21

El señor Christopher St. John ha venido a visitarla, milady.

Elizabeth levantó la vista de su novela y miró al mayordomo con la boca abierta. Dejó el libro en el sofá y se levantó.

—¿Dónde le has llevado?

Marcus había ido con el administrador a supervisar algunas propiedades que necesitaban de cierta atención. Elaine se había retirado a hacer la siesta y hacía una hora que Robert y Paul se habían marchado al pueblo. Estaba sola, pero no tenía miedo. Caminó despacio hasta donde le había indicado el sirviente y les hizo una señal con la cabeza a los dos guardias que esperaban a ambos lados de la puerta del vestíbulo.

Inspiró hondo y entró en la habitación. Al verla entrar, St. John se puso en pie: su espléndida vestimenta resaltaba su belleza angelical. Sonrió y el breve recuerdo de Nigel la desconcertó de forma momentánea.

Cuando se acercó a él, se dio cuenta de que parecía más delgado, las permanentes ojeras que ensombrecían su rostro eran más oscuras y, aunque su apariencia era tan orgullosa como siempre, Elizabeth pudo captar el agotamiento que esa fachada dejaba entrever.

—Ha sido una osadía por su parte venir a verme aquí.

Él se encogió de hombros.

—Pensaba que iba a ser Westfield quien entrara por esa puerta. Me siento aliviado de que haya sido usted. En este momento, no tengo fuerzas ni para pelearme. —Miró por encima de su cabeza—. ¿Dónde está su señoría?

—Lo bastante cerca.

Él arqueó las cejas y esbozó una sonrisa.

—Mientras se mantenga a cierta distancia ya me sirve.

—Eldridge le busca.

La sonrisa de Christopher desapareció de inmediato.

—Ya lo sé.

—Dice que quiere ayudarme, pero su silencio está poniendo mi vida en peligro.

Él se dio media vuelta y se acercó a la ventana para abrir la cortina y mirar en dirección al camino circular que había frente a la casa.

—Nunca quise implicarla en esto. Era consciente de que ese hombre era malvado, pero utilizarla, amenazarla… —Rugió—. Ojalá ese maldito diario nunca hubiera salido a la luz.

—No puedo decir lo mismo. Quizá si no hubiera aparecido, Marcus y yo no nos hubiéramos vuelto a encontrar.

Él la miró y esbozó una sonrisa triste. Observó el exterior y a los guardias ataviados con la librea de la familia que esperaban junto a la puerta.

—Veo que Westfield la tiene bien vigilada. Eso me tranquiliza un poco.

—Parece cansado —le dijo ella con franqueza.

—Gracias por advertirlo —refunfuñó—, después de todos los esfuerzos que he hecho para estar presentable… Tendré que despedir a mi asistente.

—Ni el mejor asistente del mundo puede esconder las evidencias de una vida dura —le respondió ella—. ¿Nunca ha pensado en cambiar de profesión? Su forma de vida le quita vitalidad.

Él apretó los labios.

—No he venido hasta aquí a hablar sobre mi forma de vida.

Elizabeth se sentó y esperó a que él hiciera lo mismo.

—Muy bien. Ya no tengo el diario.

St. John maldijo con tal vehemencia que ella se sonrojó.

—¿Quién lo tiene? ¿Eldridge?

Ella vaciló un momento mientras valoraba qué debía explicarle.

—No —dijo al fin. La inquietud de sus dedos era lo único que delataba su intranquilidad.

—Gracias a Dios. Tiene que evitar que lo consiga.

—Siempre ha estado de acuerdo en que sea Westfield quien se encargue de estudiarlo. En este momento, parece mucho más interesado en encontrarle a usted que en descifrar el diario de Nigel.

—Sí, me lo imagino. La verdad es que me sorprende que haya esperado tanto. Me atrevería a decir que quería poner nerviosos a todos sus agentes antes de lanzarlos tras mi pista. Ese hombre es muy meticuloso.

Elizabeth estudió a St. John con detenimiento.

—¿Por qué ha venido?

