—Estás preciosa.
Margaret se sonrojó.
—Cielo santo, Elizabeth. ¿Cómo puedes decir eso? Debo de tener un aspecto horroroso. Desde que el niño nació aún no he podido dormir una noche entera, tengo el pelo despeinado y estoy…
—Radiante —la interrumpió Elizabeth.
Margaret sonrió mirando a su hijo con adoración.
—Jamás pensé que se podría amar tanto a alguien como quiero a este bebé. —Se dirigió a Elizabeth que estaba junto a la puerta—. Te darás cuenta cuando tú y Westfield tengáis hijos.
Elizabeth asintió con tristeza y alargó el brazo para coger el pomo de la puerta.
—Te dejaré para que puedas alimentar a mi sobrino.
—No tienes por qué marcharte —protestó Margaret.
—Ayer llegamos tan tarde que sigo estando muy cansada. Echaré una pequeña siesta y luego vuelvo.
—¿Dónde está lord Westfield?
—Ha ido a ocuparse de algunos asuntos. Espero que vuelva pronto.
—Está bien. —Margaret asintió—. Regresa cuando estés más despejada. Añoro la compañía femenina.
Elizabeth se retiró a su dormitorio bostezando y con el corazón lleno de angustia. Había visto a Marcus preocupado. A pesar de lo mucho que él se había esforzado por negarlo, ella estaba segura de que algo no iba bien.
Se detuvo en el pasillo y frunció el cejo frente a su dormitorio, al darse cuenta de que la puerta estaba entreabierta. Entró con cautela y descubrió a una silueta familiar registrando los cajones de su escritorio. El hombre se volvió hacia ella y Elizabeth se quedó helada al ver el cuchillo que tenía en la mano.
Tragó saliva con fuerza y lo interrogó:
—¿Qué está haciendo, señor James?
Marcus se sobresaltó al oír el disparo, a pesar de que seguía paralizado por el dolor. Talbot se convulsionó y abrió los ojos con estupor, mientras una mancha carmesí le encharcaba el chaleco y empezaba a extenderse desde el agujero que se había abierto en su pecho. Se tambaleó y, después de perder el equilibrio por completo, se desplomó, obligando a Marcus a rodar por el suelo para apartarse. Estaba muerto.
Marcus estaba rodeado por un tumulto espeluznante y se puso en pie para observar con atención la pelea que se había organizado. Una docena de hombres, todos desconocidos para él, luchaban a muerte. Levantaban tanto polvo en el camino, que se sentía asfixiado y con un molesto picor en los ojos. El acero chocaba en macabra cacofonía y, como su brazo derecho estaba todavía en perfecto estado, Marcus desenvainó la espada a la velocidad del rayo y se preparó para defenderse.
—Agáchate.
Se dio media vuelta con la espada en alto y se encontró frente a frente con St. John.
—No estás en condiciones de pelear —le dijo el pirata con sequedad mientras se deshacía de una pistola humeante e inservible.
—¿Cuánto tiempo hace que James y Talbot trabajan para ti?
St. John se le acercó.
—Nunca lo han hecho. Aunque eso no significa que no tenga ojos y oídos dentro de la agencia. Pero los hombres que has mencionado no tienen nada que ver conmigo.
Marcus se quedó de piedra mientras dejaba que sus pensamientos descifraran la realidad de lo que ocurría. Se giró para buscar a Eldridge, pero no lo halló por ninguna parte. Volvió a clavar sus ojos en Talbot y llegó a la única conclusión posible: nada era lo que parecía.
St. John resopló y concluyó:
—Veo que por fin comprendes la verdad. Te lo habría explicado antes, pero no me hubieras creído.
Un hombre cayó a sus pies y los dos se apartaron del camino con rapidez.
—Deja que sean mis hombres quienes se ocupen de esto, Westfield. Tenemos que vendarte esa herida para que no te desangres y correr en busca de lady Westfield.
La idea de trabajar junto a St. John le irritaba sobremanera. Escupió la bilis que trepaba por su garganta. Todo aquel tiempo, todos aquellos años…
Poco a poco, el camino se fue quedando en silencio, pero la sangre de Marcus hervía y su rugido no le dejaba pensar con claridad. Se quitó la casaca y tiró la prenda destrozada sobre la mugre sanguinolenta del camino. St. John le vendó el hombro herido con rapidez y eficiencia mientras él observaba cómo los lacayos del pirata se deshacían del montón de cuerpos con aterradora despreocupación.
