth había abandonado la pulsión de esconderse o huir. Y él se había preparado para la batalla, sin pensar que el sexo podría formar parte del juego. ¿Llegaría a comprenderla algún día?
—¿Quieres que te hable de mi lecho conyugal, Marcus? —ronroneó ella—. ¿Quieres saber las distintas formas que tenía Hawthorne de poseerme? Lo que más le gustaba, lo que más ansiaba… ¿O quizá preferirías que te hablara de lo que más me gusta a mí? ¿Quieres que te explique cómo me gusta que me posean?
Elizabeth se acercó dibujando un deliberado balanceo con las caderas que secó la boca de su interlocutor. Ella nunca había adoptado esa postura agresiva cuando habían compartido situaciones íntimas en el pasado. Marcus se sintió inquieto al descubrir lo mucho que le excitaba, sobre todo teniendo en cuenta que durante los últimos cuatro años sus aventuras habían sido siempre provocadas por sus amantes y no a la inversa.
Se sintió abrumado por las palabras de Elizabeth y por las imágenes que evocaban, que arremetían de lleno contra su pasión. Se la imaginó tendida boca abajo en la cama, con las piernas abiertas, mientras otro hombre la penetraba por detrás. Apretó tanto los dientes que se hizo daño en la mandíbula y una ráfaga de primitivos sentimientos posesivos amenazó con desarmarlo. Entonces abrió su casaca de par en par y reveló la constreñida longitud de su erección, apretada contra sus calzones. Elizabeth vaciló, pero levantó la barbilla y siguió caminando hacia él.
—No soy una jovencita inocente; no voy a salir corriendo al ver cómo un hombre me desea.
Lady Hawthorne se detuvo ante él y apoyó sus manos en las rodillas de Marcus. Ante él pendían unos voluptuosos pechos, que asomaban por encima del redondeado escote de su corsé. Ataviada con vestidos de noche, el corsé le apretaba el pecho, pero con el atuendo de día, la restricción era mucho menor. La mirada del conde se recreó en la generosidad que se desplegaba ante sus ojos.
Y, como no solía desperdiciar las oportunidades, alargó sus brazos y tomó los pechos con sus manos satisfecho de escuchar, al hacerlo, el aliento entrecortado de Elizabeth escapando por su boca. Su cuerpo había cambiado: había dejado atrás su complexión virginal para adoptar las curvas de una mujer madura, hecha y derecha. Mientras apretaba y masajeaba sus pechos fijó su mirada en el valle que se abría entre ellos y se imaginó deslizando el miembro entre sus senos. Rugió, levantó la vista para posarla sobre su boca y observó, presa de una agónica lujuria, cómo ella se chupaba el labio inferior.
De golpe, Elizabeth se enderezó, le dio la espalda y alargó el brazo en dirección a la mesita. Antes de que Marcus pudiera ordenarle que volviera, ella lanzó una carta cerrada sobre su pecho y se alejó. El conde ya sabía lo que encontraría en él. Sin embargo, esperó a que su respiración se tranquilizara y se le enfriara la sangre antes de centrar su atención en la misiva. Después, sopesó la calidad del papel: tenía un gramaje y una tintura que ya había visto en otras ocasiones.
Rompió el sello sin marcar y observó el contenido.
—¿Cuánto tiempo hace que la tienes? —preguntó con brusquedad.
—Algunas horas.
Marcus dio la vuelta al papel y luego la miró a los ojos. Elizabeth estaba sonrojada, con los ojos vidriosos y, sin embargo, levantaba su barbilla con determinación. Él frunció el cejo y se puso en pie.
—¿No tenías curiosidad por saber de qué se trataba?
—Ya me imagino lo que pone. Supongo que quienquiera que sea estará preparado para reunirse conmigo y recuperar el diario. De hecho, no importan mucho las condiciones que ponga para el encuentro, ¿no? ¿Has examinado el diario de Hawthorne desde que te lo di?
Westfield asintió.
—Los mapas eran bastante sencillos. Hawthorne había hecho algunos dibujos muy detallados de las costas inglesas y escocesas, y también de algunos canales navegables que conozco. Pero su código es muy difícil de descifrar. Esperaba disponer de un poco más de tiempo para estudiarlo.
Marcus dobló la carta y la metió en su bolsillo. Se había aficionado a la criptografía cuando Elizabeth se había casado. Era una tarea que requería una intensa concentración, y le ayudaba a no pensar en ella; un lujo poco habitual.
—Conozco muy bien el lugar que proponen en la carta. Avery y yo estaremos cerca para protegerte.
Ella se encogió de hombros y dijo:
—Como desees.
Marcus se acercó a ella, la tomó por los hombros y la zarandeó con fuerza.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila? ¿Es que no tienes ningún respeto por el peligro? ¿O es que eres una auténtica insensata?
