El carruaje que alquilaron no llegó a Chesterfield Hall hasta pasada la medianoche debido a la necesidad de secretismo. Elizabeth y Marcus se apearon del coche en la parte trasera de la mansión y entraron por la puerta del servicio.
—¿Es necesario este nivel de prudencia? —se quejó Elizabeth temblando al percibir la gélida brisa de la noche.
Marcus le puso su capa sobre los hombros y la rodeó con los brazos para compartir con ella su calor.
—Me niego a arriesgar tu vida. Eres demasiado valiosa para mí.
Subieron por la escalera del servicio y se dirigieron a la antigua habitación de Elizabeth.
—¿Cuánto valor tengo? —le preguntó ella en voz baja mientras caminaba por delante de él por el pasillo.
—Tu valor es incalculable.
Marcus cerró la puerta del dormitorio, le quitó las dos capas de encima de los hombros y luego le dio la vuelta para mirarla a la cara. Agachó la cabeza, clavó los ojos en ella y le dio un beso suave y generoso pegando los labios a los suyos con afecto.
—¿Tú me quieres, Marcus?
Se había prometido a sí misma que nunca le preguntaría acerca de sus sentimientos, puesto que cada día le demostraba de cien maneras distintas lo mucho que significaba para él. Pero, por algún motivo, tenía la necesidad de escucharle decir esas palabras.
Los labios de Marcus sonrieron contra los suyos.
—¿Crees que tienes que preguntármelo?
Elizabeth se separó un poco de él para examinar su rostro.
—¿Tanto te cuesta decirlo?
Marcus abrió la boca para hablar justo cuando alguien llamó a la puerta con suavidad.
—Adelante —dijo él, incapaz de disimular su alivio.
William asomó su despeinada cabeza rubia.
—Lady Barclay os ha oído llegar. Le gustaría mucho que Elizabeth fuera a conocer a su sobrino ahora mismo. Tú tendrás que esperar hasta mañana, Westfield.
—¡Claro! Ahora mismo voy. —Elizabeth se puso de puntillas y esperó hasta que Marcus agachó la cabeza hacia ella—. No hemos acabado de hablar, milord.
Él frotó la nariz contra la suya.
—Te espero con impaciencia, lady Westfield.
Entonces Elizabeth salió de la habitación y William se quedó con él.
Marcus observó a su cuñado con detenimiento y advirtió las oscuras sombras que asomaban por debajo de sus ojos.
—Pareces exhausto.
—El futuro conde de Langston tiene un apetito voraz y lady Barclay se ha negado a contratar a una nodriza. He intentado convencerla, pero ha sido imposible. Se ha mantenido muy firme.
—Enhorabuena. —Marcus extendió la mano y William la encajó con firmeza—. Eres un hombre muy afortunado.
William se pasó las manos por el pelo.
—No deberíais haber vuelto a Londres.
—Estoy totalmente de acuerdo, pero al igual que tu mujer, Elizabeth no se ha dejado convencer. Por desgracia, la situación ha llegado a tal extremo, que está dispuesta a convertirse en cebo para acabar con esta pesadilla. —Marcus suspiró—. Tu hermana siempre ha demostrado tener una deplorable falta de miedo.
—Sí, siempre fue así. Pero no te pongas tan serio, Westfield. Ya veo que no estás de acuerdo con su decisión, por eso habéis llegado a estas horas y no habéis ido a tu casa. No quieres que nadie sepa que ella está aquí.
—¿Y me culpas? Es mi mujer. Seguro que sabes cómo me siento. ¿Acaso no has vivido tú con el mismo miedo durante estos últimos cuatro años?
—No era lo mismo —admitió William—. No había ningún diario por el que preocuparse ni tampoco sospechábamos que existiera un espía en la agencia. Ahora el peligro es mucho mayor, no estoy ciego ni soy despreocupado. Ya sabes que quiero a Elizabeth, pero tengo un hijo. Ha llegado el momento de que acabemos con este capítulo de nuestras vidas para que todos podamos seguir adelante con tranquilidad.
—¿Y qué pasa con mis hijos? Si a Elizabeth le ocurriera algo yo me quedaría sin nada. Ambos me pedís algo imposible.