—¿Cuánto tiempo hace que sabes esto? —le preguntó con brusquedad.
—Años.
—¿Y el diario?
St. John apretó el vendaje hasta que Marcus esbozó una mueca de dolor, asintió valorando su propia pericia y dio un paso atrás.
—¿Puedes montar?
—Me han disparado pero no soy un inválido.
—Estupendo. Vámonos. Te lo explicaré por el camino.
—¿Dónde está el diario, milady? —le preguntó Avery.
Elizabeth pegó sus ojos al cuchillo.
—A salvo.
—Ninguno de nosotros está a salvo.
—¿De qué está hablando?
Avery James se acercó a ella con un movimiento rápido y Elizabeth reculó.
—No es momento de asustarse. Necesito que piense rápido y que confíe ciegamente en mí o no sobrevivirá.
—No entiendo nada.
—Yo tampoco estoy seguro de entenderlo. He visto a varios hombres acercarse por el jardín trasero y rodear la mansión.
—¿Nos están sitiando? —gritó ella, horrorizada—. Aquí hay sirvientes, lord y lady Barclay… ¡Oh, dios! ¡El bebé!
Avery la agarró del codo y la llevó hasta la puerta.
—Lord Langston se ha marchado, igual que Westfield y Eldridge. Si entran unos cuantos bandoleros la cogerán sin mucho esfuerzo. Ya han registrado su dormitorio en otras ocasiones, saben cómo entrar.
—¿Quién iba a ser tan temerario?
Entonces, una figura de confianza apareció en el umbral y les bloqueó la salida.
Avery se detuvo y apretó los dientes con seriedad. Luego hizo un gesto con la barbilla en dirección a la puerta.
—Él.
Marcus observó escondido entre los matorrales y maldijo entre dientes. Cuando pensaba en su mujer, el pánico le aceleraba el corazón. ¿Había pasado tanto miedo en alguno de sus anteriores encuentros cercanos a la muerte?
Contó cuatro hombres frente a la casa y tres en la parte de atrás. Si hubiera salido ileso, la operación le habría resultado muy sencilla, pero sólo disponía de uno de sus brazos. Debilitado por la pérdida de sangre y por el pánico que sentía por Elizabeth, sabía que era incapaz de luchar solo contra todos ellos. Así que no le quedó otro remedio que observar, con frustrada impotencia, cómo los hombres de St. John se ocupaban del desagradable asunto, se distribuían furtivamente por el perímetro de la casa y esperaban la oportunidad de atacar.
—Eldridge lo supo desde el principio —le explicó St. John en voz baja, captando la atención de Marcus—. En seguida advirtió el parecido que había entre Hawthorne y yo. Y cuando hubo confirmado sus sospechas, se enfrentó a mi hermano y le amenazó con revelar su conducta traicionera por haberse unido a la agencia.
—¿A menos…?
—A menos que trabajara para él. Eldridge nos proporcionaría la información, nosotros haríamos uso de ella y él se quedaría con la mitad de las ganancias.
—Dios. —Marcus volvió a posar sus ojos sobre Chesterfield Hall, sin apenas ver nada. Había dedicado cuatro años de su vida a perseguir una mentira—. Yo confiaba en él —se sinceró con tristeza.
—Hawthorne no y de ahí la creación del diario.
—¿Qué contiene…?
—Nada. —St. John se encogió de hombros ante la furiosa mirada de Marcus—. Hawthorne sabía que ambos éramos prescindibles, así que utilizó el diario para negociar. Mi hermano convenció a Eldridge de que esa libreta contenía un listado de testigos capaces de inculparle, además de distintas localizaciones de los botines que le habíamos ocultado. Si nos ocurría algo, su traición quedaría al descubierto y perdería lo que, a día de hoy, todavía piensa que es una fortuna. En realidad, no teníamos nada, pero ese libro suponía un seguro de vida para nosotros.
—¿Te salvaste a ti mismo y arriesgaste la vida de mi mujer? —rugió Marcus—. ¡Mira todo lo que ha sufrido y la situación en la que está ahora!