—Cuando supe que Eldridge me buscaba, comprendí lo delicada que se había puesto la situación. No sé qué hacer. Al final, creo que sólo tengo una solución y, aun así, es casi imposible de conseguir.

Elizabeth abrió la boca para hablar cuando un ruido repentino llamó su atención fuera de la casa. Se levantó y corrió junto a St. John que estaba apostado en la ventana. Un carruaje del pueblo apareció derrapando sobre tres de sus cuatro ruedas.

—Quédese aquí —le ordenó ella, a sabiendas de que Marcus querría hablar con St. John e, incluso, detenerlo.

Elizabeth sólo tardó un momento en asegurarse de que alguien ofrecía asistencia al carruaje accidentado y luego regresó al estudio, pero estaba vacío. Se quedó allí parpadeando sorprendida.

—¿Adónde ha ido? —les preguntó a los guardias.

Los hombres entraron y registraron la habitación a toda prisa. St. John se había marchado.

Marcus se apoyó en el cabezal de la cama y colocó a un costado el cuerpo de su esposa, que había quedado, saciado, encima suyo. Ni siquiera las protestas de Elizabeth consiguieron hacerle sonreír. Deslizó la mano por su espalda para relajarla y conseguir que se volviera a dormir; algo que a él le parecía imposible.

¿Por qué había venido St. John? Si su objetivo era el diario de Hawthorne, no le habría bastado con la confirmación verbal de Elizabeth, que le había confesado que no lo tenía. Y, sin embargo, sólo había podido averiguar eso antes de saltar por la ventana y salir de su casa a la carrera. La escena del carruaje accidentado, orquestada de antemano, era una maniobra de distracción muy habitual. Y el hecho de que supiera que los Ashford no estaban en casa significaba que los había estado vigilando.

Abrazó a Elizabeth con más fuerza y ella le respondió rozando la cara contra su pecho. La advertencia del pirata estaba clara: aquí tampoco estás a salvo. Esa idea lo paralizaba. Marcus ladeó la cabeza y agudizó el oído para oír el suave crujido que procedía de la chimenea. Agradecía el silencio, pero no era capaz de relajarse. Entonces se le erizó el vello de la nuca.

Hacía mucho tiempo que había aprendido a confiar en su instinto, y por eso se tumbó boca arriba y rodó hacia un lado para dejar a Elizabeth sobre los almohadones. Ella, acostumbrada como estaba a que él la despertara para hacerle el amor, lo rodeó con sus brazos, pero Marcus le dio un beso en la boca, se deshizo de su abrazo y abandonó el calor de la cama.

—¿Qué haces? —se quejó ella, adormilada.

Los pucheros de Elizabeth le parecieron halagadores y Marcus se regaló un instante para disfrutar de ellos. Hubo un tiempo en que la idea de tenerla en su cama, ansiosa por él, era un sueño inalcanzable. El anillo de compromiso reflejaba la poca luz que provenía de la chimenea y Marcus apretó los dientes. Si alguien o algo le hiciera daño a Elizabeth, él se moriría.

Cogió los pantalones y susurró:

—Conserva esa actitud sólo un momento, amor.

Cogió la pequeña espada que guardaba apoyada contra uno de los sillones y la desenfundó. Elizabeth levantó la cabeza de la almohada y él se llevó un dedo a los labios para advertirle que guardara silencio. Luego, empezó a caminar descalzo por la habitación. Marcus inspiró hondo antes de salir al salón.

A través de la minúscula rendija que dejaba el quicio de la puerta pudo ver los aposentos de Elizabeth y una luz indiscreta que se colaba por debajo. Su instinto le había vuelto a alertar en el momento apropiado. Marcus se encogió de hombros y salió de su dormitorio. St. John no había abandonado, había vuelto. Sus peores sospechas se habían confirmado.