—Westfield… —William suspiró con fuerza—. Los dos estaremos preparados cuando llegue el momento.
—¿Cuándo llegue el momento de qué? —preguntó Elizabeth desde la puerta.
—De que te quedes en estado —dijo William con una sonrisa que escondía la naturaleza de su conversación.
Elizabeth abrió los ojos como platos.
—¿Estabais hablando de hijos? —Miró a Marcus—. ¿De nuestros hijos?
Él sonrió al pensar en ello. Cada día se repetía a sí mismo que ella era un regalo que lo maravillaba.
William le dio un abrazo rápido.
—Tu hijo es precioso —le dijo ella con una suave sonrisa—. Cuando he llegado ya se había quedado dormido. Me muero por cogerlo cuando los dos estemos menos cansados.
William le dio un beso en la frente y bostezó antes de marcharse.
—Hasta mañana, entonces.
La puerta se cerró con delicadeza y Elizabeth se volvió para mirar a Marcus.
—Nunca hemos hablado de hijos.
—No hay ninguna necesidad. —Se acercó a ella—. Llegarán cuando sea el momento, ni un segundo antes ni uno después.
Ella apartó la mirada y se mordió el labio inferior.
Él frunció el cejo al ver que sus facciones se enfriaban.
—¿Qué te preocupa, amor?
—No quiero hablar del tema.
Él se rió con suavidad y deslizó un dedo por su clavícula. En seguida percibió cómo la piel de Elizabeth reaccionaba a su caricia.
—Siempre dices eso y, acto seguido, me obligas a entrometerme en tus pensamientos. Pero es muy tarde, así que te pido que esta vez me evites el esfuerzo.
Ella cerró los ojos.
—¿No podemos irnos a dormir? Estoy cansada.
—Cuéntamelo —la presionó con los labios sobre su frente. Luego bajó la voz de un modo muy seductor—. Conozco muchas formas de obligarte. ¿Prefieres eso?
—Es posible que… —Elizabeth agachó la cabeza y moderó el volumen—. Quizá sea estéril.
Él se alejó de ella, sorprendido.
—¿De dónde has sacado esa ridiculez?
—Piénsalo. Estuve casada con Hawthorne y…
—Él no se esforzó lo suficiente.
Marcus ignoró el comentario con un bufido.
—Tú te has esforzado más que suficiente durante estos últimos meses —argumentó ella—. Y, aún así, mi menstruación aparece cada mes con la regularidad de un reloj.
Marcus frunció el cejo y miró la expresión compungida de Elizabeth. Su evidente tristeza lo dejó sin aliento.
—Ay, encanto. —La rodeó con sus brazos y empezó a desabrocharle el vestido—. Te preocupas sin motivo.
—Cada nuevo mes que pasa siento que te he fallado.
Elizabeth apoyó la mejilla contra el terciopelo de su casaca.
—Qué extraño. Cada nuevo mes que pasa yo agradezco el poder tenerte para mí solo un poco más de tiempo.
—Por favor, no bromees con esto.
—Nunca. Yo tengo dos hermanos. El linaje de los Ashford no está en peligro.
—Estoy segura de que quieres tener tus propios hijos, y mi deber es proporcionártelos.
—Ya está bien. —Le dio media vuelta para poder desvestirla con más facilidad—. Sólo te quiero a ti. En toda mi vida, sólo te he querido a ti.
—Marcus…
La voz de Elizabeth se quebró y el corazón de Marcus se estremeció.
—Te quiero —le dijo él con la voz ronca—. Siempre te he querido. —Notó cómo ella lloraba por debajo de sus manos—. Si tenemos que vivir tú y yo solos el resto de la vida, moriré siendo el hombre más feliz del mundo. No lo dudes jamás.
Ella se dio media vuelta, se agarró a él y posó sus labios llenos de lágrimas sobre los suyos.
—No te merezco —sollozó ella mientras le pasaba los dedos por el pelo con frenesí.
