—¡Me siento acosada! —se quejó Elizabeth cuando le llevaron otro ostentoso centro de flores al salón.
—Una mujer puede vivir destinos mucho peores que el de ser cortejada por un noble endiabladamente seductor —le contestó Margaret con sequedad mientras se alisaba la falda y se sentaba en el sofá.
—Eres una romántica empedernida, ¿sabes?
Elizabeth se puso de pie, cogió un pequeño cojín brocado y lo colocó tras la espalda de su cuñada mientras se esforzaba por apartar la vista del maravilloso y costoso arreglo floral. Marcus le había dejado muy claro que el interés que sentía por ella era tan profesional como carnal, y ella se había creído preparada para afrontar esa situación. Pero aquel delicado asalto a su sensibilidad femenina la había tomado por sorpresa.
—Estoy encinta, Elizabeth, no inválida —protestó Margaret mientras ella se afanaba por ponerla cómoda.
—Déjame mimarte un poco. Me gusta mucho.
—Y estoy segura de que apreciaré esta clase de atenciones más adelante, pero de momento soy muy capaz de arreglármelas sola.
A pesar de sus quejas, Margaret se recostó sobre el cojín y dejó escapar un placentero suspiro. La delicada capa de sudor que recubría su piel brillaba enmarcada por la oscuridad de sus rizos rojos.
—Siento discrepar, querida. Estás de cinco meses y pareces más delgada que antes.
—Casi cinco meses —la corrigió Margaret—. Y es muy difícil comer cuando te sientes observada la mayor parte del tiempo.
Elizabeth frunció los labios, cogió un bizcocho y lo sirvió en un plato para ofrecérselo a su cuñada.
—Come —le ordenó.
Margaret lo aceptó con aire burlón. Entonces dijo:
—William dice que los libros de apuestas están llenos de entradas acerca de las intenciones de lord Westfield respecto al matrimonio.
Elizabeth, que estaba sirviendo el té, se quedó boquiabierta.
—Cielo santo.
—Te has convertido en una leyenda por haber dejado plantado a un conde tan atractivo y deseado como él. Cualquier mujer le recibiría con los brazos abiertos, excepto tú. El asunto es demasiado goloso como para ignorarlo: la historia del amor frustrado de un libertino.
Elizabeth dejó escapar un resoplido socarrón.
—Nunca llegaste a explicarme qué fue lo que te hizo lord Westfield para que rompieras el compromiso —preguntó Margaret.
Las manos de Elizabeth temblaron mientras trataba de meter las hojas de té en la tetera.
—Eso fue hace mucho tiempo, querida, y, como ya os he explicado en muchas ocasiones, no quiero hablar del tema.
—Sí, sí, ya lo sé. Pero, si tenemos en cuenta lo mucho que se esfuerza por venir a visitarte a casa, es evidente que todavía desea estar contigo. Admiro su aplomo porque, después de cada nueva negativa, ni siquiera pestañea. Se limita a sonreír, dice algo encantador y se marcha.
—Reconozco que es un hombre cautivador. Sólo hay que ver cómo las mujeres se pavonean y se ponen en ridículo revoloteando a su alrededor.
—Pareces celosa.
—Pues no lo estoy —la contradijo Elizabeth—. ¿Cuántos terrones de azúcar quieres hoy? ¿Uno o dos? Es igual. Necesitas tomar dos.
—No cambies de tema. Háblame de tus celos. También había muchas mujeres que apreciaban el atractivo de Hawthorne, pero eso nunca pareció molestarte.
—Hawthorne era un hombre con autocontrol.
Margaret cogió la taza y el plato con una sonrisa de agradecimiento.
—Y dices que Westfield no lo es.
—No —dijo Elizabeth dejando escapar un suspiro.
—¿Estás segura?
—Sólo podría estar más segura si le hubiera sorprendido haciéndolo.
Margaret entrecerró sus ojos verde musgo.
—¿Creíste en la palabra de una tercera persona antes que en la de tu prometido?
Elizabeth negó con la cabeza y tomó un vigorizante sorbo de té antes de contestar.