—Yo soy responsable de los registros en su habitación, Westfield, pero no tengo nada que ver con los ataques que, en realidad, eran una advertencia contra mi persona. Eldridge juró matar a lady Westfield si yo le hacía algún daño a él. También me amenazó con revelar la traición de Hawthorne, y yo no podía dejar que eso ocurriera. Así que hemos esperado, tanto él como yo, a que llegara el día en que la balanza se decantara y pudiéramos eliminarnos mutuamente.
Marcus se puso en pie y observó cómo los hombres de St. John acababan con la vida del último de los hombres de Eldridge. Les habían cortado el cuello para no hacer ruido alguno. Luego, con la misma precisión que habían demostrado en el camino, los lacayos del pirata arrastraron los cuerpos lejos de la mansión y los escondieron en una arboleda.
—¿Y por qué no te mató cuando el diario salió a la luz? ¿De qué le servías una vez tuviera el libro en su poder?
—Eldridge está convencido de que soy el único hombre vivo capaz de descifrar el código de Hawthorne. —St. John esbozó una triste sonrisa—. Ha dejado que tú lo intentaras e imagino que si lo hubieras conseguido te habría asesinado y me hubiera hecho responsable a mí. Pero él sabe que no puede acabar conmigo sin más, la gente se amotinaría.
Abandonaron la cobertura de los arbustos y corrieron hacia la casa.
—Hay demasiado silencio —murmuró Marcus mientras entraban por la puerta principal.
Los escalofríos recorrían su espalda y se mezclaban con el sudor que le empapaba la piel y la ropa. Marcus y St. John se movían con cautela sin saber qué clase de trampas les esperaban.
—Westfield.
Los dos hombres se detuvieron en seco. Volvieron la cabeza y se encontraron con la intensa mirada del vizconde Barclay, inmóvil junto a una puerta.
—¿Hay algo que quieras explicarme? —preguntó él con la mandíbula contraída y los ojos fulgurantes de odio hacia St. John.
Marcus se dio media vuelta para ponerse frente a su cuñado y le enseñó la herida.
—¡Cielo santo! ¿Qué te ha pasado?
—Eldridge.
William abrió los ojos como platos y asumió la noticia con un evidente estremecimiento.
—¿Qué? No puedo… ¿Eldridge?
Marcus no se movió en absoluto, pero William le conocía lo suficiente como para confiar en su silenciosa respuesta. Soltó un intenso suspiro, se recompuso y dejó a un lado sus preguntas, que podían esperar. En ese momento, debían ocuparse de asuntos más apremiantes.
—No puedes seguir así. Necesitas un cirujano.
—Necesito a mi mujer. Eldridge está aquí, Barclay. En esta casa.
—¡No! —William lanzó una mirada horrorizada escaleras arriba y luego señaló a St. John—. ¿Y le consideras digno de tu confianza?
—No sé en quien confiar, pero él acaba de salvarme la vida. Por ahora, tendrá que bastarnos con eso.
Pálido y confundido, William se dio un momento para ordenar sus pensamientos, pero tardó demasiado para la paciencia de Marcus. Habían perdido mucho tiempo y Eldridge les llevaba ventaja. Elizabeth estaba en peligro y él se estaba volviendo loco. Dejó atrás a los otros dos, se olvidó de la precaución y corrió escaleras arriba.
—¿Lord Eldridge? —Elizabeth frunció el cejo desorientada y miró por encima del hombro—. ¿Dónde está Westfield?
—Lord Westfield está retenido. Si desea reunirse con él, sólo tiene que coger el diario y entregármelo.
Ella lo miró desconcertada tratando de comprender lo que se proponía. Entonces advirtió que unas minúsculas manchas oscuras moteaban el terciopelo gris de su chaleco y la aguda sensación de que algo no iba bien se intensificó. Apretó sus puños y dio un paso al frente.
—¿Qué ha hecho?
Eldridge cambió de postura sorprendido y Avery aprovechó su pequeña distracción para lanzarse contra él y tirarlo al suelo.
Ambos hombres impactaron contra el suelo, se oyó un doloroso golpe y rodaron hasta el pasillo, donde colisionaron contra la pared. Con la mente turbada y un agudo dolor en el pecho, Elizabeth se preguntó por un momento si aquel ruido habría despertado al bebé. Y fue precisamente ese pensamiento lo que la impulsó a actuar.
Registró la habitación con desesperación en busca de algo, cualquier cosa que pudiera utilizar a modo de arma.