Marcus, sorprendido por su arrebato, la abrazó con fuerza. Se sentía incapaz de articular palabra después de haber dicho lo que había jurado no decir ni pensar jamás. Ella se apretó contra él con tanta fuerza que Marcus se tambaleó. Elizabeth deslizó las manos por debajo de su casaca, se la quitó de encima de los hombros y luego empezó a desabrochar los botones de marfil de su chaleco.
—Elizabeth.
Sus manos estaban por todas partes y se abalanzaban sobre las muchas capas de ropa que llevaba. Forcejeó con el galón de sus calzones hasta que él no pudo hacer otra cosa que ayudarla. Marcus la comprendía, quizá mejor de lo que ella se entendía a sí misma. Se sentía arrinconada, atrapada por sentimientos de los que había huido siempre. Cuando la conoció, corría para alejarse de ellos, pero ahora, en vez de alejarse, corría hacia él en busca de consuelo. Y él estaba dispuesto a darle todo lo que necesitara y tomar lo que ella le ofreciera a cambio, porque la amaba con cada fibra de su ser.
—Quítame esto —gimoteó ella mientras tiraba de su corpiño—, quítamelo.
Él estiró de las solapas abiertas y abrió el vestido. Elizabeth se despojó de la prenda y luego, con el corsé, la camisa y un montón de enaguas encima, le tiró al suelo, se presionó contra él y le pasó una pierna por encima de las caderas. Marcus se rió. Adoraba esa concentración y la brutal necesidad que demostraba por él. Pero cuando ella agarró su miembro con la mano y se lo metió en el cuerpo para atraparlo con sus húmedos y sedosos pliegues, Marcus jadeó y se arqueó.
—Dios —rugió y se preguntó, tal como hacía cada vez que hacían el amor, si el placer que sentía llegaría algún día a remitir hasta un nivel un poco más soportable. Y si eso era todo lo que le ofrecía el sexo, si su semilla nunca llegaba a arraigar en ella, podría convivir con ello sin problema. Lo sabía en lo más profundo de su alma.
Elizabeth se quedó quieta. Gemía con la cintura y los pechos atrapados bajo su ropa interior. Agachó la cabeza para mirar a su marido, tumbado debajo de ella con un aspecto magnífico en su desorden. Marcus Ashford, conocido por su inquebrantable firmeza, estaba sonrojado, tenía los ojos brillantes y sus sensuales labios separados. Incapaz de resistirse, lo agarró por la nuca y posó la boca sobre sus labios. Al percibir su sabor, oculto y peligroso, y al notar su lengua, sedosa y cálida, Elizabeth se estremeció y se contrajo con fuerza alrededor del miembro que palpitaba en su interior.
Marcus gimió dentro de su boca y la rodeó con sus brazos y extrema delicadeza. Luego empezó a balancear su cadera hacia delante para llegar hasta las profundidades de Elizabeth con la gruesa punta de su erección.
—Marcus…
Elizabeth, desbordada por un voluptuoso deseo, se elevó, se contoneó y se dejó caer al mismo tiempo que él empujaba hacia arriba, permitiendo que penetrara tan hondo que se retorció de placer. Cada caricia, cada mirada y cada rugido que salía de la garganta de Marcus le decían lo mucho que la amaba y la aceptaba, lo mucho que la necesitaba a pesar de todos sus defectos.
Ella sabía que a Marcus le gustaba mirarla y el brillo de sus ojos era tan intenso que parecía tocarla. Él disfrutaba con sus gritos y su necesidad. El cuerpo de Elizabeth ondulaba sobre el suyo, sin restricciones mentales que la frenaran, entregado por completo a su deseo. El firme abrazo del corsé aumentaba la intensidad de la experiencia, la hacía dolorosamente consciente y le provocaba un soñoliento mareo.
—Sí —la animó él con la voz ronca—. Toma lo que anhelas. Déjame dártelo.
Elizabeth posó las yemas de los dedos sobre su abdomen y notó cómo sus músculos se flexionaban por debajo de la camisa de lino. Lo miró a los ojos.
—Abrázame.
Marcus tiró de ella, posó los labios sobre los suyos y empezó a deslizar la lengua en su boca con el mismo ritmo con que la penetraba. Ella estaba tan húmeda y tan excitada, que a cada nueva embestida sus fluidos resonaban por toda la habitación.