—Yo debía explicarle a lord Westfield algo de suma importancia. A decir verdad, la importancia del asunto era tal que me aventuré hasta su casa una noche…
—¿Sola? ¿Qué te llevó a actuar de un modo tan imprudente?
—Margaret, ¿quieres que te cuente lo que pasó o no? Es muy duro para mí hablar sobre ello, para que encima me interrumpas.
—Discúlpame —respondió su cuñada, arrepentida—. Continúa, por favor.
—Después de llegar, esperé un buen rato hasta que me recibió. Cuando apareció tenía el pelo mojado, la piel sonrojada y vestía una bata.
Elizabeth clavó su mirada en el contenido de su taza y empezó a encontrarse mal.
—Sigue —la animó Margaret al advertir su silencio.
—Entonces, la puerta por la que había aparecido él se abrió de nuevo y de ella salió una mujer, ataviada de la misma forma y con el pelo igual de mojado.
—¡Cielo santo! Eso es muy difícil de explicar. ¿Qué te dijo?
—Nada. —Elizabeth dejó escapar una seca carcajada desprovista de humor—. Argumentó que no podía explicármelo.
Margaret frunció el cejo y dejó la taza de té sobre la mesa.
—¿Y trató de hablar contigo en otro momento?
—No, porque yo me fugué con Hawthorne. Poco después, Westfield se fue del país y no volvió hasta que su padre falleció. No nos habíamos vuelto a ver hasta la semana pasada, en el baile de Moreland.
—¿Nunca? Quizá Westfield haya reparado en su error y quiera hacer las paces —sugirió Margaret—. Tiene que haber algún motivo que explique su insistente persecución.
Elizabeth se estremeció cuando escuchó la palabra «persecución».
—Confía en mí. Su objetivo no es tan noble y nada tiene que ver con remediar los errores del pasado.
—Flores, visitas diarias…
—Hablemos de cosas más agradables, Margaret, por favor —le pidió—. Si no, me iré a tomar el té a otro sitio.
—Está bien. Tanto tú como tu hermano sois igual de obstinados.
Pero Margaret no era una mujer que se dejara convencer con facilidad. Cualidad por la cual había conseguido convencer a William de que abandonara la agencia y se casara con ella. Su cuñada lo sabía y, en ese momento, fue consciente de que Margaret volvería a sacar el tema, por lo que no se sorprendió cuando lo hizo aquella misma noche.
—Es un hombre muy atractivo.
Elizabeth siguió la mirada de Margaret entre los invitados que se amontonaban en el salón de los Dempsey. Y allí estaba Marcus, junto a lady Cramshaw y su encantadora hija, Clara. Ella fingió ignorarle, a pesar de estudiar hasta el último de sus movimientos.
—Después de haber escuchado la historia de nuestro pasado, ¿cómo puedes mostrar tanta admiración por su cara bonita? —preguntó Elizabeth exasperada.
Aquella semana se habían celebrado diversos eventos sociales, que ella había evitado de forma deliberada, aunque al final había aceptado la invitación de los Dempsey, convencida de que Marcus se sentiría más atraído por el que celebraban los Faulkner. Pero aquel hombre irritante la había encontrado y se había vestido de manera exquisita para la ocasión. Llevaba una casaca carmesí, bien ajustada a los muslos y decorada con bordados dorados. La pesada seda brillaba bajo la luz de las velas, igual que los rubíes que adornaban sus dedos y la corbata.
—¿Disculpa? —Margaret volvió la cabeza con los ojos abiertos como platos y utilizó su abanico para señalar hacia el otro extremo del salón. Fue entonces cuando Elizabeth vio a William y se sonrojó intensamente al percatarse de su error. Su cuñada hablaba de él y no de Marcus.
Margaret se rió.
—Tu Westfield y lady Clara hacen una pareja asombrosa.
—Él no es mío, y compadezco a la pobre chica si le ha echado el ojo.
Levantó la barbilla y apartó sus ojos de él.
El revelador frufrú de una pesada falda de seda anunció la llegada de una nueva participante en la conversación.