—¡Corra! —rugió Avery con las manos ocupadas en mantener a raya el cuchillo que blandía Eldridge.
La advertencia empujó a Elizabeth a moverse. Se levantó la falda, pasó junto a los hombres enzarzados en mortal combate y corrió por el pasillo en dirección a los aposentos de Margaret. Pero al doblar la esquina, su cabeza colisionó contra una barrera robusta. Lanzó un grito de terror, cayó al suelo y se agarró con desesperación al duro cuerpo que se precipitaba junto a ella.
—Elizabeth.
Sus pulmones se quedaron sin aire después de chocar y derrumbarse sobre su marido.
Aturdida, Elizabeth levantó la cabeza y vio cómo los pies de William corrían hacia sus aposentos.
—Dejad que yo me ocupe de Eldridge —pidió St. John en voz baja mientras pasaba por encima de ellos.
Elizabeth miró a su marido, pero las lágrimas que brotaban de sus ojos le nublaron la visión. Marcus, pálido y demacrado, se la quitó de encima con suavidad y esbozó una mueca de alivio.
—¡Me dijo que te habían capturado! —exclamó ella llorando.
—Casi me matan.
Entonces ella se dio cuenta del vendaje empapado en sangre que le rodeaba el torso y el hombro.
—Oh, cielo santo, ¡estás herido!
—¿Tú estás bien? —le preguntó él con brusquedad mientras se ponía en pie y luego la ayudaba a levantarse.
Ella asintió, pero no conseguía dejar de llorar.
—El señor James me ha salvado la vida. Él ha retenido a Eldridge hasta que he escapado, pero le encontré registrando mi habitación. Quería el diario, Marcus. Tenía un cuchillo…
Marcus la abrazó y absorbió el temblor de su cuerpo con su único brazo sano.
—Calma. Ve con tu hermano, amor, y no te apartes de su lado hasta que vuelva a buscarte. ¿Entendido?
—¿Adónde vas? —Le agarró de la cintura de los pantalones con la poca fuerza que le quedaba—. Necesitas ayuda. Estás sangrando. —Elizabeth se irguió—. Deja que te lleve con William, así podré pensar…
Él se apoderó de su boca y le dio un intenso y rápido beso.
—Te adoro. Eres tan valiente… Pero te pido que me consientas este capricho. Permíteme que sea yo quien acabe con esto. Te lo suplico en nombre de mi orgullo masculino.
—¡No te pongas arrogante ahora! No estás en condiciones para perseguir criminales, y yo soy capaz de manejar una pistola con más habilidad que la mayoría de los hombres.
—No seré yo quien lo ponga en duda. —Marcus habló con voz firme—. Sin embargo, en este caso, haré uso, como marido, de mi derecho a decidir, a pesar de la pelea que sé que provocaré. Vete, mi amor. Haz lo que te digo. Pronto volveré contigo, y entonces podrás gruñirme todo lo que te apetezca.
—Yo no te gruño.
El ruido del acero chocando en el pasillo contiguo hizo que la mirada de Marcus se endureciera lo suficiente como para que ella se estremeciera. Elizabeth siguió el camino del suave empujón que él le propinó y se marchó, con las piernas temblorosas, siguiendo el corredor.
—Ten cuidado —le advirtió ella. Pero, cuando miró atrás, él ya se había ido.
Marcus agradeció a Dios que Elizabeth estuviera sana y salva cuando todo aquello en lo que había creído y todas las personas en las que había confiado… Todo se había desvanecido de un plumazo. Excepto ella. Tenía unas ganas desesperadas de cobijarse en su mujer, pero necesitaba terminar con todo aquello; se dio media vuelta y corrió en dirección a la refriega.
Dobló la esquina con los dientes apretados y vio cómo St. John se desplazaba con elegancia y su espada se movía con tanta rapidez que costaba seguirlo. Eldridge luchaba desesperadamente contra él sin peluca, con el pelo revuelto y el rostro enrojecido por el esfuerzo. Marcus sabía que la batalla que libraba estaba perdida de antemano, pero el líder de la agencia no era asunto suyo. Si bien él también tenía grandes reproches que hacerle, su esposa estaba viva. Sin embargo, St. John no podía decir lo mismo de su hermano.