Él había querido dejar un guardia en el salón que separaba ambos dormitorios, pero a Elizabeth le horrorizaba la idea de que pudiera haber alguien tan cerca de ellos mientras hacían el amor. Se mostró tan insistente que él acabó accediendo. Ahora sólo podía negar con la cabeza al pensar en la fascinación que sentía por su mujer mientras se prometía no volver a hacerle caso. Se movió con rapidez, alcanzó la puerta y comprobó el pomo. Estaba cerrada. Se maldijo a sí mismo y volvió a su dormitorio en busca de la llave.

Elizabeth se estaba poniendo el camisón.

Marcus negó con la cabeza y frunció el cejo.

—Quédate aquí —le susurró de forma casi inaudible.

—¿Qué ocurre? —respondió ella.

Él le enseñó la llave por toda respuesta y regresó al salón. La luz que asomaba por debajo de la puerta había desaparecido. Entorpecido por la oscuridad, tardó un momento en alcanzar la entrada a los aposentos de Elizabeth. La gélida brisa que se colaba por debajo de la puerta le indicó que había una ventana abierta al otro lado. No pensaba entrar en el dormitorio a oscuras, así que salió al pasillo, cogió una vela y encendió el candelabro que había sobre la consola.

Cuando se dio media vuelta, vio que la puerta del pasillo que daba a la habitación de Elizabeth estaba entreabierta. Le propinó una patada para abrirla, con el candelabro en una mano y la pequeña espada en la otra. Las cortinas estaban abiertas de par en par, la tela flotaba azotada por la brisa nocturna y la pálida luz de la luna proyectaba sombras fantasmagóricas en el interior de la estancia. Marcus apretó los puños. El dormitorio estaba en el segundo piso, a gran altura, y dudaba mucho que nadie se hubiera aventurado a entrar o salir por la ventana. Eso significaba que el intruso seguía en la habitación o que había huido por el pasillo mientras él buscaba la llave.

Elizabeth.

Todo estaba muy tranquilo, pero Marcus tenía los nervios de punta.

—¿Milord? —murmuró una voz grave a su espalda—. ¿Qué ocurre?

Marcus se volvió y vio a uno de los guardias seguido por Elizabeth, que apareció mordiéndose el labio inferior. La idea de que ella había cruzado sola los inseguros pasillos de la mansión hizo que su corazón se hinchara de admiración. No sólo era una mujer muy práctica, sino también muy valiente. Tardó un momento en recomponerse y entonces dijo:

—Alguien ha entrado en el dormitorio de la señora. Quédate con ella hasta que me asegure de que el intruso se ha marchado.

El guardia asintió y Marcus registró el espacio. La estancia estaba vacía, pero él seguía intranquilo.

—Despierta a los demás guardias —le ordenó cuando regresó al pasillo—. Revisad las habitaciones vacías y vigilad todas las salidas. Tenéis que descubrir cómo ha logrado entrar. Y, de ahora en adelante, quiero que uno de vosotros pase la noche en mi salón.

Marcus entregó el candelabro al guardia, cogió a Elizabeth del codo y se metió con ella en el dormitorio.

—Ya es hora de que deje de esconderme, Marcus.

—No.

—Sabes que debo hacerlo.

Elizabeth se detuvo de golpe para mirarlo a la cara.

Él apretó sus dientes y negó con la cabeza.

—Es demasiado peligroso.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? Piensa en el riesgo que esto supone para tu familia y para tu hogar.

Marcus le cogió la cara entre sus manos.

—Tú eres mi familia y mi hogar.

—Por favor, no seas testarudo.

—Me pides demasiado, Elizabeth.

—Te pido libertad. —Sus ojos brillaban con fulgor—. Estoy cansada de esta espera interminable. No hemos hecho ningún progreso. Debemos tomar la iniciativa y precipitar la situación. Acabemos con esto de una vez.

Él abrió la boca y ella le puso los dedos sobre los labios.

—No discutas conmigo. Entiendo tu postura. Sólo dime que lo pensarás. Es lo único que te pido.

Saber que ella tenía razón no alivió el tormento de Marcus que, cuando regresaron a la cama, la abrazó con fuerza; necesitaba su cercanía física para calentar el gélido terror que le oprimía el pecho.