—Estoy de acuerdo —murmuró la anciana duquesa de Ravensend mientras se unía a su círculo—. Sólo es una niña; jamás podría hacerle justicia a ese hombre.
—Excelencia. —Elizabeth hizo una rápida reverencia ante su madrina.
La elegante dama tenía un brillo travieso en sus delicados ojos marrones.
—Es una lástima que te hayas quedado viuda, querida, pero esa circunstancia os proporciona una nueva oportunidad a ti y al conde.
Elizabeth cerró los ojos y rezó para conservar la paciencia. Su madrina siempre había defendido a Marcus.
—Westfield es un sinvergüenza. Me considero una mujer muy afortunada por haberlo descubierto antes de pronunciar mis votos matrimoniales.
—Quizá sea el hombre más seductor que he visto en mi vida —observó Margaret—, después de William, claro.
—Y también tiene un físico imponente —añadió la duquesa mientras contemplaba a Marcus a través de sus impertinentes—. Madera de marido de primera calidad.
Elizabeth suspiró, se alisó la falda y peleó contra la necesidad de poner los ojos en blanco.
—Preferiría que ambas dejarais de pensar que me volveré a casar, porque no pienso hacerlo.
—Hawthorne no era más que un chiquillo, Elizabeth —apuntó la duquesa—. Westfield es un hombre y si accedes a compartir tu cama con él te darás cuenta en seguida de que la experiencia es muy distinta. Nadie ha sugerido que tengáis que casaros.
—Yo no deseo ser una más en su interminable lista de conquistas. Es un libertino hedonista, eso no me lo puede negar, excelencia.
—Lo que no se pueden negar son las alegrías que proporciona tener cerca a un hombre con experiencia —añadió Margaret—. Yo, que estoy casada con tu hermano, lo sé muy bien. —Y ondeó las cejas de forma sugestiva.
Elizabeth se estremeció.
—Margaret, por favor.
—Lady Hawthorne.
Se volvió con rapidez y sonrió al ver que George Stanton le hacía una reverencia y esbozaba una amistosa sonrisa.
—Me encantaría bailar con usted —le dijo antes de que él pudiera pedírselo. Ansiosa por escapar de aquella conversación, Elizabeth posó los dedos sobre la manga de su acompañante y dejó que la condujera a la pista de baile.
—Gracias —le susurró.
—He tenido la intuición de que necesitabas que alguien te rescatara.
Ella sonrió mientras ambos ocupaban sus puestos en la hilera de bailarines.
—Eres muy astuto, querido amigo.
De reojo, vio cómo Marcus se inclinaba sobre la mano de la joven Clara y también la acompañaba hasta la pista de baile. A medida que se acercaba, Elizabeth no pudo evitar admirar sus seductores andares. No cabía duda alguna: cualquier hombre que se moviera de esa forma tenía que ser un buen amante. Había otras mujeres que lo miraban, que lo deseaban tanto como ella, que lo anhelaban…
Cuando Westfield levantó la cabeza para mirarla a la cara, Elizabeth desvió sus ojos. Ese hombre sabía cómo alterarla y era lo bastante astuto y descortés como para utilizar esa circunstancia en su favor.
Cuando los pasos de la contradanza unieron a los bailarines y luego los separaron, Elizabeth siguió sus progresos a través del rabillo del ojo. El siguiente compás les uniría. Una cálida expectativa le recorrió las venas.
Se separó de George y se volvió con elegancia para encontrarse con Marcus. Como sabía que el encuentro sería fugaz, se permitió disfrutar de su imagen y de su fragancia. Inspiró hondo y posó la palma de la mano contra la suya. La chispa de deseo se prendió al instante. Elizabeth pudo verlo en los ojos de Marcus y sentirlo en su sangre. Cuando se separó de él, dejó escapar un suspiro de alivio.
La música del baile concluyó y Elizabeth se irguió después de su reverencia, con una sonrisa en los labios. Hacía tanto tiempo que no bailaba que casi había olvidado lo mucho que le gustaba.
George la correspondió y, haciendo gala de una gran habilidad, la volvió a colocar en posición para el siguiente baile de los tres que ella le había prometido.