—¿Y qué quieres que haga? —espetó—. ¿Qué me desmaye o me ponga a llorar sobre tu hombro?
—Agradecería si demostraras algún tipo de emoción. Algo, cualquier cosa que me dejara entrever que te preocupas por tu propio bienestar.
Las manos de Marcus abandonaron sus hombros y se enredaron en su pelo para girarle la cabeza hasta el ángulo que deseaba. Entonces la besó con la misma intensidad con que la había sacudido. Empujándola, la hizo retroceder con aspereza, haciendo que se tambaleara, hasta que la empotró contra la pared.
Elizabeth clavó sus uñas en la piel del estómago de Marcus para intentar agarrarse de su camisa. Tenía la boca abierta y aceptaba la invasión de su lengua. A pesar de la completa ausencia de delicadeza, la joven tembló contra él, gimoteó afligida, se fundió en su abrazo y le devolvió el beso con tanto frenesí que casi lo deja fuera de juego.
Marcus, asaltado por una repentina sensación de ahogo, se separó de ella. Presionó la frente contra la suya y rugió con frustración.
—¿Por qué sólo pareces cobrar vida cuando te toco? ¿Nunca te cansas de esconderte tras esa fachada?
Ella entornó los ojos y apartó su mirada.
—¿Y qué me dices de la tuya?
—Dios, qué obstinada eres. —Se restregó contra ella sin sutileza para empaparse de la fragancia de Elizabeth y frotó su piel sudorosa contra su mejilla. Entonces le susurró, con un hilo de voz urgente y áspera—: Necesito que obedezcas mis instrucciones cuando te las haga saber. No debes dejar que tus sentimientos interfieran en esto.
—Confío en tu buen juicio —dijo ella.
Él se quedó inmóvil, la agarró del pelo y estiró hasta que ella esbozó una mueca.
—¿Ah sí?
El aire se volvió espeso.
—¿Confías en mí? —le preguntó de nuevo.
—Qué pasó… —Elizabeth tragó con fuerza y le clavó sus uñas con más fuerza—. ¿Qué ocurrió aquella noche?
Marcus dejó escapar un sonoro suspiro. Su cuerpo se relajó y sintió que la evocación de su pasado común reducía la fuerza de su despiadado abrazo. De repente, se encontró agotado y se dio cuenta de que la furia que le provocaba la ruptura de su compromiso era lo único que le había empujado a seguir adelante durante todos aquellos años.
—Siéntate.
Se separó de ella y esperó hasta que Elizabeth cruzó la habitación en dirección al sofá. La observó un buen rato. Tenía el cabello despeinado y los labios hinchados. Desde el primer día de su relación había actuado de ese modo. La perseguía con singular atención, se la llevaba a tranquilos rincones donde poder apropiarse de sus labios y compartir con ella apresurados y apasionados besos. Nunca le había importado arriesgarse al escándalo que pudiera provocar el fuego que tan bien escondía Elizabeth.
Su belleza era sólo el envoltorio de un complejo y fascinante tesoro. Pero sus ojos la delataban. No había en ellos ni rastro de la docilidad o mansedumbre que debía esperarse de una dama, sino que estaban llenos de desafíos y aventuras, de mundos por explorar y descubrir.
Marcus volvió a preguntarse si Hawthorne habría tenido la suerte de descubrir todas las facetas de su esposa. ¿Se habría fundido con él, se habría abierto a su marido, se habría ablandado y se habría sentido saciada después de que le hiciera el amor?
Apretó los dientes y desechó aquellos tormentosos pensamientos.
—¿Conoces Ashford Shipping?
—Claro.
—Hace años, perdí una pequeña fortuna a manos de un pirata llamado Christopher St. John.
—¿St. John? —Elizabeth frunció el cejo—. Mi doncella ha mencionado ese nombre en alguna ocasión. Es muy conocido, ¿no? Algo así como un héroe protector de los pobres y desvalidos.
Marcus resopló.
—No es ningún héroe. Ese hombre es un asesino despiadado. St. John motivó que me pusiera en contacto con lord Eldridge por primera vez. Le pedí que se encargara de él y Eldridge se ofreció a entrenarme para que pudiera hacerlo yo mismo. —Esbozó una irónica sonrisa—. No pude resistirme a la perspectiva de vengarme.
Elizabeth frunció los labios.
—Por supuesto. A fin de cuentas, una vida normal es mortalmente aburrida.
—Hay ciertas cosas que requieren una atención personal.
Marcus cruzó los brazos y se sintió satisfecho de que Elizabeth le dedicara completa atención. A pesar de sus comentarios desdeñosos, conversar con ella era un placer que lo deleitaba. Él, que siempre había gozado de una vida repleta de adulaciones y complacencias, necesitaba que lo trataran como a un hombre normal, y ella lo hacía. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de ella.