—Por favor, no te preocupes —le susurró ella con los labios contra su pecho, justo antes de volver a dormirse—. Confío en ti.

Él la estrechó y pensó en lo mucho que la quería por creer en él hasta el punto de proponerle tal peligro. Ella le había dicho en una ocasión que nunca llegaría a confiar en él, y él la había creído sin dudar. Descubrir que había recuperado su confianza era un bálsamo tranquilizador para sus heridas infectadas que cicatrizaban con cada nuevo día que pasaba.

Sin embargo, no acababa de sentirse bien. No entendía cómo ella podía demostrar aquella fe tan firme cuando él no hacía más que acumular fracasos.

Las tres jornadas que siguieron al incidente del dormitorio fueron muy tensas para Elizabeth. Marcus trabajaba sin descanso en su estudio, para encontrar todos los puntos débiles en su plan para protegerla. Y, si los días resultaban difíciles, las noches aún eran peores. Con la presencia del guardia en la habitación contigua, ella no conseguía relajarse y disfrutar del sexo, y Marcus se negaba a hacerle el amor si ella se mostraba reticente.

—Odio verte tan triste, querida Beth —le dijo Paul una tarde, mientras ella recogía los menús que había repartidos por la mesa del comedor.

—No estoy triste.

Él arqueó una ceja.

—¿Entonces estás aburrida? Si así fuera, no te culparía. Llevas muchos días encerrada.

Ella arrugó la nariz y estuvo a punto de confesarle lo mucho que añoraba a Marcus, pero como hubiera resultado inapropiado, se limitó a negar con la cabeza.

—¿Te gustaría ir al pueblo? —le preguntó él.

—No, gracias.

Marcus no le hubiera permitido salir de la mansión, pero ése no era el único motivo para reclinar el ofrecimiento de su cuñado. Pronto servirían el almuerzo, y durante los últimos días, ése solía ser el único momento en que podía disfrutar de la encantadora conversación de su marido. Elizabeth se repetía a sí misma que era una tontería echarlo tanto de menos cuando estaban tan unidos físicamente, pero no podía ni quería cambiar sus sentimientos. Hubo un tiempo en que odiaba sentir que lo necesitaba con tanta urgencia, pero ahora disfrutaba mucho del lazo que los unía.

—¿Estás segura? —insistió Paul.

Elizabeth le hizo un gesto con la mano, esbozó una sonrisa tranquilizadora y luego abandonó el salón. Sólo tenía que esperar un poco más y podría llamar a Marcus. Aminoró sus pasos y pensó en la sonrisa que él le dedicaría cuando la escuchara mencionar su nombre en la puerta del estudio. Perdida en sus reflexiones, no vio el brazo que aparecía por un costado para agarrarla y meterla en el pequeño espacio que había bajo la escalinata. Los menús, que iba a llevar a la cocina para comentarlos con el servicio, se esparcieron por el suelo de mármol.

El asaltante puso freno a sus protestas con un beso apasionado y entonces Elizabeth sintió cómo el enorme cuerpo de su marido la empotraba contra la pared. Ella, que había levantado sus manos para empujar al intruso, las utilizó para rodear su cuello y abrazarlo con fuerza.

—Mi querida esposa —susurró él con los labios pegados a los suyos.

Elizabeth inspiró con fuerza para conseguir un poco de aire. Tenía el corazón acelerado del susto.

—¿Qué haces?

—Te necesito. —Le mordisqueó el cuello—. Ya han pasado tres malditos días.

Ella cerró los ojos e inspiró su fragancia, notó la calidez de su piel, la excitada longitud de su figura, las enormes manos que se movían febriles por encima de sus curvas…

—¿Por qué no puedes ir desnuda todo el día? —se quejó—. Hay demasiada tela entre nosotros.

Elizabeth miró a su alrededor. La luz del sol, procedente del patio trasero, se colaba por las puertas francesas para delatarlos frente a cualquiera que pasara por allí. El único sitio desde el que no se los veía era el vestíbulo.

—Tienes que parar.

—No puedo.