Pero entonces alguien se puso delante de ellos y les bloqueó el paso. Incluso antes de levantar la mirada para ver su rostro, Elizabeth supo de quién se trataba y se le aceleró el corazón.
Era evidente que no había previsto hasta dónde era capaz de llegar Marcus para conseguir su propósito.
Él agachó la cabeza a modo de saludo.
—Señor Stanton.
—Lord Westfield.
George miró a Elizabeth con el cejo fruncido.
—Lady Clara, ¿me permite que le presente al señor George Stanton? —preguntó Marcus—. Stanton, ésta es la adorable lady Clara.
George aceptó la mano de Clara y se inclinó sobre ella.
—Es un placer.
Y antes de que Elizabeth pudiera averiguar lo que pretendía, él ya la había tomado del brazo.
—Hacen una pareja excelente —dijo Marcus—. Como lady Hawthorne y yo estamos de más, les dejaremos que bailen juntos las próximas piezas.
Acto seguido, colocó la mano de Elizabeth en su brazo y, con firmeza, la guió en dirección al jardín.
Ella esbozó una sonrisa de disculpa por encima del hombro y advirtió cómo reaccionaba su corazón ante aquella demostración primitiva.
—¿Qué haces?
—Pensaba que resultaría evidente. Acabo de provocar una escenita. Y has sido tú quien me ha empujado a actuar de este modo: hace una semana que me ignoras.
—No es cierto —protestó ella—. Aún no he recibido ninguna petición más en relación con el diario, por lo que no tenía ningún motivo para recibirte.
Cuando salieron al balcón, se encontraron con varios invitados que disfrutaban del aire fresco. Marcus estaba muy cerca de ella y Elizabeth se sorprendió, una vez más, de la poderosa fuerza que desprendía.
—Tu comportamiento es atroz —murmuró.
—Dejaré que me insultes todo lo que quieras cuando estemos solos.
«Solos». Un escalofrío de anticipación recorrió su piel.
La mirada de Marcus paseó por su rostro en busca de sus ojos. Ella entrecerró los suyos y, aunque intentó descifrar sus pensamientos, los rasgos de Marcus parecían esculpidos en piedra. Un desconocido vestigio de entusiasmado romanticismo femenino brotó en ella ante la viril determinación de Marcus. Elizabeth lo siguió, casi sin aliento, mientras se preguntaba cuáles eran sus intenciones…
Entonces él la empujó hacia el interior de una pequeña alcoba que se escondía bajo la escalera y echó una cuidadosa mirada a su alrededor. Cuando comprobó que estaban solos se movió con rapidez y le levantó la barbilla con suavidad.
«Un beso», pensó ella demasiado tarde y apenas un segundo antes de que la boca de Marcus se posara sobre la suya.
Los movimientos de los labios de Marcus fueron increíblemente dulces mientras se fundían con los suyos, pero las sensaciones que le provocaban fueron brutales e intensas. Elizabeth no podía moverse, sobrecogida por la feroz respuesta de su cuerpo a la cercanía de aquel hombre, que sólo la tocaba con los labios. Un sencillo paso atrás hubiera bastado para romper el contacto, pero no era capaz de darlo. Se quedó allí, inmóvil, con los sentidos alterados por el sabor y el olor de Marcus, y sintiendo cómo hasta el último de sus nervios cobraba vida bajo el asalto de esa descarada maniobra.
—Ahora bésame tú —rugió él mientras la tomaba por las muñecas.
—No… —Elizabeth intentó apartar su cara.
Entonces él soltó una maldición, antes de volver a apropiarse de su boca. Pero, esta vez, su beso no tuvo el mismo encanto, sino un deje de amargura tan intenso que incluso Elizabeth pudo sentir su sabor. Marcus ladeó un poco la cabeza para que el contacto fuera más profundo y su lengua se deslizó con energía por entre los labios separados de Elizabeth. La intensidad del ardor que percibía en Marcus la asustó, pero el miedo dio paso a una emoción mucho más poderosa.