—Nunca comprenderé qué atractivo puede tener una vida llena de peligro, Marcus. Yo anhelo paz y tranquilidad en la mía.
—Es comprensible, teniendo en cuenta la familia en que creciste. Tú te criaste en un entorno desestructurado. Los hombres de tu familia te dejaban hacer todo cuanto se te antojaba porque estaban demasiado preocupados por su propio placer como para cuidar de ti.
—Qué bien me conoces —le dijo con frialdad.
—Siempre te he entendido muy bien.
—Por tanto, admites que nos habríamos llevado muy mal.
—Jamás admitiré nada parecido.
Ella hizo un gesto con la mano para indicarle que no tenía ganas de hablar del tema.
—Me ibas a contar algo sobre aquella noche…
Elizabeth levantó la barbilla como si esperara que le dieran una bofetada, y Marcus suspiró.
—Me habían hablado sobre un hombre que podía facilitarme información incriminatoria sobre St. John y acordamos reunirnos en el muelle. Pero el confidente quería algo a cambio de su colaboración: su esposa estaba embarazada e ignoraba por completo las actividades en las que andaba metido para procurarle el sustento. Me pidió que, si ocurría algo inesperado, me hiciera cargo de su bienestar.
—¿La mujer en bata que había en tu casa era su esposa? —Elizabeth abrió los ojos como platos.
—Sí. Mientras estábamos hablando, nos atacaron y el ruido de la pelea llamó la atención de la mujer, que salió y se puso en peligro. La tiraron al agua y yo fui tras ella. Entonces alguien disparó a su marido y éste murió.
—No te acostaste con ella. —Era una afirmación, no una pregunta.
—Claro que no —contestó Marcus con sequedad—. Pero ambos estábamos muy sucios y decidí llevarla a mi casa para que pudiera darse un baño mientras yo me ocupaba de organizarlo todo.
Elizabeth se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro, abriendo y cerrando las manos sobre los pliegues de su vestido de forma intermitente.
—Supongo que, en el fondo, siempre lo supe.
Marcus soltó una carcajada amarga y esperó a que ella añadiera algo más. No lograba comprender por qué seguía deseándola. Siempre había sospechado que su infidelidad imaginaria sólo había sido la excusa de Elizabeth para romper su relación. Y lo que acababa de ocurrir demostraba que su intuición era cierta. No se había abalanzado a sus brazos para pedirle perdón. No le había pedido una segunda oportunidad ni hecho ningún intento por reconciliarse. Su silencio lo ponía furioso y despertaba su agresividad.
Apretó los puños y luchó contra el impulso de agarrarla, arrancarle la ropa, tumbarla en el suelo y penetrarla allí mismo para que no pudiera rechazarlo. Marcus estaba convencido de que ésa sería la única manera de atravesar su cascarón protector.
Y aunque el orgullo no le permitía revelar su dolor, estaba decidido a provocar algún cambio en ella y trazar una minúscula grieta en sus reservas.
—Cuando salió de la habitación, yo me sorprendí tanto como tú, Elizabeth. Pensó que tú eras la mujer que la agencia había asignado para su cuidado. No podía imaginar que mi prometida me visitaría a esas horas de la noche.
—Pero su aspecto…
—Tenía la ropa empapada y la bata que le había dejado mi sirvienta.
—Tendrías que haber venido a buscarme —dijo ella con un grave y furioso tono de voz.
—Lo intenté. Admito que, después de la bofetada que me diste, tardé un momento en reaccionar. Fuiste muy rápida. Para cuando acabé de organizar los detalles de la viuda y pude ir a buscarte, ya te habías fugado con Hawthorne.
Elizabeth detuvo su frenético andar y el frufrú de su falda dejó de oírse. Entonces volvió la cabeza y lo miró con unos ojos que escondían demasiadas cosas.
—¿Me odias?
—De vez en cuando.
Marcus se encogió de hombros para esconder la verdadera amargura que lo acongojaba, que lo carcomía y contaminaba todos los aspectos de su vida.
—Y quieres venganza —dijo ella, sin entonación alguna.
—Eso es lo de menos. Lo que necesito son respuestas. ¿Por qué te fugaste con Hawthorne? ¿Tanto te asusta lo que sientes por mí?
—Quizá él siempre había sido una opción.
—No me lo creo.
Una triste sonrisa se dibujó en los exuberantes labios de Elizabeth.
—¿Acaso esa posibilidad ataca a tu ego?
Él resopló.
—Puedes jugar a lo que quieras. Es posible que te dé rabia desearme, pero sé que no puedes evitarlo.
Marcus se acercó a ella y Elizabeth estiró el brazo para detenerlo. Parecía relajada, pero sus dedos temblaban y, al final, dejó caer su brazo.