Marcus centró su atención en Avery, que esperaba a un lado con su daga en una mano. Hacía años que trabajaban juntos y, hasta hacía una hora, él pensaba que ese agente era su amigo. Todavía conservaba una minúscula esperanza y quería darle a Avery la oportunidad de hacer lo correcto.
St. John hizo una finta y luego embistió hacia delante apoyándose en el pie derecho. Eldridge estaba exhausto, no logró moverse con rapidez para esquivar el golpe y la hoja de la espada se hundió en su muslo mientras el veterano caía de rodillas.
El pirata se acercó a Eldridge con los dientes apretados y lo cogió por el cuello.
—No puedes matarme —graznó Eldridge—. Me necesitas.
Fue entonces cuando Avery intervino, para acercarse al distraído St. John por detrás, con el brazo alzado y el cuchillo en la mano.
—Avery —rugió Marcus.
El agente se dio media vuelta y se lanzó hacia delante obligando a Marcus a reaccionar. Bloqueó la brillante daga con su espadín y dio un paso atrás.
—No lo hagas —le gruñó.
Pero Avery no pensaba desistir.
—No tengo alternativa.
Marcus intentó evitar la confrontación a la espera de que Avery se rindiera. Apuntó con su arma a las zonas menos vulnerables con intención de herirlo sin matarlo. Sin embargo, al final, exhausto por el dolor de su propia herida y sin más opción, le asestó un golpe mortal.
Avery se dejó caer al suelo entre jadeos. Su espalda resbaló por la pared y le salía sangre por la comisura de sus labios. Sus manos cubiertas de una capa de rojo carmesí presionaron el lugar exacto del pecho que Marcus había atravesado con su arma. Eldridge se había desplomado a sus pies con la espada de St. John tan incrustada en el corazón que se había clavado en el suelo de madera.
Marcus suspiró y se agachó junto a Avery.
—Dios, Avery, ¿por qué?
—Milord —jadeó James con la frente cubierta de sudor—. Creo que ya sabes la respuesta a esa pregunta: nunca he querido ir a la cárcel.
—Pero tú le salvaste la vida a mi mujer y yo podría haberte ayudado.
En los labios de Avery, se formó una burbuja de rojo translúcido que explotó en cuanto empezó a hablar.
—Le había… le había cogido cariño.
—Y ella también a ti.
Marcus sacó un pañuelo y le limpió el sudor de la frente. Los ojos del agente se cerraron al sentir el contacto con la tela.
Marcus miró a Eldridge. La escena era surrealista y desgarradora.
—Había más… hombres —resolló Avery—. ¿Está ella a salvo?
—Sí, está a salvo.
Avery asintió. Su aliento se agitó, se quedó inmóvil y su cuerpo se rindió en brazos de la muerte.
Marcus se puso en pie, exhausto y desanimado. Miró a St. John y el pirata le dijo en voz baja:
—Me has salvado la vida.
—Considéralo un justo pago por lo de antes. ¿Qué pretendes hacer con Eldridge?
—El pobre ha sido víctima de un robo en la carretera. —St. John recuperó su espada—. Mis hombres se asegurarán de que lo encuentren en el momento exacto y de la forma adecuada. Si ya hemos acabado, me ocuparé de ello.
Marcus no pudo evitar sentir una punzada de culpabilidad y melancolía. Él había admirado mucho a Eldridge, y lamentaba la pérdida del hombre que siempre creyó que era.
—Llévate el diario —le pidió con aspereza—. Espero no volver a ver ese maldito libro en mi vida.
—Mis hombres se encargarán de estos dos —dijo el pirata mientras señalaba a los cadáveres con la punta ensangrentada de su espada—. Somos libres, Westfield. Estoy seguro de que el rey se creerá la historia cuando Barclay y tú se la contéis. Luego eliminarán las malas semillas de la agencia y Eldridge ya no volverá a perseguirme después de muerto.
—Sí, supongo que será así.
Pero Marcus Westfield no encontraba demasiado consuelo en ese final. Todo lo que había ocurrido aquel día le dejaría una marca de por vida.
—¿Marcus?
Se volvió hacia la voz vacilante de su mujer. Elizabeth estaba a unos metros de distancia con una pistola en la mano. Su imagen, tan pequeña pero decidida, alivió el dolor que sentía en el pecho y alejó su desconcierto. Ahora podría buscar consuelo entre sus brazos.