Hawthorne jamás la había besado de aquella forma. Aquello era mucho más que una mera unión entre labios. Era una declaración de posesión, de necesidad insaciable, de una ansia que Marcus hizo crecer en ella, hasta que fue incapaz de negarla. Elizabeth dejó escapar un quejido y se rindió. Rozó la lengua de Marcus con la suya, vacilante y desesperada por su embriagador sabor.
Él rugió en señal de aprobación y ese erótico sonido hizo que las piernas de Elizabeth flaquearan. Marcus soltó sus muñecas y la agarró de la cintura, mientras posaba una de sus cálidas manos sobre su nuca y la inmovilizaba para poder seguir cautivándola. La boca de Marcus se movía con soltura y recompensaba cada una de sus respuestas con caricias de su lengua, cada vez más penetrantes. Ella se agarró a su abrigo; estiró, empujó e intentó conseguir cierto control, pero al final se dio cuenta de que era incapaz de hacer otra cosa que no fuera aceptar lo que él le ofrecía.
Por fin, Marcus separó los labios de Elizabeth al tiempo que dejaba escapar un torturado rugido y enterraba la cara en su perfumada melena.
—Elizabeth. —Su voz era grave e inestable—. Tenemos que encontrar una cama. Ahora.
Ella se rió.
—Esto es una locura.
—Siempre lo ha sido.
—Deberías alejarte de mí.
—Ya lo he hecho. Durante cuatro malditos años. Creo haber pagado el precio por mis pecados imaginarios. —Marcus se echó hacia atrás y la miró con tal pasión que Elizabeth se sintió arder—. Ya he esperado durante suficiente tiempo a que seas mía y me niego a seguir así.
Los recuerdos del pasado eran una carga demasiado pesada para ambos.
—Han ocurrido demasiadas cosas entre nosotros como para que podamos disfrutar de una aventura.
—Pues yo estoy decidido a hacerlo de todos modos.
Ella retrocedió temblorosa y, para su sorpresa, Marcus la soltó de inmediato. Elizabeth se llevó los dedos a los labios, hinchados por los besos que Marcus le había robado.
—No quiero tu dolor. No te deseo.
—Mientes —contestó él con aspereza. Entonces deslizó el dedo por la costura de su corpiño—. Me deseas desde el momento en que nos conocimos. Y aún lo haces, puedo percibir tu apetito en el sabor de tu boca.
Elizabeth maldijo las reacciones de su cuerpo traidor, que seguía tan enamorado de él que se negaba a escuchar los dictados de su mente. Estaba excitada y le dolía todo el cuerpo; ella no era mejor que todas aquellas mujeres que caían en sus redes con asombrosa facilidad. Retrocedió de nuevo, pero la fría barandilla de mármol la detuvo. Entonces alargó un brazo hacia atrás y se agarró a la balaustrada con tanta fuerza que la sangre abandonó sus manos.
—Si tuvieras alguna consideración por mí, me dejarías en paz.
Marcus esbozó una sonrisa que le paró el corazón y dio un paso hacia ella.
—Voy a tener la misma consideración que tú demostraste por mí en el pasado. —Su boca ardía con un seductor desafío—. Ríndete al deseo que sientes por mí, encanto, y te aseguro que no te arrepentirás.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Es que no me hiciste ya suficiente daño? A pesar de que sabías lo que yo opinaba sobre la conducta de mi padre, te comportaste del mismo modo que él. Detesto a los hombres de tu calaña. Me parece despreciable prometer amor y devoción para conseguir acostarse con una mujer y después abandonarla cuando te has cansado.
Marcus se detuvo de golpe.
—Tú me abandonaste.
Elizabeth reculó un poco más contra la barandilla.
—Por un buen motivo.
Él contrajo los labios para esbozar una cínica sonrisa.
—La próxima vez que vaya a visitarte me recibirás. Saldrás conmigo por las tardes y me acompañarás a fiestas como ésta. No pienso permitir que vuelvas a rechazarme.
La fría balaustrada de mármol congeló las manos de Elizabeth, a pesar de los guantes, y le provocó un escalofrío que trepó por sus brazos y se mezcló con el calor y el azoramiento que sentía.