Eran más diferentes de lo que él imaginaba, dos extraños unidos por una atracción que desafiaba a la razón. Pero Marcus estaba seguro de que descubriría la verdad sobre Elizabeth. A pesar de lo mucho que temía que se le volviera a escapar, la urgencia que tenía de ella era mayor que su instinto de supervivencia.
Ella le había preguntado si la odiaba y sí, en momentos como aquél, la odiaba. La odiaba porque estaba preocupado por ella, la odiaba por seguir siendo tan hermosa y la odiaba por ser la única mujer que había deseado con aquella intensidad.
—¿Te acuerdas de tu primera Temporada? —le preguntó con la voz entrecortada.
—Claro.
Marcus se acercó al aparador de madera labrada y se sirvió una copa. Era demasiado pronto para beber, pero no le importaba. Se sentía helado por dentro y el calor que le provocó la feroz bebida al deslizarse por su garganta le sentó realmente bien.
Él nunca había tenido intención de encontrar esposa. Se había esforzado siempre por evitar a las debutantes y sus maquinaciones casamenteras, pero en cuanto vio a Elizabeth cambió de parecer.
Consiguió que se la presentaran y ella le impresionó al demostrar una madurez que superaba con creces la normal para su edad. Luego le pidió permiso para bailar con ella y se mostró encantado de que ella aceptara a pesar de la reputación que tenía ya en ese momento. El leve contacto de su mano enguantada sobre la suya despertó un él una intensa conciencia sexual que jamás había experimentado antes.
—Me impresionaste desde el primer día, Elizabeth. —Marcus fijó los ojos en el vaso vacío y lo hizo rodar con nerviosismo entre las palmas de sus manos—. No tartamudeabas ni te escandalizabas cuando te hacía algún comentario descarado. Al contrario, me provocabas y demostrabas la temeridad suficiente como para actuar conmigo de la misma forma. Me impactaste tanto que la primera vez que pronunciaste un improperio me hiciste tropezar. ¿Te acuerdas?
La dulce voz de Elizabeth flotó por la habitación.
—¿Cómo podría olvidarlo?
—Escandalizaste a todas las madrinas que habían asistido al baile al arrancarme una sonora carcajada.
Tras aquel memorable primer baile, Marcus se propuso asistir a las mismas fiestas que ella, objetivo que le obligaba, a veces, a recorrer diversas mansiones antes de encontrarla. Las normas sociales estipulaban que sólo podía compartir un baile con ella, y que cuando estuvieran juntos debía ser en compañía de una carabina, pero, a pesar de las restricciones, descubrieron que tenían mucha afinidad. Nunca se aburría a su lado, al contrario, estaba fascinado por completo.
Elizabeth era encantadora, pero su carácter, que se encendía en un instante, se disipaba con la misma rapidez. Tenía todos los atributos que hacían de cualquier chica una mujer y, sin embargo, conservaba una actitud infantil que resultaba tan adorable como frustrante. Marcus admiraba su valentía, pero fue su vulnerabilidad la que hizo que se encaprichara de ella sin remedio. Necesitaba protegerla del mundo, darle cobijo y quedársela para él solo.
Y, después de tantos años y de los malentendidos que había habido entre ellos, se seguía sintiendo de idéntica forma.
Marcus maldijo entre dientes y se sobresaltó cuando sintió la mano de Elizabeth sobre su hombro.
—Sé lo que estás pensando —susurró ella—, pero ya nunca volverá a ser lo mismo.
Él dejó escapar una áspera carcajada.
—No tengo ninguna intención de repetir el pasado. Sólo quiero deshacerme de esta necesidad irremediable que siento por ti. Puedo prometerte que, mientras sacio mi apetito, no sufrirás ningún daño.
Entonces se volvió y se perdió en los insondables y tristes ojos violeta de la joven. Su labio inferior temblaba y Marcus apaciguó el traicionero movimiento acariciándolo suavemente con el pulgar.
—Tengo que irme a preparar la reunión de mañana. —Posó su mano sobre la sonrojada mejilla de Elizabeth y luego la dejó resbalar hasta su pecho—. Hablaré con los escoltas que te ha asignado Avery. Vístete con colores neutros. Nada de joyas. Y elige unos zapatos resistentes.
Ella asintió y se quedó quieta como una estatua mientras él agachaba la cabeza y le rozaba los labios con los suyos. Sentía los latidos de su corazón bajo la palma de su mano, y ésa era la única demostración certera de que su cercanía le afectaba. Marcus cerró los ojos para aguantar el dolor que emanaba de sus entrañas y del pecho. Hubiera dado gustoso toda su fortuna para deshacerse de aquel deseo.
Y se marchó disgustado consigo mismo y odiando las horas que quedaban hasta que pudiera volver a verla.