«Moriría por esto», había dicho él. Y ella sabía que era cierto porque allí, entre sus brazos, ella también se sentía perecer.
Y luego renacía.
Aquella mañana Elizabeth se despertó tarde y se encontró sola en la cama. Se lavó y se vistió ansiosa por ver a Marcus antes de pasar todo el día con Margaret y el bebé.
Cuando bajó la escalera principal, descubrió a lord Eldridge y a Avery junto a su marido en el salón de visitas. Se detuvo un momento, se preparó para lo que estaba por venir y siguió adelante.
Marcus la vio acercarse y se reunió con ella al final de la escalera.
—Buenos días, mi amor.
Su mirada, cálida y agradecida, hablaba por sí sola.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó ella.
—Debo irme con Eldridge. Nos han informado de que han visto a St. John en Londres, y también hay otros asuntos que tengo que atender.
Ella esbozó una sonrisa educada en dirección a lord Eldridge y a Avery.
—Buenos días, milord. Señor James —les dijo.
Ambos caballeros asintieron a modo de saludo.
Entonces ella volvió a centrar toda su atención en Marcus, le observó el rostro y advirtió la tirantez que rodeaba sus labios.
—¿Hay algo más? ¿Algo que me estés ocultando?
Él negó con la cabeza.
—Sólo me preocupa dejarte aquí. Le he pedido a Avery que se quede contigo, aunque preferiría protegerte yo mismo. Siempre que me doy la vuelta ocurre algo malo y…
Elizabeth posó los dedos en sus labios y le hizo callar.
—Silencio. Estaré bien con el señor James. Y William también está aquí.
—No me quedaría tranquilo ni dejándote con la guardia real.
—Pues quédate —le respondió ella con sencillez—. Que sea el señor James quien acompañe a Eldridge.
—No puedo. He renunciado a mi puesto y hay algunos asuntos que debo resolver antes de ser libre del todo.
Elizabeth se tapó la boca con la mano y sus ojos se llenaron de lágrimas. Había cumplido su promesa.
—Dime que son lágrimas de felicidad.
—Te quiero —le susurró ella.
Marcus esbozó una sonrisa íntima.
—Volveré lo antes que pueda. Intenta no meterte en líos mientras no estoy aquí, por favor.
Marcus y Eldridge salieron de Chesterfield Hall, cogieron las riendas de las manos de los mozos y montaron sus caballos.
—¿Le has contado algo a lady Westfield? —le preguntó Eldridge cuando llegaron a la carretera.
—No, sólo hubiera conseguido preocuparla.
—¿No crees que una amenaza contra tu vida bien vale esa preocupación?
Marcus resopló.
—Si ésa fuera su intención, St. John me habría matado hace mucho tiempo —contestó quitándole importancia—. Es consciente de que las amenazas contra lady Westfield tienen mucho más peso para mí. Aun así, existe la posibilidad de que se le haya ocurrido que yo puedo bajar la guardia sobre ella si me veo obligado a pensar en mi propia seguridad. Sería un intento absurdo por su parte, aunque, por otro lado, su esfuerzo ha sido mínimo: sólo te ha enviado una carta, ¿no?
Marcus estaba tan seguro de su afirmación que el disparo y el intenso dolor en el hombro le cogieron completamente desprevenido.
Los caballos recularon, Eldridge gritó y Marcus cayó al suelo. Se mareó y no se pudo defender de la media docena de hombres que lo rodearon en una emboscada. Sólo pudo darse cuenta, con horrorizada claridad, de lo mucho que se había equivocado, cuando Talbot se acercó a él con una pequeña espada en la mano. «Trabaja bien con Avery James», le había contado Eldridge semanas atrás. Ciego a la traición, Marcus había dejado a Elizabeth al cuidado del único hombre que quería lastimarla.
Tumbado boca arriba, empezó a notar que los árboles, que protegían el camino, componían un verdoso telón de fondo para la hoja de acero que se aproximaba a él con una precisión mortal.
Pero su mayor miedo no era su muerte inminente, sino la seguridad de su querida esposa, que tanto le necesitaba. Y él no iba a estar allí.