—¿Es que no tienes bastante con todas las mujeres que se pavonean a tu alrededor?
—No —contestó él con su habitual arrogancia—. Me daré por satisfecho cuando seas tú la que te derritas por mí, cuando haya invadido hasta el último de tus pensamientos y tus sueños. Llegará un día en que la pasión será tal que cada bocanada de aire que respires lejos de mí te quemará los pulmones. Me darás todo lo que desee, cuándo y cómo yo quiera.
—¡No pienso darte nada!
—Me lo darás todo. —Marcus salvó la pequeña distancia que había entre ellos—. Me ofrecerás todo lo que tienes.
—¿Pero es que no tienes vergüenza? —Los ojos de Elizabeth se llenaron de lágrimas. Él era implacable y había alcanzado su cruel objetivo con intensidad—. Después de lo que me hiciste, ¿también quieres seducirme? ¿Es que no te quedarás tranquilo hasta que consigas destruirme por completo?
—Maldita seas. —Marcus agachó la cabeza hasta la de Elizabeth y le rozó los labios con los suyos para besarla con la suavidad de una pluma—. Jamás pensé que podría volver a poseerte —susurró—. Nunca pensé que tu matrimonio acabaría, pero ha sido así y, ahora, pienso conseguir lo que me prometiste.
Elizabeth soltó la barandilla y apoyó sus manos en la cintura de Marcus para empujarlo hacia atrás. Pero los firmes músculos que descubrió en su estómago le provocaron un dolor crudo y dulce que recorrió todo su cuerpo.
—Lucharé contra ti con todas mis fuerzas. Te ruego que desistas.
—No hasta que consiga lo que anhelo.
—Déjala en paz, Westfield.
Elizabeth suspiró aliviada al escuchar aquella voz conocida y, al levantar la mirada, vio que William descendía por la escalera.
Marcus se apartó de ella y dejó escapar una furiosa maldición. Se enderezó y fulminó a su viejo amigo con la mirada. Ella aprovechó la distracción para escabullirse deslizándose por su lado, cruzó el jardín a la carrera y desapareció por detrás de una esquina de setos de tejo. Él dio un paso adelante con la intención de ir tras ella.
—Yo no lo haría —amenazó William—, si fuera tú.
—Tú presencia resulta muy inoportuna, Barclay.
Marcus ahogó un rugido de frustración; sabía muy bien que su antiguo compañero aprovecharía la primera oportunidad para pelearse con él. La situación empeoró cuando un grupo de invitados, alertados por el tono elevado de sus furiosas voces y por la rigidez que desprendía el cuerpo de William, se asomaron al balcón con la esperanza de presenciar, en primera persona, el siguiente capítulo de un jugoso culebrón.
—La próxima vez que quieras ver a lady Hawthorne, te sugiero que recuerdes que ella ya no tiene nada que ver contigo.
Entonces una pelirroja escultural se abrió paso entre la multitud de curiosos y bajó los escalones a toda prisa.
—Lord Westfield. Barclay. ¡Por favor! —Agarró a William del brazo—. Éste no es el lugar más indicado para mantener una conversación privada.
William desvió su mirada de Marcus y observó a su encantadora esposa, que lucía una sonrisa triste en los labios.
—No hay por qué preocuparse. No ha pasado nada. —Levantó la vista y le hizo un gesto a George Stanton, que abandonó el balcón y corrió para unirse a ellos—. Por favor, asegúrate de que alguien acompaña a lady Hawthorne a casa.
—Yo mismo lo haré encantado.
Stanton se abrió paso con cautela entre los dos furiosos hombres antes de acelerar el paso y desaparecer en las sombras del jardín.
Marcus suspiró y se frotó la nuca.
—Tu intervención está basada en falsas suposiciones, Barclay.
—No pienso discutir eso contigo —contestó William olvidando su actitud civilizada—. Elizabeth no quiere verte y tendrás que respetar sus deseos. —Se quitó la mano de Margaret del brazo con suma delicadeza y se acercó a él con su ira contenida—. Ésta es la única vez que te lo advierto: aléjate de mi hermana o me batiré en duelo contigo. —La multitud que seguía en el balcón dejó escapar una exclamación colectiva.