A Elizabeth se le escapó una carcajada. Estaba tan encantada de sus atenciones que también deseó estar desnuda. La sangre palpitaba en sus venas y su cuerpo empezó a relajarse entre los brazos de su marido.

—¿Qué estás haciendo?

—Pongo fin a mis carencias.

Marcus se separó sólo un poco de ella. Tenía las manos ocupadas, una en su cintura, mientras la otra peleaba inútilmente por sentir sus pechos a través del corsé.

—Nos van a ver —le advirtió ella.

—No conseguirás disuadirme.

Le lamió los labios.

—¿No pensarás en hacerme el amor aquí?

—¿No puedo? —Tiró de su corpiño de seda y la tela crujió a modo de protesta—. Estoy desesperado.

—Marcus.

Elizabeth le apartó las manos.

—Te deseo.

La expresión de sus ojos confirmaba sus palabras.

—¿Ahora? —Ella se mordió el labio inferior complacida al ver que Marcus había perdido su autocontrol—. No lo entiendo. ¿No puedes esperar?

Él negó con la cabeza y esa confirmación la llenó de alegría.

—Yo también te deseo —le confesó.

Marcus la agarró con más fuerza y ella se sonrojó frente a su ardiente mirada.

—Nunca pensé que llegarías a hacerlo de verdad. —Bajó la voz—. Pero me deseas, ¿verdad?

Elizabeth asintió y le posó los labios sobre la barbilla.

—Me muero por ti. Te he echado mucho de menos.

—Estaba aquí al lado.

Él la estrechó todo lo que sus faldas le permitían.

—Soy una egoísta, Marcus. Quiero toda tu atención.

—La tienes. —Su sonrisa era traviesa—. ¿Pero quieres también el resto de mi persona? Podríamos escaparnos, encontrar algún sitio privado.

—¿Puedo atarte y tenerte sólo para mí durante horas o, incluso, días?

Marcus se separó de ella con los ojos muy abiertos.

—¿Hablas en serio?

No podía esconder el erótico interés de su sonrisa.

La imagen que se coló en la mente de Elizabeth la excitó sobremanera.

—Sí.

—Te doy cinco minutos para encontrar una cama y desnudarte. Si tardas más cortaré este vestido con mi espada.

—No serías capaz —protestó ella entre risas—. Adoro este vestido.

—Cuatro y tres cuartos.

Elizabeth se dio media vuelta y salió a la carrera.

—No te olvides de recoger mis papeles —le gritó por encima del hombro.

Luego se recogió la falda y corrió escaleras arriba. Cuando estaba a medio camino, el mayordomo salió al pasillo del piso superior y bajó para encontrarse con ella.

—Milady, ha llegado el correo.

Ella cogió la carta que había en la bandeja de plata y en seguida reconoció el sello familiar de los Langston estampado en la cera.

—Gracias.

Elizabeth rompió el lacre, revisó el breve contenido de la misiva y luego lo releyó.

—El bebé de Margaret se ha adelantado —gritó—. ¡Es un niño!

—Dos minutos —dijo Marcus arrastrando sus palabras con una voz profunda que resonó justo debajo de ella.

Ella se quedó inmóvil.

—¿Me has oído? Debo ir a verles.

—Ven aquí, lady Westfield. —Marcus ronroneó con aire siniestro mientras subía la escalera con una mirada depredadora en los ojos—. Querías mi atención. Te prometo que la tienes. Tu sobrino puede esperar.

Elizabeth se rió con ganas.

—Primero tendrás que atraparme —le desafió mientras se precipitaba escaleras arriba.

Consiguió llegar al rellano y corrió por el pasillo con la carta en una mano y las faldas agarradas con la otra, pero Marcus le pisaba los talones.

Elaine observaba las antigüedades desde la puerta del salón. Entonces se dirigió a Paul, que estaba junto a ella.

—Nunca lo había visto tan feliz. El matrimonio ha hecho milagros con Marcus.

—Es cierto —accedió él.

Entonces, lo miró con una afectuosa sonrisa en los labios.

—Y tú, querido hijo, serás el siguiente.