Marcus se esforzó por controlar el ritmo de su respiración. La faceta racional de su personalidad le había ayudado a afrontar muchas situaciones delicadas, pero esta vez no quería hacer ningún esfuerzo por rebajar la tensión. Tenía una misión y planes propios. Y ambos objetivos requerían pasar mucho tiempo en compañía de Elizabeth. No podía dejar que nada se interpusiera en su camino.
Hizo frente al desafío de William y avanzó los pocos pasos que los separaban hasta que quedó a escasos centímetros de él. Luego suavizó su voz hasta adquirir un tono inquietante.
—Interferir en mi relación con Elizabeth no es muy inteligente por tu parte. Entre ella y yo aún quedan muchas cosas por resolver y no estoy dispuesto a permitir que te entrometas. Jamás le haría daño de forma deliberada y, si dudas de mi palabra, ya puedes buscarte un padrino. Mi determinación es firme y estoy decidido a enfrentarme a cualquier cosa.
—¿Arriesgarías tu vida por ello?
—Sin dudarlo.
Un incómodo silencio se instauró entre ellos, mientras se medían el uno al otro con atención. Marcus había dejado muy claras sus intenciones. No pensaba amilanarse por una amenaza de muerte.
William lo atravesó con una mirada penetrante. Durante aquellos años, habían conseguido mantener una gélida relación pública. El matrimonio de William había trazado un camino muy alejado al de Marcus, con su disoluta vida de soltero, y no habían tenido muchas oportunidades para hablar. Marcus lamentaba la pérdida y añoraba la compañía de su amigo, al que consideraba un buen hombre. Pero el hermano de Elizabeth le había juzgado con demasiada ligereza y no iba a permitir que maltratara su orgullo. No iba a defender su causa ante oídos sordos.
—¿Volvemos a la fiesta, lady Barclay? —concluyó William, al fin, relajando levemente sus hombros.
—Parece que la temperatura ha bajado un poco —murmuró Marcus.
—Sí, milord —concedió lady Barclay—. Estaba a punto de decir lo mismo.
Entonces Marcus escondió su dolor, dio media vuelta y se marchó.
Elizabeth cruzó el vestíbulo de Chesterfield Hall como un suspiro. Sus labios palpitaban y aún notaba el sabor de Marcus en la boca, un gusto embriagador tan peligroso que amenazaría la cordura de cualquier mujer. A pesar de que el ritmo de sus latidos se había normalizado, tenía la sensación de haber corrido una maratón. Llegar a su casa le dio un respiro. El mayordomo le quitó la pesada capa que la abrigaba y se dirigió a la escalera mientras se sacaba los guantes. Tenía mucho sobre lo que reflexionar, demasiado. No había calibrado bien la firme determinación de Marcus y necesitaba planificar muy bien su estrategia si quería plantarle cara a un hombre tan decidido como él.
—¿Milady?
—¿Sí? —Elizabeth se detuvo y se volvió en dirección al sirviente.
Éste sostenía una bandeja en la que descansaba una carta escrita en papel de color crema. A pesar de su aspecto inocuo, Elizabeth se estremeció. La caligrafía y el pergamino eran los mismos de la carta en la que le habían solicitado que entregara el diario de Hawthorne.
Negó con la cabeza y respiró hondo. Estaba convencida de que Marcus la visitaría al día siguiente y, fuera lo que fuese lo que le pedían en aquella misiva, podía esperar hasta mañana. No quería leerla sola. Elizabeth sabía muy bien lo peligrosas que eran las misiones de la agencia y no se tomaba a la ligera su implicación en el asunto. Por eso mismo, y ya que Marcus insistía en acosarla, no dejaría escapar la oportunidad de utilizarlo en su propio beneficio.
Hizo un gesto con la mano al mayordomo para que se retirase, se recogió la falda y subió la escalera.
No dejaba de ser una ironía del destino que el hombre que le habían asignado para protegerla fuera el único que había demostrado no ser digno de confianza.